lunes, 6 de julio de 2009

Juan José Millás. ¿Me estoy volviendo loco?

¿Me estoy volviendo loco?


Uno. Me pregunto cómo serían los calcetines de Michael Jackson. Cuando yo era pequeño, sólo había calcetines grises, negros,
de rombos (para pijos) y de color azul marino. El calcetín era una prenda discreta y funcional, tenía algo de sudario porque los pies siempre han tenido también algo de cadáveres. Quiere decirse que al calcetín no se le pedía belleza, sino eficacia funeral. Y eran tan eficaces que actuaban como verdaderas mortajas incluso cuando estaban rotos, que era lo normal. El otro día, paseando, tropecé con una tienda especializada en calcetines. Los había de todos los colores. Cómo ha cambiado el mundo, me dije con asombro. Lo que no han cambiado son los pies, los míos al menos, que continúan teniendo un gesto como de velatorio. No es que estén amargados, pero tampoco comprenden por qué han venido al mundo ni el porqué de esos cinco dedos en apariencia tan inútiles. Digo “en apariencia” porque son más importantes de lo que creemos. A una amiga de mi madre le amputaron el dedo gordo del pie derecho y comenzó a cojear.

Dos. El caso es que entré en la tienda de calcetines y compré varios pares, algunos muy escandalosos, con la fantasía de que me atrevería a ponérmelos. Fue el día en que murió Michael Jackson, por eso me ha venido a la cabeza. No recuerdo dónde estaba yo cuando murió Marilyn, ni cuando murió Kennedy, ni siquiera cuando murió Truman Capote, pero siempre me acordaré qué hice el día del fallecimiento de Jackson: comprar calcetines extravagantes. De camino a casa, escuché una conversación sobre el cantante de color y fue cuando me pregunté por sus calcetines. Ya puestos, me pregunté también por los de Bárcenas, el tesorero del PP. Y por los de Rajoy. Y por los del ministro del Interior. Y por los del Papa. El Papa, por cierto, suele llevar unos zapatos rojos, dicen que de Prada, que le he visto también en alguna ocasión a Boris Izaguirre. Con esos zapatos no puede uno ponerse calcetines negros, ni azul marinos, ni de rombos. Iba en el metro, observando los calcetines de la gente y dándole vueltas a estos asuntos, cuando advertí que no era yo el que le daba vueltas a los asuntos: los asuntos me daban vueltas a mí. En unas circunstancias normales, me dije, no me habría preguntado por los calcetines de Michael Jackson, ni de Bárcenas, ni de Rajoy, ni del Papa. Qué habría hecho entonces en unas circunstancias normales, me pregunté, alcanzando enseguida la conclusión de que no hay circunstancias normales como no hay pies normales.

Tres. Avergonzado por haberme comprado unos calcetines extravagantes siendo de izquierdas, bajé del metro, salí a la calle, busqué una librería y compré una edición de los sonetos de Shakespeare, para compensar. Con el libro debajo de un brazo y los calcetines de colores debajo del otro, volví a casa.
—¿Qué es eso que llevas? –preguntó mi mujer.
—Los sonetos de Shakespeare –dije yo.
—No, no lo otro.
—¿Esto? Ah, nada, unos calcetines de colores, por hacerle un homenaje a Michael Jackson.
—Michael Jackson –dijo ella– siempre iba de negro. ¿No te has fijado en su paraguas?
En efecto, recordé unas fotografías de Jackson con paraguas negro y traje negro y gafas de sol negras. Vaya por Dios, me dije.

Cuatro. Tras excusarme con mi mujer, fui al dormitorio, me puse unos calcetines de colores y leí en voz alta un soneto de Shakespeare. Qué quieren que les diga, me gustó la sensación de leer a Shakespeare con calcetines ostentóreos, que habría dicho el difunto Gil y Gil. A continuación me pregunté qué era más extravagante, si leer a Shakespeare o llevar calcetines llamativos. La conclusión era evidente: leer a Shakespeare. De hecho, en el metro no vi a nadie leyendo al padre de Hamlet, pero vi varios pares de calcetines con los tonos del arco iris.

Cinco. Pasado un rato, me pregunté si me había vuelto loco. ¿Cómo, si no, se me ocurría mezclar a Jackson con Shakespeare y a ambos con una compra, a todas luces insensata, de varios pares de calcetines excéntricos? Al día siguiente, devolví los calcetines y el libro de Shakespeare. Luego me senté en una terraza, al aire libre, y pedí un gin tonic y un periódico. Apenas había leído cinco páginas (y dado cuatro sorbos), cuando me pareció que el periódico mezclaba asuntos mucho más heterogéneos. O sea, que no estaba loco yo, sino la realidad. Pagué, me levanté, volví a la tienda de los calcetines y los recuperé. Luego hice lo mismo con los sonetos de Shakespeare. Y así son mis días desde el fallecimiento de mi gato.

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