jueves, 27 de noviembre de 2008

EL ESCRITOR DESLEÍDO - Juan Marsé.


Juan Marsé (Barcelona, 1933) es autor de una contundente obra narrativa
. Su espléndida novela El embrujo de Shangai, por ahora la última publicada, ha ganado este año el prestigioso Premio de la Crítica. En su novelística cabe citar títulos como Encerrados con un solo juguete, Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, La oscura historia de la prima Montse o los estupendos relatos de Teniente Bravo. Con El amante bilingüe obtuvo el Premio Ateneo de Sevilla y con La muchacha de las bragas de oro, el Planeta. Txomin Salazar. Ácido, penetrante y profundamente crítico, utiliza los caminos del Pop para desarrollar una obra desgarrada y cargada de ironía. Nacido en Bilbao en 1949, es un magnífico representante de la vanguardia cultural madrileña.








TRIBUNA: Juan Marsé
El caso del escritor desleído
Capítulo 1A la memoria de Juan Carlos Onetti
Juan Marsé 07/08/1994


Tras Mecánica popular, de Juan José Millás, EL PAÍS prosigue su oferta literaria diaria del verano con El caso del escritor desleído, un relato original de Juan Marsé, dedicado a la memoria de Juan Carlos Onetti, que se publicará a partir de hoy en siete capítulos, ilustrados por el pintor Txomin Salazar. Después le seguirán los autores Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares y Arturo Pérez Reverte.


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Relato de Érase un escritor de ficciones que durante treinta años se había negado temerariamente a conceder entrevistas a la televisión. Hoy, cinco años, después de los sucesos que se narran en esta historia, hay quien opina que el mismo R. L. S. no fue otra cosa que una ficción, pues lo único que nos queda de su paso por el mundo es el anagrama de su nombre. Así firmaba sus libros, y así le decían en familia y en los medios profesionales: -Errelese, deberías dejarte ver en la tele de vez en cuando.

-No me gusta hablar de la faena, y además soy un poco feo.

Y así durante treinta años. Gozaba de cierto prestigio y de una moderada fama, pero ni la una ni la otra le interesaban. Su rechazo sistemático a los requiebros audiovisuales le había acarreado algún problema a la hora de promocionar sus libros, y bastantes malentendidos. Su mujer nunca se lo reprochó, pero en el fondo no lo aprobaba; sus editores se habían resignado a lo que les parecía prácticamente un suicidio, y su agente literario opinaba que era una forma de coquetería que se adelantaba a su época, que había que respetar y que haría furor en el futuro.

R. L. S. era un hombre de sólidas convicciones, menudo y discreto, y vestía con esmerada pulcritud y cierto atildamiento.

La tarde del 18 de julio de 1989 se dejó convencer para ser entrevistado brevemente en un programa cultural que se emitía de madrugada por la segunda cadena de TVE. Decidió comparecer por gentileza hacia un escritor amigo y puso tres condiciones: que la entrevista fuese en directo, que no debían hacerle ninguna pregunta sobre su propia obra ni sobre su vida y que a su espalda, en el plató, colgaran una gran fotografía de Mr. Hyde estrangulando a la puta lvy.

Todo resultó bastante aburrido y transcurrió según sus deseos, salvo un par de preguntas finales que la presentadora del programa le disparó a bocajarro:

-Señor Errelese, ¿Por qué firma sus novelas con estas iniciales? Suponemos que corresponden a su nombre. ¿Tal vez Ramón López Solís ... ? ¿Rufino Lasa Sala ... ?

Él no se dignó contestar, los ojos en el suelo y una leve efusión sanguínea en la cara. Tampoco quiso explicar por qué pidió que colgaran tras él una foto ampliada de Mr. Hyde / Fredric March apretando el cuello de lvy, / Miriam Hopkins con sus horribles manos peludas. Por último, su conocido rechazo al medio televisivo, mantenido a lo largo de treinta años, picó también la curiosidad de la presentadora:

-¿Por qué no nos quiere? -entonó melindrosa- ¿Qué tiene usted contra nosotros, señor Errelesé?


-Lamento que me haga esta pregunta -dijo él con la voz suave- Pero la contestaré. La televisión está creando una nueva especie humana, un mundo de opinantes mastuerzos y de mirones descerebrados, adiposos e impotentes, y a mí no se me ha perdido nada en ese mundo.


En este momento estalló una bombilla de la cámara más próxima a él, y se produjo un cortocircuito y mucho humo, y uno de los focos también explotó. La presentadora pidió disculpas y, pasado el susto, reanudó la conversación:

-Vaya, parece una acusación en toda regla, lo que acaba de decir.

-Olvídelo, Ustedes saben de eso, practican muy bien la estrategia de la desmemoria.

-Y,sin embargo, pese a tan riguroso veredicto, usted ha venido.

-He venido exclusivamente a rendir homenaje a mi amigo y maestro Juan Carlos Onetti. Y puesto que hemos terminado, usted me dispensará. Buenas noches.

Su intervención duró apenas cinco minutos. Al alejarse de las cámaras y de su campo de tiro notó fugazmente el primer síntoma: algo muy frío se licuaba a lo largo de su tráquea, como si hubiera tragado un trozo de hielo del vaso de whisky.

De vuelta a casa, repasando mentalmente lo que había dicho, solamente una frase le parecía afortunada y no estaba seguro de que fuera suya: "En el buen escritor, la verdadera emoción aparece y se manifieta allí donde no se la describe ni se la nombra. Y Onetti es un maestro en eso". No era gran cosa, y aunque había logrado su objetivo, recomendar encarecidamente la obra del amigo, sentía un extraño desasosiego.

En casa preguntó a su mujer y a sus hijas, que seguían pegadas al televisor, qué tal había quedado ese imbécil de Errelese haciendo monerías ante las cámaras, y le dijeron que bien, sin el menor entusiasmo. Olvido, su mujer, hija de un boticario de pueblo que acabó dirigiendo unos grandes laboratorios farmacéuticos, añadió:

-Pero se te veía mal.

-¿A qué te refieres? -dijo él- ¿Estaba mal enfocado, o demasiado lejos?

~No sé. Movido.

-¿Movido?

Su hija pequeña fue más explícita:

-Borroso, papá. Salías muy borroso. Horriblemente borroso.

-Desleído, diría yo -precisó la resabiada hija mayor- A ratos parecía que te estuvieras disolviendo en agua, como un alkaseltzer.

-Explotó una cámara -recordó él- Sería eso.

-Pero a la entrevistadora se la veía perfectamente -observó su mujer- Solamente tú salías como... difuminado.

R. L. S. se encogió de hombros.

-Falló también un foco... Bueno, qué más da -y añadió con sorna: -Nunca me había puesto delante de esos malditos artefactos. No han sabido cogerme el perfil bueno, así que no pienso volver por allí.

-La cámara no te quiere, papá -bromeó la hija menor.

-Será eso, hija.

-¿Quieres verte? Lo hemos grabado.

-Mañana. Estoy muy cansado. Eso de cultivar el personaje ante millones de televidentes resulta agotador, además de obsceno. Hasta mañana.

Al día siguiente se marcó mirándose al espejo y sufrió una fuerte bajada de la tensión sanguínea. De la manera más tonta -eso creyó al principio: por andar distraído o adormilado- meó fuera de la taza del water dejando el suelo perdido; no pudo dirigir correctamente el chorro de orina porque no lo veía. Poco después sufrió doble visión y un persistente zumbido en los oídos. Aconsejado por su mujer, acudió a la consulta del doctor Trías, su médico de cabecera y amigo íntimo; más que amistad, lo que ambos cultivaban era una complicidad de lecturas y alcoholes diversos. El médico le ordenó echarse en la camilla, le tanteo el hígado apretando con los dedos y después le preguntó qué le había pasado exactamente. El lo hizo y aventuró que debía tratarse de una depresión, dijo que a ratos sentía mucho frío interior, como si su cuerpo estuviera abierto y expuesto a corrientes de aire, y que otras veces creía sentir que se disolvía en un vaso de agua igual que una pastilla efervescente o algo así.

El doctor Trías le rió la broma y le recetó tres poemas metafísicos de Quevedo, dos poemas satíricos de Sagarra y un vasito de Oporto cada noche antes de acostarse. También rellenó una solicitud para que le practicaran un estudio arterial mediante las siguientes exploraciones, según escribió de su puño y letra: Doppler Transcraneal Tridimensional y EcoDoppler de Troncos supra-aórticos, afecto de Sd. vertiginoso e inestabilidad.

-No me jodas -exclamó R. L. S. admirado-. No sabía que en tus recetas imitaras la prosa de Julián Ríos.

-Como bromista eres bastante chapucero -protestó el doctor Trías- Yo soy ante todo un científico riguroso, y tú no eres más que un maníaco depresivo con una tendencia esquizoide, así que, de momento, te prohíbo fumar.

(2)

Cuando pasó el vídeo que habían grabado sus hijas comprobó que, en efecto, se le veía muy borroso. Cada gesto que hacía, cruzar una pierna sobre la otra o ajustarse el nudo de la corbata, parecía ralentizado y dejaba tras de sí esa estela fugaz que deja en las fotografías un objeto en movimiento. Todo lo demás a su alrededor, incluida la bella presentadora y los papeles y libros que manejaba, aparecía quieto y nítido; sólo su imagen parecía pertenecer a otra película, con otro ritmo -a un celuloide rancio, diríase: tenía una tonalidad distinta, bañada por otra luz, otra atmósfera. Pero lo más extraordinario era que las manos peludas de Mr. Hyde y su cara de mono, mientras procedía a estrangular a la pobre lvy en la fotografía que colgaba a su espalda, las garras y la máscara bestial que deberían haber quedado parcialmente ocultas, podían verse a través, de su estómago porque éste se transparentaba.Pasó el vídeo otra vez, y luego otra, y decidió que el realizador del programa había mezclado dos tomas con alguna finalidad estética; una virguería técnica copiada de Rouben Mamoulian o de George Stevens.
Ese mismo día, hallándose en una librería, fue reconocido por una señora que le pidió su autógrafo esgrimiendo un ejemplar de su último libro y un bolígrafo de tinta roja. R. L. S. la complació, no sin problemas: firma y rúbrica surgieron ante sus ojos y los de su admiradora, pero se esfumaron al instante. Parecía cosa de magia. Pensó que la tinta carecía de la suficiente densidad o le faltaba algún ingrediente, y firmó y rubricó nuevamente de forma vigorosa y enrevesada, como hacía siempre, pero presionando mucho más: el trazo sanguinolento apareció, bastante aguado y fantasmal, y volvió a esfumarse en la nebulosa blanca del papel. Sólo después de varios intentos y con otros bolígrafos, rodeado de la curiosidad general y las atenciones del personal de la librería, consiguió fijar un palidísimo remedo de su autógrafo.

El incidente le dio mucho que pensar. Decidió someterse a la prueba de una nueva comparecencia televisiva y pidió a sus hijas que lo grabaran. Volvía a sentir el escalofrío del cubito de hielo incrustado en la tráquea y el goteo interior.

Pensaba hacerse invitar, pero no fue necesario: en los medios audiovisuales se interpretó su primera e inesperada aparición ante las cámaras como el fin de una cabezonería insensata, una rendición ante el poder supremo de la imagen, y varias cadenas privadas ya reclamaban su presencia. Con tal motivo, sus editores le felicitaron instándole a participar en programas de gran audiencia y de muy diversa roña y pelaje: debates sobre extraterrestres y parapsicología, concursos millonarios y debates públicos sobre la corrupción política, la ruta del bakalao, los animales de compañía, las apariciones de, la Virgen, el tabaquismo o la calvicie o los grandes incendios forestales... Le recomendaron muy encarecidamente huir de los programas dedicados a libros.

-Vamos a recuperar el tiempo perdido -exclamó entusiasmado un joven jefe de publicidad.

-Ojalá no sea demasiado tarde -murmuró R. L.S.

La segunda comparecencia tuvo lugar en un gran estudio que lucía un decorado espectacular con piscina y trampolín, gradas repletas de público y mucho trajín de sonrientes azafatas faldicortas. Era un concurso de audiencia nacional conducido por un popular periodista, y los televidentes podían concursar desde sus casas por teléfono respondiendo correctamente a preguntas muy simples, y, al final, en un breve espacio dedicado al personaje invitado, debían adivinar al autor de una cita literaria previamente escogida por él, y que aparecía escrita en la pantalla a lo largo de la entrevista. Después de invitarle a sentarse y de improvisar unas breves palabras de presentación, el conductor del programa le preguntó, muy sonriente:

-Ante todo nos gustaría saber, disculpe nuestra curiosidad, por qué ha rehuido usted las entrevistas en televisión durante tantos años.

R. L. S. permaneció mudo y absorto ante la sonrisa del presentador. Sentía las manos ardientes y peludas de Mr. Hyde, que olían a azufre, apretando su cuello. Durante diez minutos, el gran comunicador no logró arrancarle una sola palabra. Simuló ante su audiencia un fallo técnico y ordenó que le cambiaran el micro prendido en la solapa, pidió un vaso de agua y una silla más cómoda para su invitado, le ofreció un café, y nada. Finalmente, R. L. S. pareció despertar de su letargo y dijo:

-He venido para verme después.

El presentador hizo una seña al cámara de la grúa para que se acercara y sacara un plano del nudo impecable de la corbata de su invitado, mientras palmeaba amistosamente su rodilla.

-¡Vaya, nos ha salido usted muy bromista, señor Errelese! A propósito, estas iniciales corresponden a su nombre y apellidos, naturalmente. Déjeme adivinarlo... ¿Roberto Lara Segura? ¿Rafael Linares Salinas? ¿Raúl Lemos Sancho?

R. L. S. lo miró. La sonrisa y las garras de azufre seguían haciendo su trabajo.

-¿Y por qué no Robert Louis Stevenson? -dijo.

-¡¿Por qué no, en efecto?!

¡Muy agudo, sí señor! ¿Tal vez lo escogió porque es usted un fan del autor de La isla del tesoro?

-Bueno, sería la única forma de parecerme a él en algo...

En este momento se recibió la primera llamada telefónica. Una señora de Madrid. La cita de autor famoso que R. L. S. había escogido era: "Os lamentáis de que el culo de las mujeres es monótono. Hay para eso un remedio muy sencillo: olvidarlos". Era de Gustave Flaubert. Los guionistas del programa habían expresado sus recelos ante la frase, apelando al buen gusto del que siempre había hecho gala el concurso (aquí se escuchó la risa sarcástica de Mr. Hyde) pero en eso R. L. S, se mostró inflexible: o se aceptaba su propuesta o se iba a casa.

-¡¿Con quién tenemos el gusto de hablar?! -preguntó el presentador.

- Con Matilde.

-¡Muy bien, Matilde! ¡¿Puede usted decirnos quién es el autor de nuestra cita de hoy?!

-¡Pues es que no estoy segura, la verdad ... ! -dijo la concursante muy excitada.

-¡Adelante, mujer, sin miedo! íTiene medio millón de pesetas al alcance de la mano! ¡No es ninguna broma, Matilde!

Ay, ¿por qué no me echa usted una ayudita?

imposible, querida señora. Yo no sé el nombre del autor. Sólo nuestro ilustre invitado lo sabe, él lo escogió.

-Ay. ¿No será éste... cómo se llama? Este que sale siempre por la tele y casca mucho... Ay, lo tengo en la punta de la lengua ... ¿Don Benito Pérez-Dragó?

-Siempre sin dejar de sonreír, el gran comunicador miró a R. L. S., esperando su veredicto.

-Déle usted a esta señora su medio millón -dijoel escritor invitado con la voz suave- y que se compre un pesebre.

Se volvió a un lado, hacia una de las azafatas, y pidió otro vaso de agua.

-¡Cuánto lo sentimos, Matilde! -dijo el presentador-. Parece que no hubo acierto. ¡Gracias por llamar y suerte la próxima vez! -y colgó el teléfono, mirando a R. L. S. con el rabillo del ojo. La azafata de sonrisa congelada trajo el vaso de agua y, al disponerse R. L. S. a cogerlo, su mano se cerró en el aire y el vaso fue a parar al suelo y se hizo añicos; vio sus dedos traspasando limpiamente el cristal y el agua, sin tocarlos, asiendo la nada. "Perdón", murmuró, y se puso lívido.

Poco después hubo otra llamada. Una concursante de Valencia.

-¡¿Es don Camilo José Cela?! -dijo una voz chillona-. Porque esta clase de cochinadas... vamos, que es lo suyo, muy propio del don Camilo ése. Seguro que es él.

-No. Éste es un prosista castizo y campanudo -dijo R. L. S.-. Yo he venido a dar testimonio de un novelista.

De vuelta a casa puso el vídeo en marcha, mientras le preguntaba a Olvido qué tal había salido esta vez. Ella dijo que fatal, mucho peor que la otra noche.-No estoy hecho para esta clase de gansadas -gruñó él-. ¿Por qué crees que me he negado durante tantos años?

Su mujer pulsó el mando a distancia y congeló la imagen.

-Mírate. Pareces un fantasma.


Estaba, en efecto, un poco más desvaído, más transparente. Olvido pulsó otro botón y la imagen se animó de nuevo. En cierto momento podían verse los rotundos muslos de la azafata con el vaso de agua: avanzaba a su espalda con el vaso en la mano, los muslos moviéndose rítmicamente dentro de sus pulmones maltratados por el tabaco, en una singular combinación gráfica de belleza y vigor juvenil y carcoma y tiniebla pulmonar. Negándose a la evidencia, buscando todavía algún tipo de excusa, R. L. S. opinó que debía tratarse de un defecto de filmación, una anomalía técnica.

-Que no sabes estar ante las cámaras -dijo su mujer Que no estás acostumbrado,

-¿Crees que debería dejarme entrevistar con más frecuencia?

-No te vendría mal. Pero pareces muy cansado... ¿No te encuentras bien?

-Me siento raro.

Después de negarse durante días, accedió a someterse a diversas pruebas y análisis clínicos. Ante su empecinamiento y su manía en querer compararse, debido a ciertas coincidencias en la sintomatología, con un alkaseltzer o un sidral -decía sentir dentro del cuerpo una "efervescencia visceral y anímica-, el doctor Trías sentenció:

-Amigo mío, el hombre no es otra cosa que un producto químico, y como tal, disolvente. Te suponía enterado de esta fatalidad; o esta bendición, según se mire.

R. L. S. expresó el temor de que su mínima presencia en la prensa escrita entre 1965 y 1975, apenas media docena de entrevistas -y dos de ellas con el gran Del Arco: brevísimas- acaso fuera el germen de este virus que ahora causaba su lenta disolución.

-Seguramente lo incubé entonces -dijo-. ¿Me has visto en la tele?

-Por supuesto que no -dijo el médico.

-Se me ve fatal -se lamentó cabizbajo- Fatal.

-Jamás pensé que eso pudiera preocuparte.

Le dijo que estaba neura, sencillamente, y le recetó un complejo vitamínico, cigarrillos fuera, whisky con agua pero sin hielo y más dosis de entrevistas televisivas y tertulias radiofónicas, por nauseabundas y ponzoñosas que le parecieran; cuántas más, mejor.

-A ver si con un poco de suerte, provocamos una respuesta inmune en el organismo, estimulando algún tipo de anticuerpo -añadió el médico-. Debes darte prisa. Y mostrarte agresivo, hacerte notar.

Sin pensárselo dos veces aceptó otra entrevista en un programa cultural de cinco minutos, titulado con la mayor desfachatez 5 MINUTOS CON LOS LIBROS y emitido a las 2,30 de la madrugada. Lo dirigía y presentaba un escritor con cara de primate ilustrado, célebre por sus hazañas sexuales y sus efusiones místicas.

-Gracias por venir, Errelese -le dijo a modo de saludo, ya los dos en el aire- Sabemos que no le gusta ser entrevistado.-La mitad sí me gusta.

-¿Cómo la mitad?

-No me gusta ser entre. Vistado sí, lo necesito.

-Le veo muy pálido. ¿No le han maquillado?

-Ya veremos luego cómo estoy. O no veremos, depende.

El conductor del programa se removió inquieto en la silla.

-Bien. Yo sé que nuestros telespectadores, y sobre todo sus lectores interpretan su presencia aquí como un deseo de pactar, de normalizar unas relaciones que nunca fueron fáciles... ¿Qué les diría, a sus lectores?

-Usted me está pidiendo que me reconcilie con el mundo. Hasta aquí podíamos llegar. Ya puede usted esperar sentado.

-Ja ja. ¿Usted no cree en el famoso dicho una imagen vale más que mil palabras?

-De ningún modo. Una imagen no vale mil patatas.

-¡He dicho mil palabras, compañero, no mil patatas!

-Disculpe. Soy un escritor realista.


-Lo sabemos, y le disculpamos por ello. Queridos amigos -con la sonrisa torcida y la voz gangosa, el presentador se dirigió a su audiencia-, esta noche contamos con la presencia escurridiza, legendariamente inestable, por no decir vocacionalmente invisible, de un escritor bastante Ieído. Creo que a todos nos gustaría saber en qué anda metido ahora, o por lo menos el título...

-Moriarty contra la patria.

-¿Es una broma?

-No se vayan ustedes- dijo R. L. S. mirando al objetivo de la cámara-, que pronto llegarán los tertulianos verborreicos. Sé cuanto les chifla esa escoria.

-Oiga, a ver si nos aclaramos...

-Usted es un charlatán radiofónico y televisivo, la peor especie de besugo que se da hoy en este país.

_... porque ya nos pasamos de tiempo.

-Bueno, no estoy escribiendo ninguna novela, ahora. Estoy trabajando en una antología de las majaderías televisivas que los españoles se tragan sin rechistar. En realidad, en este momento no necesito lectores. Necesito mirones.

Sin disimular su fastidio, el monito presentador se puso a revisar sus notas.


-Veamos. ¿Usted cree que el poder utiliza a los intelectuales, o los intelectuales al poder?

-El emputecimiento es mutuo. Las posturas, diversas. Conozco a un escritor que se sirve de los discursos del Rey para citarse a sí mismo.

-¿Para quién escribe un escritor cuando escribe, Errelese?

-Un escritor cuando escribe, escribe para el escritor que está escribiendo en su escritorio.

-O sea, para sí mismo -el presentador ahogó un bostezo apretando un bolígrafo entre los dientes- Mire, yo no he leído casi nada de usted, pero me han dicho que usted sólo escribe del pasado.

-Es una gentileza para con mis lectores no contemporáneos. Ustedes, los que comen en el pesebre audiovisual, están condenados a no tener pasado.

El monito volvió a consultar sus apuntes. Había entre él y su invitado una mesita con un jarrón verde conteniendo una docena de rosas rojas. R. L. S. se levantó y colocó el jarrón con las rosas en otra mesa, a su espalda. El monito parlante le preguntó por qué lo hacía, y él dijo que las rosas lucirían muy bien en torno a su espinazo, o tal vez dentro de su estómago, "Veremos", dijo.

-Veremos -repitió el entrevistador, muy mosqueado- Al parecer, esta palabra le encanta. Tengo que rogarle que no insista con sus sarcasmos, Errelese. Hemos comprendido. Sigamos. Usted de niño coleccionaba cromos de ciclistas famosos, ¿verdad?

-Sí. El ciclista que más me gustaba era Paulette Goddard, gran escalador, siempre con dos tubolares cruzados sobre el pecho.

-Ya.

-También me gustaba mucho Joe Louis, el bombardero de Detroit. ¿Conoce?

-Más o menos.

La entrevista iba de mal en peor, según deseaba R. L. S., pero ahora el presentador no parecía tener prisa por acabar.

-Usted presume de francotirador y de volar como el águila solitaria, ¿no es cierto? -añadió.

-Me gustan más los pardales. Y las golondrinas, pero sólo aquellas que no vuelven. Mi padre tenía un perro que lo acompañaba en su recorrido diario por las tabernas del barrio, y al que solía invitar a tapas y agua mineral con unas gotas de anís. Por supuesto, los dos bebían con moderación.. Las albóndigas le gustaban mucho a ese perro, y también los callos. Pero ni mi padre ni el perro comieron jamás pajaritos fritos. Una vez un tabernero sin escrúpulos obsequió al animal con un pajarito frito, el perro lo husmeó, luego miró a mi padre y le dijo: "Es una golondrina, y de las que vuelven". Entonces mi padre le arreó una buena nata al tabernero y se fueron de allí.

-Es una historia demasiado natural. Permítame ahora una pregunta tal vez un poco incisiva y que nunca le habrán hecho, seguramente: ¿novela urbana o novela social?

-Novela escalivada.

-¿Por qué se hace el longuis? -el monito dicharachero esbozó una sonrisa irónica muy esquinada- ¿No será que no sabe qué responder?

R. L. S. meditó cerrando los ojos. Sentía el estómago lleno de aire y se desabrochó la americana, y en este momento todos los telespectadores (nueve, según revelaron los índices de audiencia) pudieron verlo desde sus hogares: dentro del abdomen, enredadas en las rayas de la camisa y en un pálido laberinto de intestinos, estallaban doce rosas rojas en un jarrón verde. Una cristalina efusión, una transparencia perfecta.

-Es usted un botarate -dijo finalmente R. L. S.

-Lo mismo digo, compañero. En fin, ya sabe usted que en televisión el tiempo es oro...


-Cuando no es mierda.


-Está bien, vale. Gracias por venir, y buenas noches.

-Muy buenas.


Llegó a casa agotado y se acostó sin lavarse los dientes por no verse en el espejo. A la mañana siguiente le preguntó a su hija menor si había grabado la entrevista. Quería verla enseguida. -Ahora no puede ser, papá. Estoy grabando una peli.

R. L. S.. no pudo. reprimir un suspiro de alivio, tan aterrador le parecía enfrentarse nuevamente a su imagen. El televisor estaba apagado y la pantalla. oscura, color ala de mosca, reflejaba una figura estilizada y espectral, la suya. El vídeo en marcha emitía un silbido de serpiente.

-Pero me grabaste, no se te olvidaría -dijo R. L. S.

-La tengo ahí, papá.

-¿Viste si salía bien?

-Supongo que sí. Ya veremos.

-¿Tendré que esperar mucho?

¿Qué estás grabando ahora?

-Cumbres borrascosas.

-Ah, muy bien -paseó nervioso por el salón-. Por cierto, ¿grabaste ayer tarde El ladrón de Bagdad?

-Sí, papá.

-Estupendo. Me gustará verla esta noche después de cenar.

-No puede ser. Esta noche grabaremos Río Rojo.

-Ah, qué buena. Ésta la veremos mañana...

-Tampoco podrá ser, papá. Mañana estaré grabando La fiera de mi niña, una de Tarzán y un reportaje sobre Elvis Presley. Otro día, papá. Lo siento.

-Sí, otro día.

Pero sabía que nunca volvería a ver estas películas, y su hija probablemente tampoco porque se pasaba el día grabando y el vídeo siempre estaba ocupado, nunca había ocasión ni tiempo más que para almacenar imágenes. Así que para verse tuvo que saltar de la cama a las cinco de la madrugada, sacar del vídeo la cinta que no paraba de grabar y poner la de su última entrevista. Tal como temía, estaba mucho más esfumado, su figura parecía una tela de araña y Ja ratos puro humo. Vio perfectamente el ramo de rosas enredado en sus intestinos y notó un desfase de la voz en relación con el movimiento de los labios: el sonido, muy débil, se oía unos segundos después de que sus labios formulasen las palabras; no era que sus respuestas se demoraran porque las meditara demasiado, mientras el monito presentador hacía muecas de cara a la audiencia, sino que, la voz se le quedaba dentro un buen rato, por alguna causa desconocida. Hacia el final de la entrevista congeló la imagen en el vídeo jon el mando a distancia y observó lo que quedaba de R. L. S. bajo la intensa luz de los focos: en el lugar donde él debería estar, en la silla, había las rosas y una forma convulsa y gris parecida a una nube de mosquitos. Fue un instante. Luego reapareció, pero siempre borroso y exangüe.

Ya no le cabía la menor duda: estaba desapareciendo. Recordó el sarcástico dictamen del doctor Trías: no habiendo desarrollado anticuerpos gráficos, tu cuerpo serrano sufre un paulatino pero irreversible rechazo del medio audiovisual.

Dos horas después, al entrar en el cuarto de baño, su mujer lo vio desnudo mirándose en el espejo.

-Estoy empezando a desaparecer, Olvido.

-Pero ¿qué dices? ¿Estás seguro?

-Cada día me siento más desleído. Me voy, querida, me estoy deshaciendo a chorros.

Su mujer comprendió al instante y, sin perder la serenidad, corrió a decírselo a sus hijas.

-Papá se esfuma.

Las niñas acudieron presurosas y se plantaron en el umbral del lavabo, se quitaron sus gafitas de miope y limpiaron los cristales con el borde de la falda, se las pusieron de nuevo y miraron a su padre con curiosidad.

-¿A ver, papá? -dijo la pequeña.

-No hay mucho que ver, hija.

-Estáte quieto un momento, déjame ver.

Nunca tuvo ningún pudor ante sus hijas, pero ahora, en su estado, prefirió taparse los genitales con las manos. Precaución inútil, claro.

-Seguramente, papá, lo que padeces es un tipo de inmunodeficiencia con efectos secundarios -opinó la mayor, lectora voraz y entusiasta de literatura farmacéutica editada por su abuelo en los folletos de los medicamentos-. Algo está pasando en tus glándulas hormonales, seguro. A que te sientes raro, con sofocos y náuseas. No debes conducir en ese estado.

-En la televisión -dijo Olvido- se te ve mucho peor que al natural. En fin, qué le vamos a hacer. Claro, tantos años de abstinencia no podían traer nada bueno. Si no hubieras sido tan cabezón, habrías desarrollado anticuerpos, como han hecho Gala y Cela y Sampedro y tantos otros, habrías vendido el doble de libros. Ahora ya es demasiado tarde.

Sacando fuerzas de flaqueza, R. L. S. se enderezó y dijo:

-Te equivocas. Siempre estoy a tiempo de hacer el papanatas. He ido a la tele y volveré. ¡Os cansaréis de ver esa jeta!


Su mujer y sus hijas insistieron en que era un grave problema de glándulas, secreciones y hormonas, y le convencieron para que acudiera sin pérdida de tiempo a la consulta de un famoso endocrino que trabajaba en el Centro Superior de Investigaciones Científicas y en el Instituto de Magnetismo Aplicado de la Universidad Complutense.

-Parece usted un poco diluido, en efecto -fue el primer comentario del profesor Colom-. Y no es para menos, claro. Son muchos años haciendo el gilipollas, jugando a esconder su imagen, coqueteando con ella, cuando no negándola o despreciándola. He estudiado su caso a fondo. ¿A qué se deben esos escrúpulos en medio de tanta basura cultural? Usted parece no haber entendido algo tan elemental como eso: este país tiene la televisión que se merece. Y punto. ¿Fuma usted?

-Tres paquetes diarios.

Mientras tomaba notas en un bloc, el catedrático meditaba cogiéndose la barbilla con la mano peluda.

-¿Cuánta televisión ve usted al día? ¿Dos, tres, cuatro horas? ¿Ve usted Farmacia de guardia? Se la recomiendo, es una serie muy buena, genial, a mí me gustaría tenerla. ¿Escribe usted con ordenador? -y sin darle tiempo a responder, añadió-: ¿Qué marca de ordenador? Sepa usted que se han dado casos de un tipo de osteoporosis, desconocida hasta ahora, causada por ondas magnéticas de ordenadores japoneses, con destrucción de fibra muscular y acompañado de heces en forma de melena.

-Yo no trabajo con ordenador. Bolígrafos, lápices y Olivetti.


El ilustre científico lo miró con recelo.

-Es usted un antiguo -dijo como si emitiera un diagnóstico inapelable, y examinó sus notas-. Bien, veamos. Usted se ha negado durante más de treinta años a cultivar su imagen pública alegando razones muy diversas, ninguna de ellas convincente. ¿No calculó usted las consecuencias inmunológicas de una decisión tan insensata?

Observando la tersa y oronda faz del sabio endocrino, R. L. S. empezó a desalentarse. Habló don una voz muy débil:

-Precisamente yo pensaba que mi decisión era la sensata. Creía que la mejor manera de cultivar la imagen pública era beber vino tinto con moderación y consumir verdura y fruta fresca; mantiene tu peso ideal, no estropea los colores, no irrita la piel, el algodón no engaña y, además, te ayuda a regular el nivel de colesterol...

-¡No diga ustes sandeces! -Echó el profesor una ojeada a los análisis y añadió: -Genéticamente hablando, me temo que hemos llegado demasiado tarde; en treinta años, sus células audiovisuales se han atrofiado.

-Comprendo -reflexionó tristemente R. L. S.- Va a resultar profético lo que me dijeron una vez: Si no sales en televisión, no existes. Eso me dijeron.

-La poesía erótica no me interesa. En realidad, usted sufre interferencias electromagnéticas -Y con su cara de luna observó atentamente al escritor-. Claro que también podríamos hallamos ante una variante del llamado efecto placebo. Es decir, secuelas de una sugestión -Con mirada severa y conminatoria esperó a que el paciente terminara de encender un cigarrillo- Por la razón que sea, y sin descartar la más obscena o lírica, usted se Creyó a pies juntillas eso de que si no sales en la tele no existes. Veamos. ¿Le cuesta mucho verse en los espejos?

-¿Usted cómo me ve? ¿No ha dicho que me encontraba desleído?

-Creía haber dicho diluido.

-En mi caso, es más apropiado lo primero.


Rió lo que creía una broma el endocrino y luego discurrió largamente sobre las diversas formas del efecto placebo y sus secuelas, una de ellas el contagio por simpatía o adicción pasajera, aunque paradójicamente, precisó el científico, esa dolencia magnética se daba sobre todo en pacientes teleadictos y en ciertos rabiosos contertulios radiofónicos.

-Resumiendo: que usted, con su terca negativa frente al audiovisual, frente al imperativo de la imagen, usted, con esa perra, digamos, que le ha dado por no figurar ni en un sello de correos, pues lo ha logrado. ¡Ya no figura casi. nada y quizás pronto no figurará absolutamente nada en parte alguna de este país ni del extranjero! Ahora bien, no sólo usted se ve a sí mismo desleído, sino que ha conseguido que los demás también le veamos así por contagio magnético. En este momento estoy viendo el asqueroso humo de su cigarrillo entrando y saliendo de sus pulmones, o sea, me he sugestionado yo también. Haga el favor de apagar el cigarrillo, déjese ver más por televisión y vuelva dentro de una semana. Está grave, pero veremos qué se puede hacer. Pague a la enfermera en recepción.


Relatò de R.L S. se negaba a dar por perdida su imagen. Se lanzó impetuosamente a recuperarla, y así, de programa en programa, fue revolcándose en las más pestilentes charcas audiovisuales, compartiendo pantalla y magazines, cháchara y morro con astrólogos adivinos e hipnotizadores, políticos corruptos y estrellas de la ópera, concursantes y tertulianos, oficiantes de misterios sin resolver y matrimonios obscenos y desvergonzados, putones desorejados de la jet marbellí y un curandero vestido de santón y purpurina, un auténtico delincuente. Pero todos sus esfuerzos parecían condenados al fracaso. Siempre con su atuendo impecable, pulcro, elegante, soportaba estoicamente toda clase de pendejadas verbales y de horteradas visuales con la esperanza de ver reforzado el perfil de su figura. Inútilmente. Además de emborronársele, la cara se le ablandaba cada día más y se le caía, literalmente se le desmoronaba con los rasgos distorsionados: su cara empezaba a parecerse patéticamente a una cara dibujada por Francis Bacon.

Probó el agua imantada que anunciaban en la radio y su estreñimiento crónico se alivió, pero no su delicuescencia camal y ósea, su vidriosa y etérea corporeidad, que persistía en las pantallas de televisión, en los espejos y en los ojos de su mujer y de sus hijas. Día tras día era más acusado ese deshaucio ignominioso que afectaba no sólo al organismo, sino también a la vestimenta, traje y ropa interior y zapatos y corbata, por mucho que cambiara de atuendo o acumulara prendas sobre la piel: gruesos jerseys y acorazados gabanes y forradísimos abrigos, lo cual resultaba una tortura en pleno verano, y hasta gabardinas fabricadas en Taiwan y trajes de goma de submarinista y de buzo. Hubo de rendirse a la evidencia: el cuerpo y la ropa se habían confabulado para desvanecerse al unísono.

Más desesperado cada día que pasaba, consultó a curanderas y teólogos, santones y echadoras de cartas y, sobre todo, asesores de imagen. Uno de ellos le aconsejó dejarse ver vestido de legionario durante un mes, y luego dos meses tocado con un genuino tricornio de la Guardia Civil. Otro, famoso por haberle endosado a Antonio Gala el bastón, la tonadilla de abuelita resabiada y la prosa patriotera-andaluza, le prescribió sombrero y gabardina en todas sus apariciones televisivas, y que esgrimiera impertinencia y malas pulgas, que se hiciera notar.

-Y no olvide nunca esto que le voy a decir -le recomendó por último el asesor de imagen-. Muchos cretinos salen en la televisión no porque sean famosos; son famosos cretinos porque salen en la televisión.

-Enterado.

Al mismo tiempo, en sus ratos libres, R. L. S. devoraba anuncios de prensa por si surgía alguna oferta interesante. Un día leyó uno bastante sugestivo:

RELAX RITA "SOPLILLO"

Sexy-Life-Leben- Vida- Vita con Rita "Soplillo", maravillosa jovencita 18 a. insufla vida al cuerpo con su boca carnosa. Confortables instalaciones con bañera redonda y vídeo. Rigurosa higiene y discreción. T. 69.00.69. Lunes y viernes con Mari Pili y 6 amigas complacientes. 1.000 manual, 2.000 manual con francés, 3.000 compl. Os esperamos.

Concertó una cita por teléfono. Rita "Soplillo" resultó estimulante hasta alcanzar cierto cosquilleo existencial en las ingles, pero un paso más allá. Era lectora entusiasta de Chesterton y pasaron un buen rato rememorando las aventuras del padre Brown. Él abandonó un instante la cama para mirarse en el espejo y constatar desolado que seguía imparable el proceso de esfumación, y entonces Rita "Soplillo", viéndole de espaldas, reveló el sorprendente conocimiento que tenía de la obra de Chesterton al citar de memoria una de sus punzantes ironías, acerca de un general:

-"Visto de espaldas, era el hombre que necesitaba la patria".

Con todo, los poderes del famoso soplillo no alcanzaron a insuflar peso ni volumen estables a R. L. S., que volvió a casa muy nebuloso y deprimido.

Al día siguiente participó en un reality-show dedicado a una sufrida ama de casa de L'Hospitalet que había cortado los huevos a su marido mientras dormía, los había metido en la picadora, sazonado luego con hierbas y especies, mezclado con champiñones y pasado por el minipimer, obteniendo un revoltillo que se comió tranquilamente sentada viendo en la televisión, según confesión propia, el programa "Lo que necesitas es amor". Nada más iniciar su intervención, R. L. S. se empleó a fondo insultando al gran comunicador que dirigía el debate televisivo y a todos los que estaban en el estudio.

-¡¿Qué se propone?! -chillaba el presentador con el peluquín torcido.

Me dijeron que eso era un reality-show, así que quiero ver el cuerpo del delito. Quiero ver los huevos revueltos. -¡Usted es un provocador! ¡La señora dice que se los comió!

- No la creo -dijo R. L. S. con la voz suave-. Y usted es un chorizo.

-¡Largo de aquí! ¡Estamos en el aire, y puede haber niños viéndonos! ¡Es usted un irresponsable!

-Estoy dispuesto a asumir mis responsabilidades audiovisuales, del mismo modo que asumo las jurídicas y las fiscales, si usted me dice cuáles son. Puesto que la necesidad de hacerse ver y notar era cada vez más urgente y vital, R. L. S. no dudaba en emplear las artimañas más deleznables, en especial la trifulca verbal en directo y en horas de gran audiencia, implicando siempre a los comunicadores de mayor éxito. Si quería convertirse en un figurón audiovisual, ese era el camino más rápido.

-Su programa, señor comunicador, es una refinada forma de tortura -le dijo dos días después a otro presentador, esta vez de TV 3.

-¡Haga el favor de explicarse!

-Lo haré cuando me apetezca
.

Era un magazine con números musicales y tertulianos populares: un cantautor con voz de cabra enamorada, un director de cine autonómico, un sacerdote autor de best-sellers y un señor bajito que dijo ser socio del Barca y llamarse Llapat i Faixat.

-¡Señor Errelese, tengo que pedirle que abandone el plató inmediatamente! -exigió el presentador-. ¡No consentiré sus insultos!

-¡A mí también me ha insultado, muchas veces! -dijo el peliculero esclerotizado y subvencionado hasta las cejas- ¡Y dice pestes del cine catalán!

-¡En mi programa no lo consentiré! ¡Este director merece un respeto!

-Tal vez -dijo R. L. S. Pero ni un duro del bolsillo de los contribuyentes.

-¡Esa es otra cuestión, señor mío!

-No. Esa es la cuestión -miró al director y añadió:- A ver si nos entendemos, zoquete. Cuando digo que una película es mala, tanto si se ha hecho en catalán como en español, quiero decir que es mala porque se ha hecho mal, no porque se haya hecho en catalán o en español. Merluzo, que eres el merluzo del celuloide patriotero.

-¡Fuera del Plató! ¡Largo! -gritó el presentador.

R. L. S. obedeció encaminándose hacia la salida, pero no oía sus pasos. Mientras, improvisando una sonrisa tranquilizadora, el comunicador sobaba a su audiencia y anunciaba:

-Y ahora, queridos amigos, para quitarnos el mal sabor de boca, les propongo unos minutos de auténtico placer: los éxitos más célebres de Cole Porter en la voz de Nuria Feliu.

Al oírlo, saliendo ya del mortífero campo de visión de las cámaras , R. L. S. se volvió y dijo:

-¿Lo ve, como es usted un sádico?

-¡Llévense de aquí a este cabrón! ¡Fuera!

-Adeu, tu, que et bombin.

Todo fue de mal en peor. Apenas podía ver su cara en el espejo y su voz se apagaba.

Su sombra se borraba en el suelo y su cuerpo flotaba en la calle como una gasa o como una ceniza sin reposo. Esa vaguedad de contornos lo obligaba a operaciones estrambóticas para obtener referencias visuales; si no quería acabar degollado, tenía que afeitarse cada mañana con sombrero y bufanda; para cortarse las uñas de las manos y los pies, primero se las pintaba con laca roja. En la ducha, al enjabonarse, descubría hasta qué punto era ya inconsistente y translúcido. Antes su cuerpo era de alabastro, como el del poeta, ahora era de cristal turbio, un poco ambarino, visiblemente expoliado. Y los síntomas de la irreversible dolencia eran ya abrumadores; al bajar las escaleras y mirarse los pies, y no verlos, sufría intensos mareos; no podía dormir si no cubría sus ojos con un antifaz porque los párpados no le protegían de la luz. Y seguía meando fuera del water porque no veía la orina ni sabía adonde dirigirla.

Ya no veía ninguna posibilidad de regeneración en unas células que se devoraban a sí mismas con asombrosa voracidad, ya casi no guardaba recuerdo de su imagen tan celosa y tontamente preservada de la indiscreción y la grosería audiovisual, pero decidió concederse una última oportunidad y participó en una mesa redonda con otros colegas en una librería repleta de público, con motivo de la presentación de un libro, y allí, cuando aún no había tomado la palabra, mientras revisaba unos apuntes, sufrió repentinamente la primera desaparición total, aunque no definitiva. "Una especie de eclipse, y duró muy poco" -así lo definió él mismo posteriormente en la consulta del endocrino: Advirtió que ya no estaba allí porque alguien le retiró la silla vacía. Cuando reapareció, al cabo de media hora, estaba muy desmejorado, su presencia física era tan precaria y su voz tan débil que nadie le hizo el menor caso, ni los contertulios ni el público asistente; nadie le preguntó nada ni respetó sus intervenciones, porque era muy difícil verle.

El moderador del coloquio dijo en cierto momento: "Al parecer falta un contertulio, pero no sabemos quién pueda ser". Entonces sufrió la segunda desaparición completa.

En vano él pataleó y gritó que estaba allí, en vano pidió la palabra con grandes aspavientos y expresó opiniones que no merecieron la atención de sus colegas ni del auditorio, y así fue perdiendo energías y fuelle, hasta que, presa del desánimo, se entregó resignado a un silencio elocuente, sereno y gentil.

Volvió a reaparecer al llegar a casa, mientras se servía un whisky con agua, pero sabía que se había iniciado la fatídica cuenta atrás. Su última consulta fue con un psiquiatra y en un estado casi cataléptico. No quiso tumbarse en el diván por núedo a no levantarse.

-Sufre usted una fuerte depresión figurativa -dijo el psiquiatra-, una dolencia que aqueja sobre todo a los pintores. Tàpies la padece, o mejor dicho, la cultiva muy satisfactoriamente con esa Fundación que nos ha costado un huevo a los contribuyentes. Pero esa es otra historia. Bien. Voy a recetarle algo que le va a sorprender: hágase fotos, muchas fotos. Pero sin sombrero.

Se hizo retratar por fotógrafos ambulantes y profesionales, por sus hijas y por ocasionales viandantes, y no quedó un solo fotomatón en la ciudad en el que no se hubiera sentado muy quieto mirando aterrado el insomne ojo del destino. En cada una de esas instantáneas creía retener unos segundos de vida. Luego, buscándose en ellas, apenas podía reconocer aquel derrotado espectro de sí mismo. Se buscó también en el álbum de fotos de la familia, en las de juventud y de niñez, en algunas muy antiguas y amarillentas donde vio a sus padres y abuelos paseando por el parque Güell y dándole la mano a... nada, a una sombra. Le entristeció sobre todo una vieja foto muy querida donde se veía a su padre gateando en la playa, mirando a cámara y riéndose, con una pala y un cubo de juguete milagrosamente suspendidos en el aire...

El niño que fue R. L. S. ya no estaba allí, cabalgando feliz a lomos de su progenitor, espoleando la imaginación hacia la gran aventura del futuro, hacia un destino que prometía la gloria y la fortuna. Desaparecer de las fotos, sin embargo, no le importaba.

Pasada la medianoche, poco después de que sus hijas apagaran la televisión y se acostaran, sintió la imperiosa necesidad de ir a su dormitorio a darles las buenas noches y un beso, como cuando eran muy niñas, y al cruzar el salón vio en el espejo un torpe esqueleto andante con osamenta de cristal y envuelto en una tela de araña que lo emborronaba. Si eso era todo lo que quedaba de él, mejor no moverse del espejo, pensó. Pero el espejo era también la guarida del tiempo, y ese tiempo lo devoraba lo mismo allí que en las covachas luminosas de la TV. Entonces recordó que, al entrar en los platós televisivos, siempre le asaltó la sucia idea de que en cualquier momento podía caer en la banalidad más absoluta o en la ignominia.
Renunció pues a que ese fantasma entrara en el dormitorio de las niñas y se convirtiera en una pesadilla para el resto de sus vidas, y volvió sobre sus pasos para encerrarse en su estudio.

Esta misma noche anotaba lo ocurrido en su diario con la estilográfica, y según iba escribiendo, escuchando el rasgueo familiar y armonioso de la plumilla sobre el papel, observó que las palabras se borraban una tras otra apenas surgían y no quedaba ni rastro. La tinta azul desaparecía casi en el instante de haber trazado la palabra, devorada por un virus, chupada por la misma nebulosa blanca de la hoja como si ésta fuera un secante. Un sudor frío recorrió lo que quedaba de su espalda. Se precipitó sobre sus fichas y sus libretas de notas y blocs de apuntes y descubrió que todo cuanto trazó su mano se había borrado, y también el manuscrito de su última novela y tres capítulos de la misma que ya había pasado a máquina y daba por buenos. Desenterró del fondo de un armarlo los demás borradores y manuscritos encuadernados: lo mismo, folios en blanco. Sencillamente, todo se había esfumado: ni los títulos quedaban, ni una línea, ni una palabra, ni una anotación al margen, ni una tilde. Entonces le asaltó a R. L. S. una sospecha pavorosa y corrió hacia los estantes de libros, cogió su última novela recién publicada, la abrió procurando mantenerse impávido y con los ojos cerrados todavía unos segundos, por cobardía, por un reflejo automático de rechazo de la evidencia -inútil, por otra parte, pues sus párpados de humo ya no podían protegerle de ninguna imagen de este mundo- y ahogó en su garganta un grito de horror: el texto impreso se estaba borrando, de la primera a la última página. Como roídas por un ácido, algunas palabras se arrugaban ante sus ojos antes de desaparecer, otras parecían fundirse, parpadeaban débilmente un instante y se apagaban. Audaces adjetivos, fulgurantes metáforas, ajustados y limpios diálogos cuya emoción contenida le había costado años de trabajo y correcciones sin fin, largas oraciones trenzadas con ritmo y furor y ternura, noches en vela olfateando el aroma desconocido de un vocablo, garras y alas de una prosa que él había creído más válida y duradera que su propia vida, no dejarían ni rastro. El título y la dedicatoria a su mujer habían desaparecido también; sólo quedaban en las páginas primeras y en las últimas algunas referencias que no tenían que ver con él, como el nombre de la Editorial, su razón social y comercial y el de la industria gráfica que imprimió el libro, pero ni siquiera el número de registro del Depósito Legal y tampoco la numeración de las páginas.

Con el alma a los pies, R. L. S. afrontó la terrible evidencia: todo lo que había escrito a lo largo de treinta años se estaba desleyendo no sólo en la vasta biblioteca de su estudio, sino también en miles de casas y en las manos -ahora mismo, quizá- de cientos y cientos de lectores, y en las bibliotecas públicas, en librerías y en grandes almacenes y aeropuertos y estaciones ferroviarias, en las pomposas Ferias de Libros y en los humildes tenderetes de saldos, y hasta en alguna fogata debajo de un puente, mientras calienta los huesos de algún vagabundo. Y lo mismo debía ocurrir en sus libros traducidos a otras lenguas, en otros tantos países.

Pero aun en medio de tanto expolio, R. L. S. no se dio por vencido. En su juventud, cuando era pobre y desconocido, había escrito con seudónimo algunas novelas del Oeste, literatura alimenticia, de quiosco. Buscó alguna de estas novelitas en los tenderetes de los Encantes y en las librerías de viejo y dio finalmente con un ejemplar en buen estado, casi nuevo, de El pistolero de Arizona y su sombra, por Ray L. Stevens. Recordó el título al ver el dibujo de brillantes colores en la portada. Todas las páginas estaban en blanco.

-¡Ésta sí que es buena! -exclamó el viejo librero- ¡Jamás vi una cosa igual, señor!

-Algunos libros estarían mejor así -dijo con aire apesadumbrado R. L. S-. ¿Tiene usted algún otro título del mismo autor?-

¿Qué autor? ¿Qué título? Aquí no se lee nada... -el librero achicó los ojos para ver mejor, luego miró a su cliente esforzándose igual-. Se debe a la mala impresión, seguro. Una chapuza. Además, es una edición muy antigua; algo le ha pasado a la tinta, después de tanto tiempo.

-Es una reedición, y bastante reciente.

-Pues es verdad. Qué raro. A ver si tengo por ahí otro ejemplar...

-No se moleste -dijo R. L. S- Da lo mismo.

Bueno, no hay por qué lamentarse, se dijo al salir de la librería, piénsalo un poco: a fin de cuentas, a tu personita y a tu querida obra completa encuadernada en piel, acompañada de tu foto favorita de perfil y fumando en pipa, no os aguardaba otra cosa que el olvido, dentro de unos años o unos siglos, qué más da. Qué importa realmente que ese olvido se anticipe un poco. Esta extraña dolencia que te aqueja, esta imparable disolución física y anímica, este virus maligno o maldición audiovisual o lo que diablos sea lo que está deshaciendo tu imagen y convirtiendo en polvo tus huesos y la memoria futura de ti, no hace en verdad otra cosa que acelerar el trabajo de las termitas del tiempo y anticipar el destino final que el gran depredador, el olvido, nos reserva a todos.

En la calle, fugitivo de sí mismo, R. L. S. sintió de pronto en el cogote el zarpazo de otra sospecha y apresuradamente sacó la cartera y examinó sus muchos carnets que le acreditaban: el de conducir, el de la Sociedad General de Autores, el de la A. C. E. C., el de identificación fiscal, el de Asistencia Sanitaria, etcétera. En todos ellos había desaparecido su nombre y apellidos y su número de registro. Y en el D. N. I. no sólo se había evaporado su nombre y su número, sino también sus huellas digitales, su fotografía, su sexo, su grupo sanguíneo, su fecha de nacimiento y su firma.

Al atardecer de aquel mismo día, después de dar una conferencia en el Instituto Francés, que tuvo que suspenderle por su inexplicable incomparecencia -aunque él es tuvo allí, sentado en su mesa de conferenciante, disertando magistralmente durante una hora sobre los probables ingredientes que contenía la famosa pócima que transfiguró al gentil doctor Jeckyl en el peludo Mr. Hide-, al llegar a casa vio a su mujer y a sus hijas comiendo pizzas frente al televisor. Nunca le habían gustado las pizzas. Pidió a Olvido su plato de acelgas y sus dos rodajas de merluza de cada noche, pero ella no le respondió ni dejó de mirar la televisión. R. L. S. se acercó más, se paró delante de su mujer, tapando la pantalla, y de nuevo reclamó su frugal cena. Ni caso, y además, tanto Olvido como las niñas seguían sorbiendo ávidamente con los ojos el mejunje multicolor de la pantalla a través de su cuerpo etéreo, ya totalmente translúcido: ahora en medio de sus pulmones podía verse una lavadora centrifugando, un paquete de detergente y dos parlanchinas amas de casa.

-Olvido, por favor... La cena. Su voz era apenas un susurro, no podía competir con la cháchara del anuncio. Después de varios intentos, comprendió que no le veían ni le oían y se sentó abatido en el sofá junto a sus hijas. Percibía el olor de sus cabellos y se conformó con eso. En realidad no tenía hambre, sólo ganas de dormir, y no podía: se le cerraban los párpados de ceniza, pero a través de ellos todo a su alrededor giraba como un tiovivo. Suávemente, con una mano que ya no era de este mundo, acarició el pelo y la nuca de su hija pequeña, y ella ni se enteró. Poco después Olvido se levantó y dijo "Ya está bien por hoy", apagó el receptor y ella y las niñas se fueron a dormir, dejándole solo. Obedeciendo a no sabía qué último resorte de la memoria muscular o de la buena crianza, aun tuvo tiempo y energías para incorporarse a medias y decir "buenas noches", cuando ya las tres mujeres desaparecían de su vista. Luego volvió a sentarse, y allí muy quieto en un extremo del sofá, en medio del silencio de la casa, escuchó el rumor de sus células y de sus huesos deshaciéndose poco a poco; era un leve crujido casi armonioso, como el de la brisa meciendo un cañaveral verde en un atardecer de verano, eso pensó R. L. S., y, escritor al fin y a pesar de todas las calamidades, decidió probar una vez más a anotar el simil en su pequeño bloc de notas. Apenas podía empuñar el bolígrafo.

Escribió compulsivamente con una caligrafía ágil y armoniosa, intachable, pero invisible. "Bueno -se dijo con una sonrisa que se sostuvo fugazmente en el aire como un plumón-, no hay mal que por bien no venga: finalmente parece que he conseguido lo que más deseaba, la escritura transparente, el estilo invisible. Que se jodan los críticos". Frente a él, en un hueco de la gran librería que llegaba hasta el techo, el receptor apagado de la televisión se agazapaba insomne rumiando su veneno, y su pantalla ahora sin luz, cenicienta, miraba a R. L. S. de reojo con un reflejo mortecino, regurgitando todavía resabios de imágenes. Lo que no reflejaba era su propia imagen; al sofá sí, sombríamente, pero él ya no estaba sentado allí. Entonces sintió diluirse en sus venas la certeza de la sangre y el polvo audiovisual de la memoria, sintió como un vertiginoso desagüe interior por el que se le estaba escurriendo la vida desde la raíz de los cabellos hasta la planta de los pies. Anidaba en su pecho y en su cabeza un aire enrarecido, ancestral y ensimismado como el polvo que flota después del hundimiento de una casona vieja y desahuciada. Evanescente y remoto, ya sin miedo, resignado a su suerte, el cuerpo se le antojaba traspasado por la niebla y la luz de otro planeta, invadido por el polvo de mármol que sueñan las galaxias, por el aire espeso de las tumbas. Y con estas emociones, nunca antes sentidas, se durmió.

Desapareció definitivamente en el transcurso de la recepción anual ofrecida por el Rey a lo intelectuales en el palacio de la Zarzuela. No se sabe si la fecha fue premeditada. Unos días antes, su estado evanescente en fase terminal había experimentado una ligera mejoría -una cierta consistencia nebulosa, si bien persistía la transparencia cristalina de la osamenta- y nada hacía prever de inmediato un desenlace tan fulminante.

Él mismo intuyó que su disolución era inminente cuando entraba en el amplio salón, abarrotado de invitados que bebían y conversaban formando corros, y notar que sus pies habían perdido el contacto con el suelo. El segundo síntoma lo percibió al intentar coger el elegante bastón de un colega muy envarado para darle con la empuñadura de marfil en la cabeza -bromeando, naturalmente, y a modo de saludo- y su mano no cogió más que aire. Entonces palideció hasta confundirse con el aire. Ingrávido silencioso, lo que en estos momentos quedaba de él era poco menos que un recuerdo vago, una idea remota y adulterada, tres letras sepultadas en el polvo, y fue en ese estado físico de evaporación irreversible que R. L. S. se acercó tímidamente a los corros de amigos y colegas para quedarse escuchando sus opiniones muy quieto y un poco al margen, cabizbajo, las manos a la espalda. En eso estaba, admirando el floripondio del idioma o la galanura gestual de unos y de otros, un rato aquí y otro más allá, cuando, creyendo que alguien detrás suyo le requería para ser presentado y saludar al Rey, se giró diligente, ofreciendo su mano abierta para descubrir en el acto que no era el monarca el que le tendía la suya, sino un avispado mallorquín con flequillo, por lo que encogió bruscamente el brazo y se retorció el lóbulo de la oreja sonriendo burlonamente. Y en ese preciso instante, visto y no visto, R. L. S. se diluyó por completo dejando boquiabiertos a los que habían podido distinguir en algún momento su borrosa figura. La última fase de su desleimiento se produjo de manera rotativa y vertiginosa, girando sobre sí mismo como si un remolino de viento lo chupara después de desvivirlo y deshacerlo, allí enmedio del salón, rodeado de invitados sosteniendo vasos de whisky.

No se le oyó despedirse, disculparse ni lamentarse de nada, y no dejó el menor rastro. El dinámico mallorquín, cuyas dotes de percepción de la realidad poética nunca fueron notables, ni dentro ni fuera de la Zarzuela, y que se había quedado con la mano tendida a la nada y con un palmo de narices, balbuceó la evidencia: "¡Se ha ido, y de qué modo! ¡Qué maleducado!"

Alguien entre los presentes creyó oír todavía, en medio de la efímera estela de polvillo que permaneció flotando unos segundos, un hilo de voz lanzando un agravio que al cabo del tiempo el mismo agraviado chorizo también olvidaría. En todo caso, nunca jamás volvió a hablarse de R. L. S., porque no quedó memoria de él ni de su obra. El día que se fue, totalmente desleído, era el 23 de abril, Festividad de Libro. En mi modesta opinión, no pudo elegir día más apropiado ni ocasión mejor.

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