lunes, 21 de septiembre de 2009

Quizás soy uno de ellos - JuanJo Millás

Quizá soy uno de ellos


Como todos los domingos, fui a ver a mi padre a la residencia. Aunque hace tiempo que no me reconoce, tengo la impresión
de que le resulto familiar. Por eso procuro hablarle de cualquier cosa mientras él mira al vacío. De vez en cuando, fija la vista y pronuncia una incoherencia. Seguramente no hay nadie ya dentro de él, pero se trata del cuerpo de mi padre, de sus ojos, de sus manos, de su boca… Un cuerpo sin nadie, o sin apenas nadie, puesto que él mismo no sabe cómo se llama ni quién es ni qué hizo a lo largo de su vida. De los que se encuentran como él, mi padre es el más tranquilo, pues los hay que se quejan todo el rato o llaman mecánicamente a alguien que, si se presentara, no reconocerían.

El otro día, cuando ya abandonaba la residencia, se me acercó en su silla de ruedas un anciano que me deslizó un sobre con gesto clandestino, como si se tratara de un secreto entre él y yo. Lo abrí en casa, sin prisas, pues pensé que se trataría de una locura. Había dentro una larga carta que comenzaba alabando el amor que profesaba a mi padre, ya que ningún domingo, desde hacía tres años, había dejado de ir a verle. La idea de que alguien se hubiera fijado en mí de ese modo me inquietó brevemente, pero lo bueno venía a continuación. Tras confesar que por razones meramente intuitivas el anciano confiaba en mí, pasaba a contarme el gran secreto de su vida: era un robot. Según contaba, lo habían construido unos seres de otro mundo (no sabía de cuál, puesto que no habían integrado esa información en sus circuitos) que lo habían colocado en éste para que enviara informes sobre nuestras costumbres y nuestra manera de vivir. Los informes eran recogidos puntualmente de un buzón donde él los introducía, hasta que se empezaron a acumular porque dejaron de recogerlos. No teniendo ningún modo de regresar al mundo del que procedía, decidió integrarse en éste, pues le sobraban habilidades para ello. Hay que decir que estaba creado a nuestra imagen y semejanza hasta el punto de que ni siquiera en una autopsia habrían descubierto su verdadera condición.

La idea de un robot humano tan parecido a su modelo me inquietó por verosímil. Después de todo, vivimos en una cultura que ha inventado el espejo y el molde y la horma y el modelo. Con frecuencia, es tan difícil saber en qué lado del espejo nos encontramos como distinguir una flor artificial de una de verdad. Hemos aceptado la idea de lo artificial (del sucedáneo) en casi todos los aspectos de la vida, pero la imagen de un hombre artificial ponía un poco los pelos de punta.

Continué leyendo. El hombre (¿debería decir el robot?) describía con cierta minuciosidad el modo en que fue completando su integración social. Habiendo salido de fábrica con una identidad perfectamente falsificada, no tuvo problemas (dada su superioridad intelectual) en encontrar un buen trabajo. Aunque vivió solo durante mucho tiempo, el instinto de imitación, que formaba parte de su ser, lo condujo a buscar una mujer con la que se casó y con la que tuvo hijos. La llegada de los hijos fue una sorpresa para él, pues no imaginaba que la perfección con la que había sido creado llegara al punto de que le hubieran colocado espermatozoides viables. Lo cierto es que su mujer alumbró una hembra que, lógicamente, era mitad humana y mitad robot. Añadía, para finalizar su carta, que no sabía muy bien por qué me hacía partícipe de aquella historia. La única explicación que se le ocurría era la del instinto de todo ser humano (y de todo buen robot, por tanto) de pasar la verdad o el testigo a otro antes de desaparecer. Su esposa había muerto hacía muchos años y su hija había dejado de ir a verle al poco de ingresar en la residencia. Yo le transmitía una confianza irracional, como si fuera uno de los suyos. De ahí que me hubiera hecho partícipe de aquella información seguramente inútil.

La idea de que yo mismo, sin saberlo, fuera un robot, me desasosegó durante unos instantes. Lo cierto es que también yo, cuando visitaba a mi padre, me había fijado en aquel anciano en el que percibía algo familiar que me lo hacía atractivo. Al domingo siguiente, lo busqué y me dijeron que había fallecido el jueves anterior. Pregunté por su familia y me dieron el teléfono de su hija a la que todavía no me he decidido a llamar. La idea de que sea medio robot me excita hasta un punto difícil de explicar. Aún sin conocerla, tengo con ella fantasías eróticas que no me dejan vivir. La añoro como a un amor de juventud y la temo como a un destino fatal. Por eso retraso esa llamada que tarde o temprano sé que realizaré.

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