sábado, 31 de enero de 2009

Jorge Arce Hernàndez

Pequeños olvidos
Jorge Arce Hernández

Al abrir los ojos lo había olvidado. Una sombra alcanzó a escurrirse por debajo de la puerta. Siempre iba detrás, esperando, aguardando, vigilando. El olor a tabaco todavía rondaba entre los hilos de aire. Su respiración profunda y sosegada no acabó nunca de acostumbrarse. Así como nunca se acostumbró del todo a verlo frente a ella todas las mañanas, como un espejo del que no tenía escapatoria. Y en él, un reflejo guardado para toda la vida, una mujer vieja y ansiosa esperando un milagro: ser feliz.

Definitivamente lo había olvidado. No porque no recordara los tres años juntos; o la primera vez que lo vio en la clase de baile; o las cartas puestas con delicadeza debajo del tapete de la entrada; o las miradas a pesar de los invitados a las comidas en casa de su hermana; o la primera vez que se dio cuenta que ya no era indispensable. Ese día empezó a olvidarlo.

Lo primero que sucede cuando se empieza a olvidar a alguien a quien se le ha jurado que nunca va a ser olvidado es el cambio, casi imperceptible, en la forma de respirar. El tiempo que tarda el aire desde que entra hasta que sale es cada vez menor, ya no hay ningún paisaje para contemplar; la vida se hace angosta y apretada. Después cambia la forma de mirar, los olores se mudan y las manos se vuelven ermitañas por elección, se esconden entre los bolsillos o alucinan.

Ahora se preguntaba si no había empezado a olvidarlo desde el primer día. Después de todo, la idea de confirmar la derrota antes de la batalla siempre daba buenos resultados. La profecía y la rendición al mismo tiempo. Él empezando a vivir, ella muerta desde el comienzo