jueves, 26 de marzo de 2009

Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora.

El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso".

En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito.

Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.

Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.

La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.

Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.

"En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura".

Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: -¿Usted es arqueólogo?
-No, ¿Por qué?
-¿No me diga que es escritor?
-Tampoco.
-Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
-Me parece que usted no le tiene simpatía.
-¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó.
"Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa.
-Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
-¿Usted es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
-¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?
-¿De qué operaciones me está hablando?
-Operaciones quirúrgicas.
-¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
-Entonces, ¿por qué viaja?
-Porque me dan premios.
-Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
-Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
-¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
-Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
-La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
-Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran.
Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor.
Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
-A mí puede decirme cualquier cosa.
-Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio

viernes, 20 de marzo de 2009

Atraco
Carlos Enrique Cabrera


Penetraron en el salón con el sigilo de los gatos. Antes de que don Abelardo pudiera reaccionar le hundieron en las costillas los cañones de sus armas (dos escopetas y un revólver) y lo empujaron con brusquedad hacia el despacho, al fondo de la residencia. Eran tres hombres jóvenes, muy jóvenes, y se les notaba crispados y nerviosos, dispuestos a todo, y él era tan sólo un pobre viejo solitario. De modo que a pesar de la indignación y la rabia que el brutal atropello le hundía en el cuerpo no se le ocurrió siquiera oponer resistencia. Sí pensó, por el contrario, en lo diferente que sería todo de hallarse aquí Abelardito, su amado hijo, militar de carrera. Bien entrenado y con más que sobradas agallas el joven pondría a raya, “en cuestión de segundos”, a los tres desalmados. Pero Abelardito se hallaba en el distante cuartel haciendo frente a las obligaciones propias de su oficio, y no regresaría a la casa hasta el fin de semana, de suerte que el desvalido anciano no tuvo más opción que plegarse a la voluntad de los asaltantes.

Ya en el despacho lo tumbaron sobre una silla. El de la escopeta de doble cañón recortado (vestía en tonos marrones) se fue a vigilar la puerta de entrada; el que portaba la escopeta de cañón largo (vestía todo de negro) se situó a su izquierda, aplicándose con saña en atornillarle el largo cañón del arma en las costillas; el tercero (de frente a él y mirándole de hito en hito: era sin duda el Jefe) se concentró en “sacarle” la combinación de la caja de caudales oculta tras el cuadro al óleo situado sobre el gran escritorio de oscura madera labrada. Su voz áspera y apremiante llegaba al anciano distorsionada por la negra máscara de nylon con la que todos protegían sus rostros:

—Sólo quiero que me des los números de la caja, viejo. A ti ya no te hace falta para nada todo ese dinero. ¿Qué más te da entonces que lo disfrutemos nosotros que sí podemos?

De segundo en segundo subía la violencia en la voz a la par que, en sus costillas, la punzante presión del cañón del arma del bandido de negro situado a su izquierda. Pero a pesar de todo don Abelardo no daba su brazo a torcer. No cedía. Fuera de sí, el Jefe hundió el cañón de su Smith & Weson en la sien derecha del voluntarioso anciano, montó el gatillo, lo urgió furioso:

—¡No seas terco, coño, viejo de mierda! ¡Dame de una vez los malditos números o te vuelo la tapa de los sesos!

Ahora don Abelardo cedió y reveló los números. Mas de inmediato se arrepintió de haberlo hecho. ¡Ah, el fruto de su trabajo de toda una vida volatilizado en segundos a manos de estos desgraciados! Indignación y rabia se impusieron avasallantes a su instinto de conservación (que lo había mantenido todo este tiempo anclado a la silla “como un cobarde”), y de un ágil salto cayó sobre el bandido de la escopeta a su lado. Ferozmente forcejeó con él hasta que consiguió arrancarle la negra máscara del rostro. En seguida —como si le hubieran partido el corazón de un hachazo— se le oyó bramar:

—¡Abelarditoooo..!

Fue todo. El joven descargó la culata de su escopeta sobre la cabeza del anciano y todavía le disparó dos veces cuando éste rodó al suelo bañado en sangre.

Los tres hombres vaciaron con celeridad la caja de caudales y abandonaron prestamente la casa.