lunes, 29 de diciembre de 2008

CRISTINA CIVALE Blog Civilización o barbarie.

Cuentos alcohólicos: Chardonnay





Chardonnay

Desconecté hasta el martes y decidí darme todos los gustos. Venía trabajando mucho -de martes a domingos y los fines de semana hacíamos dos funciones- y estaba ávida de tiempo para mí. Provisiones en el super, en el winery del barrio, en el video club, en la librería y el kiosko de revistas. Tenía un día y medio para ponerme al día.



Me entusiasmaba la idea de ver en DVD, en una copia flamante, a Irma la dulce de Billy Wilder. Quería que la frescura del personaje de Irma, interpretado por Shirley McLaine, me sacudiera el agobio. Pero no pudo ser. Por una mala maniobra que realicé con el control remoto, se coló la imagen de un clip emitido por una de una de esas cadenas que pasan videos sin tregua.

Mis planes cambiaron en ese segundo inesperado. Fui secuestrada por esa imagen. Una mujer de ojos dolorosos y claros miraba a cámara, llorando en una plano sostenido, que me pareció eterno. La piel blanca de la mujer cubría un cuerpo tembloroso, flaco y de rostro demacrado, con huellas de sufrimiento que parecían ancestrales,
anteriores al llanto. La lágrimas corrían por sus mejillas como pequeñas navajas que hacían que ese dolor aniquilador aumentara cada vez más.
Into my arms de Nick Cave envolvía la imagen. Me quedé como hipnotizada, mirando esa cara que en nada se parecía a la mía pero que convertía a la pantalla de tevé en un espejo.
Entendía ese dolor, hasta lo compartía, aunque no tuviera razones evidentes. La mujer y sus gestos me ponían en el centro de mi misma, en ese vacío también ancestral donde sólo quedaba llorar o evitar las lágrimas. Mostrar el dolor u ocultarlo. Finalmente, yo lo sabía, la vida se reducía a eso. A dejar las heridas abiertas hasta desangrarse o a taparlas y seguir adelante con las ansias de una felicidad que no llega nunca, con la desesperación por alcanzarla, por el vacío que deja su ausencia, la búsqueda del sentido que no conduce a ninguno. Arrastrar la pesadez para continuar. El temido agujero por el que se escapa la existencia y no hay como retenerla, porque no se puede. Todo lo demás, coartadas de vano entusiasmo.

Sobre el final del clip, la mano de un hombre se acercó a la cara de la mujer y la acarició, quizá con el fin de calmarla. Sin embargo, ella siguió llorando. Nada parecía poder contra su sufrimiento.
El clip terminó y empezó otro que ya no miré. El espejo, al menos ése, se había esfumado y me dejaba sola con todos esos pensamientos que me había provocado. El secuestro continuaba.
Ya no tuve ganas de ver la comedia de Wilder ni de prepararme ningunas del las exquisiteces que me había comprado en el súper, sólo abrí una botella de chardonney que bebí lo más rápido que pude. No me importaba nada más que no fuera conectarme con ese dolor, dejarlo latir hasta que estallara.
Me puse a llorar y fui a darme pena frente al espejo del baño, uno verdadero, con la copa en la mano. No hubo magia. No llegó la mano de ningún hombre para calmarme. No hubo rescate. Parecía que no había precio para eso.

¿Pero acaso existía una mano que pudiese contra semejante desasosiego?
Pensé en los hombres que habían habitado distintos tramos de mi vida.
Desde mi padre hasta mi último marido y unos cuantos más, y si bien hubo momentos en que la desazón parecía desaparecer, al tiempo volvía y me dejaba más perpleja ante mí misma. El amor o su simulacro tampoco alcanzaban.

Quizá haya sido por eso que decidí ser actriz, para escaparme de mi cuerpo y de mi propia existencia, a la que no le entraba ningún valor ni ninguna explicación, sólo había respuesta cuando hablaba palabras escritas por otros, cuando vivía vidas de pura ficción. Todas ellas, sin duda, más sólidas y heroicas que la mía. Y, básicamente, más vivas.

Mi marido no estaba en Buenos Aires y me alegré porque su mano tratando de tapar mi angustia tan repentina como ancestral no hubiese hecho más que infligirme un nuevo dolor, otra razón para seguir no encontrando sentido, una frustración repetida. Me metí en la cama, lo más adentro que pude y apagué definitivamente el televisor. Cerré los ojos y me acurruqué contra mí misma, enrollada como para autoprotegerme de todos esos pensamientos que, como fantasmas, venían a cazarme, a embaucar mi día y medio de descanso frívolo, a continuar con el secuestro.


Se hizo de madrugada y la angustia me llegaba ya a la punta de los dedos de los pies y el pecho parecía taladrado casi definitivamente. Seguí buscando en mi memoria una mano, aunque fuese imaginaria, que pudiese calmarme. Pasaron horas hasta que, por fin, con una naturalidad sorprendente, llegó.

Eran las manos de mi madre. Muertas y enterradas ya, pero vívidas en esa especie de salvamento. Me dejé llevar por esas manos que resucitaba mi imaginación y el dolor empezó, lentamente, a ceder. Supongo que sin querer mi cuerpo adquirió una posición fetal y me relajé, por fin en paz, pensando qué difícil que había sido perderla, desde el primer minuto -no tenía que ver con su muerte-, salir de ella, de su cuerpo, de su tibieza, del útero añorado por siempre.
Cuando ya estaba totalmente tranquila, en los brazos imaginarios de mi madre, conseguí dormirme profundamente.

Mañana sería otro día. Lo importante era atravesar ilesa la barrera de este que no me dejaba lugar para la mentira, no me daba respiro con mi única realidad, este vacío ensordecedor. Parecía que iba a conseguirlo. Todo eso puede una madre. Aunque sólo sea evocada y esté muerta, aunque también supiera desde siempre que su mayor deseo había sido abortarme.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Andrés GONZÁLEZ.

Llavecita





Tanto caminar y tropezarse y de pronto un brillo en el suelo, un ojo de gato, un destello que me llama, me hipnotiza y es una llavecita
y me pregunto qué es lo que abrirá, entonces la meto al bolsillo y ya no camino, voy corriendo a la biblioteca y me sumerjo espeleológicamente en busca de la cerradura que jamás volverá a abrirse si no la encuentro antes de que se quede así para siempre. Como era de esperarse, en los libros se dice mucho sobre muchas cosas; hará falta algo de café y el ceño fruncido, un paquete de cigarrillos bien nuevo, descartar las enciclopedias inútiles o mejor aún, llevarme los libros a la casa y entre humo azul y páginas marcadas, cotejar la forma de la llave con los grabados del siglo XVII o los catálogos de arte y mirar en las manos, los bolsillos, observar detenidamente cada una de las cerraduras y probar la llave si es que hace clic o un clac pero si el caso es que se traba, marcar la página y seguir buscando.

Me doy cuenta de que voy dando vueltas en círculos y que ya había buscado hace un rato en la página doscientos diecisiete del tomo dos, párrafo cinco, figura setenta y nueve y entonces me detengo y pienso mejor la estrategia. Respiro hondo, me pongo de pie y voy por una botella de vino, la abro, tomo una copa y la hago sonar con la llavecita y entonces escucho una voz llamándome desde dentro de una caja. Desde dentro de una caja y pienso dónde he visto esa caja antes y abro los libros aleatoriamente en páginas espontáneas, pero es como apostar la vida y marco las páginas para visitarlas nuevamente si es que acaso no encuentro la caja todavía. Me acuerdo de que tengo una caja bajo la cama, no sé lo que contiene pero la llavecita no sirve y entonces me siento engañado, siento que he perdido todo este tiempo y que siempre tuve esa caja que no me pertenece, pero ya no importa, me deshago de ella y luego miro la llavecita y veo que gira lentamente, con cada giro lanza un resplandor que me muestra tus ojos adormecidos, en una mirada cansada, en un gesto con toques de desidia, anhelo, ansia, ojos rojos. Miro la llavecita mientras gira y veo tu pelo caer en tus hombros, lo miras y suspiras como si no lo quisieras, como si no fuera lo suficientemente bello, entonces te lo tomas en un moño y yo me niego, lo prefiero suelto, libre, sin amo, ni dios, ni cepillos del poder. Te miro largamente en la llavecita, te acaricio la nariz con la punta de mi dedo, te da cosquillas y aprietas los ojos mientras sonríes por primera vez en mucho tiempo y miras a todos lados para saber de quién es el dedo y yo lo escondo y me quedo quieto y en silencio y te dejas caer en tu cama y eres parte del desorden y eres parte de mi mundo. Duermes, te vas, sueñas con un cosmos infinito, sueñas que viajas muy lejos, tal vez huyendo, tal vez buscando. Te mueves en la cama, te revuelcas impaciente. Tus muslos se asoman maliciosos, se divierten imaginando cosas, como una puerta cerrada o la disimulación de la respiración entrecortada o del jadeo inevitable, entonces tu pecho se alborota, me ves a través de la llavecita pero sabes que no puedo tocarte, entonces giras y destellas en cada giro, serpenteas, me provocas, me tientas con tus secretos, girando, girando y te despeinas, echas la cabeza hacia atrás y te olvidas de todo el mundo, ahí detrás de la llavecita, hasta que tus bocas sedientas te despiertan nuevamente.

La llavecita se detiene. La sostengo entre dos dedos enfrente de mis ojos, se ha detenido y yo entorno los ojos serendípicamente y no puedo salir de mi asombro al reconocer el destino de la llavecita, al comprender así, de repente, todo lo que se me ha revelado tan violentamente. Tengo la llave y ya sé qué es lo que abre, pero no puedo ir y abrir así simplemente. Tengo la llavecita. La sostengo entre dos dedos enfrente de mis ojos. Tus muslos se asoman maliciosamente y tengo la llavecita. Me paseo mirando la llave que se ha quedado quieta, te busco en su destello pero ya desapareciste. Si quiero volver a verte es cosa de un clic o un clac. Girar la llavecita lentamente y liberar la cerradura, girarla y echarse al mundo encima. Alzo la copa y tomo de ella para vaciarla y hacer sonar nuevamente la llavecita contra ella. Cierro los ojos y oigo tu voz llamándome, oigo un tango nuevo, tengo la llavecita, clic y cierras, cierras la puerta por dentro.

jueves, 25 de diciembre de 2008

LAS RUINAS CIRCULARES - BORGES Jorge Luis.

Las ruinas circulares
[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Luis López Nieves (Puerto Rico)
Luis López Nieves, guionista, traductor, catedrático y figura central en las letras puertorriqueñas. Autor de Seva, relato antológico que conmocionó el mundo literario de la isla en 1984. También ha publicado los libros de cuentos Escribir para Rafa y La verdadera muerte de Juan Ponce de León, recientemente publicado por la Editorial Cordillera. Entre sus textos inéditos se encuentra la novela La felicidad excesiva de Alejandro Príncipe, y el cuento que El Mono se honra en presentarles.
__________

La absolución

Tarde en la noche, bajo la lluvia, el carruaje se detuvo frente a la mansión. Los lacayos corrieron a colocar la banqueta bajo la portezuela, para que el Obispo y sus dos sacerdotes pudieran bajar sin esfuerzo. Al inclinarse, la peluca blanca de uno de los sirvientes estuvo a punto de caer en el fango, pero éste la detuvo a tiempo, sin que los clérigos se distrajeran por su torpeza. El Obispo delgado, de carnes rosadas, vestía la ropa suntuosa que exigía la ocasión. Los sacerdotes, más modestos en el acicalamiento, se limitaban a cargar los Santos Óleos y la Eucaristía.

El zaguán estaba repleto de gente del pueblo con velas y linternas en las manos. Olía a lluvia, a humedad, a noche tras noche de llovizna empedernida sin el respiro de una luna llena. Algunas mujeres lloraban. Los lacayos le abrieron paso a los clérigos, pero al llegar a la puerta tuvieron que detenerse y esperar junto a los demás. Pasaron treinta minutos. Sesenta minutos. Dos horas. Primero los lacayos trajeron banquetas para que los clérigos descansaran. Luego trajeron tazones con agua fresca, que el Obispo generosamente compartió con los desconocidos que hacían guardia, como él, frente a la puerta del famoso moribundo.


Al fin, tras una espera que rebasó las tres horas, la sirvienta abrió la puerta y les hizo señas a los clérigos, quienes entraron a la mansión en silencio.


-La sobrina y el médico duermen al fin -dijo la mujer-. El amo muere.

Llevó a los religiosos a una habitación pequeña, oscura, calurosa. Con la cabeza recostada sobre varios almohadones de pluma, el moribundo miraba hacia la puerta con los labios apretados. Era muy viejo y no llevaba peluca.

-Hijo -dijo el Obispo, sentándose al lado de la cama- ¿ya no maldices a Dios?

-No -dijo el moribundo con voz cansada. Los clérigos no pudieron disimular la alegría.

Los dos sacerdotes se congratularon con una sonrisa, mientras el Obispo, el pecho inflado, miraba al moribundo con ojos condescendientes.

-¡Alabado sea! Al fin has visto la luz, hijo mío. ¿Quieres confesión?

-No -dijo el anciano, cada vez más débil y cerca de la muerte. La vida se le vaciaba como una jarra quebrantada.

El regocijo de los sacerdotes se convirtió en un angustiado desconcierto. El Obispo, entristecido, se enderezó la peluca blanca que le caía hacia el lado derecho.

-Pero has dicho que no lo maldices, que ¡crees en tu Creador!

-No puedo maldecir lo que no existe, idiota -dijo el moribundo con sus últimas energías.

Los ojos del cura que cargaba los Santos Óleos se llenaron de lágrimas.


-Es tu última oportunidad -insistió el Obispo.

-Acércate -dijo el moribundo, levantando una mano.

El Obispo acercó el oído. Los sacerdotes, ansiosos por escuchar, casi se recostaron sobre las espaldas del prelado.


-Váyanse a la mierda -dijo el anciano, y expiró.

Los sacerdotes, atónitos, tardaron varios minutos en reaccionar.


-Excelencia -dijo el que llevaba los Santos Óleos- lo vi en sus ojos.


-¿Qué viste? -preguntó, sorprendido, el sacerdote que llevaba la Eucaristía.



-Quiso arrepentirse -continuó el de los Santos Óleos-, pero el maldito Demonio...


-...le llenó la boca de vil blasfemia y pecado -remató el Obispo.


El sacerdote que llevaba la Eucaristía estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo: De su rostro desapareció todo signo de curiosidad. Los tres guardaron silencio otros minutos, contemplando sin cesar el cuerpo inerte del hombre de letras.

-Tengamos piedad de su alma -dijo el que llevaba los Santos Óleos, mientras abría los frascos de aceite exquisito.

-Tengámosla -asintió el Obispo.

Cuando los religiosos regresaron a la puerta principal de la mansión ya el pueblo conocía la noticia de la muerte del filósofo. Algunos lloraban, varios tenían la mirada pasmada, otros guardaban silencio. Todos sabían que algo importante había pasado allí esa noche: La muerte de un hombre que no era como ellos. El Obispo se dispuso a hablarle a su rebaño. Los lacayos acercaron velas a su rostro.

-Hijos míos: regocijaos. Voltaire, el más grande sacrílego de todos los tiempos, vio la luz en los últimos minutos de su vida y pidió la absolución. Dísela. Vio el rostro de Dios. Que descanse en paz.







Diciembre 2001
El hombrecito del azulejo
[Cuento. Texto completo]
Manuel Mujica Láinez


Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.


-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor
, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.

Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules como él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría.

Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.

Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.

Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos" ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.

Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.

Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.

Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.

La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.

La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

-Madame la Mort...

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort."

Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort...

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.

Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?

La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia.

Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica "rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece corneteando...

La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.

Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. A

demás no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.


Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.

Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires.

Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.

El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
FIN
Un artista
[Cuento. Texto completo]
Manuel Mujica Láinez


En la "Hostería de la Manzana de Adán" tenían sus cuarteles unos cuantos literatos y desocupados que solían ir a filosofar frente a su bien abastecida chimenea. Era un viejo mesón cuyas paredes morunas, blanqueadas con cal, brillaban a la luz de la luna.

Allí, entre el humo de las pipas y el chocar de los vasos, los bohemios hacían derroche de espíritu y buen humor. Una vez, por mera curiosidad, visité dicho establecimiento.

El interior constaba de una sala en la que cabrían hasta veinte mesas. A la luz vaga de los candelabros, advertíanse apenas los rostros de los jubilosos escritores; pero sonoras carcajadas delataban su presencia. Recuerdo que llamó mi atención un hombre que, con aristocrático desdén, no parecía querer unirse a los demás.

La luz vacilante de un cirio le daba de lleno en el rostro, en el que ponía largas pinceladas de oro. Era alto y fino. Evocaba los lienzos borrosos de Holbein y de los maestros flamencos.

Los lacios cabellos y la barba rubia prestábanle cierto parecido con San Juan Evangelista. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, maravillosamente puros y azules, llenos de dulzura. Estaba de pie, apoyado contra el dintel de una puerta, y fumaba lentamente en una larga pipa de porcelana alemana. Ignoro de qué modo trabé relación con él. Como por artes mágicas me vi sentado frente a él, ante una mesa en que brillaban dos gruesos vasos de cerveza.

Fijeme, entonces, en su raído traje y en la corbata romántica, anudada con despreocupación, y pensé: un poeta. Era un pintor.
Así me lo dijo mientras que, en el desvencijado pianillo, una mujer de grandes ojos rasgados comenzó a tocar un nocturno de Chopin.

Apagáronse los profanos murmullos. Suavemente, con voz musical que parecía seguir el ritmo doloroso del Nocturno, mi pintor habló. Pertenecía a la escuela de los artistas que quieren revivir en sus telas el arte muerto de Bizancio. Con los ojos cerrados, acariciándose la barba, narró el fasto de las opulentas ciudades de Teodora.

Fue un verdadero friso, un bajorrelieve, el que puso ante mis ojos deslumbrados.

Y había en él patriarcas severos, emperadores indolentes y cortesanas suntuosas, envueltos todos en el fulgor extraño de las joyas. Los inmensos palacios de mármol y mosaicos se levantaban, piedra a piedra, en mi imaginación. Veía el brillo de las tierras y el de los pesados anillos en las manos imperiales. Athenais... Irene... Las cúpulas de las basílicas se erigían como metálicos yelmos sarracenos.

Hechizado, lo escuchaba yo. Este hombre era un artista. Un verdadero artista. Hablaba de su arte, de sus ideales, con religioso fervor, como puede un sacerdote hablar de su culto.

Luego, sin transición, fija la mirada en un punto inaccesible, el desconocido me contó su vida, azarosa y miserable. A pesar de su profundo conocimiento de la historia antigua y de sus notables estudios bizantinos, el triunfo no había coronado sus esfuerzos. Ahora, indiferente, vivía su vida interior sin preocuparse de lo que lo rodeaba. Tenía una gran indulgencia para con todos y su única defensa contra las adversidades y el hastío era encogerse de hombros.

-Ahí tiene usted a esos pobres muchachos -me dijo, señalando un grupo de jóvenes melenudos-. No hay ni uno de ellos que valga y, sin embargo, véalos usted felices, alegres, llamándose "maestro" mutuamente... A veces, vienen y me leen sus versos.

En sus sienes las venas azules y bien marcadas se hinchaban. Yo miraba sus manos de marfil viejo que, exhaustas, descansaban sobre la mesa. Temblaron un poco sus labios finos y sonrió con amargura.

En ese instante, el San Juan Evangelista se borró por completo de mi mente. Me parecía mi interlocutor un soberano oriental, un sátrapa persa, despreocupado y lánguido, como esos cuyo perfil voluptuoso se esfuma suavemente en las viejas monedas de oro del Asia Menor.

Se levantó y me dio la mano. Partía. Díjome que se llamaba Diego Narbona y vivía allí cerca. Quedé solo en mi mesa. Allá lejos, la chimenea murmuraba su triste cantar.

El humo era tan espeso que parecía envolvernos una densa niebla. Del grupo de los jóvenes melenudos uno recitaba... Mon âme est une Infante en robe de parade. Yo pensaba en mi pintor. Veíalo revistiendo el manto imperial de Justiniano, y elevando, con las manos cargadas de anillos, una pesada diadema. Una mujer hermosísima, hincada ante él, aguardaba el instante solemne de la coronación. Y esa mujer era la Belleza.

Aux pieds de son fautiel allongés noblement, deux lévriers d'Ecosse aux yeux mélancoliques...

Alguien, con el pie, marcaba el fin de cada verso.
Detrás del mostrador, la hostelera miraba con admiración a sus parroquianos. A veces sonreía, mostrando un diente negro.

Encima de una mesa descansaba un grueso Diccionario Enciclopédico, y un muchachito pecoso lo hojeaba lentamente, leyendo por lo bajo: "Asur... Asur... Asurbanipal..." Despertándome bruscamente de un sueño recién comenzado, la puerta de entrada se abrió de par en par, y una mujer joven y bonita entró, llorando desesperadamente.

Su brazo sangraba.

-¿Otra vez aquí? -gruñó la mesonera de malhumor.

El más joven de los poetas se acercó a ella.

-¿Te ha pegado de nuevo? -dijo.


-Sí... Porque dejé que se quemara la tortilla...

Yo me aproximé. Parecíame imposible que un hombre pudiera maltratar a una mujer tan frágil... ¡Ah! Si mi amigo el pintor estuviera aquí, ¡cómo sabría consolarla! ¡Con qué suaves inflexiones de voz calmaría...! Compasivo, me acerqué más aún.

Ideas vengativas cruzaron por mi cerebro al verla tan bella, tan débil.

-¿Cómo se llama su marido? -rugí.

Ella levantó hacía mí sus ojos claros y azules que me recordaban otros dos ojos claros y azules, llenos de dulzura y pureza:

-Diego Narbona -me dijo...


FIN
Narciso[Cuento. Texto completo]
Manuel Mujica Láinez



Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso.
Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.

Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.

Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.

Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo.

Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.

Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.

Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.

Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna ­y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles­ cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

FIN
La adoración de los Reyes Magos
[Cuento. Texto completo]
Manuel Mujica Láinez


Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su plumero entre las maderas del órgano: A sus pies, la nave de la iglesia de San Juan Bautista yace en penumbra. La luz del alba -el alba del día de los Reyes- titubea en 1as ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro de los altares.
Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo los libros de coro casi tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.

De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.

El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, muévense las altas figuras que rodean al Niño Dios.

Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no osa mirarlas.

Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal, el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.

El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las manti1las de les devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.
Ya empezó la primera misa El capellán abre los brazos. y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del incienso.

Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir.

Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.

Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.

Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba 1a estrella divina.

-Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán- obtulerunt ei munera, aurum, thus et myrrham.

Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.

Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.

Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde se arremolina el polvo de 1as caravanas y cuando se aproximan se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota. Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste lanas y sedas multicolores; aquél desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos de las manufacturas flamencas.

Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia.

En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.

Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está colmado su estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios. Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal, de orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto a la mirra y los cofres, Rubens deja un pincel.

Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea en torno del Niño.

Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible ademán, como invitándolo a sumarse a quienes rinden culto al que nació en Belén.

Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran señor que fue el último en llegar y que le ayuda a izarse para que pose los labios en los pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.

Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero de barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue estremecimiento.

Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su amurallada soledad donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante que transforma todo, para siempre.

FIN

El ilustre amor- Manuel Mujica Láinez

El ilustre amor - 1797 De "la misteriosa Buenos Aires"
Manuel Mujica Láinez

En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.
A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.

Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?

Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.

Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.

Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: "Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi..."

El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?

Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.

-¿Por qué llorará así Magdalena?

A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.

Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.

Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!

El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.

Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.

-¿Qué le acontece a Magdalena?

Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.

Chisporrotean, celosas.

-¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible... ¿cuándo?

Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.

Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.

Las vecinas se codean:

¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra... ¡Y qué calladito lo tuvo!

Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.

La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.

¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?

¿Dónde se encontrarían?

-¿Qué hacemos? -susurra la segunda.

Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.

Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.

Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.

Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.

FIN
El fantasma mordido
[Cuento. Texto completo]
P'ou Song-Ling


He aquí la historia que me contó Chen Lin-Cheng:

Un viejo amigo suyo estaba echado a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio, medio dormido, la vaga figura de una mujer que, eludiendo a la portera, se introducía en la casa vestida de luto: cofia blanca, túnica y falda de cáñamo. Se dirigió a las habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que iba a hacerles una visita; después reflexionó: «¿Cómo se atrevería a entrar en la casa del prójimo con semejante indumentaria?»

Mientras permanecía sumergido en la perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y penetró en la habitación. El viejo la examinó atentamente: la mujer tendría unos treinta años; el matiz amarillento de su piel, su rostro hinchado y su mirada sombría le daban un aspecto terrible. Iba y venía por la habitación, aparentemente sin intención ninguna de abandonarla; incluso se acercaba a la cama. Él fingía dormir para mejor observar cuanto hacía.

De pronto, ella se levantó un poco la falda y saltó a la cama, sentándose en el vientre del viejo; parecía pesar tres mil libras. El viejo conservaba por completo la lucidez, pero cuando quiso levantar la mano se encontró con que la tenía encadenada; cuando quiso mover un pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido de terror, trató de gritar, pero, desgraciadamente, no era dueño de su voz. La mujer, mientras tanto, le olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas, la frente. En toda la cara sintió su aliento, cuyo soplo helado lo penetraba hasta los huesos. Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia: cuando ella llegara al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella, en efecto, se inclinó para olerle la barbilla. El viejo la mordió con todas sus fuerzas, tanto que los dientes penetraron en la carne.

Bajo la impresión del dolor la mujer se tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose, mientras él apretaba las mandíbulas con más energía. La sangre resbalaba por su barbilla e inundaba la almohada. En medio de esta lucha encarnizada el viejo oyó, en el patio, la voz de su mujer.

-¡Un fantasma! -gritó en el acto.

Pero apenas abrió la boca, el monstruo se desvaneció, como un suspiro.

La mujer acudió a la cabecera de su marido; no vio nada y se burló de la ilusión, causada, pensó ella, por una pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración y, como prueba evidente, le enseñó la mancha de sangre: parecía agua que hubiera penetrado por una fisura del techo y empapado la almohada y la estera. El viejo acercó la cara a la mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió presa de un violento acceso de vómitos, y durante muchos días tuvo la boca apestada, con un hálito nauseabundo.
FIN
Un modelo de agricultor
[Minicuento. Texto completo]
Jules Renard


El combate parecía terminado, cuando una última bala -una bala perdida- vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo.
Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral.

Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar.

Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.

Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera.

Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo.

Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección.


Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.

Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante.

Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.

FIN
Literatura
[Minicuento. Texto completo]
Julio Torri


El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
FIN
Mujima


[Cuento. Texto completo]
Yakumo Koisumi


En el camino de Akasaka, cerca de Tokio, hay una colina, llamada Kii-No-Kuni-Zaka, o "La Colina de la provincia de Kii".
Está bordeada por un antiguo foso, muy profundo, cuyas laderas suben, formando gradas, hasta un espléndido jardín, y por los altos muros de un palacio imperial.
Mucho antes de la era de las linternas y los jinrishkas, aquel lugar quedaba completamente desierto en cuanto caía la noche. Los caminantes rezagados preferían dar un largo rodeo antes de aventurarse a subir solos a la Kii-No-Kuni-Zaka, después de la puesta de sol.
¡Y eso a causa de un Mujima que se paseaba!
El último hombre que vio al Mujima fue un viejo mercader del barrio de Kyôbashi, que murió hace treinta años.

He aquí su aventura, tal como me la contó:

Un día, cuando empezaba ya a oscurecer, se apresuraba a subir la colina de la provincia de Kii, cuando vio una mujer agachada cerca del foso... Estaba sola y lloraba amargamente. El mercader temió que tuviera intención de suicidarse y se detuvo, para prestarle ayuda si era necesario. Vio que la mujercita era graciosa, menuda e iba ricamente vestida; su cabellera estaba peinada como era propio de una joven de buena familia.

-Distinguida señorita -saludó al aproximarse-. No llore así.. Cuénteme sus penas... me sentiré feliz de poder ayudarla.

Hablaba sinceramente, pues era un hombre de corazón.

La joven continuó llorando con la cabeza escondida entre sus amplias mangas.

-¡Honorable señorita! -repitió dulcemente-. Escúcheme, se lo suplico... Éste no es en absoluto un lugar conveniente, de noche, para una persona sola. No llore más y dígame la causa de su pena ¿Puedo ayudarla en algo?

La joven se levantó lentamente... Estaba vuelta de espaldas y tenía el rostro escondido... Gemía y lloraba alternativamente.

El viejo mercader puso una mano sobre su espalda y le dijo por tercera vez:

-Distinguida señorita, escúcheme un momento...

La honorable señorita se volvió bruscamente. Dejó caer la manga y se acarició la cara con la mano... ¡El viejo vio que no tenía ojos, nariz ni boca!...

¡Huyó, gritando de espanto!
Corrió hasta el borde de la colina, oscura y desierta, que se extendía delante de él... Corría sin pararse y sin osar mirar hacia atrás... Por último vio, en lontananza, la luz de una linterna... Era una lucecilla tan pequeña que se hubiera podido confundir con una mosca luminosa. Era la bujía de un mercader ambulante, un vendedor de sopa que había levantado su tenderete al borde del camino. Después de la experiencia que el viejo acababa de sufrir, la más humilde de las compañías le pareció deseable. Se echó a los pies del vendedor de sopa, gimiendo:

-¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...
-«Koré»... «Koré»... -replicó el vendedor ambulante bruscamente-. ¿Qué le ocurre? ¿Le ha hecho daño alguien?

-¡No!... Nadie me ha hecho daño... -murmuró el otro-. Pero... ¡Ah!... ¡ah!... ¡ah!...

-¡Por lo menos le han dado un buen susto! -dijo el mercader, demostrando poca simpatía-. ¿Se ha encontrado con algún ladrón?

-¡No!... Pero, cerca del foso... he visto... ¡Oh!, he visto una mujer que... ¡Ah!, jamás podré describir cómo la he visto...

-¿Qué? ¿La ha visto, tal vez, así?... -exclamó el mercader.

Se acarició la cara que, de pronto, se hizo semejante a un huevo.

¡En aquel mismo instante se apagó la luz!
FIN
Salomón y AzraeL



[Minicuento. Texto completo]
Yalal Al-Din Rumi


Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.
Salomón le preguntó:
-¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!

Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:

-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.
Azrael respondió:
-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?

FIN

DECAMERÓN - ANASTASIO

Anastasio


[Cuento. Texto completo]
Giovanni Boccaccio
Había en Rávena, antigua ciudad de la Romaña, muchos gentiles hombres, entre los que se hallaba un mozo de nombre Anastasio degli Onesti, muy rico por herencia de su padre y de su tío. Y estando sin mujer, se enamoró de una hija de micer Pablo Traversari. Era la joven más noble que él, mas él esperaba con su conducta atraerla para que lo amase. Pero esas obras, por hermosas que eran, sólo lograban enojar a la joven, porque ella solía manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que ella poseía una belleza singular o a su altiva nobleza. En resumen, a ella nada de él la complacía, lo que para Anastasio resultaba doloroso de soportar, y cuando le dolía demasiado pensaba en matarse.
Otras veces, cuando reflexionaba, se hacía a la idea de dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él. Pero todo resultaba en vano: cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su amor. Y, perseverando el joven en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les pareció que él y su hacienda iban a agotarse de consumo.
Por lo cual, muchas veces le rogaron que se fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver si lograba disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel consejo, pero ellos insistían en su solicitud y al fin decidió complacerles, y mandó organizar tantas maletas como si se fuese a España o a Francia o a cualquier otro lugar remoto; montó en su caballo y, en compañía de sus amigos, partió de Rávena y se fue a un sitio que dista de Rávena tres millas y se llama Chiassi. Una vez hubo llegado, mandó armar las tiendas y dijo a quienes le acompañaban que se devolviesen, pues pensaba quedarse donde estaba. Y ellos regresaron a Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más magnífica vida que jamás se conociera, invitando a tales o cuales a comer o cenar como era su costumbre.
Y sucedió que, llegando primeros de mayo, y haciendo buenísimo tiempo y él siempre pensando en su cruel amada, mandó a todos lo suyos que le dejasen solo para poder meditar más a sus anchas, y a pie se trasladó, reflexionando, hasta el pinar. Pasaba la quinta hora del día, y habiéndose él adentrado en el pinar como una media milla, sin acordarse de comer ni de nada, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y quejas de una mujer. Interrumpido así en sus dulces pensamientos, alzó la cabeza para ver lo que fuese, y se extrañó de hallarse en pleno pinar. Y, además, mirando ante sí, vio venir, saliendo de un bosquecillo muy denso de zarzas y realezas, y corriendo hacia donde él se hallaba, una bellísima mujer desnuda, toda arañada de las zarzas y matorrales, que lloraba y pedía piedad a gritos.
Dos grandes y fieros mastines corrían tras ella, y cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás. sobre un negro corcel, un caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano, amenazando de muerte a la joven con terribles y ofensivas palabras. Aquella puso a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven, y sintió compasión de la desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de tal angustia. Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a guisa de garrote, y fue a hacer frente a los canes y al caballero. El cual, reparando en ello, le gritó de lejos:
-No intervengas, Anastasio, y déjanos a los perros y a mí hacer lo que esa mala hembra ha merecido.
En esto, los perros, aferrando con fuerza por las caderas a la mujer, la detuvieron y el caballero se apeó del corcel. Y Anastasio, acercándosele, le dijo:
-No sé quién eres que así me conoces, pero te digo que es gran vileza que un caballero armado quiera matar a una mujer desnuda y echarle los perros detrás como a una bestia del bosque. Por cierto ten que la defenderé.
El caballero respondió entonces:
-Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras rapaz pequeño cuando yo, a quien llamaban micer Guido degli Anastagi, me enamoré tanto de esa mujer como tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y crueldad de tal modo causaron mi desgracia, que un día, con el estoque que ves en mi mano, desesperado me maté y fui condenado a penas infernales No pasó mucho tiempo sin que ésta. que de mi muerte se sintió desmedidamente contenta, muriese, y por el pecado de su crueldad y de la alegría que le causó mi muerte, no habiéndose arrepentido, fue también condenada a las penas del infierno. Mas cuando a él bajó por castigo, a los dos nos fue dado el huir siempre ella ante mí, mientras yo, que tanto la amé, habría de perseguirla como a mortal enemiga, no como a mujer amada. Y siempre que la alcanzo, con este estoque con que me maté, la mato, y la abro en canal, y ese corazón duro y frío en el que nunca amor ni piedad pudieron entrar, le arranco con las demás vísceras, como verás pronto, y lo doy a comer a estos perros. Y, según voluntad de la justicia y potencia de Dios, no pasa mucho tiempo sin que, como si muerta no estuviera, resucite, y otra vez comience su dolorosa fuga de los perros y de mí. Y cada viernes, sobre esta hora, aquí la alcanzo y hago en ella el estrago que verás. Mas no creas que descansamos los demás días, pues entonces también la sigo y la alcanzó en otros parajes donde cruelmente pensó y obró contra mí. Y, convertido de amante en enemigo, como ves, he de seguirla así durante tantos años como ella se portó rigurosamente conmigo. Dejemos, pues, ejecutar a la divina justicia, y no te opongas a lo que no puedes evitar.
Anastasio, al oír tales palabras, quedó tímido y suspenso, con todos los cabellos erizados, y retrocediendo y mirando a la mísera joven, comenzó temeroso a esperar lo que hiciere el caballero, el cual. acabando su razonamiento, como un can rabioso corrió estoque en mano hacia la mujer (que, arrodillada y sostenida con fuerza por los dos mastines, le pedía perdón) y con todas sus fuerzas le atravesó el pecho de parte a parte. Y cuando la mujer recibió el golpe, cayó de bruces, siempre llorando y gritando, y el caballero, poniendo mano a un cuchillo, le abrió los riñones y le sacó el corazón con cuanto lo circuía, y echólo a los dos mastines, que lo devoraron afanosamente. Casi en el acto, la joven, como si ninguna de aquellas cosas hubiere sucedido, se levantó y huyó hacia el mar, perseguida y desgarrada por los perros. Y el caballero, volviendo a montar a caballo y a requerir su estoque, la comenzó a seguir y en poco rato tanto se distanciaron, que ya Anastasio no les pudo ver.
Habiendo contemplado tales cosas, gran rato estuvo entre complacido y temeroso, y después le vino a la memoria la idea de que el suceso podría valerle de mucho, ya que acontecía todos los viernes. Y, así, habiéndose fijado bien en el paraje, se volvió con su gente y cuando le pareció hizo llamar a los más de sus parientes y amigos y les dijo:
-Durante largo tiempo me habéis incitado a que deje de amar a mi enemiga y ceje en mis gastos. Estoy dispuesto a hacerlo, siempre que una gracia me concedáis. Y es que hagáis que el viernes venidero micer Pablo Traversari, con su mujer e hija y todas las mujeres de su parentela, y las demás que os plazcan, vengan a almorzar conmigo. Entonces veréis por qué quiero eso. Parecióles a sus amigos que no era cosa difícil de hacer y, al regresar a Rávena, cuando llegó el momento, invitaron a los que Anastasio deseaba. Y, aunque mucho costó convencer a la mujer a quien amaba Anastasio, al fin ella fue con las otras.
Hizo Anastasio que se aderezase un magnífico yantar
y dispuso que se colocasen las mesas bajo los pinos, junto al lugar donde presenció la agonía de la cruel mujer. Y una vez que hizo sentarse a todas las mesas hombres y mujeres, mandó que su amada fuese puesta frente al sitio donde debía acontecer el hecho.
Y habiendo llegado el último manjar, el desesperado clamor de la joven perseguida empezóse a oír.
Mucho se maravillaron todos, y preguntaron qué era, y no lo supo decir nadie. Levantándose, pues, para averiguar qué sería, vieron a la doliente mujer, y al caballero y los canes, y en un momento todos estuvieron a su lado. Alzóse gran vocerío contra los perros y el caballero y muchos se adelantaron para ayudar a la joven. Pero el caballero, hablándoles como habló a Anastasio, no sólo les forzó a retroceder, sino que les espantó y les llenó de pasmo. E hizo lo que la otra vez hiciera, y las mujeres presentes allí (muchas de las cuales, parientes de la joven o del caballero, no habían olvidado su amor y la muerte de él) míseramente lloraron, como si ellas mismas hubieran sufrido lo mismo. Acabó, en fin, el lance, y desaparecieron mujer y caballero, y los que aquello habían visto entregáronse a muchos y variados razonamientos.
Pero entre los que más espanto tuvieron figuró la cruel joven amada por Anastasio. Porque habiéndolo visto y oído todo muy claramente, y conociendo que a ella más que a nadie tales cosas atañían, ya le parecía estar huyendo de la ira de él y tener los perros a los talones. Y tanto miedo de esto le sobrevino que, para no incurrir en lo mismo, en breve ocurrió (tan en breve que aquella misma tarde fue) que, mudado su odio en amor, secretamente mandó a la estancia de Anastasio una camarera de su confianza, rogándole que fuese a verla, porque estaba dispuesta a complacerle en todo. Resolvió Anastasio que ello le satisfacía mucho, y que si a ella le placía, haría con ella lo que le pluguiese, pero, para honor de la dama, tomándola por mujer. La joven, sabedora que sólo por su culpa no era ya esposa de Anastasio, mandó contestar que estaba acorde. Y luego, sirviéndose de mensajera a sí misma, dijo a sus padres que quería ser mujer de Anastasio, lo que mucho les contentó. Y al domingo siguiente casó Anastasio con ella, e hiciéronse bodas, y mucho tiempo jubilosamente convivió con ella. Y no sólo el temor de la dama fue factor de aquel bien, sino que todas las mujeres altivas se tornaron medrosas, y en lo sucesivo mucho más que antes se plegaron al placer de los hombres.

domingo, 14 de diciembre de 2008

the catcher in the rye -

Chapters 1–2

Summary: Chapter 1

Holden Caulfield writes his story from a rest home to which he has been sent for therapy. He refuses to talk about his early life, mentioning only that his brother D. B. is a Hollywood writer. He hints that he is bitter because D. B. has sold out to Hollywood, forsaking a career in serious literature for the wealth and fame of the movies. He then begins to tell the story of his breakdown, beginning with his departure from Pencey Prep, a famous school he attended in Agerstown, Pennsylvania.

Holden's career at Pencey Prep has been marred by his refusal to apply himself, and after failing four of his five subjects—he passed only English—he has been forbidden to return to the school after the fall term. The Saturday before Christmas vacation begins, Holden stands on Thomsen Hill overlooking the football field, where Pencey plays its annual grudge match against Saxon Hall. Holden has no interest in the game and hadn't planned to watch it at all. He is the manager of the school's fencing team and is supposed to be in New York for a meet, but he lost the team's equipment on the subway, forcing everyone to return early.

Holden is full of contempt for the prep school, but he looks for a way to “say goodbye” to it. He fondly remembers throwing a football with friends even after it grew dark outside. Holden walks away from the game to go say goodbye to Mr. Spencer, a former history teacher who is very old and ill with the flu. He sprints to Spencer's house, but since he is a heavy smoker, he has to stop to catch his breath at the main gate. At the door, Spencer's wife greets Holden warmly, and he goes in to see his teacher.

Summary: Chapter 2



“Life is a game, boy. Life is a game that one plays according to the rules.”



Holden greets Mr. Spencer and his wife in a manner that suggests he is close to them. He is put off by his teacher's rather decrepit condition but seems otherwise to respect him. In his sickroom, Spencer tries to lecture Holden about his academic failures. He confirms Pencey's headmaster's assertion that “[l]ife is a game” and tells Holden that he must learn to play by the rules. Although Spencer clearly feels affection for Holden, he bluntly reminds the boy that he flunked him, and even forces him to listen to the terrible essay he handed in about the ancient Egyptians. Finally, Spencer tries to convince Holden to think about his future. Not wanting to be lectured, Holden interrupts Spencer and leaves, returning to his dorm room before dinner.

Analysis: Chapters 1–2

Holden Caulfield is the protagonist of The Catcher in the Rye, and the most important function of these early chapters is to establish the basics of his personality. From the beginning of the novel, Holden tells his story in a bitterly cynical voice. He refuses to discuss his early life, he says, because he is bored by “all that David Copperfield kind of crap.” He gives us a hint that something catastrophic has happened in his life, acknowledging that he writes from a rest home to tell about “this madman stuff” that happened to him around the previous Christmas, but he doesn't yet go into specifics. The particularities of his story are in keeping with his cynicism and his boredom. He has failed out of school, and he leaves Spencer's house abruptly because he does not enjoy being confronted by his actions.

Beneath the surface of Holden's tone and behavior runs a more idealistic, emotional current. He begins the story of his last day at Pencey Prep by telling how he stood at the top of Thomsen Hill, preparing to leave the school and trying to feel “some kind of a good-by.” He visits Spencer in Chapter even though he failed Spencer's history class, and he seems to respond to Mrs. Spencer's kindness. What bothers him the most, in these chapters and throughout the book, is the hypocrisy and ugliness around him, which diminish the innocence and beauty of the external world—the unpleasantness of Spencer's sickroom, for instance, and his hairless legs sticking out of his pajamas. Salinger thus treats his narrator as more than a mere portrait of a cynical postwar rich kid at an impersonal and pressure-filled boarding school. Even in these early chapters, Holden connects with life on a very idealistic level; he seems to feel its flaws so deeply that he tries to shield himself with a veneer of cynicism. The Catcher in the Rye is in many ways a book about the betrayal of innocence by the modern world; despite his bitter tone, Holden is an innocent searching desperately for a way to connect with the world around him that will not cause him pain. In these early chapters, the reader already begins to sense that Holden is not an entirely reliable narrator and that the reality of his situation is somehow different from the way he describes it. In part this is simply because Holden is a first-person narrator describing his own experiences from his own point of view. Any individual's point of view, in any novel or story, is necessarily limited. The reader never forgets for a moment who is telling this story, because the tone, grammar, and diction are consistently those of an adolescent—albeit a highly intelligent and expressive one—and every event receives Holden's distinctive commentary. However, Holden's narrative contains inconsistencies that make us question what he says. For instance, Holden characterizes Spencer's behavior throughout as vindictive and mean-spirited, but Spencer's actions clearly seem to be motivated by concern for Holden's well-being. Holden seems to be looking for reasons not to listen to Spencer.



Chapters 3–4

Summary: Chapter 3

“This is a people shooting hat,” I said. “I shoot people in this hat.”


Holden lives in Ossenburger Hall, which is named after a wealthy Pencey graduate who made a fortune in the discount funeral home business. In his room, Holden sits and reads Isak Dinesen's Out of Africa while wearing his new hunting hat, a flamboyant red cap with a long peaked brim and earflaps.

He is interrupted by Ackley, a pimply student who lives next door. According to Holden, Ackley is a supremely irritating classmate who constantly barges into the room, exhibits disgusting personal habits and poor hygiene, and always acts as if he's doing you a favor by spending time with you. Ackley does not seem to have many friends. He prevents Holden from reading by puttering around the room and pestering him with annoying questions. Ackley further aggravates Holden by cutting his fingernails on the floor, despite Holden's repeated requests that he stop. He refuses to take Holden's hints that he ought to leave. When Holden's handsome and popular roommate, Stradlater, enters, Ackley, who hates Stradlater, quickly returns to his own room. Stradlater mentions that he has a date waiting for him but wants to shave.


Summary: Chapter 4


Holden goes to the bathroom with Stradlater and talks to him while he shaves. Holden contrasts Stradlater's personal habits with Ackley's: whereas Ackley is ugly and has poor dental hygiene, Stradlater is outwardly attractive but does not keep his razor or other toiletries clean. He decides that while Ackley is an obvious slob, Stradlater is a “secret slob.” The two joke around, then Stradlater asks Holden to write an English composition for him, because his date won't leave him with time to do it on his own. Holden asks about the date and learns that Stradlater is taking out a girl Holden knows, Jane Gallagher. (Stradlater carelessly calls her “Jean.”) Holden clearly has strong feelings for Jane and remembers her vividly. He tells Stradlater that when she played checkers, she used to keep all of her kings in the back row because she liked the way they looked there. Stradlater is uninterested. Holden is displeased that Stradlater, one of the few sexually experienced boys at Pencey, is taking Jane on a date. He wants to say hello to her while she waits for Stradlater, but decides he isn't in the mood. Before he leaves for his date, Stradlater borrows Holden's hound's-tooth jacket.

After Stradlater leaves, Holden is tormented by thoughts of Jane and Stradlater. Ackley barges in again and sits in Holden's room, squeezing pimples until dinnertime.

Analysis: Chapters 3–4


These chapters establish the way Holden interacts with his peers. Holden despises “phonies”—people whose surface behavior distorts or disguises their inner feelings. Even his brother D. B. incurs his displeasure by accepting a big paycheck to write for the movies; Holden considers the movies to be the phoniest of the phony and emphasizes throughout the book the loathing he has for Hollywood.

Unfortunately, Holden is surrounded by phonies in his circa- prep school. Preening Ackley and self-absorbed Stradlater act as his immediate contrasts. But, despite their flaws, he acts with basic kindness toward them, agreeing to write Stradlater's English composition for him in Chapter , even though Stradlater is out with Jane Gallagher, a girl Holden seems to care for very deeply. The pressure of adolescent sexuality—an important theme throughout The Catcher in the Rye—makes itself felt here for the first time: Holden's greatest worry is that Stradlater will make sexual advances toward Jane.

Stradlater and Ackley sound like appallingly unsympathetic characters, but this is completely the result of the tone in which Holden describes them. For instance, Holden indicates his awareness that Ackley behaves in annoying ways because he is insecure and unpopular, but instead of trying to imagine what Ackley wants or why he does things, he focuses on Ackley's surface—literally, his skin. By describing in minute detail Ackley's nail trimming and pimple squeezing, Holden makes him seem disgusting and subhuman.


Holden's interactions also reveal how lonely he is. He describes Ackley as isolated and ostracized, but it's easy to see the parallel between Ackley's and Holden's situations. Holden notes that he and Ackley are the only two guys not at the football game. Both are isolated, and both maintain a bitter, critical exterior in order to shield themselves from the world that assaults them. In Ackley especially, we can see the cruelty of the situation. Ackley's isolation is perpetuated by his annoying habits, but his annoying habits protect him from the dangers of interaction and intimacy. Ackley's situation greatly illuminates Holden's own inner landscape: intimacy and interaction are what he needs and fears most.

Holden's new hunting hat, with its funny earflaps, becomes very important to him. Throughout the novel, it serves as a kind of protective device, which Holden uses for more than physical warmth and comfort. When he wears the hat, he always claims not to care what people think about his appearance, which might be a source of self-conscious embarrassment for Holden—he is extremely tall for his age, very thin, and, though he is only sixteen, has a great deal of gray hair. But it is also important to note when Holden does not wear the hat. Part of him seems to want to display his rebelliousness, but another part of him wants to fit in—or, at least, to hide his unique personality. Although he mentions the freezing temperature, Holden does not wear the hat near the football game or at Spencer's house; he waits for the privacy of his own room to put it on.



http://www.sparknotes.com/lit/catcher/section2.rhtml