domingo, 11 de octubre de 2009

El fabricante de ataúdes

El fabricante de ataúdes
[Cuento. Texto completo]

Alexandr Puchkin

Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.

El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han mostrado a sus sepultureros como personas alegres y dadas a la broma, para así, con el contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, por respeto a la verdad, no podemos seguir su ejemplo y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba por entero con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo rompía su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, a veces) de necesitarlas.

De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido como de costumbre en sus tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias se le estaban quedando en un estado lamentable. Confiaba en resarcirse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a buscarlo tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.

Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.

-¿Quién hay? -preguntó Adrián.

La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista se podía reconocer a un alemán artesano entró en la habitación y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.

-Excúseme, amable vecino -dijo aquel con un acento que hasta hoy no podemos oír sin echarnos a reír-, perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casa que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.

La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, al poco se pusieron a charlar amistosamente.

-¿Cómo le va el negocio a su merced? -preguntó Adrián.

-He-he-he -contestó Schultz-, ni mal ni bien. No puedo quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.

-Tan cierto como hay Dios -observó Adrián-. Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto pordiosero, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.

Así prosiguió cierto rato la charla entre ambos; al fin el zapatero se levantó y antes de despedirse del fabricante de ataúdes, le renovó su invitación.

Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su casa recién comprada y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.

La estrecha vivienda del zapatero estaba repleta de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.

Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella con «su seguro y su coraza de arpillera». Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.

Adrián en seguida trabó relación con él, pues era persona a la que tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los convidados se dirigieron a la mesa, se sentaron juntos.

El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a servir a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en ruso:

-¡A la salud de mi buena Luise!

Brotó la espuma del vino achampañado. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.

-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.

Y los convidados se lo agradecieron vaciando de nuevo sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de cada uno de los invitados por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:

-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, unserer Kundleute!

La propuesta, como todas, fue recibida con alegría y de manera unánime. Los convidados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, gritó dirigiéndose a su vecino:

-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!

Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie lo había notado, los convidados siguieron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.

Los convidados se marcharon tarde y la mayoría achispados. El gordo panadero y el encuadernador, cuya cara parecía envuelta en encarnado codobán, llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: «Hoy por ti, mañana por mí.» El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.

-Porque, vamos a ver -reflexionaba en voz alta-; ¿en qué es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.

-¿Qué dices, hombre? -preguntó la sirvienta que en aquel momento lo estaba descalzando-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?

-¡Como hay Dios que lo hago! -prosiguió Adrián-. Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...

Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se dirigió a la cama y no tardó en ponerse a roncar.

En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche y un mensajero de su administrador había llegado a caballo para darle la noticia. El fabricante de ataúdes le dio por ello una moneda de diez kopeks para vodka, se vistió de prisa, tomó un coche y se dirigió a Razguliái.

Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no deformada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.

Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada significativa con el administrador, fue a disponerlo todo.

Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo listo todo y, dejando libre a su cochero, se marchó andando para su casa.

Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.

«¿Qué significará esto? -pensó Adrián-. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo que faltaba!»

Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con las prisas no tuvo tiempo de observarlo como es debido.

-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián-, pase, tenga la bondad.

-¡Nada de cumplidos, hombre! -contestó el otro con voz sorda-. ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!

Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente.

«¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.

Se dio prisa en entrar... y entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Horrorizado, Adrián reconoció en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquel aguacero.

Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura de balde hacía poco. El difunto, cohibido y avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.

-Ya lo ves, Prójorov -dijo el brigadier en nombre de toda la respetable compañía-, todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.

En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.

-No me has reconocido, Prójorov -dijo el esqueleto-. ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?

Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un grito y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.

El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio frente a él a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.

-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich -dijo Aksinia acercándole la bata-. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.

-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?

-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?

-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?


-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.

-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.

-Como lo oyes -contestó la sirvienta.

-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas.



Aleksandr Sergéyevich Pushkin (ruso: Александр Сергеевич Пушкин; Moscú, 26 de mayojul./ 6 de junio de 1799 greg. – San Petersburgo, 29 de enerojul./ 10 de febrero de 1837greg.) fue un poeta, dramaturgo y novelista ruso, fundador de la literatura rusa moderna.
Fue pionero en el uso de la lengua vernácula en sus obras, creando un estilo narrativo —mezcla de drama, romance y sátira— que fue desde entonces asociado a la literatura rusa e influyó notablemente en posteriores figuras literarias como Gógol, Dostoyevski, Tolstói y Tiútchev, así como en los compositores rusos Chaikovski y Músorgski.

miércoles, 7 de octubre de 2009

EL VIAJE - Benjamín Prado - Ganador del concurso de El Tren 2007

EL VIAJE


Benjamín Prado




Sobre todo, era convincente. Eso es lo que pensó cuando volvió a leerlo, nada más echar a andar el tren y mientras las personas que estaban en los andenes, entre ellas su madre y su marido, se empequeñecían según iban quedando atrás, como si retrocedieran hasta su infancia disminuyendo de la talla cuarenta y ocho a la treinta y seis, la veinte, la ocho, la dos... "Solvencia, experiencia y buena apariencia", se dijo, a modo de resumen y como quien repite una divisa comercial, la mujer a la que, entre todos los pasajeros, ha elegido este relato para contar su historia.

Permítanme que se la presente: se llama Pilar, tiene treinta y cinco años, es atractiva sin llegar a ser guapa y a la mayor parte de las personas que reparan en ella les gusta más cuanto más la miran, según van descubriendo la llamativa melena pelirroja, que ella sabe mover con coquetería y cierta arrogancia, los ojos entre verdes y castaños y, sobre todo, la boca voluptuosa, que a muchos hombres les parece un riesgo que merecerá la pena correr. Aquella mañana viajaba a otra ciudad para hacer una entrevista de trabajo y por ese motivo en el instante en que este texto la encontró acababa de leer una vez más su currículum vitae y se había infundido ánimos de la manera que acaban de ver. Luego, cuadró las cuartillas en las que estaba su expediente académico y profesional golpeándolas contra la mesa de su asiento, alisó las solapas del traje de chaqueta que había elegido para la ocasión, se miró en el cristal de la ventana y sonrió. Era la viva imagen de una triunfadora.

La reunión que le esperaba era una mera formalidad, porque ya había tenido las suficientes conversaciones telefónicas con los jefes de la empresa que iba a contratarla como para saber que el puesto era suyo, y aunque la presunción no estaba entre sus defectos más sobresalientes, en ese caso, sí era sincera, no podía decir que le extrañara, porque su historial era extraordinario y se adaptaba como anillo al dedo a las necesidades de la compañía que iba a emplearla. En su época de estudiante, había sido una alumna ejemplar, había hecho toda su carrera universitaria con muy buenas notas y se había licenciado con uno de los primeros números de su promoción. Su experiencia laboral era corta, pero en ella también había acumulado sucesivos éxitos, aunque fuese a pequeña escala, en ocupaciones modestas y con sueldos que no eran nada del otro mundo. Ahora sentía que sus esfuerzos habían dado fruto y que al fin había llegado el tiempo de recoger la cosecha.

Volvió a leer el currículum. El primer párrafo hablaba, efectivamente, de sus estudios, y al verlo se acordó de aquellos años en que era la niña perfecta: responsable, ordenada, seria. Tal vez demasiado seria, si lo pensaba detenidamente, hasta el punto de que muchas veces se sintió aislada, recluída en un plano superior que por un parte la hacía destacar y por otra la dejaba al margen de los demás, a los que, por su parte, consideraba demasiado infantiles, superficiales, inmaduros. Cerró los ojos. Igual que si fueran las personas que a las horas punta del día se agolpan en las estaciones del Metro y empujan para entrar en los vagones, se le amontonaron en la cabeza imágenes de chicos que quisieron conquistarla, de compañeras que intentaron ser sus amigas… Nunca había perdido demasiado tiempo en noviazgos ni pandillas, y cuando lo hizo por una mezcla de pura curiosidad y miedo, cuando supo que ya empezaban a murmurar de ella, a llamarla monja, empollona y ese tipo de cosas, el resultado fue desastroso. Se acordó de un muchacho llamado Emilio, al que se daba cierta fama de donjuán y con el que tuvo sus primeras experiencias eróticas, si es que pueden llamarse de ese modo. El joven no le interesaba especialmente, pero empezó a salir alguna vez con él por evitar las habladurías. Era, en su opinión, el mismo adolescente que todos los demás, un simple guaperas que alardeaba de sus conquistas por los pasillos del colegio y, a la hora de la verdad, hacía poco más que besar a las chicas hasta que los labios se les hinchaban a los dos y manosearlas con notable incompetencia por encima de la ropa. Ella, por otro lado, tampoco le dejaba ir mucho más allá, y él debió burlarse de su pudor, porque pronto supo que las malas lenguas seguían trabajando contra ella, que los rumores continuaban y los adjetivos desdeñosos se le iban pegando a su apellido igual que clavos oxidados a un imán: mojigata, cursi… Una noche en la que, como solían hacer siempre que quedaban, estaban dentro del coche de su padre, entregados a otra inagotable sesión de besos pesados y caricias ligeras, Pilar se levantó la camisa, se desabrochó el sujetador y mientras el tal Emilio le miraba los pechos como si no pudiese creer lo que veía, le abrió los pantalones y empezó a masturbarlo con energía y sin pasión, de forma más bien mecánica: no le duró mucho, pero el relato que él debió hacer de su hazaña aguantó el curso entero, porque Pilar pasó a tener fama de zorra, que obviamente era mucho mejor que la de puritana. La dejaron en paz y pudo dedicarse a lo que le interesaba, que era aprobar el curso con unas calificaciones superlativas: lo hizo.

¿Por qué se habría puesto a pensar en eso, que nada tenía que ver con su viaje y que era un episodio tan lejano e insignificante de su vida? O quizá no, porque la verdad es que su relación con los hombres nunca fue gran cosa, y la mayor parte de ellos, que no habían sido más de media docena, había terminado por acusarla de fría. No se lo reprochó, porque todos estaban en lo cierto y ninguno le había interesado gran cosa, más bien habían sido parte del decorado, personajes de una representación que alguna vez le había interesado poner en marcha por no desentonar, o para no tener que presentarse sola en algún sitio, o para dar una impresión de estabilidad personal. Cuando el público se iba, las luces del teatro se apagaban y llegaba el momento de ir a la cama, Pilar repetía, más o menos, la ceremonia del joven Emilio y el coche de su padre. Su falta de entusiasmo era tan obvia que todos sus amantes acababan por reprochársela con palabras que parecían calcadas unas de las otras: uno le dijo que acostarse con ella era como hacer el amor con un animal disecado; otro, al que casi había querido, la llamó maniquí; y un tercero, el más ingenioso, la describió como "sesenta y cinco kilos de carne deliciosa… recién sacada del congelador."

Pero hemos visto que cuando el tren salió de la estación había un marido despidiéndola en el andén, y como es lógico ustedes se preguntarán qué relación tenían, cuando se casaron y por qué, si eran felices o desdichados y si su matrimonio tenía algún futuro, entre otras cuestiones. Bueno, pues el asunto es fácil de resumir: Pilar le daba tan poco como a los demás pero a él le importaba menos; y así sobrellevaban su pareja, encajando el desinterés de uno en la apatía del otro. Si lo piensan bien, no es raro: ¿Qué dos cosas van a encajar mejor en este mundo que la indiferencia y la desgana? Y, sin embargo, cuando esa idea se le vino encima notó como una nube en los ojos y, sin razón aparente, se puso a llorar. Y también hizo algo más: en un gesto impulsivo del que pronto iba a avergonzarse, cogió un bolígrafo rojo y tachó en el currículum la línea en la que decía que estaba casada. Mientras se secaba las lágrimas atribuyó ese trastorno improcedente a la tensión del momento: al fin y al cabo, esa mañana iba a empezar para ella el futuro, y todos sabemos que del futuro nunca se sabe nada, excepto que estará lleno cambios, sorpresas e incertidumbre. Maldijo aquel sofoco absurdo y para recuperar la compostura sacó un espejo y se puso a restaurar su maquillaje. Menos mal que era una persona precavida y, por si había que hacer frente cualquier imprevisto, llevaba en la cartera otra copia de su expediente. La sacó y la comparó con la primera, la que tenía la tachadura. Sabía en cuál de las dos estaba escrita la verdad, pero ¿cuál era más cierta? Depende de si uno habla de contratos legales o de emociones, supongo, pero ésa es mi opinión y no me arriesgo a decirles que también fuera la suya, porque sin duda su carácter y el mío son muy distintos y es posible que a la hora de juzgar una relación de pareja lo que a mí me parece minúsculo a ella le parezca más que suficiente. Para pesar los sentimientos no hay más báscula que uno mismo, todo lo demás no sirve.

Las azafatas le trajeron el desayuno y mientras lo tomaba se alegró de haber elegido el tren, en lugar del avión, porque, tal y como había previsto, eso le daba la posibilidad de pensar, de no entregar las horas a la burocracia del viaje y guardar el tiempo para repasar los argumentos e iniciativas que pensaba poner sobre la mesa durante la reunión. Se recreó en las alteraciones del paisaje, que canjeaba bosques por ríos, praderas con ganado por zonas urbanas Después de un segundo café, cuando le retiraron la bandeja, fue al baño, se lavó con su meticulosidad característica los dientes y las manos, y al regresar a su asiento volvió a leer el currículum.

Se detuvo en un párrafo que hablaba del año que fue a vivir a Estados Unidos, a la ciudad de Austin, Texas, para completar su formación, y sin poder contenerse, también lo tachó con su bolígrafo rojo, esta vez con auténtica furia. Aquella época había sido terrible, no hubo en ella más que tedio y soledad, días y noches interminables, aulas gobernadas por profesores aburridos que daban sus lecciones con aire de funcionarios; aunque, naturalmente, ella vendía la experiencia como un gran paso adelante en su adiestramiento, que era el modo en que su madre solía llamarlo.

¿Y qué había detrás del siguiente punto y aparte? Pues, visto desde la angustia que en ese instante administraba sus pensamientos, había más mentiras, porque aquel avance meteórico en las oficinas en las que había estado ocultaba algún que otro cadáver en el subsuelo, entre otros el de su dignidad, porque, por un lado, ciertos ascensos los había logrado a base de traicionar a sus superiores o a sus colegas, lo que tampoco consideraba tan raro en este un mundo en el que sólo se tienen ojos para los vencedores y oídos para la música de las cajas registradoras; pero, por otra parte, también había habido algún capítulo oscuro en su éxito profesional, ciertas concesiones a jefes que tenían las manos largas y se tomaban libertades ante las que ella, a pesar de la repugnancia que sentía, guardó silencio y prefirió mirar para otro lado. Y, sobre todo, había un suceso que la atormentaba con frecuencia, la aventura que tuvo con un directivo de la última firma para la que había trabajado. No es que hubiera sido nada sucio, ni más desagradable de lo normal. Y, de hecho, ese hombre le gustaba bastante, era guapo, fuerte, tenía una voz hermosa y, sin ningún género de dudas, era el que más la había excitado en su vida y el que, dentro de sus límites, más lejos había conseguido llevarla, porque era de esa clase de personas que no se conforman con su propio placer y que no regatean esfuerzos a la hora de conseguir el de sus parejas. Pero, a pesar de eso, a menudo se preguntaba si habría hecho las cosas que hizo con él de no haber sido el directivo que le iba a impulsar a la cumbre de la empresa. Ni que decir tiene que estaba casado y que, pasado un tiempo, regresó a la paz de su familia. Pilar hizo un amago de resistirse a sus propias vacilaciones y se preguntó si tanta aprensión no era más que una forma del típico sentimiento de culpa femenino, porque seguro que un hombre no era tan escrupuloso al juzgar episodios de su vida que fueran similares al que ella estaba recordando; pero al final tachó también esa parte de su currículum.

Adiestramiento. Sí, así era como lo llamaba su madre, una mujer que había impulsado los estudios, la carrera y la profesión de su hija con mano enérgica, sometiéndola desde que tenía seis o siete años a una disciplina inflexible según la cual las obligaciones eran el centro de la existencia y cualquier alarde de desenfado, alegría o pereza un síntoma de hedonismo intolerable. Tenía razón, en cualquier caso: la había instruido más que educado; o si lo llevamos al extremo en el que Pilar se encontraba en el preciso instante que describen ahora estas líneas, podríamos decir que no la crió como quien forma a un ser humano, sino como alguien que amaestrase a una mascota. Con ese sentimiento cegándola, tachó toda la parte del expediente que hablaba de su carrera, y prácticamente todo el documento quedó convertido en nada.

El tren ya se acercaba a su destino, y el nombre de la ciudad a la que iba se repetía por los altavoces. Se miró una vez más en el espejo de su polvera. Se encontró distinta, cansada. Después puso sobre la mesa plegable la versión tachada del currículum y la que estaba intacta, una a lado de la otra. ¿Quién soy yo?, se preguntó. ¿Quién hubiera podido ser? Y mientras entraban en la estación, en lugar de levantarse y coger la maleta que llevaba en el portaequipajes, se quedó allí sentada, viendo a los pasajeros que crecían hasta su propio tamaño según se acercaban. ¿Y si no fuera a esa reunión? ¿Y si, de pronto, diera un volantazo a su vida y, a partir de ese momento, se dedicara a vivir, fíjate, qué verbo más elástico, vivir, y que lleno de significados falsos, todos esos que le hemos atribuido para suplantar el auténtico, para no darnos cuenta de cómo lo necesario ocupa el lugar de lo que importa, hasta convertirnos en los orgullosos propietarios de los muros tras los que estamos presos? Lo he escrito a mi modo, no con las palabras exactas que Pilar se dijo entonces, pero creo que lo he hecho de un modo que refleja de forma bastante precisa su estado de ánimo.

No sabemos qué pasaría al final, si bajó de aquel tren en el que encontró el tiempo que le hacía falta para abrir los ojos y verse y, apartando los malos presagios y los malos recuerdos de su cabeza, fue a aquella reunión; o si, por el contrario, se quedaría en la ciudad sin hacer nada, simplemente dando un paseo; si prefirió volver a su lugar de origen; si le ha plantado cara a sus frustraciones o sigue dejándose llevar por ellas como si fuese sobre unas vías inapelables, lo cual es perfecto para los trenes y terrible en el caso de las personas, para las que no hay demasiada diferencia entre ir a la deriva y moverse encima de unos carriles, porque en ambos casos significará que no tienen el control, que no supieron darle a su vida las dos cosas que, según dijo el poeta Luis Cernuda, conducen a la inteligencia y a la felicidad: dirección y sentido.

Pilar volvió a mirar las dos versiones de su currículum y luego rompió una de ellas y bajó del tren.

lunes, 5 de octubre de 2009

Eva Perón

Eva Perón según Juan Carlos Onetti
Publicado el 9 / 08 / 2009
Cuento aparecido en el Vol.III de sus obras completas

i

De modo que allí estábamos, amontonados y relativamente inmóviles, mirando a través de las ventanas los disimulos, revelaciones, suaves borracheras de ojos enemigos, conversando con astucia, con simulado énfasis, tanteando entre las frases ajenas y nuestras el hueco propicio por donde iba a deslizarse la alarma del teléfono negro, traído hasta el centro de la mesa circular que rodeábamos, respetado y maldecido como un dios.



Juan Carlos Onetti

Falsamente lentos, dicharacheros, analizando chismes, deducciones, presentimientos, más numerosos a medida que iban creciendo las noches, casi entorpeciéndonos en la sala de dirección mientras llegaba de abajo el ruido de granizada de las máquinas de escribir y, más tarde, cuando lo único muerto era la esperanza de la muerte aplazada y esquiva. La trepidación de la rotativa que anunciaba otro número de El Liberal sin orla de luto ni foto de la Señora ni el editorial ya escrito por mí, que hablaba de truncamiento, inescrutables designios, caridad cristiana e inmarcesible ejemplo luminoso. El editorial había sido hecho, semanas atrás, cuando empezaba una mañana cínica, alcohólica e insomne; yo incomodado por el sobretodo y los guantes, acurrucado bajo los enormes retratos severos, protectores, de mi padre y mi abuelo.

Muchos más, y también desconocidos de paso, en las horas nocturnas, abandonados a la superstición de que la historia se escribe de noche y a la tres de la mañana mueren todos los enfermos. Así, en aquellos días, la rotativa comenzaba a funcionar a las cuatro, no a las tres, para dejarle sesenta minutos de espacio, de chance, a la noticia que no quería llegar. Y a María Inés sólo la acariciaba en la siesta –cuidadoso del feto estremecido– con furia de lúbrico e imaginativo, buscando apaciguar en ella, en las siempre recién nacidas viejas sabidurías mutuas, la inquietud de cada larga espera anterior, palpando a sus espaldas, ciego, la forma, los huesos de su cara. Y también allí, junto a la cama, siempre, otro teléfono que no quería hablar; y lejos, en el otro lado de la ciudad, en el Palacio de Gobierno y frente a la plaza Brausen con sus canteros grises y brillantes, con sus discutidos jinete y caballo que avanzaban impávidos a través de la lluvia y el frío y la ausencia de palomas, la Señora, ya muerta, que no se nos quería morir.



Eva Perón

El invierno sin fin, la pensada lujuria de las tardes, la larga ansiedad de las esperas nocturnas. Hasta que inicié, para distraerme, los ataques burlones a Mauri, dichos correctamente en mi mejor lenguaje editorial traducido al gallego por razón de cortesía.

–Hay momentos en que dudo no sólo del tan lamentado fin de la Señora sino también de la misma existencia de nuestra primera dama. Abandonándome, también descreo de Santa María, flamante ciudad capital. No hay nada fuera de esta habitación donde un grupo de dementes hacemos guardia, noche tras noche, a una botella y un teléfono. Por supuesto, tampoco están los gringos de enfrente calentando con verdadero whisky un aguardar infinito. No hay nada, digo, salvo nuestro sueño o pesadilla. No hay, por ejemplo, aunque lo juren, un Palacio de Gobierno. Y este palacio, aparte de no ser, tampoco contiene una habitación premortuoria con sus inevitables agonizantes, médicos importados, nurses, morfina y carpa de oxígeno. Nada. Bien mirado, sólo nos queda una conspiración catalana tramada por el ingenio de Mauri; ingenio que le permitió crear una quinta columna, también rigurosamente separatista, bautizada caprichosamente con el nombre de Bosch, supuesto médico catalán, embalsamador por venturosa vocación y, como corresponde a su nombre, emboscado para gloria de El Liberal en algún supuesto pasillo laberíntico del ya desvirtuado Palacio de Gobierno.

Hablé solamente por excitación y curiosidad. Un anochecer después Mauri me trajo a Bosch.

Bosch entró en una pequeña fracción de mi vida, de los incontables recuerdos, no, como yo esperaba, como hubiera sido armonioso y razonable, en una de las húmedas madrugadas de hipnotismo alrededor de teléfono y botella. También él creía, supongo, en las horas clave de la noche y el amanecer, también él temía ser sorprendido si abandonaba la guardia, ya envejecida en un mes, de los instantes oscuros, puntualmente reiterada de sol a sol.

Entró en mi oficina, precedido por un Mauri sonriente e irónico, a las seis de la tarde, con viento, lluvia y frío, de un día sin fecha de aquel junio implacable, expectante y tal vez definitivo que había sido dispuesto para Santa María y nosotros. Alto, flaco, un poco encorvado para mejor mirar por encima de los anteojos, negro desde los zapatos hasta el sombrero chorreante, entró envuelto en un abrigo, mezcla enrevesada de sobretodo e impermeable, un abrigo demasiado grande para su delgadez malsana y pálida. Y durante menos de un minuto, a través de la ceremonia de presentaciones y saludos, en el cuarto clausurado, y tibio por la calefacción, el abrigo oscuro, misteriosamente flotante y agitado, reprodujo, casi procaz, el paisaje aterido del vasto exterior, de la ciudad, la provincia y el invierno.

Sentado, pero como aparte, como rodeado y defendido por una frontera invisible, por un imaginario círculo de tiza, Bosch, médico y embalsamador, abastero exclusivo de S.M., estiró su sonrisa arcana, su quijada de zorro hacia el cigarrillo que estaba armando. Alzó después, sobre el humo, una mano larga y fuerte:

–Espere –dijo–, espere un momento.

Yo no le había preguntado nada, Mauri estaba cruzado de piernas, silencioso y contento. El embalsamador, con el cigarrillo mal hecho en la boca, me estuvo mirando un momento, el tiempo justo para quedarse sin sonrisa y ofrecer en cambio una expresión humilde y atristada, una cara larga, incongruentemente blanca, chupada, en la cual los pequeños ojos miopes, nublados, ofrecían sinceridad a cambio de comprensión.

Y en cuanto a ojos, el dulce hijo de perra ya los había usado para imponer el hábito de la palabra señor en diálogos o monólogos.

–Espere –repitió, y el resto de lo que dijo puede ser, con mayor o menor exactitud, así–: Tengo que decirle, ante todo, comprenda y perdone, que no puedo olvidar ni un momento, y estoy seguro, señor, de que usted tampoco, lo que media en todo esto. ¿Mauri? Sí, claro. A Mauri ya lo puede llamar amigo y le he dado mi palabra y por medio de él a usted. Estoy alerta, vivo en estado de alarma, no duermo, espero. Espero. Para mí es sagrado. Vale decir, las dos cosas son sagradas. Dije cinco mil, o lo dijo Mauri. No puedo cambiar la fábrica de la casa, hay siempre tres puertas que me separan de la habitación. Ah, tampoco puedo, sería impropio, pedir que me muden el dormitorio. Y en verdad que mi atención se divide entre la sospecha de los ruidos y las voces y el teléfono para avisarles a ustedes. Sí, señor, ya me habló Mauri de vuestros aquellares centrados por otro teléfono. Ya está dicho. Primero en el mundo El Liberal. Cinco mil. Pero no hablaba de eso. Cuando hablé de lo que mediaba en todo esto… Apenas, rara vez, logro asomarme y mirar. Y gracias a que una de las mujeres. Soy un hombre de ciencia pero no dejo, señor, de ser un hombre a secas. –Entonces extrajo los folletos de propaganda que había traído en el indeciso abrigo, ahora aquietado, y los puso encima del escritorio para simular de inmediato el desinterés y el olvido–. Decenas de veces, y con invariable buen éxito, he practicado la intervención que me trajo a Santa María, para la que fui llamado. Mi nombre es conocido, sin vanidad, en todo el mundo. No me ofrecí, señor, no estuve buscando esta oportunidad. Me llamaron y vine. Una invitación, un pedido oficial. No, no me hable, le ruego, de los faraones. Es un error común y usted, señor, no tiene por qué disculparse. Mucha otra gente, obligada a saber más por disciplina y vocación, ha supuesto tales relaciones absurdas. No hay tal. Como si me hablaran de jíbaros, Amazonas y el Orinoco. Como si yo improvisara ante usted teorías y opiniones
sobre Bodoni y Memphis. Usted, señor, sabe mejor. –Logró interrumpirse para armar, lamer y darle fuego a otro cigarrillo–. Lo que media es verla agonizar como un pajarito, la pobre, tan consumida y rodeada en vano. Casi toda de huesos y piel, nervios, cartílagos, cordones que fueron músculos. Tan despojada, señor, que no habré de buscar mucho ni demorar para darle la primera inyección siempre que no conspiren, me escondan o engañen.

Cuando se puso de pie el mal tiempo se instaló otra vez en la oficina, agitándole la desdicha del abrigo negro. Me quedé un rato con Mauri y los folletos que no quise tocar. Me quedé, además, luchando sin fuerzas contra el arrepentimiento de haber buscado la cara y las palabras del embalsamador, contra la convicción torturante de no comprender, allá en el fondo, debajo de los pobres hombres y la farsa sin sentido de sus actos y sus variables formas de ser.

iii

Porque todos, nosotros y los que tomaban whisky en las grandes, limpias oficinas calle por medio, estábamos aunados en la rivalidad de conseguir la noticia con una ventaja de minutos. Ellos eran veinte y millonarios; nosotros confiábamos en astucias, trampas, corazonadas. Ellos, nosotros y todo el mundo esperábamos con una impaciencia purificada de sentimientos la noticia. Nada más que eso siempre que fuéramos los primeros.

La Señora, la mujer del Gobernador Mandamás se estaba muriendo. Era, ya, una agonía, una muerte de seis meses. Todos los pronósticos habían fallado, todos los secretos llamados no pasa de hoy fueron sustituidos por firmes promesas, nuevas fechas definitivas, postergaciones. La Señora, ya muerta, no se moría; y los empleados de Mandamás habían logrado, a fuerza de revólveres y patadas, el milagro de suprimir no sólo su muerte sino también su enfermedad.

El calumnioso cáncer no pasaba de un resfrío, hijo del medio invierno. Y en realidad convirtieron el milagro en algo milagroso. Porque toda la ciudad pudo verla un mediodía de domingo asomarse y saludar desde el largo balcón del Gobernador, tocada por un sol intempestivo. Estaba apenas resfriada y con un brazo de títere, lento, emperezado, contestaba los aplausos y los gritos junto a la sonrisa brillante de Mandamás. Estaba envuelta en un abrigo de visón; los iniciados sabíamos también que estaba rellena de morfina.