lunes, 18 de mayo de 2009

Almudena G.

Almudena Grandes
Cuando yo era pequeña, quería ser mayor para poder leer La
Codorniz.
Mis dos abuelas habían muerto muy jóvenes, casi a la vez,
antes de que yo alcanzara lo que entonces se llamaba el “uso de
razón”, pero para mi fortuna, y para la de mi razón, me quedaba mi
tía Charo. Ella, la hermana pequeña de mi abuelo Manolo Grandes
y la abuela que nunca me faltó, era la que compraba todas las
semanas “la revista más audaz para el lector más inteligente”. Y en
verano, cuando la veía sentarse en el porche, siempre en la misma
butaca, y encender un Chesterfield para leerse La Codorniz de cabo
a rabo, yo sentía que estaba pasando algo importante. A partir de
aquel momento, la tía Charo no hablaba, no miraba, no escuchaba,
no oía. Pero nadie podía sospechar que había dejado de respirar,
de pensar o de vivir, porque se partía de risa.
Cuando yo era pequeña, quería ser mayor para poder
partirme de risa leyendo La Codorniz, aquella lectura inapropiada,
no exactamente prohibida, porque en mi casa nunca se prohibió
leer, que lograba despistar a veces para volcarme sobre ella con
tanta avidez como frustración, porque por mucha atención que
destinara a su lectura, nunca me enteraba de nada. La verdad es
que años más tarde, cuando la he ojeado en todos los puestos
callejeros y librerías de viejo donde he encontrado números sueltos,
no me he enterado de mucho más. Los incontables collares de las
condesas de Serafín, y esos chistes verdes en los que Chummy-
Chúmez dibujaba mujeres acorazadas, de puro decentes, me
resultan hoy tan indescifrables como los artículos de Tono o de
Mihura, sobre subsecretarios, cacerías y procuradores por el tercio
familiar. Esa es la medida de mi suerte. La medida de la desgracia
de mi tía Charo era no encontrarla en el quiosco.
- ¡Hala! –y sólo con verla, una abrumadora desolación
enturbiando sus ojos, los labios a cambio tensos de indignación,
todos sabíamos lo que había pasado-. ¡Ya han vuelto a censurar La
Codorniz!
Yo aprendí de mi tía Charo que en España había una cosa
que se llamaba censura y que hacía infeliz a gente que no se lo
merecía. Justo fue que lo aprendiera de ella, porque ella fue
también quien me enseñó a leer periódicos. Todos los días
compraba varios, unos por la mañana, otros por la tarde, y los leía
con un apetito minucioso, relajado, el placer primaveral de quien
paladea un helado en una tarde de mayo, encendiendo un
Chesterfield con la colilla del anterior, y saltándose siempre,
religiosamente, los artículos de opinión.
- ¿Y para qué se creerán estos que me gasto yo tanto dinero
en periódicos? –decía mientras tanto-. ¡Pues para formarme mi
propia opinión, naturalmente, ni que me hiciera falta conocer la
suya!
Aquellos días en los que el olor del humo se confundía con el
aroma áspero y entintado del papel de periódico, me enseñaron que
la memoria de la libertad, es libertad. La libertad sin memoria, una
flor de invernadero, frágil y anémica, débil, delicada, interesante
quizás en su palidez, pero expuesta siempre a fracasar por
cualquier contratiempo, un cambio de temperatura, un riego
inadecuado, una simple corriente de aire. Yo lo sé porque crecí en
un país sin libertad, pero vi cómo resplandecía su memoria en los
ojos de algunas mujeres de mi familia, que al evocarla, volvían a ser
jóvenes, felices, y tan libres como fueron una vez.
- ¿Y tú por qué no te casaste, tía Charo?
- ¿Yo? ¿Para qué? ¿Para aguantar a un señor que me dé
órdenes? No, hija mía, no. A mí nunca me ha gustado obedecer.
He recibido pocas lecciones de libertad tan radicales como las
que me dio aquella mujer que desobedecía leyendo La Codorniz.
Acaso las que recibí de la otra hada madrina de mi infancia, mi tía
Camila, una mujer extraordinaria que a los sesenta años seguía
siendo una belleza, alta, sensual, opulenta como una odalisca, la
más coqueta y, en el mejor sentido de la palabra, desvergonzada
que he conocido jamás.
- Escuchadme bien porque, cuando yo me muera, esto ya no
os lo podrá contar nadie.
Así empezaba Camila todas sus historias y, entre ellas, mi
favorita, el relato de la noche de 1932 en la que fue proclamada
Miss Chamberí por aclamación popular, en la verbena que se
celebró en el solar donde, más de veinte años después, se edificó
un mercado, el de Barceló, sobre el que acabaría escribiendo yo
tantos artículos. Pues nada, contaba ella, que yo estaba allí con mis
amigas, pasando el rato, y la gente empezó a gritar, ¡la de verde!,
¡la de verde!, y yo, pues, gritaba lo mismo, ¡la de verde!, hasta que
Merceditas me dijo, pero, calla, Camila, que la de verde eres tú... Y
yo dije, ¡ah!, pero si las que están ahí arriba son mucho más guapas
que yo, y a mi alrededor, la gente decía, ¡que no, que no, que tú
eres la más guapa! Y ya no me quedó más remedio que subir, claro,
y me hicieron fotos para los periódicos, y me pusieron una banda y
todo. Aunque también es verdad que cuando volví a casa, por la
noche, tu bisabuelo, o sea, mi padre, me la quitó de un bofetón...
Yo, que nunca me cansaba de oír aquel relato, pedía más y
más detalles de aquella miss vestida de verde mientras mi tía
Charo, a quien aquel episodio le parecía de una insuperable
frivolidad, meneaba la cabeza con desánimo. En aquella época, me
parecía que no podían existir dos mujeres más diferentes. Ahora sé
que eran tan semejantes como las dos caras de una misma
moneda. Una se dejó casar, y nunca se resignó a que no le
permitieran separarse de su marido. La otra se negó a correr ese
riesgo, prefirió trabajar y defendió su independencia como una fiera.
Las dos pagaron un precio igual de injusto por intentar seguir
viviendo como habían aprendido a vivir de jovencitas, como mujeres
libres, bajo una bota programada para aplastar cualquier vestigio de
libertad real o imaginaria, y sobre todo, la memoria misma de la
libertad.
Eran sólo dos mujeres, nada frágiles por cierto, pero sólo dos
mujeres, fuertes como dos rocas, pero dos mujeres, nada, casi
nada, dos mujeres solas contra el aparato de adoctrinamiento de
todo un estado, y sin embargo, se salieron con la suya. Porque
fueron ellas las que me enseñaron, cada una a su manera, no sólo
en qué consistía la libertad.
Por eso, y porque ninguna de las dos tuvo hijos, pero las dos
me tendrán siempre a mí para recordarlas, he querido que me
acompañen esta tarde, en este escenario al que van a subir los
ganadores de la vigésimo sexta edición de los Premios Ortega y
Gasset, tan vinculados siempre, pero tal vez este año más que
nunca, a la memoria de la libertad de España, un proceso en el que
el diario El País jugó, desde el mismo momento de su fundación, un
papel protagonista que nunca debería abandonar. Si en el momento
de su aparición, El País encarnó toda una imagen de la sociedad
civil española, aquel ansia explosiva de libertad para ahora mismo
que nos sacudía como una corriente eléctrica mientras lo
estrenábamos todo, nuestro país, nuestras ciudades, nuestras
vidas, las noches de nuestros días, el hambre y la sed, la política, y
la política, y la política, porque todo era nuevo, flamante,
espléndido, y tan placentera la insólita brisa de la libertad
acariciando nuestros insólitos brazos desnudos, hoy debe recoger
también los posos de aquella euforia, el sedimento estable y
maduro de un desencanto inevitable, y los brotes juveniles que aún
son capaces de desordenarlo de vez en cuando.
Ahora que España es un país admirablemente aburrido,
afortunadamente previsible y definitivamente vulgar, para nuestro
bien y el de nuestros hijos, la sociedad civil puede escoger con
serenidad sus propias causas. En los últimos tiempos, ninguna la ha
conmovido tanto como la memoria de la libertad perdida y
recuperada, que había sacudido ya a todos, o a casi todos, los
españoles de mi generación, en la intimidad de sus viejas historias
familiares, antes de que llegara a consolidarse una corriente de
pensamiento, yo diría que también de sentimiento, que ha explotado
en los últimos años en toda clase de manifestaciones individuales y
colectivas. La reivindicación de la memoria de las viejas libertades
ha vuelto a situar a la sociedad civil española por delante de la
clase política, y muy por delante de las instituciones, treinta años
después de la Transición. Por eso quiero felicitar a los miembros del
jurado de los XXVI Premios Ortega y Gasset de Periodismo,
mientras me felicito a mí misma, por haber premiado unos trabajos,
y a unos autores, que han sabido representarnos a todos.
Una imagen de Adolfo Suárez, vestido de verano y tan
elegante como siempre, mientras pasea con el Rey en el plácido y
fresco verdor de un jardín bien cuidado, sería siempre interesante,
pero la fotografía ganadora de este año, es mucho más valiosa por
lo que no se ve. Que su autor, Adolfo Suárez Illana, es el hijo mayor
del primer presidente de la democracia, que su padre ya no se
acuerda de lo importante que será siempre para la memoria de este
país, y que su figura encarna lo que una cruel, impía enfermedad,
impide que él recuerde, pero nunca olvidaremos los demás.
El reportaje de Amaya García, premiado en la categoría de
periodismo digital, es otro alegato contra el olvido, y otro acto de
amor, como todos los que inspiran la memoria de las cosas que
merecen la pena. Durante setenta años, los 4.300 fusilados
republicanos enterrados en la que, hasta ahora, es la fosa común
más grande de España, la del cementerio de San Rafael, en
Málaga, no fueron sólo polvo y huesos, sino un secreto y una
vergüenza, la ausencia de sí mismos, la inexistencia misma de
4.300 cadáveres sin nombres, sin apellidos, sin historia, como
fantasmas pálidos y anónimos expulsados de la realidad. Cuando
un equipo de arqueólogos y forenses se propuso devolverles su
identidad, Amaya estaba allí, y quiso, y supo, y pudo contarlo,
transmitir la estremecedora emoción de ese momento.
Y de mi querido maestro, y vecino, y amigo, Jorge Martínez
Reverte, ¿qué puedo decir? Él, que me había conmovido ya tantas
veces, que había volcado en sus páginas tantas palabras, tantos
instantes, tantas historias memorables, tejidas con una sustancia
afín al corazón humano, lo consiguió otra vez con el relato de la
muerte de su madre, Josefina Reverte, a quien yo conocía ya desde
que leí aquel libro hermoso, tan español y tan lleno de ternura, que
Jorge y su hermano Javier titularon “Soldado de poca fortuna”.
Mientras leía esta historia de amor, la amorosa crónica del final de
una mujer que había sido buena, dulce, feliz, y no se merecía una
muerte agria y fea, volví a admirarme de la grandeza de la buena
literatura, que siempre es capaz de mejorar hasta las mejores
causas, como la defensa de una muerte digna.
Sé que Tomás Eloy Martínez no es español, y que es
probable que no conozca algunos de los datos, ni sepa interpretar
las referencias a las que he recurrido hasta ahora. Pero sé que
Tomás Eloy es argentino, y por eso, estoy segura de que me ha
entendido. Quizás me entienda aún mejor cuando le cuente que el
azar me hizo nacer un 7 de mayo, para hacerme compartir todos
mis cumpleaños con Eva Duarte de Perón, a la que él llamó Santa
Evita en el libro que hizo de mí una más de sus lectores. Allí, entre
otros textos suyos, aprendí cuánto sabe Tomás Eloy de los
mecanismos de la memoria y de la naturaleza de la libertad.
La memoria de la libertad es libertad porque se consolida en
el presente y se proyecta generosamente en el futuro. Los
españoles, que sabemos tanto de su pérdida, y de su reconquista,
deberíamos ser conscientes siempre de que las libertades que no
se defienden, se acaban perdiendo. Y en momentos delicados,
como la crisis económica que amenaza el nivel de bienestar del que
hemos disfrutado durante los últimos años, debemos ser aún más
conscientes de la necesidad de defender una prensa libre y plural,
como expresión suprema de la madurez que nos negaron durante
tantos años.
Con mi memoria a cuestas, quiero terminar agradeciendo al
diario El País la invitación que me ha permitido dirigirme a ustedes
aquí, esta tarde. Créanme si les digo que a aquella niña, que de
pequeña quería ser mayor para poder leer La Codorniz todas las
semanas, en un país sin censura, nada le habría gustado más que
verme aquí, en este momento.

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