viernes, 28 de noviembre de 2008

Un buen comercial JUAN JOSÉ MILLÁS.

Un buen comercial


JUAN JOSÉ MILLÁS.

Soñé que me llamaba un notario al que no conocía (en realidad no conozco a ninguno) y me citaba en su consulta(tampoco sé si debo decir consulta o despacho) por un asunto, dijo, de enorme importancia. Cuando llegué allí, me explicó que un cliente suyo muy rico, que acababa de morir, me había dejado en herencia un ático de 500 metros cuadrados y más de cien de terraza, en pleno centro de Madrid.
—¿Y eso por qué? –pregunté con desconfianza.
—Porque mi cliente amaba mucho sus esculturas y éste es el modo de agradecérselas.
En el sueño, yo era escultor. En la vida real, no. En la vida real no soy nada, me limito a sobrevivir con un trabajo de mierda. Vivo solo en una habitación de 20 metros cuadrados con una única ventana que da a un patio interior que huele mal. Otras veces, en los sueños he sido piloto de aviación y astronauta y cocinero famoso, pero en éste, no sé por qué, era escultor.
—¿Quiere ver el ático? –me preguntó el notario.
—Lógicamente, sí –respondí tratando de mantener la serenidad, pues empezaba a comprender que aquello iba en serio. Un ático de esa naturaleza en el centro de Madrid era un palacio. Si lo dividiera en dos partes, podría alquilar una y vivir de la renta en la otra. Quinientos metros eran muchos metros. Tal vez pudiera hacer apartamentos, reservando para mí el más grande y de mejores vistas.

El inmueble no me decepcionó. Era fantástico y estaba como nuevo. Desde la terraza se veía toda la Castellana. Cada habitación tenía su baño propio y la cocina, equipada con los últimos adelantos de la cirugía cardiovascular (no olvidemos que era un sueño), tenía el tamaño de un salón de baile. Me molestó un poco la presencia de la mesa de operaciones, pero bastaría colocarle encima una plancha de mármol para convertirla en una encimera normal.
—¿Cuándo puedo tomar posesión? –pregunté, pues deseba recorrer solo todas sus dependencias.
—A partir de este instante es suyo. Sólo tiene que firmar estos papeles.

Firmé, me dio las llaves y se marchó. Hacía uno de esos días claros que han dado fama a la luz de Madrid. Cuando comparaba la alegría de aquellas habitaciones con la del cuartucho en el que vivía, me entraba una especie de euforia que no sabía cómo liberar. De modo que me puse a correr como un loco por las habitaciones, y por la terraza, que daba la vuelta a todo el ático. En esto, tropecé con una manguera que estaba atravesada y me caí. No me hice sangre, ni daño, pero me desperté sobre la cama plegable de mi siniestro dormitorio. El sueño, no obstante, había sido tan real que lo tomé como una premonición, de modo que estuve varios días esperando la llamada de un notario. Es cierto que en la vigilia yo no era escultor, pero me podían dejar un ático con cualquier otra excusa. Por buena persona, por ejemplo. El millonario muerto podría haber encargado a una agencia de detectives que me siguieran, quedándose asombrado de mi honradez (ya que no de mi carácter, pues cuando las cosas no me salen bien me cago en todo).

Pasaron los días y el notario no me llamaba ni al teléfono fijo ni al móvil, lo que a mí me parecía incomprensible. No se puede soñar algo tan real sin que suceda de verdad, eso es al menos lo que pienso. De hecho, a la semana de soñar con pelos y señales la muerte del perro de la portera, el animal murió envenenado (y ya aclaro que no tuve nada que ver). Un día, mientras esperaba con ansiedad la llamada del notario, me acerqué al centro, para ver si el ático soñado existía en la realidad. Y existía. Lo vi primero desde la calle, y luego subí y llamé a la puerta de servicio haciéndome pasar por un vendedor de enciclopedias (por cierto, que el mayordomo de la casa me encargó una).
El caso es que la vivienda era tal y como yo la había visto en mis sueños, lo que confirmaba que las cosas que se sueñan como Dios manda, es decir, bien, con todos los detalles, suceden en la realidad. Averigüé que pertenecía a un tipo soltero, muy anciano, recluido en una silla de ruedas. Pregunté al mayordomo cuándo creía él que moriría y me preguntó a su vez por qué lo quería saber. No se lo dije, claro, pero el tipo me cayó bien, de modo que quizá lo contrate cuando se produzca el óbito (me gusta esta palabra, óbito). En cuanto a la enciclopedia, estoy buscando una que se parezca a la que le describí, para no perder una venta. Tal vez soy un buen comercial y no me había dado cuenta hasta el momento.

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