viernes, 29 de mayo de 2009

Joan Mateu

La defensa*

Caín, sonría aviesamente cuando el jurado le declaró inocente por el asesinato de su hermano Abel.

Una muy bien estructurada defensa, llevada a cabo por el prestigioso Bufete Plumkier y Asociados, rechazó la acusación aduciendo que no se había encontrado el arma del crimen y que no había beneficio por parte del acusado. Pero lo que acabó por decantar el veredicto fue la nula aportación de testigos de la acusación, a pesar de que ésta quiso llevar al estrado a Adán Y Eva, pero su testimonio como familiares directos estaba invalidado.

Por otra parte, tampoco se aceptó la declaración de la serpiente al no poder poner la mano sobre la Biblia para hacer su juramento.

*Joan Mateu joan@cimat.es

Diana Poblet

El destino*

Su abuela le había alejado de todos los peligros del mundo.
No había que recibir caramelos ni dulces de gente desconocida.
No bajar a la calle con la bicicleta, no hablar con extraños ni aceptar invitaciones a la casa de otros compañeritos.
No comprar panchos en los puestos callejeros ni pochoclo porque las
condiciones de higiene eran pésimas.
No concurrir a los baños del club ni de la escuela.
No abrir la reja del jardín y permanecer dentro del mismo jugando a la pelota.
Ella habitaba en un cactus y era negra; la persiguió con un palito porque huía
demasiado rápido y no la pudo matar.
Pensaba todo eso mientras el cuerpo comenzaba a paralizársele, fue todo tan rápido.
Su abuela nunca le había alertado sobre estas arañas.

*de Diana Poblet. soydian@yahoo.com.ar

Haroldo Conti

PERFUMADA NOCHE*

( A mi tía Haydée, para que nunca se muera )

La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de ese hombre es una luz deslumbrante. El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo recuerdan en este pueblo. Algunos, los más concisos, piensan que murió realmente de vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra vida, justo, otra forma de consistir, no un per saecula definitivo, nada absoluto, ninguna cosa extravagante porque también es de ser, aunque en artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso, es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este pueblo no fue así desde el comienzo, como uno imagina. En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de Basile era como es ahora con un alto letrero encendido en la punta, sino de madera bien seca y engrasada, es decir, lista para encenderse en cualquier momento como finalmente sucedió bien solemne y entonces, después, sobre las cenizas vino esta otra, de fuerte cemento y letrero penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad tan gobernante, ni aun la avenida Alsina de cemento liso embanderada de letreros a los costados. Esto es, hay otro pueblo por debajo de éste, y otro y otro más con tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí viene el señor Pelice con sus botines de becerro, su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese fue el minuto y la luz del señor Pelice. Porque no va que ve por primera vez a la señorita Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la calle Saavedra, al lado de la confitería "Renacimiento", que está en la esquina de Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces, cresta, veleta, buharda y chimenea, que se ennegrecía al atardecer y boyaba como un barco en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música. Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida lo cual es bastante textual porque, como se sabe, el señor Pelice era el cohetero más reputado de la zona. ¿Quién no recuerda, eso sí, las cascadas, abanicos, glorias y soles fijos que hacía estallar para la fiesta de San Donato, por ejemplo, aparte de las consonantes bombas de estruendo que reventaba en procesiones y remates y que se oían hasta Irala o Cucha-Cucha, según soplase el viento, y era el propio mundo que saltaba en pedazos? Aquel año del encuentro engendró para la fiesta de San Isidro Labrador, de este pueblo protector, sus famosas piezas pírricas de formidable combustión. Las piezas pírricas mediante fuegos fijos, esto es, que hacen su efecto sin dar vueltas, según se conocían hasta entonces, eran fáciles de prender mediante el simple recurso de mechas de comunicación. El maestro Pelice, en cambio, que era un verdadero artista creativo, prosiguiendo y mejorando los fogosos estudios del maestro Ruggieri, perfeccionó in extenso los fuegos pírricos alternando piezas fijas con piezas giratorias, lo cual es de suma perfección si se tiene en cuenta que el movimiento de rotación se opone per se a que se establezca la comunicación entre las piezas. El sutil rebusque se basaba en una fuerte broca colocada horizontalmente sobre un sólido poste de madera y que servía de eje a todas las piezas, de las más simples a las más complicadas, combinando en ajustada competencia de ingenio soles fijos, estrellas, glorias, patas de ganso, aspas de molino y las maravillosas espuelas de fuego de su exclusiva invención. Inspirado por la alada figura de la señorita Haydée, el señor Pelice llegó incluso a fabricar aquella atronadora pieza en espiral, compuesta de fuegos giratorios y de una hilera de lanzas que sube circularmente y forman, cuando la pieza gira, una espiral de fuego, de enorme pasmo y majestuoso incendio, que disparó para la noche del 9 de julio de 1935. Esa misma noche, en la casita que habitaba en las afueras del pueblo sobre el camino de tierra a las Aguas Corrientes, después de encender cuantas velas y lámparas tenía y distribuirlas por toda la casa y aun en el jardín, el señor Pelice se estableció frente a su escritorio de persiana y tras suspirar largamente mientras se rascaba la cabeza con una lapicera de pluma de pavo escribió con su hermosa letra bastarda de curvas rotundas y el sesgo conexivo de 30º, como se prescribe, la misma con la que copiaba las fórmulas del maestro julio Rossignon, autor del Nuevo Manual del Cohetero y Polvorista editado por la librería de la Vda. de Ch. Bouret, su primera carta a la señorita Haydée, inspirada libremente en el Corresponsal del Amor, Estilo Moderno de Cartas Emotivas y Pasionales. Como, según las apariencias, sobrepasaba en varios años a la señorita le pareció atinente utilizar como modelo la carta de un viudo pidiendo relaciones a una soltera, aunque él, con propiedad, no fuese viudo de mujer sino más bien viudo de costumbre.
Releyó un par de veces la carta a la luz de la lámpara de aceite de tubo alto y luz espesa, que era su preferida y que cuando se adormecía lo despertaba con breves y susurrantes chisporroteos de la mecha, como si chamuyara. La plegó con cuidado, la besó ladeando sus bigotes de manubrio y la metió en un sobre perfumado. A esta carta nocturna siguieron otras muchas, puntualmente una por semana, pero el señor Pelice no llegó a despachar ninguna. Prefería rellenar con ellas las bombas de estruendo, que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo. Algunos de esos pedacitos cayeron en el patio de canteros elevados de la casa de la señorita Haydée Lombardi, aunque lamentablemente el día de la carrera de las Doce a Bragado, cuando disparó una bomba para la largada, un papel chamuscadoque decía "Mi adorada Haydée" cayó con tan mala leche que fue a dar en el patio de la señora Haydée Bonsignore y más precisamente casi a los pies del señor Bonsignore, que tenía la sangre caliente, y se armó una podrida de calendario.
El señor Pelice seguía transcurriendo exacto, puntual todas las tardes por frente a la casa de la calle Saavedra y allí estaba siempre la señorita de visu, cada día más blanca y leve, casi transparente.
La señorita Haydée Lombardi murió de tabardillo el 8 de mayo de 1946. El señor Pelice redactó esa noche la única carta que en todos esos años remitió por correo. "Mi estimada señorita: en momentos tan especiales deseo expresarle a usted mi invariable afecto y la seguridad de mi perdurable compañia en esa otra vida de tránsito que ha iniciado usted y que me impongo yo en este mismo momento. Su leal servidor P." El señor Pelice echó la carta al día siguiente y no volvió a salir de la casa por el resto de sus días. Solamente lo hacía cada 8 de mes, por la tardecita, para depositar un sobre perfumado en el nicho de la señorita que luego se llevaba el viento o algún curioso o bien lo chamuscaba y descoloría el tiempo. Coincidió que para entonces los festejos de estruendo fueron cayendo en desuso y se convocaba a remate por edicto judicial. Al tiempo, los vecinos lo dieron por muerto o simplemente lo olvidaron. Ya estaba el asfalto, se habían construido varios molinos, el Expreso Rojas llegaba hasta Buenos Aires y sobre el pueblo de tapiales amarillos había surgido otro pueblo. La casa de la calle Saavedra se convirtió en un local de compra y venta de propiedades.
A todo esto el señor Pelice envejecía suavemente detrás del último tapial como un fuego que se apaga con lentitud. Al caer la noche encendía todas las velas y las lámparas y daba de comer a unos pececitos de colores que criaba en un acuario y que eran su única y silenciosa compañía. Tenía una colisa labiosa, dos ángeles que parecían dos pajaritos rígidos, un betta splendens, un labeo bicolor, un telescopio renegrido de ojos saltones que semejaba un gato, una ninfa, un cometa y dos besadores chatos y blancos que colgaban del agua como dos papelitos. La luz del atardecer penetraba por la puerta-ventana que daba al jardín y revestía el cuarto de una claridad dorada que encendía pálidamente la pecera. Los pececitos flotaban en el agua dorada como suaves pájaros de lento vuelo, desplazándose majestuosamente entre las ramitas de elodea o de helecho japonés. El señor Pelice inclinaba su cabeza encanecida sobre los vidrios y sus pensamientos se desplazaban tan lentos y suaves como aquellos pececitos ánimas. Detrás del tapial amarillo que con las sombras se cubría de caracoles, el señor Pelice se hinchaba y arrugaba un poco más cada año. Ahora podía salir y pasar entre los vecinos sin ser reconocido. El pueblo seguía progresivo, casi capital. Altas luces de mercurio alumbraban las calles avenidas, el asfalto había llegado hasta la calle Magallanes, en las afueras, había dos semáforos en el centro que saltaban bonitamente del verde al rojo y a la viceversa y de los que don Pelice no entendió muy bien su significancia, aunque imaginó que eran tramoyas de estación. La iglesia de San Isidro, tan altiva, tan de lejos visible apuntando al cielo entre los árboles sobre los buenos campos, había sido vaciada por dentro, ya no consistía aquel brillante altar con columnas al pan de oro y la santa imagen, muy carnal de su contexto, de Santa María bendita, todo color y vestes y brillos y ojos de vidrio y el niño desnudo, barrigoncito, sino que ahora era una especie de agudo galpón blanqueado, con una mesada en alto. Quedan de los otros tiempos, y por allí la reconoció, los grandes ventanales con vidrios a franjas blancas y violáceas que según la disposición del sol azulaban a cierta hora el aire, las gentes, las imágenes de bulto, en cuya luz vio una mañana sobreandar, flotante, a la señorita Haydée con un tul que le velaba el rostro y de cuyos entrepaños florecían ambas manos como de cera. Nada de eso prevalecía ya. El mismo no era el Pelice de entonces pues nadie se volvió a reconocerlo cuando avanzó por el medio de la nave con el panamá en la mano haciendo crujir los resecos botines de becerro. De regreso pasó por la calle Saavedra y hundida entre dos vidrieras que resplandecían descubrió trabajosamente la negra silueta de la casa con un afrentoso letrero sobre la puerta. Haciendo visera con la mano, sus ojos repasaron el imbatible tejado a la Mansard que se recortaba contra el resplandor de las luces de mercurio. Esa noche escribió una larga carta a la señorita Haydée dándole cuenta de los adelantos habidos y de las altas y frías luces que hubiesen quitado brillo aun a las cascadas de cuatro brazos, de once metros de alto con 20, 16, 12 y 8 cartuchos detonantes respectivamente más otros 4 en el extremo superior del palo que construyó para el sesquicentenario y que fue su más colosal de facto.
Ahora es noviembre. En la profunda noche perfumada al señor Pelice, ya decididamente viejo y por lo tanto insomne, le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Casi no duerme. Se aquieta sobre el catre y hacia el amanecer se adormece un poco. En esas largas horas divaga por el jardín con la lámpara de aceite en la mano o se echa en una mecedora e impulsada por el aire dulzón que despide el ligustro humedecido por el rocío, su cabeza se vuela como un globo o una pajarita de papel que planea sobre el viejo pueblo con los tapialitos amarillos y las calles de tierra y tanta cosa que se desapareció u ocultó, no visible a prima facie, que eso es la muerte, olvido, oscuridades, suma y suma, tiempo y tiempo, distancia inmóvil.
En la madrugada acercó la lámpara a la pecera y comprobó ya sin dolor que el pez telescopio, ese lento pajarito renegrido que lo observaba con sus grandes ojos saltones a través del cristal y con el que casi había llegado a entenderse, de un mundo a otro, pez-hombre, pez-pez, flotaba inerte en uno de los rincones. Al principio, cuando instaló la pecera, eran doce movedizos pececitos pero, iletrado en aguas, el exceso de comida o alteraciones en la temperatura o defectos en la aireación y filtración redujeron el lote rápidamente. La primera muerte fue una catástrofe. El señor Pelice extrajo el cuerpecito finado, una vez que comprobó en forma absoluta que no se movía ni aun empujándolo con un dedo, con la redecilla de tul y lo depositó sobre una hoja de hortensia en el medio del escritorio y lo veló algunas horas con la lámpara de aceite. Con una cuchara cavó un hoyo al pie de una magnolia foscata y enterró allí al pececito. No se había aún recuperado de aquella sensible pérdida cuando murió un macropodus opercularis que comenzó boqueando en la superficie y luego se acurrucó en un rincón con el vientre hinchado. Lo sepultó al pie del ciruelo de jardín de aladas hojas marrones. Así fueron muriendo uno tras otro y el viejo enterrándolos al pie de esta planta, aquella. Al telescopio lo plantó junto a su arbolito más querido, un jazmin japonés de flores carnosas que reventaban justamente para fines de noviembre y se removían en la noche como avecitas blancas bombeando intensas ondas perfumadas que traspasaban la oscuridad hasta el catre o la mecedora del señor Pelice, que ya prácticamente no duerme. A ratos lee, a ratos escribe pero sobre todo piensa. Eso es la vejez seguramente, una desvelada memoria. Por lo general reconstruye el pueblo desde su infancia mezclando o, mejor dicho, combinando los tiempos, las personas. Desfilan contra un mismo tapial o por la penumbra amarilla del cuarto el padre Doglia, previniéndolo en cocoliche sobre las tentaciones de este mundo mientras se pone y se quita el bonete francés, nervioso con la presencia del demonio a quien imagina una especie de comisario de la provincia con el uniforme colorado, el viejo Ponce, que habla solo, Bimbo Marsiletti que agita los brazos frente a una banda invisible, Oreste Provenzano que levanta una ristra de billetes de lotería o los tanos Minervino, Visiconti y Ciminelli que pasan tocando la gaita en fila india igual que en la procesión de la Virgen del Carmen.
Desde que se marchó la señorita Haydée ha tomado por costumbre colgar un farol de viento en medio del jardín. El viento lo agita y remueve las densas sombras que cambian pesadamente de lugar. Su luz anaranjada semeja la lechosa claridad de la pecera. Y en esa luz submarina ve brotar en la punta de una ramita al macropodus opercularis o a labeo bicolor o al scatophagus argus o a los puntius arulius que murieron a dúo. Se agitan como flores o pajaritos o caireles, casi transparentes, muy navegantes. Esta noche de noviembre florecerá sin duda el telescopio, pez pajarito de negros velos, en la cresta del jazmín japonés.
El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el señor Pelice escuchó desde el catre el volteo de las campanas que convocaban a la misa solemne de primera comunión con la lámpara de aceite todavía encendida a un lado, sobre la silla. Pensó en la virgen de cemento que erigieron las Hijas de María en el atrio de la iglesia y que viera la última vez con el rostro y las manos de color carne y las hileras de chicos con brazaletes y túnicas que atravesaban la plaza y estarían ingresando en este mismo momento por la puerta puntiaguda a través de la cual se alcanzaba a ver el altar colmado de luces. Pero su hinchado cuerpo no obedeció al impulso. Tenía los brazos adormecidos y las piernas envaradas. Recién a la tardecita, arrastrándose por el piso, pudo dar de comer a los pececitos. Angelita Alori, que venía dos veces por semana a asear la casa, lo encontró al día siguiente tumbado en el piso de ladrillos y lo acomodó en el catre para finales. Como por otro item padecía el mal de orina, Angelita le preparó un cocido a base de raíz de rábano con una mata de perejil y un puñado de hojas de berro, endulzando el conjunto con azúcar de cande. Se abreva una copa para extraer la orina y los humores que vienen de acompañamiento, aconsejándose un Pater para refuerzo. El señor Pelice mejoró de la orina pero total que era casi lo mismo pues no podía transportarse para expulsarla, debiendo ayudar al efecto la Angelita con la vista vuelta hacia otra parte. El 8 de enero puntual, el señor Pelice emprendió su tránsito con el traje de gabardina, el sombrero panamá y los botines de becerro a la hora justa en que los pececitos se brotaban en las ramas. Según la Angelita, que depuso para constancia, hizo una buena muerte, al natural, y fue enterrado de oficio, sin luto ni comparsa, en la mera tierra.
Ahora bien, y a propósito del señor Pelice que pasó, pregunto: ¿cuál es, cuál el verdadero pueblo de la ciudad de Chacabuco, cuál rige? Este de ahora encumbrado en adelantos o aquel otro de los tapialcitos amarillos y las calles de tierra, cuando el camión de riego asentaba el polvo al atardecer y todo era más viejo y simple pero más dulce, y bastaba con estirar el cogote para ver al fondo de la calle las primeras quintas y que por la calle Saavedra en este momento se acerca gravemente el señor Pelice, se detiene frente a la casa de los Lombardi, ya medio en sombras, se quita el panamá y saluda a la señorita Haydée que dice por primera vez con su voz de pajarito:
-¿Habrá calor este año, no cree usted?

-El sol está fuerte para noviembre -responde per oblicua el señor Pelice.
-¡Hermoso atardecer!
-Sopla algo de viento, por suerte.
-¿Hacia dónde va usted tan incontinenti?
-Al prado -improvisa temerario el señor Pelice.
-Muy buena idea. ¡Me gustaría mucho ir hasta ahí! -canturrea la señorita.
El señor Pelice le ofrece el brazo y la señorita Haydée con una risita se aparta de la puerta y enlaza el brazo del maestro cohetero. Las dos figuras se alejan entre tapiales amarillos y penachos de sombras rumbo al Prado Español mientras sobre el pueblo desciende la perfumada noche.

*de Haroldo Conti.
-LA BALADA DEL ALAMO CAROLINA -tomoI- Biblioteca Página/12 nº20.

martes, 26 de mayo de 2009

Cartas de un porteño que vive en Canadá.

"12 de Agosto
Hoy me mude por fin a mi nueva casa en las afueras de
Toronto. Que paz que hay aquí, todo es tan tranquilo y
tan bonito, que bella campiña y que ciudad tan linda.
Casi no puedo esperar para poder ver las colinas
cubiertas de nieve, de verdad esto es muy hermoso. Que
bueno haber dejado atrás el calor y el ruido de Buenos
Aires, ya no soportaba mas la humedad y los mosquitos,
esto si que es precioso.

14 de Octubre
Esto es lo más lindo que he visto en mi vida. Comenzó
el otoño, los espectaculares colores de las hojas
pasear por los bosques y poder disfrutar de las este
maravilloso espectáculo. Esta mañana yendo al trabajo
vi un ciervo. Que animal tan lindo, luce sus cuernos
como una corona, siempre con la cabeza erguida, es sin
duda el rey del bosque. Canadá es como estar en el
paraíso. Esto si que es vida. Y pensar que estuve
tantos años en el infierno de Buenos Aires.

11 de Noviembre
Cada día me gusta más el pueblo en que vivo, cerca de
Toronto.Muy pronto comenzara la caza del ciervo. No
puedo imaginarme que alguien tenga intención de matar a
esos animales tan hermosos e inofensivos. Ya llega el
invierno y pronto comenzara a nevar. No veo la hora de
conocer y revolcarme en la nieve. Esto es realmente
vivir.

2 de Diciembre
Anoche nevó, que alegría. Me desperté y todo estaba
cubierto de nieve, parecía una tarjeta postal. Salí a
apalear la nieve en el frente de mi casa y de la
alegría me tire y me revolqué por la nieve.Después hice
bolas de nieve y se las tire a los pibes del vecino y
terminamos en una guerra de bolas de nieve. Estuvo
divertidísimo. Que lindo es vivir aquí. La
motoniveladora pasó limpiando la calle y tuve que
apalear la nieve que me tiro en el frente de casa.
Estoy realmente feliz.

19 de Diciembre
Anoche volvió a nevar, la motoniveladora volvió a pasar
y tuve que limpiar la entrada al garaje dos veces. Ya
cuesta arrancar el auto y hay que manejar con mucho
cuidado pero el paisaje que voy viendo al ir para el
trabajo es muy hermoso.

22 de Diciembre
Volvió a nevar anoche. Cuando termine de apalear la
nieve, paso la motoniveladora y lleno otra vez de nieve
sucia todo el frente de casa.Hoy no pude ir a trabajar
por culpa de la nieve. Estoy un poco cansado de tanto
apalear nieve. Hoy llame a mi primo a Buenos Aires y mi
tía me dijo que se había ido con la familia a Mardel.
La verdad que estoy extrañando un poco el calorcito de
allá.

25 de Diciembre
FELICES NAVIDADES BLANCAS. Aquí no para de caer esa
mierda blanca, ya tengo las manos llenas de callos por
culpa de la pala.Creo que el cornudo del chofer de la
motoniveladora me debe estar vigilando desde la esquina
porque ni bien termino de limpiar el guacho pasa y me
llena la vereda de nieve sucia. Me cago en el hijo de
una gran puta del chofer. Tuve que pasar nochebuena
solo porque por la nieve es imposible salir.

27 de Diciembre
Anoche cayó más mierda blanca. Ya hace tres días que
estoy encerrado en la casa, solo salgo para apalear
nieve y mientras tanto el maricon de mi primo está
disfrutando en la playa. Me paso horas en la ventana
vigilando al de la motoniveladora, si lo agarro le
corto las bolas.¿Porque no usa mas la sal para derretir
el hielo y la mierda blanca?. Ya no aguanto las manos
de apalear y apalear

28 de Diciembre
Hoy cayeron 60 cm. de esa mierda blanca. Me cago en
Toronto y Canadá. Hoy resulta que se rompió la
niveladora y el muy caradura del chofer vino a pedirme
la pala prestada, le dije que ya rompí tres palas por
culpa de la nieve sucia que me tira en la vereda. Mi
pobre auto esta sepultado en la mierda blanca. Termine
por romperle la cuarta pala en la cabeza.

31 de Diciembre
El pelotudo del noticiero se volvió a equivocar, no
cayeron los 30 cm. pronosticados, cayeron 60 cm., me
cago en su madre. Aquí no hay nada que hacer esta noche
para celebrar el año nuevo, nadie puede salir por culpa
de esa puta nieve. No se escucha nada en español en la
radio, ni siquiera un tanguito para alegrar el
espíritu. Estoy cansado y me siento muy solo. Volví a
llamar a mi primo pero estaba en la piscina y no quiso
venir al teléfono el hijo de puta. El muy maricon va a
asar un lechón en el patio y yo aquí sin poder asomar
la nariz afuera.

5 de Enero
Hoy por fin pude salir de la casa y buscar algo para
comer.Estuve cuatro horas apaleando para sacar el auto
de la montaña de mierda blanca en que estaba sepultado
por más de una semana. Por fin después de dos horas de
laburo y gastar tres baterías, arranco. Me cago en el
auto, en la nieve, en el frío y en Toronto

15 de Febrero
Anoche soñé que estaba en Villa Urquiza, que tenia una
casita de fin de semana y el sol me quemaba la cara.
Hoy me pagaron sesenta y tres dólares roñosos por tres
días de trabajo, casi toda la quincena estuve encerrado
en casa por la nieve de mierda. Mi primo me mando un
cassette de un cuarteto y hace cuatro horas que lo
estoy escuchando.Quien pudiera estar en Buenos Aires en
ese momento.

20 de Febrero
Hoy pude salir para ir al supermercado. Por el camino
se me cruzo un ciervo pajero y tratando de esquivarlo
me hice pelota contra un árbol. Me cago en ese animal
de mierda. No se porque no los envenenan a todos esos
animales que no sirven para un carajo. El arreglo del
auto me va a salir 3000 dólares, estoy convencido que
Dios hizo los ciervos para cagarlo a uno. Los cazadores
deberían haber acabado con esos putos ciervos.

2 de Marzo
Ayer me resbale en hielo y me quebré una gamba,
después, el hijo de puta de la motoniveladora paso y
tengo todo el frente de la casa cubierto de nieve y
barro. Quiero vender la casa e irme de la mierda de
aquí, quiero comer comida criolla, un asadito!!!.

23 de Abril
Ya me quitaron el yeso. Llamo el mecánico diciéndome
que al tratar de reparar el auto descubrió que esta
todo podrido por abajo debido a la sal de mierda que
usan para derretir la nieve. Yo no se a quien se le
ocurre tirar sal para derretir esa mierda blanca. Me
cago en el auto, en la nieve y en el Estado de Canadá.

15 de Mayo
Hoy por fin le vendí la casa a un Canadiense cornudo y
el auto lo tuve que regalar.La verdad, a quien se le
ocurre venir a vivir aquí, hay que estar loco o ser
boludo para vivir en esta mierda fría y solitaria, es
mejor la muerte. Ya me voy para Buenos Aires.No veo la
hora de llegar, viva el calor la humedad y los
mosquitos. Mañana me voy a comer una parrillada a la
costanera ....

....Y después me mando a Mardel con el guacho de mi
primo.
Eso si que es vida."



Esto me enviaron unos amigos cuando les dije que me
encantaría vivir en un pueblo que se queda aislado en
invierno. Se me quitaron las ganas jajaja.

Otro yo - Benedetti

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones
se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía
ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz,
roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en
todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se
enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se
emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le
preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse
imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo
era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser
tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó
los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y
encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el
muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba
con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no
supo que hacer, pero después se rehizo e insultó
concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a
la mañama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe
para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora
sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo
reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la
calle con el proposito de lucir su nueva y completa
vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus
amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente
estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron
junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de
males, el muchacho alcanzó a escuchar que
comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan
fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al
mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo
que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo
sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía
se la había llevado el Otro Yo.

Mario Benedetti

domingo, 24 de mayo de 2009

Papeles inesperados - Julio Cortázar

FRAGMENTO LITERARIO: RELATOS DEL AUTOR DE 'RAYUELA' Cortázar: papeles inesperados
Manuscrito hallado junto a una mano
JULIO CORTÁZAR 24/05/2009


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En la antevíspera de la Navidad de 2006, Aurora Bernárdez, viuda de Julio Cortázar, charlaba en su casa de París con el escritor y crítico Carles Álvarez Garriga. En un momento de la conversación, ella extrajo de una vieja cómoda un puñado de manuscritos y textos mecanografiados. "¿Has leído alguna vez esto?", le preguntó. Aquellas páginas resultaron ser inéditas. Los textos encontrados, junto con otros muchos que habían visto la luz de forma muy dispersa, integran ahora el libro 'Papeles inesperados' que la editorial Alfaguara difundirá en España la próxima semana. Reproducimos uno de los relatos incluidos en ese volumen, así como tres historias recuperadas de cronopios

A mi tocayo De Caro


Historias de cronopios
Julio Cortázar

A FONDO
Nacimiento: 26-08-1914 Lugar: Bruselas
La noticia en otros webs
webs en español
en otros idiomas
A mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pensé en mi tía. Las luces de la sala se apagaron

El dinero me permitía perfeccionar mi técnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hacían ahorrar mucho tiempo

Me pareció penoso que el venerable maestro catalán Pablo Casals insistiera en una rebaja del 20% o del 15%
Llegaré a Estambul a las ocho y media de la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no será necesario que asista a la primera parte; entraré al final del intervalo, después de darme un baño y comer un bocado en el Hilton. Para ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detrás de este viaje, detrás de todos los viajes de los dos últimos años. No es la primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, también me aburría mucho la noche en que se me ocurrió entrar al concierto de Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburría tanto que entré y me senté en una localidad barata que sobraba por milagro, ya que la gente adora a Paganini y además hay que escuchar a Ricci cuando toca los Caprichos. Era un concierto excelente y me asombró la técnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el violín en una especie de pájaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se había quedado como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y Ricci, casi sin solución de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces yo pensé en mi tía, por una de esas absurdas distracciones que nos atacan en lo más hondo de la atención, y en ese mismo instante saltó la segunda cuerda del violín. Cosa muy desagradable, porque Ricci tuvo que saludar, salir del escenario y regresar con cara de pocos amigos, mientras en el público se perdía esa tensión que todo intérprete conjura y aprovecha. El pianista atacó su parte, y Ricci volvió a tocar el capricho. Pero a mí me había quedado una sensación confusa y obstinada a la vez, una especie de problema no resuelto, de elementos disociados que buscaban concatenarse. Distraído, incapaz de volver a entrar en la música, analicé lo sucedido hasta el momento en que había empezado a desasosegarme, y concluí que la culpa parecía ser de mi tía, de que yo hubiera pensado en mi tía en mitad de un capricho de Paganini. En ese mismo instante se cayó la tapa del piano, con un estruendo que provocó el horror de la sala y la total dislocación del concierto. Salí a la calle muy perturbado y me fui a tomar un café, pensando que no tenía suerte cuando se me ocurría divertirme un poco.

Debo ser muy ingenuo, pero ahora sé que hasta la ingenuidad puede tener su recompensa. Consultando las carteleras averigüé que Ruggiero Ricci continuaba su tournée en Lyon. Haciendo un sacrificio me instalé en la segunda clase de un tren que olía a moho, no sin dar parte de enfermo en el instituto médico-legal donde trabajaba. En Lyon compré la localidad más barata del teatro, después de comer un mal bocado en la estación, y por las dudas, por Ricci sobre todo, no entré hasta último momento, es decir hasta Paganini. Mis intenciones eran puramente científicas (¿pero es la verdad, no estaba ya trazado el plan en alguna parte?) y como no quería perjudicar al artista, esperé una breve pausa entre dos caprichos pera pensar en mi tía. Casi sin creerlo vi que Ricci examinaba atentamente el arco del violín, se inclinaba con un ademán de excusa, y salía del escenario. Abandoné inmediatamente la sala, temeroso de que me resultara imposible dejar de acordarme otra vez de mi tía. Desde el hotel, esa misma noche, escribí el primero de los mensajes anónimos que algunos concertistas famosos dieron en llamar las cartas negras. Por supuesto Ricci no me contestó, pero mi carta preveía no sólo la carcajada burlona del destinatario sino su propio final en el cesto de los papeles. En el concierto siguiente -era en Grenoble- calculé exactamente el momento de entrar en la sala, y a mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pensé en mi tía. Las luces de la sala se apagaron, hubo una confusión considerable y Ricci, un poco pálido, debió acordarse de cierto pasaje de mi carta antes de volver a tocar; no sé si la sonata valía la pena, porque yo iba ya camino del hotel.

Su secretario me recibió dos días después, y como no desprecio a nadie acepté una pequeña demostración en privado, no sin dejar en claro que las condiciones especiales de la prueba podían influir en el resultado. Como Ricci se negaba a verme, cosa que no dejé de agradecerle, se convino en que permanecería en su habitación del hotel, y que yo me instalaría en la antecámara, junto al secretario. Disimulando la ansiedad de todo novicio, me senté en un sofá y escuché un rato. Después toqué el hombro del secretario y pensé en mi tía. En la estancia contigua se oyó una maldición en excelente norteamericano, y tuve el tiempo preciso de salir por una puerta antes de que una tromba humana entrara por la otra armada de un Stradivarius del que colgaba una cuerda.

Quedamos en que serían mil dólares mensuales, que se depositarían en una discreta cuenta de banco que tenía la intención de abrir con el producto de la primera entrega. El secretario, que me llevó el dinero al hotel, no disimuló que haría todo lo posible por contrarrestar lo que calificó de odiosa maquinación. Opté por el silencio y por guardarme el dinero, y esperé la segunda entrega. Cuando pasaron dos meses sin que el banco me notificara del depósito, tomé el avión para Casablanca a pesar de que el viaje me costaba gran parte de la primera entrega. Creo que esa noche mi triunfo quedó definitivamente certificado, porque mi carta al secretario contenía las precisiones suficientes y nadie es tan tonto en este mundo. Pude volver a París y dedicarme concienzudamente a Isaac Stern, que iniciaba su tournée francesa. Al mes siguiente fui a Londres y tuve una entrevista con el empresario de Nathan Milstein y otra con el secretario de Arthur Grumiaux. El dinero me permitía perfeccionar mi técnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hacían ahorrar mucho tiempo; en menos de seis meses se sumaron a mi lista Zino Francescatti, Yehudi Menuhin, Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Ivry Gitlis y Jascha Heifetz. Fracasé parcialmente con Leonid Kogan y con los dos Oistrakh, pues me demostraron que sólo estaban en condiciones de pagar en rublos, pero por la dudas quedamos en que me depositarían las cuotas en Moscú y me enviarían los debidos comprobantes. No pierdo la esperanza, si los negocios me lo permiten, de afincarme por un tiempo en la Unión Soviética y apreciar las bellezas de su música.

Como es natural, teniendo en cuenta que el número de violinistas famosos es muy limitado, hice algunos experimentos colaterales. El violoncelo respondió de inmediato al recuerdo de mi tía, pero el piano, el arpa y la guitarra se mostraron indiferentes. Tuve que dedicarme exclusivamente a los arcos, y empecé mi nuevo sector de clientes con Gregor Piatigorsky, Gaspar Cassadó y Pierre Michelin. Después de ajustar mi trato con Pierre Fournier, hice un viaje de descanso al festival de Prades donde tuve una conversación muy poco agradable con Pablo Casals. Siempre he respetado la vejez, pero me pareció penoso que el venerable maestro catalán insistiera en una rebaja del veinte por ciento o, en el peor de los casos, del quince. Le acordé un diez por ciento a cambio de su palabra de honor de que no mencionaría la rebaja a ningún colega, pero fui mal recompensado porque el maestro empezó por no dar conciertos durante seis meses, y como era previsible no pagó ni un centavo. Tuve que tomar otro avión, ir a otro festival. El maestro pagó. Esas cosas me disgustaban mucho.

En realidad yo debería consagrarme ya al descanso puesto que mi cuenta de banco crece a razón de 17.900 dólares mensuales, pero la mala fe de mis clientes es infinita. Tan pronto se han alejado a más de dos mil kilómetros de París, donde saben que tengo mi centro de operaciones, dejan de enviarme la suma convenida. Para gentes que ganan tanto dinero hay que convenir en que es vergonzoso, pero nunca he perdido tiempo en recriminaciones de orden moral. Los Boeing se han hecho para otra cosa, y tengo buen cuidado de refrescar personalmente la memoria de los refractarios. Estoy seguro de que Heifetz, por ejemplo, ha de tener muy presente cierta noche en el teatro de Tel Aviv, y que Francescatti no se consuela del final de su último concierto en Buenos Aires. Por su parte, sé que hacen todo lo posible por liberarse de sus obligaciones, y nunca me he reído tanto como al enterarme del consejo de guerra que celebraron el año pasado en Los Ángeles, so pretexto de la descabellada invitación de una heredera californiana atacada de melomanía megalómana. Los resultados fueron irrisorios pero inmediatos: la policía me interrogó en París sin mayor convicción. Reconocí mi calidad de aficionado, mi predilección por los instrumentos de arco, y la admiración hacia los grandes virtuosos que me mueve a recorrer el mundo para asistir a sus conciertos. Acabaron por dejarme tranquilo, aconsejándome en bien de mi salud que cambiara de diversiones; prometí hacerlo, y días después envié una nueva carta a mis clientes felicitándolos por su astucia y aconsejándoles el pago puntual de sus obligaciones. Ya por ese entonces había comprado una casa de campo en Andorra, y cuando un agente desconocido hizo volar mi departamento de París con una carga de plástico, lo celebré asistiendo a un brillante concierto de Isaac Stern en Bruselas -malogrado ligeramente hacia el final- y enviándole unas pocas líneas a la mañana siguiente. Como era previsible, Stern hizo circular mi carta entre el resto de la clientela, y me es grato reconocer que en el curso del último año casi todos ellos han cumplido como caballeros, incluso en lo que se refiere a la indemnización que exigí por daños de guerra.

A pesar de las molestias que me ocasionan los recalcitrantes, debo admitir que soy feliz; incluso su rebeldía ocasional me permite ir conociendo el mundo, y siempre le estaré agradecido a Menuhin por un atardecer maravilloso en la bahía de Sydney. Creo que hasta mis fracasos me han ayudado a ser dichoso, pues si hubiera podido sumar entre mis clientes a los pianistas, que son legión, ya no habría tenido un minuto de descanso. Pero he dicho que fracasé con ellos y también con los directores de orquesta. Hace unas semanas, en mi finca de Andorra, me entretuve en hacer una serie de experimentos con el recuerdo de mi tía, y confirmé que su poder sólo se ejerce en aquellas cosas que guardan alguna analogía -por absurda que parezca- con los violines. Si pienso en mi tía mientras estoy mirando volar a una golondrina, es fatal que ésta gire en redondo, pierda por un instante el rumbo, y lo recobre después de un esfuerzo. También pensé en mi tía mientras un artista trazaba rápidamente un croquis en la plaza del pueblo, con líricos vaivenes de la mano. La carbonilla se le hizo polvo entre los dedos, y me costó disimular la risa ante su cara estupefacta. Pero más allá de esas secretas afinidades... En fin, es así. Y nada que hacer con los pianos.

Ventajas del narcisismo: acaban de anunciar que llegaremos dentro de un cuarto de hora, y al final resulta que lo he pasado muy bien escribiendo estas páginas que destruiré como siempre antes del aterrizaje. Lamento tener que mostrarme tan severo con Milstein, que es un artista admirable, pero esta vez se requiere un escarmiento que siembre el espanto entre la clientela. Siempre sospeché que Milstein me creía un estafador, y que mi poder no era para él otra cosa que el efímero resultado de la sugestión. Me consta que ha tratado de convencer a Grumiaux y a otros de que se rebelen abiertamente. En el fondo proceden como niños, y hay que tratarlos de la misma manera, pero esta vez la corrección será ejemplar. Estoy dispuesto a estropearle el concierto a Milstein desde el comienzo; los otros se enterarán con la mezcla de alegría y de horror propia de su gremio, y pondrán el violín en remojo por así decirlo.

Ya estamos llegando, el avión inicia su descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver cómo la tierra parece enderezarse amenazadoramente Me imagino que a pesar de su experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos aferradas al timón. Sí, era un sombrero rosa con volados, a mi tía le quedaba tan


Historias de cronopios
Tres aventuras de los personajes creados por Julio Cortázar.

Vialidad

Un pobre cronopio va en su automóvil y al llegar a una esquina le fallan los frenos y choca contra otro auto. Un vigilante se acerca terriblemente y saca una libreta con tapas azules.

-¿No sabe manejar, usted? -grita el vigilante.

El cronopio lo mira un momento, y luego pregunta:

-¿Usted quién es?

El vigilante se queda duro, echa una ojeada a su uniforme como para convencerse de que no hay error.

-¿Cómo que quién soy? ¿No ve quién soy?

-Yo veo un uniforme de vigilante -explica el cronopio muy afligido-. Usted está dentro del uniforme pero el uniforme no me dice quién es usted.

El vigilante levanta la mano para pegarle, pero en la mano tiene la libreta y en la otra mano el lápiz, de manera que no le pega y se va adelante a copiar el número de la chapa. El cronopio está muy afligido y quisiera no haber chocado, porque ahora le seguirán haciendo preguntas y él no podrá contestarlas ya que no sabe quién se las hace y entre desconocidos uno no puede entenderse. (1952)

Almuerzos

En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber que un fama pide con gran concentración un bife con papas fritas, y se queda deunapieza cuando el cronopio camarero le pregunta cuántas papas fritas quiere.

-¿Cómo cuántas? -vocifera el fama-. ¡Usted me trae papas fritas y se acabó, qué joder!

-Es que aquí las servimos de a siete, treinta y dos, o noventa y ocho -explica el cronopio.

El fama medita un momento, y el resultado de su meditación consiste en decirle al cronopio:

-Vea, mi amigo, váyase al carajo.

Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece instantáneamente, es decir que desaparece como si se lo hubiera bebido el viento. Por supuesto el fama no llegará a saber jamás dónde queda el tal carajo, y el cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el almuerzo dista de ser un éxito. (1952-1956)

'Never stop the press'

Un fama trabajaba tanto en el ramo de la yerba mate que-no-le-quedaba-tiempo-

para-nada. Así este fama languidecía por momentos, y alzando-los-ojos-al-cielo exclamaba con frecuencia: "¡Cuán sufro! ¡Soy la víctima del trabajo, y aunque ejemplo de laboriosidad, mi-vida-es-un-martirio!".

Enterado de su congoja, una esperanza que trabajaba de mecanógrafo en el despacho del fama se permitió dirigirse al fama, diciéndole así:

-Buenas salenas fama fama. Si usted incomunicado causa trabajo, yo solución bolsillo izquierdo saco ahora mismo.

El fama, con la amabilidad característica de su raza, frunció las cejas y estiró la mano. ¡Oh milagro! Entre sus dedos quedó enredado el mundo y el fama ya no tuvo motivos para quejarse de su suerte. Todas las mañanas venía la esperanza con una nueva ración de milagro y el fama, instalado en su sillón, recibía una declaración de guerra, y/o una declaración de paz, un buen crimen, una vista escogida del Tirol y/o de Bariloche y/o de Porto Alegre, una novedad en motores, un discurso, una foto de una actriz y/o de un actor, etc. Todo lo cual le costaba diez guitas, que no es mucha plata para comprarse el mundo.

(c 1955)

miércoles, 20 de mayo de 2009

Caronte (mitología)



Para otros usos de este término, véase Caronte.

Caronte, ilustración de Gustave Doré para La divina comedia de Dante.


En la mitología griega, Caronte (en griego antiguo Χάρων Khárôn, ‘brillo intenso’) era el barquero del Hades, el encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río Aqueronte si tenían un óbolo para pagar el viaje, razón por la cual en la Antigua Grecia los cadáveres se enterraban con una moneda bajo la lengua. Aquellos que no podían pagar tenían que vagar cien años por las riberas del Aqueronte, hasta que Caronte accedía a portearlos sin cobrar.

Aunque con frecuencia se dice que porteaba las almas por el río Estigia, como sugiere Virgilio en su Eneida (libro VI, 369), según la mayoría de las fuentes incluyendo a Pausanias (x.28) y más tarde Dante (Inferno) el río que en realidad transitaba Caronte era el Aqueronte.

Caronte era el hijo de Érebo y Nix. Se le representaba como un anciano flaco y gruñón de ropajes oscuros y con antifaz (o, en ocasiones, como un demonio alado con un martillo doble) que elegía a sus pasajeros entre la muchedumbre que se apilaba en la orilla del Aqueronte, entre aquellos que merecían un entierro adecuado y podían pagar el viaje (entre uno y tres óbolos). En Las ranas, Aristófanes muestra a Caronte escupiendo insultos sobre la gente obesa.

Era muy raro que Caronte dejara pasar a un mortal aún vivo. Heracles, cuando descendió a los Infiernos sin haber muerto, no hubiera podido pasar de no haber empleado toda su fuerza para obligarle a cruzar el río, tanto a la ida como a la vuelta. Caronte fue encarcelado un año por haber dejado a pasar a Heracles sin haber obtenido el pago habitual exigido a los vivos: una rama de oro que proporcionaba la sibila de Cumas. Virgilio narra en la Eneida (libro VI) el descenso de Eneas a los Infiernos acompañado de dicha sacerdotisa.

Otro mortal que logró «cruzar dos veces victorioso el Aqueronte» (Gérard de Nerval, Muchachas de fuego) es Orfeo, quien encantó a Caronte y a Cerbero para traer de vuelta al mundo a su amada muerta, Eurídice, a quien perdió definitivamente en su viaje de vuelta. Psique también logró hacer el viaje de ida y vuelta estando viva.

Homero y Hesíodo no hacen ninguna referencia al personaje. La primera mención de Caronte en la literatura griega parece ser un poema Minio, citado por Pausanias. Dicho poema atribuye a la leyenda de Caronte un origen egipcio, como confirma Diodoro Sículo. Los etruscos mencionan también a un Caronte que acompañaba a Marte a los campos de batalla.

Dante Alighieri incorporó a Caronte en la mitología cristiana en La divina comedia (libro III, línea 78). Aquí era el mismo que su equivalente griego, pagándosele un óbolo para cruzar el Aqueronte. Es el primer personaje con nombre que Dante encuentra en el infierno, apareciendo en el tercer Canto del Infierno.


Fuentes
La barca de Caronte, Sueño, Noche y Morfeo, por Luca Giordano.Eurípides, Héraclides v.432;
Pausanias x.28.2;
Virgilio, Eneida vi.299.

lunes, 18 de mayo de 2009

Almudena G.

Almudena Grandes
Cuando yo era pequeña, quería ser mayor para poder leer La
Codorniz.
Mis dos abuelas habían muerto muy jóvenes, casi a la vez,
antes de que yo alcanzara lo que entonces se llamaba el “uso de
razón”, pero para mi fortuna, y para la de mi razón, me quedaba mi
tía Charo. Ella, la hermana pequeña de mi abuelo Manolo Grandes
y la abuela que nunca me faltó, era la que compraba todas las
semanas “la revista más audaz para el lector más inteligente”. Y en
verano, cuando la veía sentarse en el porche, siempre en la misma
butaca, y encender un Chesterfield para leerse La Codorniz de cabo
a rabo, yo sentía que estaba pasando algo importante. A partir de
aquel momento, la tía Charo no hablaba, no miraba, no escuchaba,
no oía. Pero nadie podía sospechar que había dejado de respirar,
de pensar o de vivir, porque se partía de risa.
Cuando yo era pequeña, quería ser mayor para poder
partirme de risa leyendo La Codorniz, aquella lectura inapropiada,
no exactamente prohibida, porque en mi casa nunca se prohibió
leer, que lograba despistar a veces para volcarme sobre ella con
tanta avidez como frustración, porque por mucha atención que
destinara a su lectura, nunca me enteraba de nada. La verdad es
que años más tarde, cuando la he ojeado en todos los puestos
callejeros y librerías de viejo donde he encontrado números sueltos,
no me he enterado de mucho más. Los incontables collares de las
condesas de Serafín, y esos chistes verdes en los que Chummy-
Chúmez dibujaba mujeres acorazadas, de puro decentes, me
resultan hoy tan indescifrables como los artículos de Tono o de
Mihura, sobre subsecretarios, cacerías y procuradores por el tercio
familiar. Esa es la medida de mi suerte. La medida de la desgracia
de mi tía Charo era no encontrarla en el quiosco.
- ¡Hala! –y sólo con verla, una abrumadora desolación
enturbiando sus ojos, los labios a cambio tensos de indignación,
todos sabíamos lo que había pasado-. ¡Ya han vuelto a censurar La
Codorniz!
Yo aprendí de mi tía Charo que en España había una cosa
que se llamaba censura y que hacía infeliz a gente que no se lo
merecía. Justo fue que lo aprendiera de ella, porque ella fue
también quien me enseñó a leer periódicos. Todos los días
compraba varios, unos por la mañana, otros por la tarde, y los leía
con un apetito minucioso, relajado, el placer primaveral de quien
paladea un helado en una tarde de mayo, encendiendo un
Chesterfield con la colilla del anterior, y saltándose siempre,
religiosamente, los artículos de opinión.
- ¿Y para qué se creerán estos que me gasto yo tanto dinero
en periódicos? –decía mientras tanto-. ¡Pues para formarme mi
propia opinión, naturalmente, ni que me hiciera falta conocer la
suya!
Aquellos días en los que el olor del humo se confundía con el
aroma áspero y entintado del papel de periódico, me enseñaron que
la memoria de la libertad, es libertad. La libertad sin memoria, una
flor de invernadero, frágil y anémica, débil, delicada, interesante
quizás en su palidez, pero expuesta siempre a fracasar por
cualquier contratiempo, un cambio de temperatura, un riego
inadecuado, una simple corriente de aire. Yo lo sé porque crecí en
un país sin libertad, pero vi cómo resplandecía su memoria en los
ojos de algunas mujeres de mi familia, que al evocarla, volvían a ser
jóvenes, felices, y tan libres como fueron una vez.
- ¿Y tú por qué no te casaste, tía Charo?
- ¿Yo? ¿Para qué? ¿Para aguantar a un señor que me dé
órdenes? No, hija mía, no. A mí nunca me ha gustado obedecer.
He recibido pocas lecciones de libertad tan radicales como las
que me dio aquella mujer que desobedecía leyendo La Codorniz.
Acaso las que recibí de la otra hada madrina de mi infancia, mi tía
Camila, una mujer extraordinaria que a los sesenta años seguía
siendo una belleza, alta, sensual, opulenta como una odalisca, la
más coqueta y, en el mejor sentido de la palabra, desvergonzada
que he conocido jamás.
- Escuchadme bien porque, cuando yo me muera, esto ya no
os lo podrá contar nadie.
Así empezaba Camila todas sus historias y, entre ellas, mi
favorita, el relato de la noche de 1932 en la que fue proclamada
Miss Chamberí por aclamación popular, en la verbena que se
celebró en el solar donde, más de veinte años después, se edificó
un mercado, el de Barceló, sobre el que acabaría escribiendo yo
tantos artículos. Pues nada, contaba ella, que yo estaba allí con mis
amigas, pasando el rato, y la gente empezó a gritar, ¡la de verde!,
¡la de verde!, y yo, pues, gritaba lo mismo, ¡la de verde!, hasta que
Merceditas me dijo, pero, calla, Camila, que la de verde eres tú... Y
yo dije, ¡ah!, pero si las que están ahí arriba son mucho más guapas
que yo, y a mi alrededor, la gente decía, ¡que no, que no, que tú
eres la más guapa! Y ya no me quedó más remedio que subir, claro,
y me hicieron fotos para los periódicos, y me pusieron una banda y
todo. Aunque también es verdad que cuando volví a casa, por la
noche, tu bisabuelo, o sea, mi padre, me la quitó de un bofetón...
Yo, que nunca me cansaba de oír aquel relato, pedía más y
más detalles de aquella miss vestida de verde mientras mi tía
Charo, a quien aquel episodio le parecía de una insuperable
frivolidad, meneaba la cabeza con desánimo. En aquella época, me
parecía que no podían existir dos mujeres más diferentes. Ahora sé
que eran tan semejantes como las dos caras de una misma
moneda. Una se dejó casar, y nunca se resignó a que no le
permitieran separarse de su marido. La otra se negó a correr ese
riesgo, prefirió trabajar y defendió su independencia como una fiera.
Las dos pagaron un precio igual de injusto por intentar seguir
viviendo como habían aprendido a vivir de jovencitas, como mujeres
libres, bajo una bota programada para aplastar cualquier vestigio de
libertad real o imaginaria, y sobre todo, la memoria misma de la
libertad.
Eran sólo dos mujeres, nada frágiles por cierto, pero sólo dos
mujeres, fuertes como dos rocas, pero dos mujeres, nada, casi
nada, dos mujeres solas contra el aparato de adoctrinamiento de
todo un estado, y sin embargo, se salieron con la suya. Porque
fueron ellas las que me enseñaron, cada una a su manera, no sólo
en qué consistía la libertad.
Por eso, y porque ninguna de las dos tuvo hijos, pero las dos
me tendrán siempre a mí para recordarlas, he querido que me
acompañen esta tarde, en este escenario al que van a subir los
ganadores de la vigésimo sexta edición de los Premios Ortega y
Gasset, tan vinculados siempre, pero tal vez este año más que
nunca, a la memoria de la libertad de España, un proceso en el que
el diario El País jugó, desde el mismo momento de su fundación, un
papel protagonista que nunca debería abandonar. Si en el momento
de su aparición, El País encarnó toda una imagen de la sociedad
civil española, aquel ansia explosiva de libertad para ahora mismo
que nos sacudía como una corriente eléctrica mientras lo
estrenábamos todo, nuestro país, nuestras ciudades, nuestras
vidas, las noches de nuestros días, el hambre y la sed, la política, y
la política, y la política, porque todo era nuevo, flamante,
espléndido, y tan placentera la insólita brisa de la libertad
acariciando nuestros insólitos brazos desnudos, hoy debe recoger
también los posos de aquella euforia, el sedimento estable y
maduro de un desencanto inevitable, y los brotes juveniles que aún
son capaces de desordenarlo de vez en cuando.
Ahora que España es un país admirablemente aburrido,
afortunadamente previsible y definitivamente vulgar, para nuestro
bien y el de nuestros hijos, la sociedad civil puede escoger con
serenidad sus propias causas. En los últimos tiempos, ninguna la ha
conmovido tanto como la memoria de la libertad perdida y
recuperada, que había sacudido ya a todos, o a casi todos, los
españoles de mi generación, en la intimidad de sus viejas historias
familiares, antes de que llegara a consolidarse una corriente de
pensamiento, yo diría que también de sentimiento, que ha explotado
en los últimos años en toda clase de manifestaciones individuales y
colectivas. La reivindicación de la memoria de las viejas libertades
ha vuelto a situar a la sociedad civil española por delante de la
clase política, y muy por delante de las instituciones, treinta años
después de la Transición. Por eso quiero felicitar a los miembros del
jurado de los XXVI Premios Ortega y Gasset de Periodismo,
mientras me felicito a mí misma, por haber premiado unos trabajos,
y a unos autores, que han sabido representarnos a todos.
Una imagen de Adolfo Suárez, vestido de verano y tan
elegante como siempre, mientras pasea con el Rey en el plácido y
fresco verdor de un jardín bien cuidado, sería siempre interesante,
pero la fotografía ganadora de este año, es mucho más valiosa por
lo que no se ve. Que su autor, Adolfo Suárez Illana, es el hijo mayor
del primer presidente de la democracia, que su padre ya no se
acuerda de lo importante que será siempre para la memoria de este
país, y que su figura encarna lo que una cruel, impía enfermedad,
impide que él recuerde, pero nunca olvidaremos los demás.
El reportaje de Amaya García, premiado en la categoría de
periodismo digital, es otro alegato contra el olvido, y otro acto de
amor, como todos los que inspiran la memoria de las cosas que
merecen la pena. Durante setenta años, los 4.300 fusilados
republicanos enterrados en la que, hasta ahora, es la fosa común
más grande de España, la del cementerio de San Rafael, en
Málaga, no fueron sólo polvo y huesos, sino un secreto y una
vergüenza, la ausencia de sí mismos, la inexistencia misma de
4.300 cadáveres sin nombres, sin apellidos, sin historia, como
fantasmas pálidos y anónimos expulsados de la realidad. Cuando
un equipo de arqueólogos y forenses se propuso devolverles su
identidad, Amaya estaba allí, y quiso, y supo, y pudo contarlo,
transmitir la estremecedora emoción de ese momento.
Y de mi querido maestro, y vecino, y amigo, Jorge Martínez
Reverte, ¿qué puedo decir? Él, que me había conmovido ya tantas
veces, que había volcado en sus páginas tantas palabras, tantos
instantes, tantas historias memorables, tejidas con una sustancia
afín al corazón humano, lo consiguió otra vez con el relato de la
muerte de su madre, Josefina Reverte, a quien yo conocía ya desde
que leí aquel libro hermoso, tan español y tan lleno de ternura, que
Jorge y su hermano Javier titularon “Soldado de poca fortuna”.
Mientras leía esta historia de amor, la amorosa crónica del final de
una mujer que había sido buena, dulce, feliz, y no se merecía una
muerte agria y fea, volví a admirarme de la grandeza de la buena
literatura, que siempre es capaz de mejorar hasta las mejores
causas, como la defensa de una muerte digna.
Sé que Tomás Eloy Martínez no es español, y que es
probable que no conozca algunos de los datos, ni sepa interpretar
las referencias a las que he recurrido hasta ahora. Pero sé que
Tomás Eloy es argentino, y por eso, estoy segura de que me ha
entendido. Quizás me entienda aún mejor cuando le cuente que el
azar me hizo nacer un 7 de mayo, para hacerme compartir todos
mis cumpleaños con Eva Duarte de Perón, a la que él llamó Santa
Evita en el libro que hizo de mí una más de sus lectores. Allí, entre
otros textos suyos, aprendí cuánto sabe Tomás Eloy de los
mecanismos de la memoria y de la naturaleza de la libertad.
La memoria de la libertad es libertad porque se consolida en
el presente y se proyecta generosamente en el futuro. Los
españoles, que sabemos tanto de su pérdida, y de su reconquista,
deberíamos ser conscientes siempre de que las libertades que no
se defienden, se acaban perdiendo. Y en momentos delicados,
como la crisis económica que amenaza el nivel de bienestar del que
hemos disfrutado durante los últimos años, debemos ser aún más
conscientes de la necesidad de defender una prensa libre y plural,
como expresión suprema de la madurez que nos negaron durante
tantos años.
Con mi memoria a cuestas, quiero terminar agradeciendo al
diario El País la invitación que me ha permitido dirigirme a ustedes
aquí, esta tarde. Créanme si les digo que a aquella niña, que de
pequeña quería ser mayor para poder leer La Codorniz todas las
semanas, en un país sin censura, nada le habría gustado más que
verme aquí, en este momento.

Otra vez le toca a Juanjo Millás escribir- Mujer del 112

Así son mis días


Me desperté con síntomas de gripe. Febrícula, dolor muscular, aturdimiento y ganas de escribir. Llamé al 112 y conté todo excepto lo de las ganas de escribir. Cuando me dijeron que me enviaban una ambulancia, se me retiraron de golpe los síntomas, incluido el de las ganas de escribir.
—El caso –dije– es que se me acaba de retirar el cuadro sintomático.
Me gusta mucho la expresión cuadro sintomático, me parece que proporciona respetabilidad al que la pronuncia, por eso mismo la solté. Escuché al otro lado un silencio dubitativo.
—¿Entonces tiene o no tiene gripe? –preguntó el hombre de forma algo grosera, como si estuviera hablando con alguien que no supiera emplear la expresión cuadro sintomático. O con un hipocondriaco.
Le dije la verdad, que tenía la gripe cuando no llamaba y se me quitaba cuando llamaba.
—Y no sé qué hacer –añadí–, tengo hijos pequeños a los que me da miedo contagiar, por si se tratara de la porcina.
—Le paso con la jefa del servicio –dijo.
Se puso una mujer encantadora, con una voz en la que uno se quedaría a vivir. Le expliqué de nuevo los síntomas, esta vez incluidas las ganas de escribir, y me explicó que se trataba seguramente de un ataque de creatividad.
—Póngase usted a escribir –añadió– y olvídese de todo.

Me puse a escribir un cuento sobre una mujer que vive sola y desnuda; sola porque se acaba de divorciar y desnuda porque hace cuarenta grados a la sombra. En esto, la mujer se da cuenta de que estoy escribiendo sobre ella y me llama mirón desde la página.
—No soy un mirón –le digo–, soy un escritor que está contando tu historia.
—Mi historia no le importa a nadie –dice ella–. ¿Por qué no escribes sobre tu madre?
—Porque mi madre no se acaba de divorciar ni se pasea desnuda por la casa, mi madre es una madre excelente, pero carece de interés como personaje de cuento.
La mujer me pregunta entonces por qué escribo y yo le digo que para que mis amigos me quieran más. Ella me dice que eso es de García Márquez y tengo que reconocer que, en efecto, es de García Márquez. No me imaginaba que se trataba de un personaje tan culto. Entonces, como necesito hablar con alguien desesperadamente, le digo la verdad, que me he levantado con síntomas gripales y que me han desaparecido de golpe cuando he llamado al 112. Ella me dice que casualmente trabaja en el 112. Soy la jefa del servicio, añade. Entonces reconozco su voz, es la mujer con la que acabo de hablar. Se lo digo.
—Acabo de llamarte y me has dicho que me pusiera a escribir, que lo que tenía era un ataque de creatividad.
—Te he dicho que te pusieras a escribir, pero no a escribir sobre mí, y menos en estas circunstancias, desnuda como estoy; espera al menos a que me ponga un poco decente.

La mujer va a su habitación, abre el armario, tira del cajón de la ropa interior y revuelve entre los sujetadores y las bragas. Yo lo veo todo porque soy el escritor de la escena, o sea, que no me queda más remedio. De hecho, le digo que me perdone, que no es que sea un mirón, sino que tengo que escribir lo que veo, o ver lo que escribo, ahora no caigo. Ella me dice que lo entiende y que no me preocupe.
Elige un conjunto de color tabaco que se pone allí mismo, delante de mí, pero actúa como si estuviera sola en aquella habitación. De hecho, lo está, yo sólo soy el escritor que cuenta la escena y estoy fuera de ella. Si estuviera dentro, no me sería posible escribirla, estaría viviéndola. Una vez que se ha puesto las bragas y el sujetador me pregunta si me gustaría que se cepillara los dientes y le digo que sí porque me vuelven loco las escenas domésticas. Mujeres solas que se mueven por la casa, del cuarto de baño a la cocina y de la cocina al salón, abandonadas a sí mismas, ignorantes de que este escritor las está viendo por el ojo de la cerradura, o de la escritura, que es también una forma de ojo.

En esto entra mi mujer en la habitación y dice que me nota raro. Raro, ¿cómo?, digo yo. Me toca la frente y dice que estoy febril. Y tengo dolores musculares, añado yo (me callo lo de las ganas de escribir). A ver si va a ser la gripe esa, mejor llamar al 112, dice ella. Llamamos de nuevo al 112, pero a medida que describo los síntomas me van desapareciendo. Entonces se pone la jefa del servicio y me recomienda que siga con el cuento de la mujer desnuda. Mi mujer suspira con gesto de resignación. Así son mis días.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Cuentos alcohólicos: Syrah
Cris Civale.

Lo llamaban Cabo de Miedo porque tenía un ligero aire a Robert de Niro en la película de ese nombre dirigida por Martin Scorsese, pero sobre todo le decían así por esa costumbre tan típicamente suya de usar guayaberas floreadas y andar entre empecinado y maníaco, prepoteando por las calles de la ciudad.



Cabo de miedo tenía un pasado confuso. Algunas veces decía que había sido asesor en el Ministerio de Economía en la época de Isabelita, otras tantas contaba que había sido manager de artistas y se jactaba de su representado estrella, el difunto Nicola Reyes, un folclorista que se mató en una ruta por exceso de alcohol y cansancio. Cabo de Miedo era, también, un hombre excesivo. Tenía algo más de 40 años, el pelo castaño, largo hasta la cintura y bien lacio, formando una cola de caballo que se ataba con una gomita brillante y de elasticidad relativa. Tenía una colección que guardaba en el bolsillo izquierdo de su pantalón junto con las bolsas de los productos que vendía, papeles con cocaína. No vendía ningún otro tipo de drogas porque, aseguraba, ninguna le daba tanto rédito como ésta a la que solía distribuir en unas bolsitas que a él le parecían muy profesionales, como de lujo. Eran una especie de pequeños sobres de plástico con un cierre adherente que permitían que el producto no se humedeciera ni que se desparramara, manteniendo la calidad de la entrega inicial. Sin embargo, Cabo de miedo abultaba cada sobrecito con novalgina o sal de fruta, según lo que tuviese más a mano. Paraba todas las noches en la barra de un bar de moda en Palermo desde donde manejaba con bastante discreción sus negocios. Él jamás consumía y no le vendía a menores de edad. Solía portar una navaja que, de tanto en tanto, mostraba, amenazante, a la vez que decía:
-Conmigo no se jode, nena.
Lo conocí un tarde de septiembre, cuando yo esperaba, como solía hacer cada vez que me quedaba sin hombre, para hacer mi particular casting de amantes. En esas circunstancias solía acudir al penal de Villa Devoto donde, entre los reclusos que salían en libertad, elegía a quien, en el futuro, decidiría a amar. Alguna vez había tenido un par de encontronazos fogosos con un guardia que me daba una lista con los liberados y, más o menos, intentaba pintarme un perfil de cada uno. A cambio, le cocinaba alguna que otra comida que le llevaba en un taper. Para los dos se había acabado el mutuo apetito sexual, pero el guardia siempre tenía hambre de comida casera y yo suelo ser, entre otras cosas, una muy buena cocinera.

Mi idea de buscar hombres en el penal tenía que ver con que por entonces consideraba que era una oportunidad única de alzarme con un buen partido. Contaba con su desesperación y la obligada soledad que abandonaban. Eso me garantizaba sexo fuerte y continuado y una misión en la vida, la de intentar convertirlos en hombres de bien, aunque por bien yo sólo entendiera el hecho de que me mantuviesen. No elegía ni rateros ni delincuentes de poca monta. Tampoco violadores o asesinos. Además del aspecto físico, me importaba que tuvieran algo material para darme. En realidad, era lo único que me importaba.
Esa inquietud por el dinero provenía de una infancia vivida con ostentación junto a mi familia, formada por madre, padre y tres hermanos varones. La discreta opulencia de la casa de Belgrano chico se debía al trabajo gerencial de mi padre en un banco extranjero y al esfuerzo de mi madre como funcionaria de carrera en el campo diplomático. MIs padres temblaban ante la sola idea de ser pobres y me transmitieron ese temor. De todos modos me hastié del módico lujo pero sobrevivió la manía por el dinero. Necesitaba tenerlo, pero a la vez sentía culpa y a todo esto se sumaba que no me gustaba trabajar.
No quería dinero en grandes cantidades. Sólo para lo indispensable, para lo realmente básico. Mis sueños tenían la humildad que durante mi infancia no me habían enseñado. Probablemente fue por esa necesidad de austeridad no heredada que abracé el noviciado en la congregación de las hermanas de San Camilo, santo del que una tía mía era devota. Había decidido hacerme monja por una cuestión de comodidad, porque sabía que de por vida iba a tener una misión tan fácil como quisiera, techo y comida. Lo necesario. Ni más ni menos.
Con eso cubría casi completamente tanto mis necesidades como mis ambiciones. No me importaban los votos porque pensaba violarlos todos, pero haría lo posible para guardar la mayor discreción. En esos tiempos era lo suficientemente ingenua como para creer que algo así resultaría posible. Antes de perder la virginidad entre las piernas de un alumno de una escuela marista que asistía a mis clases de catequesis, ya me robaba la colecta de las misas y retiraba una botella de syrah con el que cura se mojaba los labios desde un cáliz a la hora de la bendición. No era tan tonta como para quedarme con todo el dinero recaudado, pero en la misa de los domingos me quedaba con unas cuantas monedas y una botella sin abrir de la bodega. Tanto la hermana superiora como el padre que oficiaba la misa, lo habían notado desde un primer momento. Lo había visto reflejado en su rostros. Con todo no me dijeron nada, dándome tiempo para que me arrepintiera. Pero cuando el padre del alumno de la clase de catequesis fue a quejarse porque su hijo había sido "manoseado" -usó exactamente esa palabra- por mí, ya no tuvieron margen y me expulsaron de la comunidad, sin atender a mis falsas frases de arrepentimiento. No insistí demasiado. Estaban haciendo lo correcto.



Como seguía sin convencerme la idea de trabajar, volví a la casa paterna dispuesta a hacer de mi vida otra cosa que me garantizase la supervivencia básica. No tenía ningún otro deseo.
Ya que no había podido hacerme monja y no tenía valor para convertirme en una delincuente peligrosa ni en una bandida de poca monta, sinteticé mis deseos frustrados en buscar a ex-presos como amantes. Y también estaba lo de la redención, algo que me había quedado del noviciado. Fue así como empecé a concurrir al penal.

Antes de conocer a Cabo de Miedo, ya había intentado armar, sin éxito, una pareja con Raúl, un cuarentón atracador de bancos que tuvo dos golpes exitosos pero que en el tercero cayó por una fatalidad. El auto en el que debía escapar no arrancó a último momento y, como Raúl y su banda habían usado armas falsas, no tuvieron más remedio que entregarse ya que no podían exponerse a un tiroteo. Lo abandoné luego de ocho meses de idilio casi perfecto cuando descubrí los planos de un nuevo golpe. No había conseguido redimirlo. Raúl se resistió a irse de su propia casa -que había comprado con el dinero de los golpes anteriores secretamente guardados por su madre en un escondite casero, un hoyo en el jardín de su casa- pero yo lo obligué a que pusiera el departamento a mi nombre, amenazándolo con denunciarlo. Estaba tranquila porque sabía que Raúl era ladrón pero no un asesino y también medio cagón. Con lo cual el plan me salió redondo. Me quedó con un departamento de dos ambientes con balcón a la calle en Almagro y me dediqué a buscar a mi próximo hombre.

Volví a pararme en la puerta del penal. El guardia de siempre me había dado un fija. Iba a salir un estafador de guante blanco, un tipo que había hecho grandes desfalcos y, que en alguna parte, debería tener parte del dinero mal habido. Eso dato me bastó para esperarlo con ansiedad pero cuando lo vi por primera vez no me habría importado que hubiese sido un ladrón de panes. Se llamaba Carlos y era el hombre más apuesto que jamás había visto. Era alto y de cuerpo espigado, de piernas y brazos largos y delgados, con el pelo renegrido y con una sonrisa tan cautivante y perfecta que cuando me lo crucé para encararlo y me sonrió ya supe que sería capaz de enamorarme locamente de él. En ese momento olvidé el único detalle que no tendría que haber perdido de vista, lo que me había dicho el guardia, que Carlos era un estafador y como tal fue él esta vez el que me embaucó. Pasamos tres meses juntos viviendo en el departamentito de Almagro. El me juraba que me amaba, que me amaba y que me amaba y yo le creía, le creía y le creía.
Carlos vestía ropas caras y la llevaba a fiestas lujosas en las que, cada vez, decía que era una persona diferente. Un empresario español -era capaz de imitar el acento-, un estanciero de Bragado o un ejecutivo de Microsoft. Ya había dejado de lado la idea de la redención. A mí todo me parecía muy divertido y estaba segura de que había encontrado al hombre para pasar el resto de mi vida. Hasta que un día fuimos a almorzar al restaurant del Yatch Club de Puerto Madero y Carlos se ausentó para ir al baño. El tiempo pasaba y Carlos no volvía. Le pedí al mozo que por favor fuese a fijarse si algo malo había sucedido. El mozo mandó a un cadete que volvió asegurando que el baño estaba vacío. Quedé desolada y apenas pude soportar la vergüenza. Carlos jamás regresó. Tuve que hacerme cargo de la cuenta y del dolor que había significado tan singular abandono. A los dos días me lo crucé por la avenida Santa Fe y me planté frente a él con una sonrisa tierna. Era capaz de disculparle todo. El me corrió de su camino con suavidad y siguió de largo, como si jamás me hubiese conocido.
Lo seguí dos cuadras pero Carlos logró escabullirse y así lo perdí de vista.
Me encontraba tan herida que no quise esperar más tiempo y fue por eso que esa misma tarde, desde la avenida Santa Fe paré un taxi y me fui a Devoto. No le pregunté nada a mi amigo el guardia y me llevé al primero que salió. Fue así como conocí a Cabo de miedo.

Había decidido entregarme a mi destino sin resistencia. Lo acompañaba todas las noches al bar donde Cabo hacía sus diligencias y a cambio le pedía que me diera cinco papeles que, o bien me tomaba o bien revendía volviendo a racionarlos. Estaba perdida y aunque Cabo de miedo era un hombre gentil y un amante virtuoso, yo seguía prendada de Carlos y preguntándome qué había sido todo aquello de su rebuscada invisibilidad. Por más que le daba vueltas al asunto, no le encontraba ninguna explicación. Sólo cuando terminaba de beberme una botella entera de syrah, el souvenir de mi época de monja, dejaba de hacerme preguntas.

Una de las noches en que estaba en la barra del bar junto a Cabo, vi a Carlos. No podía creerlo. Caminaba directo hacia mi. Había dejado de ser invisible, había vuelto a reconocerme. De un brazo me sacó de la barra y no me importó nada. No le pedí ninguna explicación. Cabo ni se movió. Solo murmuró su frase muletilla.< bR> -Conmigo no se jode, nena.
Carlos y yo salimos a la calle sin hacerle caso. Allí un Alfa Romeo con chofer nos estaban esperando.
-Todo vuelve a su lugar. –pensé mientras el auto se deslizaba por la ciudad y Carlos me pasaba el brazo por el hombre en silencio.
No pudimos andar mucho porque a las pocas cuadras nos detuvo la policía. Carlos fue encerrado por una nueva estafa y yo por traficar. Esa noche tenía una cantidad de papeles tal que no pude alegar que eran para consumo personal.
Pasé ocho meses en el penal de Ezeiza carteándome con Carlos, al que le esperaban más de dos años entre rejas. En realidad la que escribía frenéticamente era yo. Carlos no contestaba. Igual me juré que lo esperaría y que ya nunca más iría a Devoto a buscar hombres, sólo a verlo a él, cada vez que se me permitiese una visita. Carlos me contestó por fin. Me intimó a que no me molestase, que él no estaba para recibir visitas y esa fue la primera y única carta que recibí de él.
Pasé el último mes en el penal llorando, no sabiendo cómo iba a continuar con mi vida. Ya no tenía sentido ir a buscar hombres a Devoto, ya no tenía sentido nada de nada. Carlos era otra vez invisible y eso era intolerable.
Cuando salí en libertad, me estaba esperando Cabo en un Renault 12. No pude alegrarme, sabía que nos habíamos traicionado. Yo lo abandoné sin ningún cuidado aquella noche; él, para vengarse, me denunció a la policía con la que, desde que había salido de la cárcel, tenía un acuerdo preferencial.
Cabo me obligo a subirme a su auto.
-Te dije que conmigo no se jode, nena.
Desde allí mismo me llevó en un viaje eterno a Córdoba, a un convento de la congregación de San Camilo, donde funcionaba una huerta de recuperación. No tuve fuerzas para rehusarme.


Así pasan el resto de mis días, internada como una laica delincuente en la congregación a la que alguna vez había querido pertenecer.
Cabo de miedo me visita una vez por mes y me trae las botellas de syrah suficientes como para que aguante hasta su próxima visita. Sigue usando guayaberas y el pelo largo y lacio atado en una cola de caballo. Cada vez antes de irse, me advierte.
-Conmigo no se jode, nena.
Con el tiempo, empecé a estimar mi encierro y me calmé por completo cuando empecé a darme cuenta de que el único romance que había buscado durante toda su vida era uno conmigo misma. Carlos había sido un espejo donde me había buscado, como lo habían sido todos los demás hombres y hasta la loca idea del noviciado.
Entre las paredes de mi cuarto austero pude descubrirlo. Entendí, también, de una vez y para siempre, que buscaba a los delincuentes no porque anhelara su vértigo sino porque envidiaba sus encierros, esos momentos en los que la vida se detiene y sólo quedaba pasar el tiempo y nada más.
Dejé de temerle a Cabo de miedo y a su frase favorita.
Tengo que admitirlo: es lo único que quiero, no salir nunca más de allí dentro, no salir nunca más de dentro de mí y abrazarme cada noche a mi botella de vino.