jueves, 9 de julio de 2009

ÑANDÚ y otros relatos

Ñandú


El Lucas ya se había mandado algunas cagadas parecidas. Una vez, a la entrada del colegio, hizo un willy con la moto blanca que había armado, y en el aire se le salió la rueda de adelante. Anduvo media cuadra con la moto levantada pensando en como bajarla pero no había opción. El ruido fue lo que más nos impactó. Lo otro fueron algunas chispas y el Lucas arrastrándose sin control hasta nosotros, chocándose varias veces contra el cordón cuneta. Otra vez fuimos a la casa y nos mostraba cómo había que castrar a los gatos. Los padres nunca estaban. El Lucas se subía al techo a fumar. Armaba cigarrillos con yerba mate y un pedazo de diario. Esas cosas fueron en séptimo grado, él había repetido dos veces. Una semana antes de terminar la primaria pasó lo del ñandú.

En verano lo acompañé a chorear nísperos y pasamos por el campo del tío. Se le iluminaron los ojos cuando la vio y era imposible que el entusiasmo del Lucas no se te contagiara. En esas situaciones no medíamos las consecuencias, lo único que importaba era ver al Lucas así, ver crecer la alegría como un veneno que le hinchaba el cuerpo y lo hacía explotar.

—Vos colgate de las rejas y espantala, que yo me acerco por acá atrás y le tiro la soga —me dijo.

—Te crees que la ñandú es boluda, Lucas. Las ñandú son re-vivas.


—Vos andá.

—Te va a cagar a patadas, las ñandú te cagan a patadas.

—Problema mío, andá. Ya me vas a agradecer cuando las chicas nos vean pasar arriba de la ñandú y se caguen de risa.

Lo encontramos en el zoológico abandonado. El zoológico había sido un rejunte de animales de la zona, más bien grises, flacos. Tres zorros, un puma, varias lagartijas, un puñado de gorriones y no mucho más. Cuando no pudo seguir alimentándolos, el tío les echó el veneno. Fue en cana, molido por un grupo de mujeres que quiso lincharlo. Solo, en un pedazo de jaula atrás de los chañares, el ñandú sobrevivió.

—Tapemoslé los ojos con algo, Lucas. Yo vi en la tele que le hacen eso a los cocodrilos para que no se aviven.

—Si, ¿y cómo mierda la agarramos? Le podemos poner esas anteojeras de los caballos.

—¿Van con monturas las ñandú?

—Yo vi en la tele que sí, a los avestruces se las ponen.

—Sí, pero las avestruces son más grandes, no se si esta va a aguantar.

El bicho le tiró un picotazo en la pierna. El Lucas se revolcó agarrándose el tobillo, juntó un puñado de piedras y se las revoleó por la cabeza. El ñandú corrió flameando el cogote.

—Se me caga de risa, la hija de puta.

—Agarremoslá por atrás.

—Qué te crees que es pelotuda o qué, mirá como juna por el costado.

—Ta’sustada, boludo.

La acorralamos en punta de pies, agazapados, el bicho no se dio cuenta. El Lucas fue por atrás, pegó un salto tirando de las alas y se subió. El ñandú salió corcoveando. La jineteó cagándose de risa. Le enredó la soga alrededor del cuello, el bicho dobló cerrado y lo tiró a la mierda. Antes de tocar tierra, el Lucas pegó el tirón y la revolcó. El bicho largó un grito horrible, saltaron manojos de plumas.

Nos fuimos al centro en las bicis. Se escuchaban las uñas del ñandú raspando el pavimento. A cada rato se metía entre las ruedas y nos obligaba a frenar. Le desenredábamos la soga y arrancábamos de nuevo. Una cuadra antes del centro frenamos, dejamos las bicis y nos preparamos. No me animé a subir, al escándalo lo iba a protagonizar él. Pobre.

La acomodó derechito a la plaza. La montó de un saltó y salió cagando. El ñandú agarró en diagonal, zigzagueando. El Renault 12 venía al mango, era rojo.



* Revista Diccionario (Córdoba 2007)


Publicado por Pablo Giordano






La muerta


Frente a la funeraria, miro el cartel con el nombre de la muerta: Azul Dietrich. Entro. Chequeo el lugar sin atreverme a asomarme al féretro. Me quedo parado en un rincón, junto a una gente hablando de la lluvia que no llega al campo. Un tipo se acerca y me pregunta si fui amigo de Azul. Le digo que no. Es el padre, me informa. Azul fue una chica de pocos amigos, dice, por su problema. Alguien lo llama.

Ahora, en la otra sala, quiero ser llevado por un vertiginoso impulso hacía el rostro del cadáver. De esta forma el impacto será más fuerte, pero fugaz. El miedo me detiene antes de lanzarme como kamikaze. Es el primer muerto que veré en mi vida. Me acerco con las manos en la espalda. Es ella. Larga, unos dos metros veinte. Más que una muerta, parece una comida rancia servida para un Goliat que está a punto de llegar. Somos un montón de animales con la ofrenda alzada, esperando al monstruo.

La miro: tiene los pómulos reventados. Un tipo que gira un cigarrillo apagado entre los dedos me apoya la mano en el hombro. Cree consolarme. La puerta entreabierta enmarca al padre de Azul lloriqueando más allá, en el regazo de una mujer. Alguien se acerca a ellos y los besa. Los ventiladores despiertan y echan olor a muerto. Ya está, ya la vi.

Salgo a la vereda y me siento en la entrada. Un vaho caliente surge de los zanjones del Centro Cívico y se mezcla con el olor a baño limpio de la mañana.



Hablaré de la muerta. La conocí una noche fría en que bailaba Norma Viola, le adjudiqué dieciséis o quizá dieciocho años. Atrás, lejos del escenario, delante de su padre, agarradita de la mano de su mamá, me miraba golosa. Fue un hallazgo. Sus piernas, su cadera y cintura, y por último las dos lomas que coronaban su pecho envuelto por ese inmenso abrigo de corderoy verde: dos módulos lunares flotando. Movió los labios mientras me miraba. Al rato me fui. Caminé entre el público tratando de encontrar a algún conocido. Cuando volví a mi lugar, Azul y sus padres ya no estaban. Miré un rato el show. El Intendente le entregaba una plaqueta de ciudadana ilustre a Norma Viola. Se rumoreaba que era su última actuación, que estaba enferma. Empecé a mirar a la gente aplaudir. Descubrí a Azul muy atrás, abajo del cartel de VeriHogar, sentándose en uno de esos bancos de cemento. Me tomé unos minutos para acercarme. Ella me hizo un lugar en el banco. Me llamo Azul, dijo. La boca se le derretía. Una gorda se sentó atrás y me quedé sin mi porción de banco. Ya no la veía. Esta chica padece alguna enfermedad mental leve, pensé: los ojos, la nariz y la boca en el centro de la cara regordeta no se ven saludables. Sin embargo, en mucho tiempo no había visto una cara así de bonita y provocadora.


Todos rezan el Rosario, me miran de reojo. Parecen conocerse a la perfección. Me siento un intruso. Aunque, si lo pienso bien, deben creer confirmar con mi presencia un noviazgo oculto de Azul. Me gustaría decirles que sí, pero no aguanto la decadencia de los velorios.

Del otro lado de la puerta descubro al padre señalando con la mirada hacia donde estoy. La mujer que antes lo consolaba cogotea buscándome.

Me siento cerca del féretro, donde no pueden verme, junto a unos chicos embarrados. Hablan de zapatillas. Alguien trae chocolates y convida. Yo no quiero, me levanto y salgo. Enciendo un cigarrillo. La verdad es que acabo de angustiarme.


Aquella noche que la conocí, de camino a casa cuando el espectáculo había terminado, los vi pasar en la renoleta. Azul no me sacó los ojos de encima, con la nariz pegada a la ventanilla como en las películas.

Los meses que siguieron fueron de una soledad olvidable. Nadie sabía de ella en el pueblo ni en los pueblos vecinos. La mina no salía porque en realidad era una nenita. No tenía catorce o quince, sino diez o nueve. Una enfermedad degenerativa, gigantismo o algo así, la mostraba púber. Descarté la idea por fantasiosa. No me gusta escribir sobre mis obsesiones porque no son verosímiles, pero juro que estuve mucho tiempo pensando en ella. La amaba.


Encontré a Azul después de muchos años. Fue en la parada del colectivo. Yo pasaba con las bolsitas de las compras. Ella me llamó. Vestía con ropa deportiva tratando de no acentuar una flacura al borde del raquitismo. Medía un metro noventa o algo así. Cuando la vi me sentí invadido por ese olor de cuando la amaba y buscaba. Mis sueños se destrozaban en ese cuerpo deforme, pálido, lleno de manchas.

Le pregunté si me llamaba a mí y dijo que sí, y si la reconocía. Le dije que no, fue terrible. Me quedé parado, actuando mal, entornando las cejas, dejando las bolsas en el suelo, mostrándole interés por seguir la conversación. Pero le repetí que no, que no sabía quién era, que no me acordaba. Hablamos dos o tres boludeces, y tuve que hacerme a un lado para que el colectivo estacionase. Ella subió con dificultad. Te tenés que acordar, dijo desde la ventanilla. Le sonreí abriendo las manos. Fue la última vez que la vi.


Ahora cierran la tapa, y los llantos se mezclan con el sonido del destornillador eléctrico. Salgo a la vereda. Hay gente esperando la salida del cortejo. Varios viejos fumando, hablando de la eliminación en el Mundial. Tiro el pucho. Sacan el cajón y lo meten en la parte trasera del coche. Los parientes acompañan el cortejo unos pocos metros y se vuelven. Ya está. Se encienden los faroles del bulevar.

Cuando el último auto desaparece, camino al bar más cercano. Acá no pasó nada, me digo.





*Diario La Voz del Interior (Córdoba 2007)

Publicado por Pablo Giordano










Dos siluetas de Simulcop


Lorenzo se está volviendo loco, la marihuana le oxidó el mate. José lo visitó hace menos de un año y volvió con una tristeza definitiva: “El Lorenzo parece una planta, boludo. Está para atrás”.

Creí que no era para tanto, pero ahora lo tengo enfrente. No puede concentrarse en el control remoto, le lleva tiempo reconocer los botoncitos antes de encender el televisor. No es el faso lo único que lo convierte en babieca, debe haber algo más.

—Estoy tratando de acordarme del día en que erré algo.

—No entiendo, Lorenzo.

—Que hubo un día en que pasó algo, ponele, una boludez cualquiera que te cambia la vida sin que te des cuenta.

—Alguna decisión.

—No, alguna huevada.


Se concentra en la pantalla como si en lugar de imágenes mostrara manchas para interpretar. No digo nada, la única vez que nos quedamos en silencio fue la noche en que la Maricel empezó a vomitar y después se murió. Hace más de quince años, en plena Fiesta de la Primavera.

—A lo mejor tendrías que ir a terapia —le digo.

—Sí. No sé. No es lo que más me preocupa.

La pieza de Lorenzo ya no es la pieza de Lorenzo. Cuando éramos pendejos traíamos a las minitas a esta cueva, tenía buena acústica y olía como pipa. Ahora es un depósito de muebles que a la casa le sobran. Lo único reconocible es la cama y el escritorio donde guarda los apuntes de fisioterapia. La última vez que lo vi le faltaba un año para recibirse. Seguía teniendo los cuatro o cinco cedés de siempre, los cuatro o cinco libros que le había prestado y algunas películas en VHS no devueltas.

De chico lo llamábamos Burbuja. Cada vez que se ponía nervioso y lloraba, amenazaba con escapar de la casa después de frotarse con jabón hasta hacer una burbuja gigante para meterse adentro y salir volando.

En quinto grado faltó al colegio dos semanas seguidas. Una tarde, en hora de clase, vinimos a esta misma casa a pedirle que volviera. La seño Inés golpeó las manos, pero no nos atendió nadie. Era la siesta, los padres tenían que estar trabajando. Lorenzo, sentado en una reposera arriba del tanque de agua del techo, leía la revista Gente. Nos miró como si fuéramos Testigos de Jehová. La señorita le preguntó por qué no iba más a la escuela. A pesar de vernos, no despegó los ojos de la revista. Le gritamos que se bajara. Se puso loco y nos tiró con un pedazo de ladrillo hueco.


—No puedo leer más —dice, jactancioso—, no puedo escuchar música, no puedo ver películas, no puedo hacerme la paja, no puedo casi ver fútbol, nada. Todo es falso. Todas las personas me parecen mentirosas, y más los artistas. A terapia no voy a ir, no sirve una mierda. Los psicólogos son locos, boludo, no se puede. La única vez que fui, hace mucho, cuando me separé, me dijo que era un reprimido y me preguntó si alguna vez había tenido fantasías sexuales con mi hermana. ¿Entendés? Ta loco.

—Bueno, a mí la psicóloga...

—¿A vos te sirve terapia?

—Sí, qué se yo. Está bueno lo que uno haga con eso, no lo que…

—… para colmo, en este pueblo estoy más solo que la mierda. No salgo a ningún lado y estudio todo el día… se me pasa volando. Cuando me doy cuenta, ya es de noche y me deprimo mal, boludo. Mal, ¿entendés? A veces viene el Cuki, pero está más quemado que yo. No entiende nada.

—¿Chateaste con el Martín?

—Sí, ahora vive en Barcelona. La pasa bien, me manda fotos de vez en cuando.


De adolescente, Lorenzo era pila. Fumaba mucho, pero le pintaban las mejores ideas. Por ahí le venían rayes de locura. Una vez se colgó con el Informe sobre ciegos. No salía de la casa. Fue difícil sacarlo. Habíamos jugado ajedrez desde la mañana y fuimos a un quiosco del centro. En la peatonal vi al ciego venir.

Lorenzo se acercó a mi oído torciendo la boca:

—Fijate cómo me mira.

—¿Quién? —me hice el pelotudo.

—El ciego… fijate.

—¡¿Cómo te va a mirar un ciego, Lorenzo!?

—Fijate cómo cuando pasa al lado nuestro se hace el gil, pero después se da vuelta y me mira.

El ciego —que, además, era rengo— pasó casi raspándome, tenía olor. El tipo siguió caminando. Dos o tres pasos, y se dio vuelta para mirar al Lorenzo. No podía ser cierto, tampoco casualidad. Nos comimos la noche flasheando con eso. El Lorenzo explicó cosas que no recuerdo por qué no creí. Se las discutí a muerte, aceptarlas era volverse loco.

Años después nos reímos de lo del ciego. Fue en un asado en casa de la Eli, borrachos. Esa noche se puso de novio con Fernanda y se perdió por varios meses. Lo único que hacía —lo cuereaban— era mirar Los Simpsons, fumar como caballo y culear con la Fer.


La nena —unos seis años, con la muñeca que trae arrastrando de los pelos y una amiga que la sigue— entra en la pieza y se frena de golpe como si hubiese visto un espectro: suponía que el Lorenzo estaba solo. Después de mirarme de pies a cabeza, lo miró a él.

—Nos vamos a la placita, pa.

—Pará, Rocío, que papá está con el Negro.

Las dos se vuelven arrastrando los pies por el pasillo.

—La pendeja es lo único que me mantiene vivo, te juro —dice en una de esas pausas melancólicas que buscan aprobación—. A mí me toca los lunes, miércoles y sábados. La madre es una culiada: me hace renegar, no me deja criarla como yo quiero.

—¿Y cómo querés criarla?

—Aparte estoy harto: no quiero vivir más acá de mis viejos, ¿entendés? Ya estoy por cumplir treinta, quiero vivir solo. Quiero un laburito, un auto… Con un auto es más fácil, a las minas les gusta los autos.

—Bueno, sí, está bueno eso. Tendrías que ver la forma de encontrar un laburo.

—¿Pero qué laburo? A mí cualquier cosa me quema la cabeza, ¿entendés? Y no voy a ir a laburar fumado, es un bajón. Además tengo que terminar de estudiar.

—Y bueno…

—... yo pensaba en un laburito en un banco. Pero sabés lo loco que me pondría ahí, con todos esos idiotas de traje, mirándome a ver si hago bien las cosas, si las hago mal. No, boludo, estoy para atrás.

—¿Y no pensaste en hacer terapia, en ver algo que te ayude? ¿En fumar menos?

—Ya te dije que la terapia es una bosta. Además no fumeteo mucho, no llego a tres fasos por día. Lo que pasa que acá adentro no puedo fumar, mis viejos me calan el olor al salto…

Salimos, nos sentamos abajo del ventanal del frente. Lorenzo enciende una tuca, chupa y grita por la ventana:

—¡Mami! ¿La Ro? —larga el humo.

—Se fue a la placita con la Eve.

—¡Si yo no la dejé, mami, dejá de hacerme renegar!

—Dejala que vaya, Lorenzo, que se divierta un poco. ¡Qué querés que hagan!


El silencio nos embadurna la cara. El olor a marihuana es agrio. Al frente hay un taller mecánico. Lorenzo se concentra en los chispazos de los soldadores, en una explosión amarilla que nos llega muda. Canta una palomita de la virgen. Su lamento y la soledad de la tarde convierte al mundo en una página de simulcop: nos imagino borrosos. No sé por qué recuerdo el poema “Tabaquería”, de Pessoa.
—Tiene que haber algo...

—¿Algo como qué, Lorenzo?

—Una cosa que me cambió la vida, no sé.

—No hay nada, pelotudo —me dejo llevar por la bronca—, no hay nada que te cambió la vida. Dejá de fumar. No te enojes, Lorenzo, pero viajé doscientos kilómetros. Me dijiste que estabas mal, y acá estoy… lo único que hacés es quejarte y hacerte la cabeza. No me jodás, dejá de fumar y buscate un laburo. Terminá de estudiar de una vez, no sé.

—¿Viste Corre, Lola, corre?

Harto de que salte de una cosa a la otra, que no se concentre en nada, que no le importe una mierda nada de lo que le digo, hago silencio, me incomodo, pero a los segundos cedo.

—Sí, no me acuerdo bien. ¿Es esa alemana en que la mina tiene que conseguir guita?

—Esa. ¿Viste que, según alguna huevada, como que la mina se choque con una vieja en la calle, le cambia la vida a la vieja?

—No me acuerdo.

—Que, por ejemplo, si yo no me hubiese errado ese penal contra los de Olimpo, a lo mejor ahora sería ingeniero. O estaría tirado en una zanja, ¿entendés? Que mi vida sería distinta. No sé…

—Te entiendo, eso pasa todo el tiempo.

—Sí, pero vos no entendés. Vos te referís a otra cosa.

—Bueno, como quieras.

Empiezo a odiarlo, a desconocerlo. Pienso en algún trauma que pudo haberle hecho esto y no encuentro otra cosa que la separación de Fernanda o su paternidad tan joven. No veo qué puede haberlo puesto así.

Ya había hablado con otros amigos sobre esto. Sobre quienes fuman marihuana casi todos los días desde que tienen dieciséis años. Les pasa esto, se vuelven plantas.

Hay algo, un recuerdo que ahora me inunda la cabeza. Como esas canciones bizarras que creemos, por suerte, olvidadas. Algo que, sorprendiéndome, puede tener que ver.

A los quince o dieciséis años nos pasábamos la tarde tirados en la plaza fumando faso y hablando de poetas. El Marcos había ganado muchas veces el Premio Municipal, y yo un par. Lorenzo se escapaba de Fernanda para escucharnos. Un día aprovechó un silencio y se mandó:

—Yo también escribo.

—¿En serio, Lorenzo?

Hace mucho más que ustedes que escribo. Hace de chiquito que escribo cosas, tengo un montón de cuadernos llenos. Y no escribo para levantar las pendejas de tercero, como ustedes. Escribo de verdad. Nunca les voy a mostrar nada, voy a quemar todo. Son genialidades que nadie va a entender. Así que las voy a quemar.

—Para mí que te da vergüenza —tiró el Marcos.

—No, boludo. Acá traje un poema, que es el único que creo que ustedes pueden llegar a entender.


Y lo leyó, rápido, masticando las palabras. No hacía falta una mirada cómplice con el Marcos para certificar que la envidia nos chorreaba por las orejas. Durante la lectura, el Marcos me codeó como si hubiese hecho su aparición un fantasma inconmensurable y murmuró la palabra Borges. El argumento: Lorenzo fumando, tirado en la cama de los padres, oliendo el colchón todavía mugriento por el sexo de su madre. Para mí —lo pensé al otro día— lo de él había sido auténtico, un verdadero fetus in fetus: por algún error genético, guardaba en las tripas un poema. Se lo dije al Marcos. Pero él, todavía con aquellos versos dándole vueltas en la cabeza, dijo que el Lorenzo, a ese fetus in fetus, se lo había “extirpado del orto”. Que era un poema monstruoso condenado al fuego, una inmundicia genial que no podía habitar este mundo.

El Lorenzo, con el papel en la mano, mirándonos, se movía hacia adelante y atrás como autista. Y nos reímos en su cara, fuerte, al borde de babearnos. Fue por la marihuana. Fue por los nervios, por no saber para dónde rajar. Esa sensación de velorio, la solemnidad “intelectual”. Temíamos ser sensibles, vulgares. Nuestra sensibilidad debía ser artística, no mundana.

Se levantó, rompió el papel, agarró la bici y se fue moqueando. Nunca lo habíamos visto así. Nunca su cara sin sonrisa, su mentón temblando. Lo llamamos de lejos, aunque riendo. Le gritamos que el poema estaba bueno, pero no volvió.


Lorenzo pisotea la tuca en la vereda y me pide que lo acompañe a la placita a buscar a su hija. La placita es un campito de tierra con un tobogán roto y dos hamacas. Atrás hay campos, potreros secos de una ciudad que no ha crecido en los últimos treinta años. El cielo se desmorona. Las nenas corren hasta nosotros.

—¿A qué jugaron, Ro?

—A nada, nos hamacamos. Vino un chico a tirarnos arena, pero la Mily lo echó. Le pegó con un ladrillo en el pie.

—No, Ro. ¿Cómo van a hacer eso? Mirá si el chico viene y les pega, después…

—Bueno, pa, ¿qué querés?, si él vino a buscarnos lío.

Volvemos las dos cuadras en silencio. Llegamos a la casa. Lorenzo le ordena a la madre que bañe a Rocío. Ella saluda, pregunta cómo estoy y qué fue de mi vida. Pero no presta atención a la respuesta, ya está en el baño con su nieta.

Desparramado en una reposera del living, Lorenzo se muerde el labio y señala a su mamá. Me siento en el sillón grande, el verde, el que usé muchas noches para fermentar el alcohol que tenía adentro.

Lorenzo agarra el control remoto, su cara recobra cierta dignidad.

—¿Vos crees que fue por esa tarde que les leí el poema?

No ha pensado en otra cosa en todos estos años.

Sonrío con superioridad.

—No le echés la culpa a un poema, Lorenzo.


Cambia de canal sin mirarme, el verde furioso de una cancha de fútbol nos atraviesa, nos silencia el comentario nasal del conductor del programa.


Lorenzo espera de mí la confirmación del pasado, de lo que vivió aquella tarde. Quiere que me rectifique, que le diga que aquel poema era bueno.

Pero mi cabeza está en casa, con la familia y mis cosas. Quiero llegar y contarle a Vanesa que el viaje fue al pedo, que estás irrecuperable, que estás peor que nunca. Te miro la nuca frente al televisor y me da vergüenza, Lorenzo, te juro. No sé qué sensación tengo, y aquel poema era condenadamente brillante.

Me levanto poniéndome la campera. Empieza el partido. No puedo irme, hay algo que no me deja abandonarte así. Voy hasta la heladera, saco una cerveza, la destapo y vuelvo al sillón.

—¿Juega Lujambio? —te pregunto pasándote la botella.

—Ni puta idea —contestás.






* Revista Narrativas (on-line /España 2008)










Seis grados de separación


Yo coleccioné cosas varias. Empecé por las etiquetas de cigarrillos (marquillas, para los lectores españoles). Las valuábamos como billetes, las de marcas más consumidas tenían menos valor, y las raras, más. Como en toda colección. Algunos amigos habían tenido la suerte de viajar al Paraguay y traer caribeñas (así le decíamos); otros afortunados tenían tíos en España y se las mandaban. En el pueblo no existían más de diez marcas, a lo sumo 15 en alguna época. Todas las demás etiquetas argentinas que no se vendían en el pueblo, pero que a veces se encontraban sobretodo en la vereda del bulín, eran consideradas extranjeras.


Coleccioné bolitas, insectos, lagartijas, serpientes, mariposas, ranas y otras alimañas de las siestas todo en un mismo verano y en frascos inmundos que mi papá tiró al baldío semanas después. Lo difícil era encontrar unas extrañas langostas que al alzar vuelo develaban alas de color azul profundo, rojo fuego o violetas.


Después llegaron las estampillas. Eso si que fue globalización. Tener una estampilla sellada por el Tercer Reich era algo con lo que ninguno de los del barrio habíamos soñado. Pero ahí estaba, arruinada por una cinta Stiko pegada sobre un cuaderno de clases. La había conseguido yo, heredada de mi abuelo, pero no era mía. Ese tipo de estampillas eran de todos, te golpeaban la puerta para verla, te llegaban a ofrecer álbumes enteros por ese tipo de sellos. Mirándolos (con un lente viejo de proyector de juguete) aprendíamos montones de cosas, que quizá mitificábamos. Italia era un país lleno de castillos, los países africanos tenían devoción por los insectos extraños y los dictadores negro azabache, los emiratos árabes admiraban a los autos antiguos y argentina era un país aburrido de gráfica cuadrada.


Pero pasemos a lo que realmente me dio vuelta la cabeza como una media. La época en que coleccioné señaladores de libros. No fui buscando y guardando de a uno, no. Una vecina me lego (antes de irse a vivir al mar) una caja con doscientos señaladores de lo más variado. Así empecé. Pero el progreso era lento, aparecía un señalador cada tanto. Era difícil la existencia de señaladores en un pueblo en donde no había libros, pero eso lo hacía emocionante, además de emparentarte con las personas más extrañas y temidas del pueblo, seres huraños que leían. Pero quizá ese sea tema para otro post.


Un día me llegó una carta de República Dominicana. Era una cadena, como las que ahora llegan a la casilla de e-mail, antes te las traía el cartero y no venían con pps. La que me había llegado no era una cadena para que hicieras cinco copias del rezo a la virgen y la mandaras a cinco personas distintas. No. ¡Era una cadena de Coleccionistas de señaladores de libros! ¿Cómo sabía alguien que vivía en República Dominicana que yo, argentino, coleccionaba esas cosas? Quizá no lo sabía y la cadena había vagado años hasta dar, en su sistema de fuerza bruta, con algún coleccionista. Eso me abrió la cabeza, y a la siesta, cuando ya no me dejaban salir a juntar bichos, me quedé pensando y especulando sobre sistemas que te permitan comunicarte con personas del mundo con tus mismos intereses sin utilizar la fuerza bruta. No existía la Internet de hoy, los tags y todo eso. Apenas si salían dos o tres direcciones de gente en algunas revistas especializadas y nada más.

La cadena me pedía que hiciera cinco sobres distintos, que las mandara a tres direcciones que allí me indicaban y que a las otras dos direcciones la eligiera yo, o algo parecido. No recuerdo bien como era, pero si hacías lo que la cadena te pedía, al mes te llegaban cinco señaladores de regalo que otro como yo había mandado. Si seguías los pasos, después de seis meses, te llegaban de regalo 30 y al año 200 y así el crecimiento era exponencial.

Por supuesto que lo hice y esperé el día en que recibiría no una carta, sino un camión. Un camión que estacionara frente a casa descargando cajas y cajas de señaladores de todo el mundo. La cadena no se acababa nunca, descubrí después, por lo que las cifras de los recibos superaban lo posible. Ahí me desengañé, habían pasado más de tres años de mi primera carta y no había recibido ni un mugroso sobre. Y yo era un obsesivo esperando. Tenía mucha experiencia en esperar cosas. Para ese entonces yo había llegado a esperar cosas inclusive mucho más allá del límite del milagro. Esperé, por ejemplo, mi regalo de Navidad por parte de mis tíos hasta la llegada del invierno. Mes tras mes visitaba su casa y miraba de reojo distintos rincones en dónde podrían haber escondido el regalo, olvidándolo allí quizá. Después de un tiempo cambiaba la razón del olvido y así renovaba la esperanza.


Pero para esperar señaladotes estaba grande. Lo que realmente me obsesionaba era la pregunta. ¿Es posible que entre esa persona absolutamente desconocida de República Dominicana y yo, exista un conocido? ¿Cuántos conocidos de mayor y menos grado se necesitan para llegar a ese desconocido? De aquellos pensamientos de siesta a hoy transcurrieron casi veinte años.

Hace algunas semanas empecé a toparme por todos lados, como aquellas cosas que empiezan a perseguirnos sin saber por qué, con la expresión “seis grados de separación”. Un amigo de Miami me lo dijo en referencia a la contratapa de un libro que escribí y varios contactos de Facebook se referían a eso a cada momento y para cualquier cosa. Lo encontré en revistas, sitios, artículos y me sentí perder otra vez. Tuve esa sensación de llegar tarde a algo que todos consideran cool y ya casi están dejando de usar (como las bermudas a cuadrillé de los noventas).

Harto, decidí buscar el significado de la expresión y di con aquella vieja idea de la infancia. Allí estaban, frente a la explicación, todos los separadores de libros, mis siestas, mis obsesiones. Sí, si, era más o menos eso: un concepto estableciendo que una persona puede estar relacionada con cualquier otra en el mundo, a través de una cadena de conocidos de solo seis pasos. Ok, tenía un número exacto, tenía la respuesta, y era el número de mi suerte: el seis.

La teoría fue inicialmente propuesta en 1929 por el escritor húngaro Frigyes Karinthy en una corta historia llamada Chains. El concepto está basado en la idea que el número de conocidos crece exponencialmente con el número de enlaces en la cadena, y sólo un pequeño número de enlaces son necesarios para que el conjunto de conocidos se convierta en la población humana entera.

Parece que en 1967, el psicólogo estadounidense Stanley Milgram ideó una nueva manera de probar la teoría. El experimento consistió en la selección al azar de varias personas del medio oeste estadounidense, para que enviaran tarjetas postales a un extraño situado en Massachusetts, a varios miles de millas de distancia. Los remitentes conocían el nombre del destinatario, su ocupación y la localización aproximada. Se les indicó que enviaran el paquete a una persona que ellos conocieran directamente y que pensaran que fuera la que más probabilidades tendría, de todos sus amigos, de conocer directamente al destinatario. Esta persona tendría que hacer lo mismo y así sucesivamente hasta que el paquete fuera entregado personalmente a su destinatario final.

La entrega de cada paquete solamente llevó, como promedio, entre cinco y siete intermediarios. Los descubrimientos de Milgram fueron publicados en Psychology Today e inspiraron la frase "seis grados de separación".

Los descubrimientos de Milgram fueron criticados porque éstos estaban basados en el número de paquetes que alcanzaron el destinatario pretendido, que fueron sólo alrededor de un tercio del total de paquetes enviados. Además, muchos reclamaron que el experimento de Milgram era parcial en favor del éxito de la entrega de los paquetes seleccionando sus participantes de una lista de gente probablemente con ingresos por encima de lo normal, y por tanto no representativo de la persona media.

Ahora, gracias a la Internet, todo es más rápido, fácil y barato. Me embarco sin problemas y casi sin esfuerzo, (sabiendo que solo hay seis personas de por medio) a encontrar a aquella señora Dominicana que me envió la cadena cuando era chico. Es probable que esté muerta, pero también es probable que sea una dulce anciana detrás de la computadora apretando el enter con el miedo de quien aprieta el botón atómico. Si estás ahí, Griseta, contestame. Yo te perdono, no quiero los separadores, quiero que me escribas, y que me digas por qué, por qué a mí.

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