lunes, 29 de diciembre de 2008

CRISTINA CIVALE Blog Civilización o barbarie.

Cuentos alcohólicos: Chardonnay





Chardonnay

Desconecté hasta el martes y decidí darme todos los gustos. Venía trabajando mucho -de martes a domingos y los fines de semana hacíamos dos funciones- y estaba ávida de tiempo para mí. Provisiones en el super, en el winery del barrio, en el video club, en la librería y el kiosko de revistas. Tenía un día y medio para ponerme al día.



Me entusiasmaba la idea de ver en DVD, en una copia flamante, a Irma la dulce de Billy Wilder. Quería que la frescura del personaje de Irma, interpretado por Shirley McLaine, me sacudiera el agobio. Pero no pudo ser. Por una mala maniobra que realicé con el control remoto, se coló la imagen de un clip emitido por una de una de esas cadenas que pasan videos sin tregua.

Mis planes cambiaron en ese segundo inesperado. Fui secuestrada por esa imagen. Una mujer de ojos dolorosos y claros miraba a cámara, llorando en una plano sostenido, que me pareció eterno. La piel blanca de la mujer cubría un cuerpo tembloroso, flaco y de rostro demacrado, con huellas de sufrimiento que parecían ancestrales,
anteriores al llanto. La lágrimas corrían por sus mejillas como pequeñas navajas que hacían que ese dolor aniquilador aumentara cada vez más.
Into my arms de Nick Cave envolvía la imagen. Me quedé como hipnotizada, mirando esa cara que en nada se parecía a la mía pero que convertía a la pantalla de tevé en un espejo.
Entendía ese dolor, hasta lo compartía, aunque no tuviera razones evidentes. La mujer y sus gestos me ponían en el centro de mi misma, en ese vacío también ancestral donde sólo quedaba llorar o evitar las lágrimas. Mostrar el dolor u ocultarlo. Finalmente, yo lo sabía, la vida se reducía a eso. A dejar las heridas abiertas hasta desangrarse o a taparlas y seguir adelante con las ansias de una felicidad que no llega nunca, con la desesperación por alcanzarla, por el vacío que deja su ausencia, la búsqueda del sentido que no conduce a ninguno. Arrastrar la pesadez para continuar. El temido agujero por el que se escapa la existencia y no hay como retenerla, porque no se puede. Todo lo demás, coartadas de vano entusiasmo.

Sobre el final del clip, la mano de un hombre se acercó a la cara de la mujer y la acarició, quizá con el fin de calmarla. Sin embargo, ella siguió llorando. Nada parecía poder contra su sufrimiento.
El clip terminó y empezó otro que ya no miré. El espejo, al menos ése, se había esfumado y me dejaba sola con todos esos pensamientos que me había provocado. El secuestro continuaba.
Ya no tuve ganas de ver la comedia de Wilder ni de prepararme ningunas del las exquisiteces que me había comprado en el súper, sólo abrí una botella de chardonney que bebí lo más rápido que pude. No me importaba nada más que no fuera conectarme con ese dolor, dejarlo latir hasta que estallara.
Me puse a llorar y fui a darme pena frente al espejo del baño, uno verdadero, con la copa en la mano. No hubo magia. No llegó la mano de ningún hombre para calmarme. No hubo rescate. Parecía que no había precio para eso.

¿Pero acaso existía una mano que pudiese contra semejante desasosiego?
Pensé en los hombres que habían habitado distintos tramos de mi vida.
Desde mi padre hasta mi último marido y unos cuantos más, y si bien hubo momentos en que la desazón parecía desaparecer, al tiempo volvía y me dejaba más perpleja ante mí misma. El amor o su simulacro tampoco alcanzaban.

Quizá haya sido por eso que decidí ser actriz, para escaparme de mi cuerpo y de mi propia existencia, a la que no le entraba ningún valor ni ninguna explicación, sólo había respuesta cuando hablaba palabras escritas por otros, cuando vivía vidas de pura ficción. Todas ellas, sin duda, más sólidas y heroicas que la mía. Y, básicamente, más vivas.

Mi marido no estaba en Buenos Aires y me alegré porque su mano tratando de tapar mi angustia tan repentina como ancestral no hubiese hecho más que infligirme un nuevo dolor, otra razón para seguir no encontrando sentido, una frustración repetida. Me metí en la cama, lo más adentro que pude y apagué definitivamente el televisor. Cerré los ojos y me acurruqué contra mí misma, enrollada como para autoprotegerme de todos esos pensamientos que, como fantasmas, venían a cazarme, a embaucar mi día y medio de descanso frívolo, a continuar con el secuestro.


Se hizo de madrugada y la angustia me llegaba ya a la punta de los dedos de los pies y el pecho parecía taladrado casi definitivamente. Seguí buscando en mi memoria una mano, aunque fuese imaginaria, que pudiese calmarme. Pasaron horas hasta que, por fin, con una naturalidad sorprendente, llegó.

Eran las manos de mi madre. Muertas y enterradas ya, pero vívidas en esa especie de salvamento. Me dejé llevar por esas manos que resucitaba mi imaginación y el dolor empezó, lentamente, a ceder. Supongo que sin querer mi cuerpo adquirió una posición fetal y me relajé, por fin en paz, pensando qué difícil que había sido perderla, desde el primer minuto -no tenía que ver con su muerte-, salir de ella, de su cuerpo, de su tibieza, del útero añorado por siempre.
Cuando ya estaba totalmente tranquila, en los brazos imaginarios de mi madre, conseguí dormirme profundamente.

Mañana sería otro día. Lo importante era atravesar ilesa la barrera de este que no me dejaba lugar para la mentira, no me daba respiro con mi única realidad, este vacío ensordecedor. Parecía que iba a conseguirlo. Todo eso puede una madre. Aunque sólo sea evocada y esté muerta, aunque también supiera desde siempre que su mayor deseo había sido abortarme.

No hay comentarios: