miércoles, 18 de noviembre de 2009

EL SEIS

LA PSICOLOGA

No hay nada mejor en esta vida

que una bella dama.

Cuando la conocí, ella me consideraba un loco; hasta un “ser enfermizo”, depravado. Siempre me miraba con sus reservas, y en ningún momento, profundizaba su vista sobre mis ojos de muerto. Me huía frecuentemente, argumentando, cualquier razón o sin razón; decía: debo buscar los silencios escalofriantes del universo. Estoy buscando el principio intrínseco de la vida. El poder del universo me aplasta y aniquila, cual una hormiga ebria. Se me quedaba observando con mucha precaución y hasta cierto miedo. Yo, para ella, era sólo un poeta demente, iracundo y discípulo consumado de Dionisios. Suenan las campanas sus lamentos/Mientras los fieles enlutados se encaminan cual robots, hacia su creador/Los reverendos del metal esperan sus ovejas mecánicas, para aceitar sus cerebros/Alabado sea el Hierro/Bendita la maquina/Aleluya al aceite automotriz/Levantemos la batería al Señor del concreto/.

Ella, era la perfección de mujer. De piernas largas y bien torneadas. Ojos como cavernas obscuras y silenciosas. Sus caderas eran el movimiento mismo. Tenía un lunar pequeño en la mejilla izquierda, que la hacía verse más encamable. Estudiaba creo... Psicología, en la Universidad del Estado. Era introvertida, y un poco “altanera”, bueno... eso decían sus condiscípulos.

Los ecos de Freud, taladran las conciencias/
Mientras los hombres como autómatas se dirigen al pabellón de la locura/
Sueñan los seres en símbolos dispersos y complicados, mientras el subconsciente se carcajea/

Los dolores antiguos aparecen entre las nubes del pensamiento, y encadenan a los “sujetos urbanos”, y estos, con algunos “venenos espirituales”, alejan de sí, la cascada del sufrimiento.

Nunca el “destino” nos unió, ni las probabilidades nos acercaron jamás. Fue un día lluvioso, cuando me dije: voy por esa mujer de pelo ensortijado. Llegué en cuasi estado de ebriedad, más una píldora de esas que nos hacen olvidar que existimos, me dirigí a ella, la belleza. Me gusta tu lunar obsceno, creo que le dije. No me contestó, sólo se me quedo mirando. No me palpitaba el corazón, porque, creo que no tengo; sólo se escuchaba el sonido de una maquina recién prendida. Yo no era la perfección estándar del hombre guapo; más bien mi atractivo era mi mirada de “locura, de demencia”. Eres muy especial, y bellísimo, exclamó en tono sereno la dama.

Mis ojos eran antorchas en la madrugada/
Mis manos ramas de algún árbol, donde corre la savia, como una maldición/
Y mi rostro era el terror mismo/
Afuera, allá donde se termina lo posible, una luz azul, me envolvía con su tristísima belleza/
Era el hombre más perfecto...

Te amo, me dijo. Yo no contesté nada. Sólo nos encaminamos por las calles torcidas de la ciudad, buscando un lugar privado, donde tocarnos el cuerpo, donde fundirnos en uno, donde pertenecernos, donde ser la unidad, donde... copular todo el día. Queríamos alejar el sentimiento de “angustia universal”, “aniquilar la soledad”, “dejar de temblar ante las vicisitudes del vivir”.

¿Crees qué el sexo nos espante los demonios?

No lo sé.

¿Me quieres?

No lo sé.

La vida, y todo lo que ésta implica se carcajeaba.

domingo, 11 de octubre de 2009

El fabricante de ataúdes

El fabricante de ataúdes
[Cuento. Texto completo]

Alexandr Puchkin

Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.

El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han mostrado a sus sepultureros como personas alegres y dadas a la broma, para así, con el contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, por respeto a la verdad, no podemos seguir su ejemplo y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba por entero con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo rompía su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, a veces) de necesitarlas.

De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido como de costumbre en sus tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias se le estaban quedando en un estado lamentable. Confiaba en resarcirse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a buscarlo tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.

Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.

-¿Quién hay? -preguntó Adrián.

La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista se podía reconocer a un alemán artesano entró en la habitación y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.

-Excúseme, amable vecino -dijo aquel con un acento que hasta hoy no podemos oír sin echarnos a reír-, perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casa que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.

La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, al poco se pusieron a charlar amistosamente.

-¿Cómo le va el negocio a su merced? -preguntó Adrián.

-He-he-he -contestó Schultz-, ni mal ni bien. No puedo quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.

-Tan cierto como hay Dios -observó Adrián-. Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto pordiosero, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.

Así prosiguió cierto rato la charla entre ambos; al fin el zapatero se levantó y antes de despedirse del fabricante de ataúdes, le renovó su invitación.

Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su casa recién comprada y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.

La estrecha vivienda del zapatero estaba repleta de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.

Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella con «su seguro y su coraza de arpillera». Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.

Adrián en seguida trabó relación con él, pues era persona a la que tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los convidados se dirigieron a la mesa, se sentaron juntos.

El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a servir a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en ruso:

-¡A la salud de mi buena Luise!

Brotó la espuma del vino achampañado. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.

-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.

Y los convidados se lo agradecieron vaciando de nuevo sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de cada uno de los invitados por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:

-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, unserer Kundleute!

La propuesta, como todas, fue recibida con alegría y de manera unánime. Los convidados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, gritó dirigiéndose a su vecino:

-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!

Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie lo había notado, los convidados siguieron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.

Los convidados se marcharon tarde y la mayoría achispados. El gordo panadero y el encuadernador, cuya cara parecía envuelta en encarnado codobán, llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: «Hoy por ti, mañana por mí.» El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.

-Porque, vamos a ver -reflexionaba en voz alta-; ¿en qué es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.

-¿Qué dices, hombre? -preguntó la sirvienta que en aquel momento lo estaba descalzando-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?

-¡Como hay Dios que lo hago! -prosiguió Adrián-. Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...

Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se dirigió a la cama y no tardó en ponerse a roncar.

En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche y un mensajero de su administrador había llegado a caballo para darle la noticia. El fabricante de ataúdes le dio por ello una moneda de diez kopeks para vodka, se vistió de prisa, tomó un coche y se dirigió a Razguliái.

Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no deformada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.

Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada significativa con el administrador, fue a disponerlo todo.

Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo listo todo y, dejando libre a su cochero, se marchó andando para su casa.

Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.

«¿Qué significará esto? -pensó Adrián-. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo que faltaba!»

Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con las prisas no tuvo tiempo de observarlo como es debido.

-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián-, pase, tenga la bondad.

-¡Nada de cumplidos, hombre! -contestó el otro con voz sorda-. ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!

Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente.

«¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.

Se dio prisa en entrar... y entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Horrorizado, Adrián reconoció en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquel aguacero.

Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura de balde hacía poco. El difunto, cohibido y avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.

-Ya lo ves, Prójorov -dijo el brigadier en nombre de toda la respetable compañía-, todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.

En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.

-No me has reconocido, Prójorov -dijo el esqueleto-. ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?

Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un grito y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.

El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio frente a él a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.

-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich -dijo Aksinia acercándole la bata-. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.

-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?

-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?

-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?


-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.

-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.

-Como lo oyes -contestó la sirvienta.

-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas.



Aleksandr Sergéyevich Pushkin (ruso: Александр Сергеевич Пушкин; Moscú, 26 de mayojul./ 6 de junio de 1799 greg. – San Petersburgo, 29 de enerojul./ 10 de febrero de 1837greg.) fue un poeta, dramaturgo y novelista ruso, fundador de la literatura rusa moderna.
Fue pionero en el uso de la lengua vernácula en sus obras, creando un estilo narrativo —mezcla de drama, romance y sátira— que fue desde entonces asociado a la literatura rusa e influyó notablemente en posteriores figuras literarias como Gógol, Dostoyevski, Tolstói y Tiútchev, así como en los compositores rusos Chaikovski y Músorgski.

miércoles, 7 de octubre de 2009

EL VIAJE - Benjamín Prado - Ganador del concurso de El Tren 2007

EL VIAJE


Benjamín Prado




Sobre todo, era convincente. Eso es lo que pensó cuando volvió a leerlo, nada más echar a andar el tren y mientras las personas que estaban en los andenes, entre ellas su madre y su marido, se empequeñecían según iban quedando atrás, como si retrocedieran hasta su infancia disminuyendo de la talla cuarenta y ocho a la treinta y seis, la veinte, la ocho, la dos... "Solvencia, experiencia y buena apariencia", se dijo, a modo de resumen y como quien repite una divisa comercial, la mujer a la que, entre todos los pasajeros, ha elegido este relato para contar su historia.

Permítanme que se la presente: se llama Pilar, tiene treinta y cinco años, es atractiva sin llegar a ser guapa y a la mayor parte de las personas que reparan en ella les gusta más cuanto más la miran, según van descubriendo la llamativa melena pelirroja, que ella sabe mover con coquetería y cierta arrogancia, los ojos entre verdes y castaños y, sobre todo, la boca voluptuosa, que a muchos hombres les parece un riesgo que merecerá la pena correr. Aquella mañana viajaba a otra ciudad para hacer una entrevista de trabajo y por ese motivo en el instante en que este texto la encontró acababa de leer una vez más su currículum vitae y se había infundido ánimos de la manera que acaban de ver. Luego, cuadró las cuartillas en las que estaba su expediente académico y profesional golpeándolas contra la mesa de su asiento, alisó las solapas del traje de chaqueta que había elegido para la ocasión, se miró en el cristal de la ventana y sonrió. Era la viva imagen de una triunfadora.

La reunión que le esperaba era una mera formalidad, porque ya había tenido las suficientes conversaciones telefónicas con los jefes de la empresa que iba a contratarla como para saber que el puesto era suyo, y aunque la presunción no estaba entre sus defectos más sobresalientes, en ese caso, sí era sincera, no podía decir que le extrañara, porque su historial era extraordinario y se adaptaba como anillo al dedo a las necesidades de la compañía que iba a emplearla. En su época de estudiante, había sido una alumna ejemplar, había hecho toda su carrera universitaria con muy buenas notas y se había licenciado con uno de los primeros números de su promoción. Su experiencia laboral era corta, pero en ella también había acumulado sucesivos éxitos, aunque fuese a pequeña escala, en ocupaciones modestas y con sueldos que no eran nada del otro mundo. Ahora sentía que sus esfuerzos habían dado fruto y que al fin había llegado el tiempo de recoger la cosecha.

Volvió a leer el currículum. El primer párrafo hablaba, efectivamente, de sus estudios, y al verlo se acordó de aquellos años en que era la niña perfecta: responsable, ordenada, seria. Tal vez demasiado seria, si lo pensaba detenidamente, hasta el punto de que muchas veces se sintió aislada, recluída en un plano superior que por un parte la hacía destacar y por otra la dejaba al margen de los demás, a los que, por su parte, consideraba demasiado infantiles, superficiales, inmaduros. Cerró los ojos. Igual que si fueran las personas que a las horas punta del día se agolpan en las estaciones del Metro y empujan para entrar en los vagones, se le amontonaron en la cabeza imágenes de chicos que quisieron conquistarla, de compañeras que intentaron ser sus amigas… Nunca había perdido demasiado tiempo en noviazgos ni pandillas, y cuando lo hizo por una mezcla de pura curiosidad y miedo, cuando supo que ya empezaban a murmurar de ella, a llamarla monja, empollona y ese tipo de cosas, el resultado fue desastroso. Se acordó de un muchacho llamado Emilio, al que se daba cierta fama de donjuán y con el que tuvo sus primeras experiencias eróticas, si es que pueden llamarse de ese modo. El joven no le interesaba especialmente, pero empezó a salir alguna vez con él por evitar las habladurías. Era, en su opinión, el mismo adolescente que todos los demás, un simple guaperas que alardeaba de sus conquistas por los pasillos del colegio y, a la hora de la verdad, hacía poco más que besar a las chicas hasta que los labios se les hinchaban a los dos y manosearlas con notable incompetencia por encima de la ropa. Ella, por otro lado, tampoco le dejaba ir mucho más allá, y él debió burlarse de su pudor, porque pronto supo que las malas lenguas seguían trabajando contra ella, que los rumores continuaban y los adjetivos desdeñosos se le iban pegando a su apellido igual que clavos oxidados a un imán: mojigata, cursi… Una noche en la que, como solían hacer siempre que quedaban, estaban dentro del coche de su padre, entregados a otra inagotable sesión de besos pesados y caricias ligeras, Pilar se levantó la camisa, se desabrochó el sujetador y mientras el tal Emilio le miraba los pechos como si no pudiese creer lo que veía, le abrió los pantalones y empezó a masturbarlo con energía y sin pasión, de forma más bien mecánica: no le duró mucho, pero el relato que él debió hacer de su hazaña aguantó el curso entero, porque Pilar pasó a tener fama de zorra, que obviamente era mucho mejor que la de puritana. La dejaron en paz y pudo dedicarse a lo que le interesaba, que era aprobar el curso con unas calificaciones superlativas: lo hizo.

¿Por qué se habría puesto a pensar en eso, que nada tenía que ver con su viaje y que era un episodio tan lejano e insignificante de su vida? O quizá no, porque la verdad es que su relación con los hombres nunca fue gran cosa, y la mayor parte de ellos, que no habían sido más de media docena, había terminado por acusarla de fría. No se lo reprochó, porque todos estaban en lo cierto y ninguno le había interesado gran cosa, más bien habían sido parte del decorado, personajes de una representación que alguna vez le había interesado poner en marcha por no desentonar, o para no tener que presentarse sola en algún sitio, o para dar una impresión de estabilidad personal. Cuando el público se iba, las luces del teatro se apagaban y llegaba el momento de ir a la cama, Pilar repetía, más o menos, la ceremonia del joven Emilio y el coche de su padre. Su falta de entusiasmo era tan obvia que todos sus amantes acababan por reprochársela con palabras que parecían calcadas unas de las otras: uno le dijo que acostarse con ella era como hacer el amor con un animal disecado; otro, al que casi había querido, la llamó maniquí; y un tercero, el más ingenioso, la describió como "sesenta y cinco kilos de carne deliciosa… recién sacada del congelador."

Pero hemos visto que cuando el tren salió de la estación había un marido despidiéndola en el andén, y como es lógico ustedes se preguntarán qué relación tenían, cuando se casaron y por qué, si eran felices o desdichados y si su matrimonio tenía algún futuro, entre otras cuestiones. Bueno, pues el asunto es fácil de resumir: Pilar le daba tan poco como a los demás pero a él le importaba menos; y así sobrellevaban su pareja, encajando el desinterés de uno en la apatía del otro. Si lo piensan bien, no es raro: ¿Qué dos cosas van a encajar mejor en este mundo que la indiferencia y la desgana? Y, sin embargo, cuando esa idea se le vino encima notó como una nube en los ojos y, sin razón aparente, se puso a llorar. Y también hizo algo más: en un gesto impulsivo del que pronto iba a avergonzarse, cogió un bolígrafo rojo y tachó en el currículum la línea en la que decía que estaba casada. Mientras se secaba las lágrimas atribuyó ese trastorno improcedente a la tensión del momento: al fin y al cabo, esa mañana iba a empezar para ella el futuro, y todos sabemos que del futuro nunca se sabe nada, excepto que estará lleno cambios, sorpresas e incertidumbre. Maldijo aquel sofoco absurdo y para recuperar la compostura sacó un espejo y se puso a restaurar su maquillaje. Menos mal que era una persona precavida y, por si había que hacer frente cualquier imprevisto, llevaba en la cartera otra copia de su expediente. La sacó y la comparó con la primera, la que tenía la tachadura. Sabía en cuál de las dos estaba escrita la verdad, pero ¿cuál era más cierta? Depende de si uno habla de contratos legales o de emociones, supongo, pero ésa es mi opinión y no me arriesgo a decirles que también fuera la suya, porque sin duda su carácter y el mío son muy distintos y es posible que a la hora de juzgar una relación de pareja lo que a mí me parece minúsculo a ella le parezca más que suficiente. Para pesar los sentimientos no hay más báscula que uno mismo, todo lo demás no sirve.

Las azafatas le trajeron el desayuno y mientras lo tomaba se alegró de haber elegido el tren, en lugar del avión, porque, tal y como había previsto, eso le daba la posibilidad de pensar, de no entregar las horas a la burocracia del viaje y guardar el tiempo para repasar los argumentos e iniciativas que pensaba poner sobre la mesa durante la reunión. Se recreó en las alteraciones del paisaje, que canjeaba bosques por ríos, praderas con ganado por zonas urbanas Después de un segundo café, cuando le retiraron la bandeja, fue al baño, se lavó con su meticulosidad característica los dientes y las manos, y al regresar a su asiento volvió a leer el currículum.

Se detuvo en un párrafo que hablaba del año que fue a vivir a Estados Unidos, a la ciudad de Austin, Texas, para completar su formación, y sin poder contenerse, también lo tachó con su bolígrafo rojo, esta vez con auténtica furia. Aquella época había sido terrible, no hubo en ella más que tedio y soledad, días y noches interminables, aulas gobernadas por profesores aburridos que daban sus lecciones con aire de funcionarios; aunque, naturalmente, ella vendía la experiencia como un gran paso adelante en su adiestramiento, que era el modo en que su madre solía llamarlo.

¿Y qué había detrás del siguiente punto y aparte? Pues, visto desde la angustia que en ese instante administraba sus pensamientos, había más mentiras, porque aquel avance meteórico en las oficinas en las que había estado ocultaba algún que otro cadáver en el subsuelo, entre otros el de su dignidad, porque, por un lado, ciertos ascensos los había logrado a base de traicionar a sus superiores o a sus colegas, lo que tampoco consideraba tan raro en este un mundo en el que sólo se tienen ojos para los vencedores y oídos para la música de las cajas registradoras; pero, por otra parte, también había habido algún capítulo oscuro en su éxito profesional, ciertas concesiones a jefes que tenían las manos largas y se tomaban libertades ante las que ella, a pesar de la repugnancia que sentía, guardó silencio y prefirió mirar para otro lado. Y, sobre todo, había un suceso que la atormentaba con frecuencia, la aventura que tuvo con un directivo de la última firma para la que había trabajado. No es que hubiera sido nada sucio, ni más desagradable de lo normal. Y, de hecho, ese hombre le gustaba bastante, era guapo, fuerte, tenía una voz hermosa y, sin ningún género de dudas, era el que más la había excitado en su vida y el que, dentro de sus límites, más lejos había conseguido llevarla, porque era de esa clase de personas que no se conforman con su propio placer y que no regatean esfuerzos a la hora de conseguir el de sus parejas. Pero, a pesar de eso, a menudo se preguntaba si habría hecho las cosas que hizo con él de no haber sido el directivo que le iba a impulsar a la cumbre de la empresa. Ni que decir tiene que estaba casado y que, pasado un tiempo, regresó a la paz de su familia. Pilar hizo un amago de resistirse a sus propias vacilaciones y se preguntó si tanta aprensión no era más que una forma del típico sentimiento de culpa femenino, porque seguro que un hombre no era tan escrupuloso al juzgar episodios de su vida que fueran similares al que ella estaba recordando; pero al final tachó también esa parte de su currículum.

Adiestramiento. Sí, así era como lo llamaba su madre, una mujer que había impulsado los estudios, la carrera y la profesión de su hija con mano enérgica, sometiéndola desde que tenía seis o siete años a una disciplina inflexible según la cual las obligaciones eran el centro de la existencia y cualquier alarde de desenfado, alegría o pereza un síntoma de hedonismo intolerable. Tenía razón, en cualquier caso: la había instruido más que educado; o si lo llevamos al extremo en el que Pilar se encontraba en el preciso instante que describen ahora estas líneas, podríamos decir que no la crió como quien forma a un ser humano, sino como alguien que amaestrase a una mascota. Con ese sentimiento cegándola, tachó toda la parte del expediente que hablaba de su carrera, y prácticamente todo el documento quedó convertido en nada.

El tren ya se acercaba a su destino, y el nombre de la ciudad a la que iba se repetía por los altavoces. Se miró una vez más en el espejo de su polvera. Se encontró distinta, cansada. Después puso sobre la mesa plegable la versión tachada del currículum y la que estaba intacta, una a lado de la otra. ¿Quién soy yo?, se preguntó. ¿Quién hubiera podido ser? Y mientras entraban en la estación, en lugar de levantarse y coger la maleta que llevaba en el portaequipajes, se quedó allí sentada, viendo a los pasajeros que crecían hasta su propio tamaño según se acercaban. ¿Y si no fuera a esa reunión? ¿Y si, de pronto, diera un volantazo a su vida y, a partir de ese momento, se dedicara a vivir, fíjate, qué verbo más elástico, vivir, y que lleno de significados falsos, todos esos que le hemos atribuido para suplantar el auténtico, para no darnos cuenta de cómo lo necesario ocupa el lugar de lo que importa, hasta convertirnos en los orgullosos propietarios de los muros tras los que estamos presos? Lo he escrito a mi modo, no con las palabras exactas que Pilar se dijo entonces, pero creo que lo he hecho de un modo que refleja de forma bastante precisa su estado de ánimo.

No sabemos qué pasaría al final, si bajó de aquel tren en el que encontró el tiempo que le hacía falta para abrir los ojos y verse y, apartando los malos presagios y los malos recuerdos de su cabeza, fue a aquella reunión; o si, por el contrario, se quedaría en la ciudad sin hacer nada, simplemente dando un paseo; si prefirió volver a su lugar de origen; si le ha plantado cara a sus frustraciones o sigue dejándose llevar por ellas como si fuese sobre unas vías inapelables, lo cual es perfecto para los trenes y terrible en el caso de las personas, para las que no hay demasiada diferencia entre ir a la deriva y moverse encima de unos carriles, porque en ambos casos significará que no tienen el control, que no supieron darle a su vida las dos cosas que, según dijo el poeta Luis Cernuda, conducen a la inteligencia y a la felicidad: dirección y sentido.

Pilar volvió a mirar las dos versiones de su currículum y luego rompió una de ellas y bajó del tren.

lunes, 5 de octubre de 2009

Eva Perón

Eva Perón según Juan Carlos Onetti
Publicado el 9 / 08 / 2009
Cuento aparecido en el Vol.III de sus obras completas

i

De modo que allí estábamos, amontonados y relativamente inmóviles, mirando a través de las ventanas los disimulos, revelaciones, suaves borracheras de ojos enemigos, conversando con astucia, con simulado énfasis, tanteando entre las frases ajenas y nuestras el hueco propicio por donde iba a deslizarse la alarma del teléfono negro, traído hasta el centro de la mesa circular que rodeábamos, respetado y maldecido como un dios.



Juan Carlos Onetti

Falsamente lentos, dicharacheros, analizando chismes, deducciones, presentimientos, más numerosos a medida que iban creciendo las noches, casi entorpeciéndonos en la sala de dirección mientras llegaba de abajo el ruido de granizada de las máquinas de escribir y, más tarde, cuando lo único muerto era la esperanza de la muerte aplazada y esquiva. La trepidación de la rotativa que anunciaba otro número de El Liberal sin orla de luto ni foto de la Señora ni el editorial ya escrito por mí, que hablaba de truncamiento, inescrutables designios, caridad cristiana e inmarcesible ejemplo luminoso. El editorial había sido hecho, semanas atrás, cuando empezaba una mañana cínica, alcohólica e insomne; yo incomodado por el sobretodo y los guantes, acurrucado bajo los enormes retratos severos, protectores, de mi padre y mi abuelo.

Muchos más, y también desconocidos de paso, en las horas nocturnas, abandonados a la superstición de que la historia se escribe de noche y a la tres de la mañana mueren todos los enfermos. Así, en aquellos días, la rotativa comenzaba a funcionar a las cuatro, no a las tres, para dejarle sesenta minutos de espacio, de chance, a la noticia que no quería llegar. Y a María Inés sólo la acariciaba en la siesta –cuidadoso del feto estremecido– con furia de lúbrico e imaginativo, buscando apaciguar en ella, en las siempre recién nacidas viejas sabidurías mutuas, la inquietud de cada larga espera anterior, palpando a sus espaldas, ciego, la forma, los huesos de su cara. Y también allí, junto a la cama, siempre, otro teléfono que no quería hablar; y lejos, en el otro lado de la ciudad, en el Palacio de Gobierno y frente a la plaza Brausen con sus canteros grises y brillantes, con sus discutidos jinete y caballo que avanzaban impávidos a través de la lluvia y el frío y la ausencia de palomas, la Señora, ya muerta, que no se nos quería morir.



Eva Perón

El invierno sin fin, la pensada lujuria de las tardes, la larga ansiedad de las esperas nocturnas. Hasta que inicié, para distraerme, los ataques burlones a Mauri, dichos correctamente en mi mejor lenguaje editorial traducido al gallego por razón de cortesía.

–Hay momentos en que dudo no sólo del tan lamentado fin de la Señora sino también de la misma existencia de nuestra primera dama. Abandonándome, también descreo de Santa María, flamante ciudad capital. No hay nada fuera de esta habitación donde un grupo de dementes hacemos guardia, noche tras noche, a una botella y un teléfono. Por supuesto, tampoco están los gringos de enfrente calentando con verdadero whisky un aguardar infinito. No hay nada, digo, salvo nuestro sueño o pesadilla. No hay, por ejemplo, aunque lo juren, un Palacio de Gobierno. Y este palacio, aparte de no ser, tampoco contiene una habitación premortuoria con sus inevitables agonizantes, médicos importados, nurses, morfina y carpa de oxígeno. Nada. Bien mirado, sólo nos queda una conspiración catalana tramada por el ingenio de Mauri; ingenio que le permitió crear una quinta columna, también rigurosamente separatista, bautizada caprichosamente con el nombre de Bosch, supuesto médico catalán, embalsamador por venturosa vocación y, como corresponde a su nombre, emboscado para gloria de El Liberal en algún supuesto pasillo laberíntico del ya desvirtuado Palacio de Gobierno.

Hablé solamente por excitación y curiosidad. Un anochecer después Mauri me trajo a Bosch.

Bosch entró en una pequeña fracción de mi vida, de los incontables recuerdos, no, como yo esperaba, como hubiera sido armonioso y razonable, en una de las húmedas madrugadas de hipnotismo alrededor de teléfono y botella. También él creía, supongo, en las horas clave de la noche y el amanecer, también él temía ser sorprendido si abandonaba la guardia, ya envejecida en un mes, de los instantes oscuros, puntualmente reiterada de sol a sol.

Entró en mi oficina, precedido por un Mauri sonriente e irónico, a las seis de la tarde, con viento, lluvia y frío, de un día sin fecha de aquel junio implacable, expectante y tal vez definitivo que había sido dispuesto para Santa María y nosotros. Alto, flaco, un poco encorvado para mejor mirar por encima de los anteojos, negro desde los zapatos hasta el sombrero chorreante, entró envuelto en un abrigo, mezcla enrevesada de sobretodo e impermeable, un abrigo demasiado grande para su delgadez malsana y pálida. Y durante menos de un minuto, a través de la ceremonia de presentaciones y saludos, en el cuarto clausurado, y tibio por la calefacción, el abrigo oscuro, misteriosamente flotante y agitado, reprodujo, casi procaz, el paisaje aterido del vasto exterior, de la ciudad, la provincia y el invierno.

Sentado, pero como aparte, como rodeado y defendido por una frontera invisible, por un imaginario círculo de tiza, Bosch, médico y embalsamador, abastero exclusivo de S.M., estiró su sonrisa arcana, su quijada de zorro hacia el cigarrillo que estaba armando. Alzó después, sobre el humo, una mano larga y fuerte:

–Espere –dijo–, espere un momento.

Yo no le había preguntado nada, Mauri estaba cruzado de piernas, silencioso y contento. El embalsamador, con el cigarrillo mal hecho en la boca, me estuvo mirando un momento, el tiempo justo para quedarse sin sonrisa y ofrecer en cambio una expresión humilde y atristada, una cara larga, incongruentemente blanca, chupada, en la cual los pequeños ojos miopes, nublados, ofrecían sinceridad a cambio de comprensión.

Y en cuanto a ojos, el dulce hijo de perra ya los había usado para imponer el hábito de la palabra señor en diálogos o monólogos.

–Espere –repitió, y el resto de lo que dijo puede ser, con mayor o menor exactitud, así–: Tengo que decirle, ante todo, comprenda y perdone, que no puedo olvidar ni un momento, y estoy seguro, señor, de que usted tampoco, lo que media en todo esto. ¿Mauri? Sí, claro. A Mauri ya lo puede llamar amigo y le he dado mi palabra y por medio de él a usted. Estoy alerta, vivo en estado de alarma, no duermo, espero. Espero. Para mí es sagrado. Vale decir, las dos cosas son sagradas. Dije cinco mil, o lo dijo Mauri. No puedo cambiar la fábrica de la casa, hay siempre tres puertas que me separan de la habitación. Ah, tampoco puedo, sería impropio, pedir que me muden el dormitorio. Y en verdad que mi atención se divide entre la sospecha de los ruidos y las voces y el teléfono para avisarles a ustedes. Sí, señor, ya me habló Mauri de vuestros aquellares centrados por otro teléfono. Ya está dicho. Primero en el mundo El Liberal. Cinco mil. Pero no hablaba de eso. Cuando hablé de lo que mediaba en todo esto… Apenas, rara vez, logro asomarme y mirar. Y gracias a que una de las mujeres. Soy un hombre de ciencia pero no dejo, señor, de ser un hombre a secas. –Entonces extrajo los folletos de propaganda que había traído en el indeciso abrigo, ahora aquietado, y los puso encima del escritorio para simular de inmediato el desinterés y el olvido–. Decenas de veces, y con invariable buen éxito, he practicado la intervención que me trajo a Santa María, para la que fui llamado. Mi nombre es conocido, sin vanidad, en todo el mundo. No me ofrecí, señor, no estuve buscando esta oportunidad. Me llamaron y vine. Una invitación, un pedido oficial. No, no me hable, le ruego, de los faraones. Es un error común y usted, señor, no tiene por qué disculparse. Mucha otra gente, obligada a saber más por disciplina y vocación, ha supuesto tales relaciones absurdas. No hay tal. Como si me hablaran de jíbaros, Amazonas y el Orinoco. Como si yo improvisara ante usted teorías y opiniones
sobre Bodoni y Memphis. Usted, señor, sabe mejor. –Logró interrumpirse para armar, lamer y darle fuego a otro cigarrillo–. Lo que media es verla agonizar como un pajarito, la pobre, tan consumida y rodeada en vano. Casi toda de huesos y piel, nervios, cartílagos, cordones que fueron músculos. Tan despojada, señor, que no habré de buscar mucho ni demorar para darle la primera inyección siempre que no conspiren, me escondan o engañen.

Cuando se puso de pie el mal tiempo se instaló otra vez en la oficina, agitándole la desdicha del abrigo negro. Me quedé un rato con Mauri y los folletos que no quise tocar. Me quedé, además, luchando sin fuerzas contra el arrepentimiento de haber buscado la cara y las palabras del embalsamador, contra la convicción torturante de no comprender, allá en el fondo, debajo de los pobres hombres y la farsa sin sentido de sus actos y sus variables formas de ser.

iii

Porque todos, nosotros y los que tomaban whisky en las grandes, limpias oficinas calle por medio, estábamos aunados en la rivalidad de conseguir la noticia con una ventaja de minutos. Ellos eran veinte y millonarios; nosotros confiábamos en astucias, trampas, corazonadas. Ellos, nosotros y todo el mundo esperábamos con una impaciencia purificada de sentimientos la noticia. Nada más que eso siempre que fuéramos los primeros.

La Señora, la mujer del Gobernador Mandamás se estaba muriendo. Era, ya, una agonía, una muerte de seis meses. Todos los pronósticos habían fallado, todos los secretos llamados no pasa de hoy fueron sustituidos por firmes promesas, nuevas fechas definitivas, postergaciones. La Señora, ya muerta, no se moría; y los empleados de Mandamás habían logrado, a fuerza de revólveres y patadas, el milagro de suprimir no sólo su muerte sino también su enfermedad.

El calumnioso cáncer no pasaba de un resfrío, hijo del medio invierno. Y en realidad convirtieron el milagro en algo milagroso. Porque toda la ciudad pudo verla un mediodía de domingo asomarse y saludar desde el largo balcón del Gobernador, tocada por un sol intempestivo. Estaba apenas resfriada y con un brazo de títere, lento, emperezado, contestaba los aplausos y los gritos junto a la sonrisa brillante de Mandamás. Estaba envuelta en un abrigo de visón; los iniciados sabíamos también que estaba rellena de morfina.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Quizás soy uno de ellos - JuanJo Millás

Quizá soy uno de ellos


Como todos los domingos, fui a ver a mi padre a la residencia. Aunque hace tiempo que no me reconoce, tengo la impresión
de que le resulto familiar. Por eso procuro hablarle de cualquier cosa mientras él mira al vacío. De vez en cuando, fija la vista y pronuncia una incoherencia. Seguramente no hay nadie ya dentro de él, pero se trata del cuerpo de mi padre, de sus ojos, de sus manos, de su boca… Un cuerpo sin nadie, o sin apenas nadie, puesto que él mismo no sabe cómo se llama ni quién es ni qué hizo a lo largo de su vida. De los que se encuentran como él, mi padre es el más tranquilo, pues los hay que se quejan todo el rato o llaman mecánicamente a alguien que, si se presentara, no reconocerían.

El otro día, cuando ya abandonaba la residencia, se me acercó en su silla de ruedas un anciano que me deslizó un sobre con gesto clandestino, como si se tratara de un secreto entre él y yo. Lo abrí en casa, sin prisas, pues pensé que se trataría de una locura. Había dentro una larga carta que comenzaba alabando el amor que profesaba a mi padre, ya que ningún domingo, desde hacía tres años, había dejado de ir a verle. La idea de que alguien se hubiera fijado en mí de ese modo me inquietó brevemente, pero lo bueno venía a continuación. Tras confesar que por razones meramente intuitivas el anciano confiaba en mí, pasaba a contarme el gran secreto de su vida: era un robot. Según contaba, lo habían construido unos seres de otro mundo (no sabía de cuál, puesto que no habían integrado esa información en sus circuitos) que lo habían colocado en éste para que enviara informes sobre nuestras costumbres y nuestra manera de vivir. Los informes eran recogidos puntualmente de un buzón donde él los introducía, hasta que se empezaron a acumular porque dejaron de recogerlos. No teniendo ningún modo de regresar al mundo del que procedía, decidió integrarse en éste, pues le sobraban habilidades para ello. Hay que decir que estaba creado a nuestra imagen y semejanza hasta el punto de que ni siquiera en una autopsia habrían descubierto su verdadera condición.

La idea de un robot humano tan parecido a su modelo me inquietó por verosímil. Después de todo, vivimos en una cultura que ha inventado el espejo y el molde y la horma y el modelo. Con frecuencia, es tan difícil saber en qué lado del espejo nos encontramos como distinguir una flor artificial de una de verdad. Hemos aceptado la idea de lo artificial (del sucedáneo) en casi todos los aspectos de la vida, pero la imagen de un hombre artificial ponía un poco los pelos de punta.

Continué leyendo. El hombre (¿debería decir el robot?) describía con cierta minuciosidad el modo en que fue completando su integración social. Habiendo salido de fábrica con una identidad perfectamente falsificada, no tuvo problemas (dada su superioridad intelectual) en encontrar un buen trabajo. Aunque vivió solo durante mucho tiempo, el instinto de imitación, que formaba parte de su ser, lo condujo a buscar una mujer con la que se casó y con la que tuvo hijos. La llegada de los hijos fue una sorpresa para él, pues no imaginaba que la perfección con la que había sido creado llegara al punto de que le hubieran colocado espermatozoides viables. Lo cierto es que su mujer alumbró una hembra que, lógicamente, era mitad humana y mitad robot. Añadía, para finalizar su carta, que no sabía muy bien por qué me hacía partícipe de aquella historia. La única explicación que se le ocurría era la del instinto de todo ser humano (y de todo buen robot, por tanto) de pasar la verdad o el testigo a otro antes de desaparecer. Su esposa había muerto hacía muchos años y su hija había dejado de ir a verle al poco de ingresar en la residencia. Yo le transmitía una confianza irracional, como si fuera uno de los suyos. De ahí que me hubiera hecho partícipe de aquella información seguramente inútil.

La idea de que yo mismo, sin saberlo, fuera un robot, me desasosegó durante unos instantes. Lo cierto es que también yo, cuando visitaba a mi padre, me había fijado en aquel anciano en el que percibía algo familiar que me lo hacía atractivo. Al domingo siguiente, lo busqué y me dijeron que había fallecido el jueves anterior. Pregunté por su familia y me dieron el teléfono de su hija a la que todavía no me he decidido a llamar. La idea de que sea medio robot me excita hasta un punto difícil de explicar. Aún sin conocerla, tengo con ella fantasías eróticas que no me dejan vivir. La añoro como a un amor de juventud y la temo como a un destino fatal. Por eso retraso esa llamada que tarde o temprano sé que realizaré.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sobre Cuentos - no es un cuento -

Cuentos

Hoy, 15 de septiembre, sale en El País una promoción más acompañando la compra del diario y que consiste en cuentos desplegables para niños. Lo chocante no es desde luego esto porque en promoción de periódicos se ha visto ya prácticamente todo. Lo llamativo es el eslogan con el que se promociona el artículo. Un niño sonriente y medio desafiante mira de frente al lector y le dice "El libro es mío y lo cuento como quiero".

No hay más que hablar. El cuento, dulce instrumento de los padres para dormir o dominar a sus hijos, desaparece también de sus manos.

El cuento no es ya la fantástica historia que el niño espera recibir de sus amables padres sino que ese regalo ya lo tiene conquistado, adquirido o expoliado. Y siendo suyo ya se lo puede comer o contar con los dedos, trastornarlo o romperlo, berrear, no dormir sin dar cuentas (ni cuentos a nadie. Puede, en suma, hacer y deshacer a su antojo como el principio de un hacer y deshacer con el propio cuento de su vida, por pequeña que sea. Todos los cuentos, prácticamente sin excepción, poseían su moraleja que llegaba de la voz de los padres, los maestros o las ayas y al cabo, al cabo del cuento quedaba flotando el mensaje de valor que el niño, embebido en la historia, tragaba como un sorbo espiritual.

Esto también tiende a ser de otro modo. La inoculación de referencias morales través de la literaria farmacología paterna cesa y en su lugar el chico se chuta narrativamente lo que le parece. Es propietario de la sustancia y de su aplicación, de su cualidad y de su orientación bromatológica: "El libro es mío -dice el niño de El País- y lo cuento como quiero".

A continuación, pues, según se constata en esto y aquello, son los chicos y no los adultos quienes ahora nos ponen al día sobre la realidad virtual y la no virtual, el nuevo relato, fantaseado o no, de un mundo en el que, efectivamente, apenas contamos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

EL FIN DE MARINESE

No había habido muertos. Sólo Sante y Marinese habían caído en manos de los alemanes y, como siempre sucede, a todos nos parecía poco natural e increíble que les hubiera tocado precisamente a ellos dos; pero los más viejos del grupo sabían que los que se quedan en el camino suelen ser justamente aquellos de quienes más tarde se dice: "¡Quién lo hubiera dicho!"; y también sabían por qué.
Cuando se los llevaron el cielo estaba gris, y la carretera estaba cubierta de nieve compacta, convertida en hielo. El camión bajaba con el motor apagado; las cadenas en las ruedas chirriaban en las curvas y tintineaban rítmicamente en los tramos rectos. Los alemanes eran unos treinta, e iban de pie, apretados hombro con hombro, algunos de ellos aferrados al armazón de una lona, la cual, sin embargo, no estaba tensada, de modo que una sutil aguanieve percutía en los rostros y se detenía en el paño de sus uniformes.
Sante estaba herido; iba sentado, mudo e inerte, en el asiento posterior al camión. A Marinese, en cambio, lo habían colocado en la parte delantera, de pie, detrás de la cabina del conductor. Temblaba de fiebre, y se sentía tan abatido por una creciente somnolencia que, aprovechando una sacudida del vehículo, resbaló hasta el suelo húmedo donde se quedó sentado como un objeto, entre las botas enlodadas, con la cabeza sin cubrir sujeta entre un par de caderas huesudas.
La persecución había sido larga y extenuante, y a Marinese le parecía que ya no deseaba mucho más que eso: que todo hubiera terminado, poder estar sentado, no tener que tomar más decisiones, abandonarse al calor de la fiebre y a descansar. Sabía que lo interrogarían, que probablemente le pegarían y que luego como seguridad lo matarían , y también sabía que dentro de poco todo eso recuperaría su importancia, pero por el momento se sentía extrañamente protegido por la coraza cálida de la fiebre y del sueño como por una manta acolchada que lo segregara del mundo, de los hechos del día y del futuro inmediato. De vacaciones, pensó casi en sueños : ¿cuánto hacía que no iba de vacaciones?
Cuando se le cerraban los ojos se sentía como inmerso en un largo túnel estrecho, excavado en una sustancia que cedía, tibia y purpúrea como la luz que penetra a través de los párpados cerrados. Tenía los pies y la cabeza fríos, y le parecía que avanzaba a duras penas, como si le empujaran hacia la salida, muy lejana, pero a la que con seguridad iba a llegar. La salida estaba bloqueada por un torbellino de nieve, y por un revoltijo de metal duro y gélido.



(...)

Primo Levi

'El fin de Marinese', inédito de Primo Levi
WINSTON MANRIQUE 14/09/2009



"No había habido muertos. Sólo Sante y Marinese habían caído en manos de los alemanes y, como siempre sucede, a todos nos pareció poco natural e increíble que les hubiera tocado precisamente a ellos dos; pero los más viejos del grupo sabían que los que se quedan en el camino suelen ser justamente aquellos de quienes más tarde se dice: '¡Quién lo hubiera dicho!'; y también sabían por qué".

'El fin de Marinese', de Primo Levi
DOCUMENTO (PDF - 64,78Kb) - 14-09-2009



Así empieza El fin de Marinese, uno de los pocos relatos inéditos de Primo Levi (Turín 1919-1987) reunidos en el volumen Cuentos completos (El Aleph) que esta semana llega a las librerías españolas. Con este avance literario, www.elpais.com y Babelia cumplen como cada lunes la cita con los lectores de ofrecer una lectura exclusiva de alguno de los libros más importantes de la semana.

En este cuento, el autor de Si esto es un hombre se acerca a otra de las esquirlas eternas que dejó la II Guerra Mundial. La del enfrentamiento de un hombre con su naturaleza y consigo mismo mientras lo atropellan en tropel todos los sentimientos ante la decisión inesperada de su vida.

Levi despliega en cuatro páginas un ritmo magistral donde al principio la narración brota como un riachuelo que busca tranquilo su cauce, explora, se arremolina, continúa y se arremansa para después precipitarse por un empedrado, de tal manera que el lector sólo quiere llegar cuanto antes al final. El escritor italiano muestra los atajos del horror y cómo el destino se abate sobre alguien.






domingo, 13 de septiembre de 2009

La lengua de las mariposas - Manuel Rivas -

lengua de las mariposas

(castellano) (galego)


Manuel Rivas (de su libro "¿Que me quieres, amor?)


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Manuel Rivas, el autor

de este cuento





(A Coruña, 1957). Escritor e xornalista. Colabora desde a súa adolescencia en diversos medios de comunicación. Como poeta publicou entre outras as seguintes obras: Libro do Entroido (1979); Balada nas praias do Oeste (1985); Mohicania (1987); Ningún cisne (1989). Como ensaísta publicou Galicia, el bonsai atlántico (1989), No mellor país do mundo (1991), Toxos e flores (1992) e El periodismo es un cuento (1998). A súa obra narrativa -composta de novelas, novelas curtas e relatos breves- está formada polos seguintes títulos: Todo ben (1985); Un millón de vacas (1989), Premio da Crítica Española, 1990; Os comedores de patacas (1991); En salvaxe compaña (1994), Premio da Crítica; ¿Que me queres, amor? (1995), Premio Torrente Ballester de Narrativa e Premio Nacional de Narrativa 1996; O lapis do carpinteiro (1998), Premio da Crítica Española, Premio da Asociación de Escritores en Lingua Galega e Premio Arcebispo Xoán de San Clemente; Ela, maldita alma (1999); A man dos paíños (2000). Como narrador, está traducido a diversas linguas.



"La lengua de las mariposas", cuento que forma parte del libro "¿Que me quieres, amor?", fue llevado al cine en la película del mismo nombre.



Manuel Rivas dice en un reportaje: ".... El cine ejerce un gran hechizo sobre mi, en parte creo que mis sentidos -y de la gente de mi generación- quiero decir la sensibilidad, la percepción e incluso la manera de escribir, todo esto no es nada ajeno a ese mundo. Es como ver lo que intenté con la literatura en el cine. Yo ya había hecho estas películas en mi mente y al ver el resultado filmado fue muy emocionante. Del cine admiro el valor de hacer una película, porque es una maquinaria muy compleja. De pequeño soñé con ser director de cine o hacer películas. Después ví que es más fácil ser escritor. El cine es dificilísimo, también por cuestiones económicas. En una historia escrita puedo hacer aparecer diez caballos, en una película esto ya se convierte en un asunto bastante costoso. En fin, creo que "La lengua de las mariposas" es un filme muy logrado. Conseguí verlo como un espectador más y me encantó"

































































































































































































LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS (TEXTO COMPLETO)

"¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas".
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.
"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.
Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos (*) a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.
Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. "Pareces un gorrión".
Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía por dentro.
Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.
Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!"
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.
"¿Cuál es su nombre?"
"Gorrión".
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.
"¿Gorrión?"
No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos (*).
Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mi. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo".
Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.
Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:
"Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta".
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

Una tarde parda y fría...

"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?"
"Una poesía, señor".
"¿Y como se titula?"
"Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado".
"Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación.".
El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín...

"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?", preguntó el maestro.
"Que llueve después de llover, don Gregorio".

"¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.
"Pues si", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel".
"Eso está bien", dijo mamá. "Non se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo".
"¿Qué es un ateo?"
"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?"
Mamá posó la plancha y me miró fijo.
"¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?"

Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.
Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.
"¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?"
"¡Por supuesto!"
El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.
"El Demonio era un ángel, pero se hizo malo".
La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.
"El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?"
"Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega".

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano.
Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.
"Si ustedes no se callan, tendré que callar yo".
Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.
Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.
Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.
"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.
"¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella.
"No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.
De regreso, cantábamos por las corredoiras (*) como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión".
Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".
"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche.
"Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República".
"¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!"
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.
Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".

"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre.
"Tu, si, pero el cura no".
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje".
El maestro miró alrededor con desconcierto.
"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa.
"Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.
"¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas".
Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.
Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.
Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.
"¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil".
"¡Santo cielo!", se persignó mi madre.

"Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, " Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo",
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.
"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.
Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.
"Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo"
Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda".
Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".
"Si que lo regaló".
"No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!"
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.
"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"
"Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!"
Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!"
Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"








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quintos: joven que entró en la edad del servicio militar.

gándara: tierra baja, llena de vegetación salvaje de baja altura.

corredoira: camino estrecho seguido por el carro, generalmente rodeado de zarzas.

escornabois: insecto volador que tiene una especie de cuernos.

trallazos: golpes que se daban con una vara (tralla) a las vacas para estimularlas.

lunes, 7 de septiembre de 2009

JJ Millás

Misterios de la vida



Uno. El mundo se divide entre quienes dan la razón y quienes la quitan. Los cónyuges de los matrimonios viejos se quitan
la razón todo el rato porque están divididos. Pero el mundo se divide también entre aquellos que exigen que se les dé la razón y aquellos a quienes les da igual que se la den o se la quiten. O sea, que hay gente a la que no le gusta discutir.

Dos. En las cenas de los sábados, estás categorías se ponen de manifiesto en el segundo plato. Hay quien afirma o niega las cosas con tal violencia que parece que te está invitando a disentir. Si caes en la trampa y disientes, estás perdido. Mi consejo es que digas que sí a todo, para ahorrar energías. La vida es muy larga y no tenemos ni idea de cuándo las vamos a necesitar.

Tres. Ahora resulta que además del control antidoping, las autoridades deportivas han decidido llevar a cabo una inspección genital para decidir si eres hombre o mujer. La sexualidad, como la política, es una construcción ideológica, de modo que no discutas. Si las autoridades aseguran que eres una mujer, ponte a correr (y a correrte) con las mujeres. Si te dicen que eres hombre, actúa también en consecuencia. No caigas en la trampa de discutir, como esa atleta surafricana empeñada en que es mujer cuando los expertos le están diciendo que es un hombre. Para más inri, la pobre se llama Semenya, un apellido al que le quitas la última sílaba y se queda en Semen.

Cuatro. Estoy tomándome traquilamente el gin tonic de media tarde en mi cafetería de referencia, cuando una mujer me pregunta si soy primo o hermano de Fulano de Tal. Le digo que somos primos y ella dice que habría jurado que somos hermanos, por nuestro parecido. Estoy a punto de reafirmar mi identidad de primo con alguna violencia cuando me doy cuenta de que estamos hablando de categorías arbitrarias, de “constructos” sociales, que diría un pedante, de modo que respondo:
—A lo mejor lleva usted razón y somos hermanos.
—Es lo que yo decía, porque se parecen ustedes muchísimo –dice la mujer, que pertenece evidentemente a la categoría de aquellos a los que les gusta llevar razón.
—Más aún –añado–, a lo mejor somos hermanas.
—¿Cómo dice?
—Fíjese en esa atleta surafricana, Semenya, que ahora resulta que es un hombre.
La mujer se queda un poco desconcertada y se retira a la barra, dejándome solo de nuevo con mi gin tonic, en el caso de que sea un gin tonic, porque ahora que me acuerdo creo que pedí un vodka con limón.

Cinco. Todo esto me recuerda aquel chiste (si se trata de un chiste) en el que un individuo posee un reloj que a veces es de oro y a veces meramente dorado. O sea, un reloj que “tiene días”. Es lo que le pasa al mundo en general, que tiene días.

Seis. Al tiempo que doy el primer sorbo a mi segundo gin tonic, escucho en la mesa de al lado una conversación curiosísima.
—Te digo yo –dice un sujeto trajeado a otro con uniforme de sargento– que cópula viene de copa como rótula viene de rota.
—Y fábula viene de faba, no te jode –dice el sargento.
—¿Qué es una faba? –pregunta el hombre trajeado.
—¿No has comido nunca fabada?
—Sí.
—Pues la faba es su materia prima.
—Eso es como decir que la materia prima de la tortilla es la torti.
—Para ti la perra gorda.
Es evidente que esos dos individuos forman una mezcla explosiva, no ya porque uno sea civil y otro militar, sino porque a los dos les gusta llevar razón y los dos necesitan quitársela al otro. No se entenderán jamás. Se necesitan por eso, porque no se entienden. Misterios de la vida. Por cierto que estoy asegurando que son un sargento y un civil cuando con las nuevas evidencias puestas al descubierto por las autoridades deportivas podrían ser una sargento y un cura de paisano. Por mí, lo que ustedes quieran, no necesito llevar razón ni quitarla.

Siete. Leo con sorpresa que el bronceado artificial da cáncer. Tengo un amigo muy aficionado a los rayos UVA. Lleva años dándoselos. Y además fuma. Pero es uno de esos tipos que detesta dar la razón, por eso quizá está más sano que un roble. Al final, si eres un poco beligerante, te importa un pito lo que digan las autoridades sanitarias y las autoridades deportivas y las autoridades a secas. Para demostrarlo, mi amigo fue ayer a darse una sesión de rayos y se fumó un puro mientras se ponía moreno. A ver quién es capaz de quitarle la razón a alguien que no la tiene.

lunes, 17 de agosto de 2009

El extraño pollón

FRAGMENTO LITERARIO: relato fundido en negro
EL EXTRAÑO POLLÓN
CARLOS HERRERO 17/08/2009



Qué ventajas y desventajas físicas tiene creer en Dios?" (Cuentos rotos, Carlos Herrero).


Desperté en el despacho, sudaba. Debía dinero, mi mujer me había abandonado. Tenía resaca. Llevaba meses sin un caso. La vida era saltar de un rascacielos, uno sabe seguro que al final revienta. Yo intentaba disfrutar mientras caía. Eran las doce de la mañana y estaba a punto de vomitar.

Tosí y encendí un cigarrillo, tomé un café. Encendí un segundo cigarrillo. Me marqué un vermú y tomé un segundo café. Fui al baño y vomité.

No había salida para nadie.

Agosto se deshacía sin piedad.

Me servía un segundo vermú cuando una rubia entró en mi despacho. Se contoneaba encima de unos altos tacones. Vestía minifalda, corta, y llevaba la blusa entreabierta, se acomodó en una silla. Mientras yo admiraba sus piernas la rubia me habló de una maldición, de magia negra (era otra pirada), la venganza de la ex mujer de su nuevo hombre. Era tan guapa que no necesitaba adornarse con frases. Tenía voz de mujer desgraciada. Al acabar sonrió como algo robado al destino.

Le pedí 300 euros por el caso, más 20 diarios para mis gastos, y aceptó. Tenía que haberle pedido más. Venía de parte de su hombre.

Aquella tarde me acerqué a ver al hombre, un millonario. Me recibió en su casa, se encontraba sentado sobre lo que parecía una enorme salchicha de metro y medio de largo (de esas que se monta la gente en el mar y lleva una lancha) cubierta con dos toallas de playa. Era un engominado entrado en años con sobrepeso. Mamaba de un martini y me ofreció otro a mí, me serví enseguida.

El millonario comenzó a largar:

-La puta de mi ex mujer -masculló-, esa zorra perversa...

Negó con la cabeza. De repente perdió la paciencia:

-¡Pero mire esto! -me gritó.

Se echó hacia delante y levantó una de las toallas. Se echó algo más hacia delante y levantó la otra toalla. No estaba sentado sobre ninguna salchicha, aquello era su polla, como una morcilla de metro y medio de largo. El ancho vendría a ser lo que un hombre normal abarca con sus brazos. Tenía un capullo descomunal.

El millonario me miró desolado.

Saqué el tabaco con calma y me encendí un cigarrillo.

-Esa puta perversa -continuó el hombre, se dejó la polla al aire, estaba más calmado-. El problema fue que nos casamos demasiado jóvenes -me explicó-, entonces yo tenía un rabo normal, ¡usted entenderá que con esto..! ¡PERO MIRE QUÉ POLLÓN! ¿CÓMO VOY A SER YO FELIZ ASÍ? -de nuevo negó con la cabeza. Debía de estar algo borracho. Se calmó otra vez enseguida-. Yo soy una persona muy leal, ¿sabe? -continuó más calmado-. Aún quiero a mi ex mujer, estuvo a mi lado muchos años y eso no lo olvido, fueron años duros. No teníamos dinero. Me enamoré porque me gustaba verme como me veía ella. Ella me veía más guapo de lo que me veía yo, mejor persona. Luego, claro, el tiempo me dio la razón y nos divorciamos ¡Y AHORA LA HIJADEPUTA!.


Carlos Herrero (Madrid, 1975) es escritor. Su último libro es Cuentos rotos (Barataria)

lunes, 20 de julio de 2009

Vidas falsas-

Vidas falsas
Tengo varios relojes falsos que dan la hora verdadera. Y no lo comprendo. O lo comprendo con la cabeza solamente. Los he ido coleccionando sin saber por qué. Cada vez que veo en la calle un tenderete con relojes de marca falsos, me compro uno o dos, y los guardo en un cajón. Los utilizo en casa nada más. Para salir, me pongo uno de verdad que me regalaron mis padres al tomar la primera comunión, un Certina, no sé si existe todavía esa marca. Estoy extrañamente atado a ese reloj, y quizá a la primera comunión. Ahora soy ateo, porque probablemente dios no existe (no lo digo yo, lo dicen los autobuses), pero en mi infancia creía a pies juntillas en dios y en la comunión. Me tragué la sagrada forma (así es como llamaban a la hostia) convencido de que Dios entraba en mi cuerpo con su carne y con su sangre, o sea, con su hígado, y con sus intestinos y sus dientes… Recuerdo que cuando regresé al banco y me puse de rodillas con la cabeza oculta entre las manos, vi a Dios dentro de mí con sus pulmones y su estómago y sus riñones y todo lo demás. Casi vomito. Al salir de la iglesia mi padre me dio un paquetito dentro del que reposaba el reloj. Ahora los niños no quieren relojes. Un hijo mío dice que no hace ninguna falta. Los hay, añade, por todas partes. Si quieres saber la hora, no tienes más que volver la cabeza en cualquier dirección o sacar el móvil del bolsillo. La hora no vale nada, está tirada de precio. Cuando yo era niño, en cambio, pedíamos la hora por la calle como el que pedía un vaso de agua en un bar. —¿Me da la hora, por favor?—Las tres y media.—Gracias.Era normal pedir la hora. Y nadie te la negaba. Tampoco te negaban un vaso de agua en los bares. El agua, en cambio, se ha encarecido. Vale un ojo de la cara. El caso es que me regalaron un Certina que no me he quitado desde entonces. Decías Certina y era como nombrar un sacramento. Vete a saber lo que tuvieron que ahorrar mis padres para comprármelo. Y no se me ha estropeado jamás. Mi mujer ha intentado cambiármelo por otro más actual. Yo también lo he intentado, pero no soy capaz de desprenderme de él. Lógicamente, es de los de cuerda. Cada noche, antes de acostarme, le doy cuerda. Puedo olvidarme de otras cosas, pero no de dar cuerda al reloj. Es como si me la diera a mí mismo. A veces me pregunto quién resistirá más, si el reloj o yo. Cuando aparecieron los relojes automáticos, sentí un deslumbramiento especial por ellos. La idea de que se alimentaran del movimiento del brazo me parecía fascinante. Compré un par de ellos, pero no fui capaz de utilizarlos. Están en el cajón de los relojes falsos que dan la hora verdadera. Excepto esos dos automáticos, todos son de pilas y todos funcionan porque se las cambio cada cierto tiempo. Un día, en un mercadillo, compré un bolígrafo Parker falso con el que escribí un cuento que envié a una revista literaria. Durante varios días, temí que el redactor jefe me llamara acusándome de haberle entregado un cuento falso. Lejos de eso, lo publicaron y me lo pagaron con dinero verdadero. Sé que el dinero era de verdad porque lo comprobé. Se trata de un cuento que ha tenido cierta fortuna, pues me lo han pedido para diferentes antologías. La verdad es que gusta y mucho, de modo que aparece periódicamente aquí o allá. Me asombra que nadie se haya dado cuenta de que se trata de un cuento falso. Pero si yo no soy capaz de distinguir una hora verdadera de una falsa, tampoco debería extrañarme que los lectores se tragaran como cierto un cuento falso.Viene todo esto a cuento de que a primeros de año me compré en un tenderete de la calle una agenda de marca (falsa) para el año en curso. Ignoraba que la piratería hubiera llegado a este objeto humilde y práctico, pero así es. Anoté en ella varios compromisos verdaderos que funcionaron, sorprendentemente, como auténticos. Si ponía en ella que tal día tenía una comida con Fulano, tenía efectivamente una comida con Fulano. Y los lunes de esa agenda son tan lunes como los de las de verdad. A estas alturas no sé si distinguiría un lunes artificial de uno genuino. Pero lo cierto es que los de esta agenda falsa se comportan de un modo absolutamente natural. Me pregunto si cuando acabe el año tendré la impresión de haber vivido un año falso. Quizá sí, todos lo son en alguna medida. Toda la vida tiene un componente de representación inevitable. Pero siempre me quedará el Certina de la primera comunión, que da horas verdaderas con apariencia de verdaderas. Un milagro para los tiempos que corren

domingo, 19 de julio de 2009

Chapuza con pautas

Chapuza con pautas - Juan José Millas
Miguel A.

La semana pasada hice el siguiente trayecto aéreo experimental: Asturias? Madrid?Almería? Madrid? Asturias. Ninguno de los cuatro vuelos salió en hora. Lo curioso es que a todo el mundo le parecía normal que salieran retrasados. Es más, cuando hay media hora de retraso la gente considera que el avión ha salido en hora.
-Yo ya firmaba -me dijo un señor que viaja mucho-, media hora de retraso en todos los vuelos de mi vida pasada y futura. El año pasado desviajé más de lo que viajé.
-¿Qué es eso de desviajar? -pregunté asombrado.
-Desviajar es salir siempre con retraso, lo sabe todo el mundo.
-¿Y eso es como moverse en el tiempo?
-Más o menos. Hay gente que después de estar tres semanas dando vueltas por ahí en avión regresa a casa tres años más joven por eso, porque ha desviajado una barbaridad.
Cuando me dieron los trayectos Asturias?Madrid?Almería, observé que entre el avión que llegaba de Asturias y el que salía de Madrid hacia Almería había muy poco tiempo (apenas tres cuartos de hora) y se lo dije al empleado.
-¿Usted cree que me dará tiempo a hacer el tránsito?
-Si no hubiera tiempo -respondió-, el ordenador no me permitiría emitir los billetes.
-Pero con independencia de lo que diga el ordenador -respondí-, a usted y a mí el sentido común nos dice que basta un retraso de quince minutos en el vuelo de Asturias?Madrid, que es lo normal, para que no coja el de Madrid?Almería.
El hombre me miró como diciendo que a él no le pagaban por tener sentido común, que para eso ya estaba el ordenador, de modo que abandoné la lógica y cogí los billetes dócilmente. En efecto, el vuelo de Asturias salió con retraso, pero no perdí el enlace gracias a que el de Madrid salió aún más retrasado. Cuando estábamos llegando a Barajas, el comandante tuvo la amabilidad de decirnos las puertas de embarque por la megafonía de la aeronave. Había más gente en mi situación y tenían que haber visto ustedes la angustia con la que recorríamos los pasillos de la terminal para no perder el enlace. Una anciana a la que se le había caído el neceser fue pisoteada sin compasión ninguna varias veces.
-No seamos animales -dije intentando poner orden.
-Es que yo tengo una tarifa mini -gritó uno de los pisoteadores-, sin derecho a cambio ni a devolución. No tengo derecho a nada. Así que no puedo perder mi enlace.
Yo también llevaba una tarifa mini, pero logré sobreponer la ética a la tarifa y eché una mano a la pobre mujer. En casos así, no obstante, una azafata de la compañía podía recoger a pie de avión a los pasajeros en tránsito y llevarlos tranquilamente a su aeronave (digo aeronave, en lugar de avión, porque es un término más culto), aunque quizá no se le haya ocurrido al ordenador.
De todos modos, no perdí el enlace, como digo, gracias al retraso del siguiente vuelo. Cuando todo funciona mal, sería desastroso que algo funcionara bien. Finalmente, la chapuza acaba encontrando unas pautas de comportamiento y si tú eres capaz de acoplarte a esas pautas la vida se hace soportable.
A lo que no parece fácil acostumbrarse es a las reducciones del metro en estas fechas tan señaladas, que diría mi madre. Según las cartas llegadas a la redacción, hay menos vagones y menos cadencia, por decirlo con elegancia. También menos oxígeno, aunque el billete cuesta lo mismo. Seguramente es un ordenador el que toma las decisiones. El ordenador ha visto que estamos en agosto y ha cortado por lo sano, aunque el sentido común nos diga a usted y a mí que conviene cortar por otro sitio. O no cortar. Por lo visto, es más penoso llegar en metro desde Canillejas a Ópera que desde Asturias a Almería. En cualquier caso, el metro tiene una ventaja y es que sus usuarios no están dispuestos a resignarse. El lunes pasado aparecieron en EL PAÍS Madrid tres cartas de otros tantos usuarios cabreados, mientras que los usuarios de los aviones se han resignado a llegar tarde a todas partes.
De otro lado, cada día hay más aviones que regresan al aeropuerto al poco de despegar por algún fallo mecánico. Las incidencias, en el metro, son mucho menores quizá porque se trata de un sector menos desregulado. Y es que la productividad, llevada a sus últimas consecuencias, es muy poco rentable, aunque muy peligrosa. Hagan algo.