lunes, 8 de diciembre de 2008

teresa viejo - seres anónimos.

Seres anónimos

El teléfono sonó invariablemente a las 15.30 horas como todas las tardes desde hacía semanas; pero aquélla él estaba en casa.
—Dígame.
—Le informamos de que su línea ADSL ampliará…
—No tengo ADSL, señorita –interrumpió el usuario.
—…el ancho de red para que pueda navegar conforme…
—Se ha equivocado, guapa –y colgó.
El catarro le había congestionado la nariz y respiraba por la boca, así que la breve conversación le dejó sin aire. Regresó presto al sofá y se arropó con la manta. Andaba en un duermevela febril cuando el teléfono retornó a su costumbre diaria; habían transcurrido tan sólo quince minutos.
—¿Sí?
—Le informamos de que su línea ADSL…
—¿Otra vez usted? ¡Váyase a la mierda! –soltó el inalámbrico con rabia y se enderezó de golpe.
¿Cómo conocía la operadora cuál era su número, si él no aparecía en la guía telefónica? Tiempo atrás una antigua novia se vengó del adiós asediándole con mensajes zafios en el contestador y él liquidó tanto acoso con un nuevo número y convirtiéndose en ciudadano transparente que no constara en los ficheros de ninguna compañía. Le gustaba ser clandestino, moverse en la levedad de no existir, sentirse inabarcable e incierto, aunque sólo fuera en las páginas amarillas por mucho que lo deseara también en los archivos de Hacienda. En éstas, suena el teléfono de nuevo.
—Buenas tardes. Como usuario de eBank queremos compartir con usted…
—Ya no soy de ese banco, me borré hace meses. ¿Quién le ha dejado mi número?
—…nuestros paquetes de bonos especiales para pymes –continuaba la voz al otro lado sin solución de continuidad.
—¡Por mí como si se los come! –y optó por dejar el auricular descolgado.

Sobre los cojines del tresillo el teléfono escupía la señal de línea ocupada y él miraba al aparato tal si no lo conociera. Ese cercano objeto doméstico se transformaba ahora en un extraño, y dentro, entre terminaciones eléctricas y tornillos minúsculos, habitaban seres sin nombre que sabían de su vida más que él; de qué si no podrían adivinar que un trancazo le confinaba en casa una tarde de diciembre. No eran humanos, de ello estaba seguro. Tampoco máquinas sin alma. Más bien parecían entes curiosos por escudriñar en las menudencias de todo consumidor bajo el paraguas del servicio público, en el único afán de hacerle gastar más de lo previsto.
Los habitantes del teléfono eran comerciales avezados en tiempos de crisis, por ello no se arredraban ante la miseria ajena. Menos ante un no.
—Información telefónica, ¿en qué puedo servirle?
—Quiero que borre mi nombre de todos los ficheros en los que aparezca.
—Disculpe, pero no entiendo lo que quiere decir.
—Deseo que nadie sepa cuál es mi número de teléfono, ni dónde vivo, ni mi número de pie. Antes era así, no sé por qué ahora cualquiera puede…
—Perdón, si lo que pretende es que su referencia en nuestra base de datos no sea compartida con otras compañías debe mandarnos un fax al…

Le pesaba tanto la cabeza. Había anotado el número pero sabía que de nada serviría porque era gran agnóstico en los trámites burocráticos. Además no entendía que en la privacidad no prevaleciera la correspondencia jurídica de la presunción de inocencia: si se es inocente hasta que se demuestra lo contrario, también anónimo hasta que se busque pasar al terreno público.
Volvió a recostarse sobre el sofá abrazado por la manta. Sentía frío y una humedad impropia en su casa. Entonces la vio: en el techo que lindaba con el cuarto de baño, una gotera recorría el camino directo hacia la lámpara y derramaba una lluvia sonora sobre el parqué. Recuperó el teléfono.
—Dígale que necesito el nombre y el teléfono del que ha comprado el piso de arriba –pidió a la secretaria del administrador de la finca.
—Lo siento, dice el señor administrador que la ley de protección de datos no se lo permite. ¿Le doy el del seguro?

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