lunes, 1 de diciembre de 2008

HUGO VERA MIRANDA

Vi salir del hospital en silla de ruedas a la última princesa que amé. Sabía yo que todas las princesas murieron y me sorprendí al verla. Enjuta, vieja y tapada con una manta. Me preguntó si me acordaba de ella. Le dije que no. Soy Rosario me dijo ¿no te acuerdas de mí?

Era la más linda del lugar. Los príncipes del pueblo la amaban. Yo también, en silencio. Los príncipes del pueblo desaparecieron. Ella sobrevivió a los contubernios, a las mareas y a los cambios de gobierno. Una vez me enteré que le extirparon algo que no recuerdo. Que vivió una temporada con un poeta maldito que se colgó en el pino de la plaza del pueblo. Se enteró que lo engañaba con un vendedor ambulante. Dejó de epitafio una esquela digna de un mamarracho ignorante: "Mi corazón no se vende". Cruzó el océano un par de veces de la mano de un estanciero rico. Hubo registros de su viaje en el diario del pueblo. La foto clásica en La Torre Eiffel. De aquello hace ya más de treinta años. Treinta años en el cuerpo de cualquier princesa hacen estragos, sino vean a las monegascas. Su vida, como cualquier vida, fue un tendal de abandonos. Se marcharon sus padres, familiares diversos y también muchos de los príncipes, se fue el poeta, el vendedor ambulante y el estanciero rico. Yo aún no parto gracias al arte de resistir. Me dijo que era imposible que no me recordara de ella. ¿Aún vives en la calle Libertad? me preguntó. Nunca viví allí le contesté. ¿Es que acaso no te llamas Hugo? No, no me llamo Hugo. Me llamo Daniel. Me pidió perdón por la confusión.

La vi cruzar la calle a duras penas y no me dio lástima. Nadie le tiene lástima a las princesas. Las princesas tampoco las tiene con uno. Ni con dos. Ni con nadie.


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2008
Neruda y Yo

Han pasado los años y aún recuerdo a Neruda como al amigo que un año antes de morir, protegí y cuidé en grado sumo. Amigos que visitan este blog y que también lo conocieron y conocieron mi devoción por él, no me dejarán mentir. No recuerdo ahora de dónde venía. Nunca se lo preguntamos. Además no nos importaba. Llegó a casa y lo acogimos como un hermano. Sabíamos al momento de llegar, que su vida no se prolongaría demasiado. Eso lo sabíamos. Mi familia y yo lo sabía, nadie más en Chile lo sabía, nadie más. Fue así que establecimos una perdurable amistad cercana al amor. Es que no hay amistad sin amor. No la hay. Me tocó ser su compañero de ruta durante un año. Era la época en que yo tibiamente comenzaba a escribir. A escribir aquellas pobres endechas monosilábicas que publicaban diarios de provincia. Yo escribía y él callaba. No aprobaba ni desaprobaba. Callaba. Aquel año que estuvimos juntos fue a todas luces inolvidable, y en donde verdaderamente aprendí, aprendí a escribir. Todo lo que soy se lo debo a Neruda. Lo que muchos sabíamos que llegaría llego. Murió Neruda. Lo matamos. Un lindo cerdito de 125 kilos que estaba realmente exquisito.


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Lucy trabajaba en una carnicería

Lucy trabajaba en una carnicería. Me lo comentó Julián. Desde los catorce años que estaba enamorado de Lucy. Hacía veinte años que no la veía. Fui a la carnicería. Estaba más linda que nunca. Me hice adicto a esa carnicería. La más completa del pueblo. Después del pedido llegaba donde Lucy que trabajaba en la caja. Cuatro veces por semana pasaba por la caja. La caja donde estaba Lucy. Frente a ella transpiraba, tartamudeaba, me ponía frenético, estúpido. Un día fui el primero en llegar a la caja. A las nueve de la mañana . Lucy no estaba. No había nadie en la caja. Esperé. Luego le pregunté al dependiente. Me dijo que la cajera estaba haciendo sus necesidades. Que esperara. Se me vino el mundo abajo. No podía ser posible que Lucy estuviera haciendo sus necesidades. No lo podía creer. No lo podía soportar. Luego llegó Lucy y ya no la veía como Lucy. La chica más linda del lugar. Sino como un matambre, una cabeza de vacuno o un cuarto de cuadril. Me sonrió, pagué y me fui. Se lo comenté a Julián. Me dijo que la vida es así. Que no me preocupara. Que las lindas también mean.









No tengo ningún título para este post

En líneas generales no he vivido una mala vida. Aunque hay dudas al respecto, vi a un yanqui caminar en la Luna. En el teatro Colón de Buenos Aires vi bailar a Mijail Baryshnikov, a Maia Plisetskaya y a Julio Bocca. Una vez le di la mano a Cortázar. Vi jugar a Maradona. No necesariamente en ese orden, planté un árbol, tuve un hijo y escribí un libro. En la librería Hernández de la calle Corrientes conocí al papá del Ché. Aquella noche contó una anécdota que ya escribiré. Fui amado y amé. Navegué por los canales del Sur cruzando el Estrecho de Magallanes. Jugué por la selección de fútbol de mi pueblo. Nadie en el mundo ha escrito un poema como el que un día yo escribí. Como a Gregory Corso, el mundo me debe un millón de dólares. Tuve amigos maravillosos. Las mejores amantes los tuve yo. Poseo una victrola de 1904. Una vez pesqué el salmón más grande. Me río de Hemingway. Una vez en Calanda los tambores tocaron para mí. He tenido la suerte de ver todas las películas de Rainer Werner Fassbinder. Nunca he ingresado a un hospital. Nunca tuve accidente de aviación. Nadie me ha dañado lo suficiente. Vivo en un lugar remoto de la Patagonia en donde es noticia un choque de automóviles. Aún así pienso que no tendría que haber nacido.

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