jueves, 18 de febrero de 2010

Junin 2009

1° PREMIO EN CUENTO



EL REGRESO



de Antonio César Libonati Bianchi, San Martín, Buenos Aires


Pedro Goldman llegó a la isla solo, en una lancha colectiva igual –así la recordaba– a la que cincuenta años antes lo había trasladado con sus amigos adolescentes. En el muelle se detuvo a mirar el cielo. Subió los escalones hasta la casilla de madera. Lo primero que hizo al entrar fue abrir las ventanas para que entrase el olor de árboles y de barro. Estiró los brazos en cruz y respiró profundo, el aire húmedo del río penetró muy adentro de sus pulmones y de su memoria. Pegó varios saltitos. Se acercó a la ventana y contempló, junto al río, las mismas plantas, las mismas flores blancas. Vio correr por la costa a sus antiguos compañeros, jóvenes como entonces y se restregó los ojos. Sonrió. Volvió hacia la mesa, abrió el bolso y acomodó las cosas que traía: un traje de baño, un buzo azul, un cuaderno. Del termo plateado, con el escudo de San Lorenzo de Almagro, se sirvió café. Se sentó. Como aquella vez, abrió un cuaderno de hojas cuadriculadas y recomenzó su diario. Expresó en pocas líneas su plácida alegría; el retorno a una época feliz. Se incorporó y volvió a la ventana a contemplar el río. Se desvistió y calzó el viejo traje de baño, al que sí el tiempo había desgastado. Descendió por la escalera de acceso hacia el frente de la isla. Sus pies frágiles, de hombre de ciudad, se resintieron, como entonces, caminando sobre las maderas rugosas del pequeño muelle. Bajó los peldaños hasta una planchada que, en ese momento en que el río permanecía bajo, estaba a ras de la superficie.

Desde ella saltó. Después de la primera sensación de frescor sintió el agua espesa y tibia, como antaño. Hundió los pies en el barro del fondo, y se actualizó la misma sorpresa. Disfrutó de la serenidad de la corriente, nadó unas pocas brazadas sin separarse más que unos metros de la orilla. Y regresó y se dejó flotar como esos camalotes florecidos que pasaban a su lado.

Con el agua hasta los hombros hizo pie durante un buen rato, mientras protegía su piel blanca con la sombra del sauce costero. Las preocupaciones, los recuerdos recientes, los avatares de la vida cotidiana sobrevolaban su cabeza. Pero no llegaban a posarse, perdidos en el follaje de ese paraíso. Había recuperado su juventud –¡tan cerca se encontraba!–, en ese delta olvidado.

Iba a permanecer toda una semana: con parsimonia distribuiría las tareas manuales y el goce de la naturaleza.
Se acercó al muelle para volver a tierra, apoyó sus manos sobre la planchada y se impulsó con un salto.
No alcanzó. Quedó colgado. Con el antebrazo derecho y la mano izquierda sobre la superficie de madera. Tiró los hombros hacia arriba para treparse, pero sus brazos no tuvieron la fuerza suficiente y volvió a caer parado dentro del agua. Sonrió: qué iluso, había pensado ser el mismo.
Sin embargo, no se preocupó. Aunque eran muy pocas las lanchas que pasaban sobre ese riacho y estaba solo en la isla, la sensación de que su instinto de conservación se mantenía joven lo tranquilizaba.
Respiró hondo para recuperar energías y volvió a intentar el salto. Pero el resultado fue el mismo, aunque con el agregado de un ligero dolor en el antebrazo. Claro, además de los años, su cuerpo se había recargado con unos cuantos kilos. Volvió a sonreír.
En ese momento pasó un bote con dos remeros, una pareja, y lo saludaron con ademanes. La muchacha era hermosa, a Pedro le dio vergüenza gritarles pidiendo auxilio; seguro de que se las iba a poder arreglar. Flotó tranquilo mientras pasaban.
Calculó que el muelle tendría algún travesaño oculto bajo el agua en el que apoyarse para trepar. Lo buscó inútilmente de un lado y de otro de la planchada. Algún tábano lo picó en el hombro, y al sacudírselo notó la piel enrojecida por el sol.
Se guareció junto a la orilla, debajo del sauce. Por allí tampoco podía subir: el fondo estaba más chirle que junto al muelle y se le hundían los pies hasta los talones. Las ramas del árbol, que llegaban hasta el agua, eran demasiado finas para sostener su cuerpo si pretendía usarlas como sogas. Los tábanos los seguían azuzando.

Creyó ver una posible salida del río a través del cruce a la otra costa poblada de juncos. Sin embargo, la correntada que se observaba en el centro podría ser más fuerte de lo que aparentaba, y arrastrarlo aguas abajo hacia el caudaloso Paraná de las Palmas. Resolvió dejarlo como última solución. Además, si su capacidad para nadar también había mermado, era probable que abandonase la travesía a los pocos metros.

Le pareció escuchar algún ruido en el agua y recordó cuando cincuenta años antes, sus amigos, a los gritos de “¡Pirañas!¡pirañas!”, mezclados con risas, entraban y salían del agua a toda carrera. Nunca había vuelto a pensar en esos peces carnívoros, pero ahora el recuerdo lo inquietaba. ¿Y la leyenda sobre las yararás traídas por los camalotes? ¿Y el terror que le había causado el cuento de Horacio Quiroga en el que un peón era picado por esa víbora? Con su superstición de hombre de ciudad se tocó un testículo debajo del agua, pero tampoco eso lo calmó.
Comenzó a maldecir su ocurrencia de ir solo a tomar un descanso en la isla y el consejo de sus amigos que lo indujeron a hacerlo “para desconectarse”. ¿Quién lo mandaba a él, casi a los setenta y con una vida sedentaria de tantos años, a querer hacerse el pendejo y meterse en aventuras? ¿No tenía bastantes líos con las finanzas de la tienda, los aportes y la cuenta del banco? De todas maneras, nadie lo iba a llorar, más que algún amigo. Lo que le daba rabia era la forma estúpida en que se había metido en esos peligros.
A pesar de que le ardían los hombros comenzó a tener frío. En ese momento, calculó que era más de mediodía, se hubiera atrevido a pedir socorro al que pasase. Pero no se veía nada que se moviera, sólo la lenta corriente del riacho y los tábanos que iban y venían con su horrible zumbido.
Calculó que faltarían por lo menos cuatro horas para que arribase la lancha colectiva de la tarde. No sabía si iba a poder resistir tanto tiempo. El cuerpo le temblaba y tenía el rostro hirviendo. Se tapó con los índices la nariz y con los pulgares las orejas. Sumergió la cabeza. Una, dos veces. Recordó las sinusitis que se había pescado de chico en la pileta del club. Tenía sed, pero no se animaba a tomar de ese agua contaminada; en la isla la filtraban con arena para sacarle el barro. Dejaba que se le humedeciesen un poco los labios, que mantenía cerrados; con la piel ardida y entumecido; las yemas de sus dedos, arrugadas por el agua, habían perdido el tacto.
De pronto se nubló, y Pedro comenzó a rogar que no se largase una lluvia intensa. Se levantó viento. Al agitarse las ramas de los árboles, notó que provenía del sudeste: la temible sudestada que inundaba el Delta periódicamente y que había motivado la típica arquitectura de sus viviendas, elevadas sobre pilares. Se largó a tronar y volvió a ver a sus amigos adolescentes escapando del agua que atraía los rayos. Ahora llovía a cántaros y para poder respirar sin ahogarse con el agua que caía, Pedro metió la cabeza debajo del muelle. Se acordó de su madre y de las oraciones que le había enseñado. Congelado, mezclaba su llanto con la lluvia y llamaba “diosito” a Dios, con asustada ternura. En su sentimiento había retrocedido ahora mucho más: casi sus setenta años.

Los truenos cesaron y después la lluvia. Como digna tormenta de verano, no duró más de media hora. Pero el río había crecido casi un metro, y el agua tapó toda la planchada baja. Sólo emergían dos peldaños debajo de la línea del muelle. Pedro se corrió y pudo apoyar los pies en las maderas sumergidas. Desde allí, como tenía pocas fuerzas, se sentó sobre los escalones superiores de acceso al muelle y, en la misma posición, reculando, se deslizó hacia el frente de la casilla.
Estuvo un rato como abombado, temblando sin parar. Luego se incorporó y, tomándose de la baranda, subió la escalera a rastras.
Cuando llegó la lancha de la tarde, lo encontró esperándola, agarrado de la columna del muelle. Algo le comentó, quizás una mentira, al marinero que no le preguntó nada, acerca de la causa por la que había anticipado el regreso.
Un breve trayecto y reconoció, sobre el muelle de otra isla, a la pareja de remeros que por la mañana, cuando estaba él en el agua, lo saludaran, y a la que le dio vergüenza pedirle auxilio. Abrazados, los dos agitaban las manos, sonriendo a los pasajeros de la lancha colectiva. Brillaban los dientes de la muchacha con el sol del atardecer.
Después, a medida que se acercaban al puerto de Tigre, Pedro advirtió que la presencia de gente en las islas era más frecuente. Leyó la frase que había escrito en su el cuaderno de páginas cuadriculadas. Cerró el diario y se puso a contemplar los sauces nuevos, las pequeñas olas que dejaba el transporte, los juncos de la orilla.
Deslizó la mano sobre el río, sintió el olor del agua mezclada con tierra del fondo, y cerró los ojos.
Cuando lo distrajeron los ruidos de los pasajeros que se preparaban para desembarcar, Pedro Goldman, sin que nadie lo notase, arrojó al agua el cuaderno de hojas cuadriculadas.







Antonio César Libonati Bianchi nació en San Martín, provincia de Buenos Aires el 2/12/1937. En la misma ciudad ejerce la escribanía desde hace 40 años.
En 2002 comenzó a escribir con más intensidad:
Publicaciones (como César Bianchi, su seudónimo): Derecho Izquierdo (2004) y Crónica de un amor buscado (2007), ambas novelas, en Editorial Corregidor.
Los haiku del Viejo Libo (2006), Editorial El Aleph (impresión a demanda) y "Los cuentos del Viejo Libo" 2009, en Ediciones De a Uno.
Escenas de barrio (poesías) en 2003.
Premios:
2003 Accésit en Los Premios del Tren "Camilo José Cela", Madrid, España.
2005 Primer Premio en el Museo de la Ciudad de Buenos Aires, Concurso "Misterio en el Museo de la Ciudad"
2006: Mención de Honor y Mención Especial en JUNÍNPAÍS con el cuento "La milonga"
Además varias Distinciones con haiku y Microcuentos.

Actualmente estudia en Casa de Letras, Bs As: Tutela de novela con Esther Cross, Seminario de Letras de Tango en la Academia Nacional del Tango y música con Javier González, Rubén Robledo, Patricia Barone y Nino Falsetti.



2° PREMIO EN CUENTO



LA AUSENCIA



de Mariano Carou, Buenos Aires



Se fue de mañana, rumbeando para el lado del pueblo. Le hizo un ademán al Rufo, dándole a entender que se quedara, que él tenía que hacer. Otros perros salieron a ladrarle de las chacras vecinas, a lo que él respondió con su habitual indiferencia. Siempre le había disgustado ese ritual, pero era el único posible frente a la agresividad animal. El sol de las nueve de la mañana ya era bastante caluroso. Algunos gallos seguían cantando, pese a lo avanzado de la hora. Pasó por lo de Vega, por lo de Blásquez y por donde había sabido estar el almacén de don Elías, muchos años antes. Ya no quedaba más que una ruina de adobe y chapa, destartalada, con un “Ramos generales” despintado en el frente. Apenas podía reconocerse en ese paisaje.
Llegó al pueblo. Buscó la comisaría, la que estaba en el centro, allá por la calle Gandini. Dijo que venía por una denuncia. Un suboficial lo escuchó, sin entender en absoluto qué se proponía. Le dijo que el comisario no lo iba a atender, y que era mejor que se fuera. “Si el comisario no me atiende, ¿quién me va’tender?” “Vaya a los Tribunales”, fue la respuesta. “Y no vuelva por acá.”
Allí se encaminó. Tomó por Arias hasta la plaza, y dobló a la izquierda, reconociendo ese mamotreto moderno que servía de sede de la Justicia, frente a la Municipalidad y a la iglesia de San Ignacio. Al ver la iglesia, se santiguó, como saludándola desde lejos, y entró a los Tribunales. En la mesa de entradas lo atendió una señora de unos cuarenta años, con el pelo recogido, que lo miró absorta detrás de los anteojos cuando el hombre le expuso su causa. Con inocua amabilidad ella le respondió que “lo que pasa es que usted debería radicar una denuncia en la seccional, y recién después, de acuerdo al rumbo que tome, su abogado debería ocuparse. O si no, presentar un recurso de hábeas corpus y si dentro de las 48 hs...”
La mujer seguía hablando, pero él no entendía nada de lo que ella decía. Hizo un esfuerzo por concentrarse, mientras se abanicaba con el chambergo. Cuando la mujer terminó de hablar, le preguntó “¿Me entendió?”
-No.
La mujer se puso a recoger unos papeles y a decirle que bueno, que ella estaba ocupada, sí señorita qué desea, ah sí, cómo no, un segundo. Él miraba la escena y se aflojó un poco el pañuelo del cuello. Ya era casi el mediodía. Se sentó en uno de los sillones de cuerina negra que estaban cerca de los ventanales. No sabía muy bien qué hacer, pero no se iba a volver al rancho sin que alguien lo escuchara. Del otro lado de la plaza estaba la Municipalidad. A lo mejor, allí...
Allí se repitió la misma comedia, pero en forma más agresiva. Un empleado de unos treinta años lo trató en forma despectiva, a lo cual él respondió con la misma dignidad y la misma calma con la que se había comportado durante toda la mañana.
-Mire, joven, yo ando buscando a m’hija. Y alguien me va’tener que decir dónde está. Me tienen de aquí pa’allá como bola sin manija, pero nadies me dice dónde está l’Alicia. Ella trabajaba en la escuela que está por el lao del barrio La Morocha. Y hace una semana que no aparece. Me han dicho que se la llevaron en un auto, a la rastra. Yo no sé qué pensar.
Por una de esas causalidades fortuitas que suelen ocurrir acertó a pasar por allí el intendente de facto, Coronel M. “¿Qué se le anda ofreciendo, abuelo?” dijo el Coronel M. con una enorme sonrisa dibujada en el rostro. El empleado puso mucha prisa y mucho empeño en explicar al señor intendente los motivos del visitante, informándole al señor intendente que él en realidad le había dicho que no podía ayudarlo, y dejando en claro al señor intendente que el hombre en cuestión no entraba en razones. Al Coronel M. se le fue borrando progresivamente la sonrisa de la cara. Con lo que le quedaba de mueca le dijo al anciano “a lo mejor la chica se fue con un novio, abuelo. ¿Averiguó bien?”
-M’hija no tiene novio. Y además me han dicho que vieron que se la llevaban a la rastra, por los pelos, como una yegua sin riendas que se la agarra‘e las crenchas. Y eso no se hace con un cristiano.
-A lo mejor su hija andaba en algo raro... ¿usted sabe algo de eso? Algo habrá hecho. Yo me habría preocupado antes -dijo el coronel M., jugando con su gorra.
-Usté no me va a decir cómo tengo que educar a mi hija. Mi finada esposa y yo la hicimos una muchacha decente, y ahora quiero que me la devuelvan -dijo el anciano con serenidad.
El coronel M. bajó la mirada, se puso la gorra, y sin decir nada se dirigió a la salida. El hombre no dejaba de mirarlo, mientras el empleado comenzaba a atender otras cosas. El anciano miró cada rincón de ese vestíbulo en el que se había desarrollado la escena, y salió. Se dirigió a la iglesia, contigua a la Municipalidad. El templo estaba casi vacío. “¡Qué fea que quedó esta iglesia! ¿Qué hicieron? ¡Con lo linda que era antes!”, pensó para sus adentros. Sólo había tres mujeres rezando el Rosario con voz aflautada. Acercándose a ellas reconoció a la viuda de don Funes. Siguió caminando hacia el altar, donde un hombre estaba cambiando las flores.
-Quiero ver al padrecito.
En ese momento un sacerdote de mediana edad apareció por la puerta de la sacristía.
-Ah, padrecito, a usté lo quería ver.
El sacerdote, algo desconcertado, se acercó inclinando la cabeza con mirada bonachona. El anciano le dijo qué lo había traído al pueblo, y la cara del cura fue ganando un rictus severo.
-Mire, yo no lo puedo ayudar, pero sé que su caso no es el único. ¿Ve esas tres señoras que están rezando el rosario? A una de ellas, la de azul, sé que le pasó lo mismo que a usted. ¿Por qué no se acerca y le pregunta? A lo mejor ella sí lo puede ayudar. Yo, lo siento, pero...
Se encogió de hombros, hizo un gesto de resignación con las palmas de las manos abiertas y se alejó. Las tres mujeres ya habían terminado el Rosario y se disponían a irse. El anciano se dirigió a la viuda de Funes y, después de saludarla, le explicó qué lo traía por el pueblo. Le dijo también lo que le había dicho el sacerdote. La señora de azul le dijo que ya había varios casos en Junín, y que ahí nadie las daba una respuesta. Que ella sabía que en La Plata y en Buenos Aires había gente que se estaba moviendo para averiguar y qué les dijeran qué era lo que había pasado. Que ellas al día siguiente se iban a Buenos Aires en el tren, temprano, que si él quería ir también. Él asintió. Después volvió a su casa. Una camioneta lo recogió mientras caminaba por Julio A. Roca. Cuando llegó al rancho, el Rufo salió a recibirlo, meneando la cola. Se tomó unos mates y se quedó todo el resto de la tarde sentado en la galería, mirando el horizonte. La jubilación ya se le había acabado, pero aún le quedaban unos pesos de lo que le había pasado la Alicia de su sueldo. Con eso podría arreglarse por un par de días.
Al día siguiente, muy temprano, un grupo de cuatro padres tomó el tren local que al cabo de cinco horas los dejó en la Estación Retiro del Ferrocarril San Martín. De una manera algo más sofisticada, las mismas excusas de la víspera se repitieron en la Capital. Promesas, direcciones, que nadie sabe nada, que hay un grupo de madres que se están organizando, que cuidado con quién hablan, que vuélvanse a Junín, que estamos en contacto, en fin: lo suficiente como para conformarlos por un tiempo, con esa exhausta tranquilidad que intenta vencer el miedo y el espanto, y con la creciente sensación de estar dando una batalla perdida, pero con dignidad.
Volvió al rancho. Día tras día se sentaba en la galería con la pava y el mate, el Rufo echado a sus pies, esperando que en cualquier momento apareciera la Alicia. Pasaron un par de meses. Un Viernes Santo, a eso de las tres de la tarde, supo que algo había pasado, algo funesto, algo que resonó muy dentro. Desde ese momento dejó de salir a la galería. Dos semanas después, un jueves a la hora de la siesta, oyó que alguien golpeaba con las manos. Se asomó por la ventana y vio a la hija de don Funes, que había sido compañera de la Alicia, con el marido, esperando del otro lado de la alambrada. Los hizo pasar. La chica le dijo que le habían dicho que alguien había escuchado que a la Alicia se la habían llevado y la habían torturado y que alguien la había reconocido cuando la cargaron con otros cadáveres, con rumbo desconocido. Que imaginesé que a lo mejor no es cierto, pero esta persona dice que la conocía a la Alicia, y que no quiere decir quién es porque tiene miedo, pero que ella quería avisarle porque esta persona le pidió que lo hiciera, para que no la espere más.
El anciano no dijo nada. Inclinó la cabeza y despidió a la pareja, que subió rápidamente a su Citroën y desapareció. Después de un rato le dijo al Rufo que él se iba, que si lo quería acompañar. El perro lo miraba, sacando la lengua con agitación. Fue a buscar el saco y el chambergo, cerró la puerta del rancho y salió de su propiedad. El perro se le puso a la par.
-¿Sabés qué pasa, Rufo? Ya no tengo más na’que hacer acá, ¡qué joder!
Mientras cerraba la puerta del rancho, el viejo lloraba un llanto pesado y amarillo de ausencia y lejanía. Unos tordos negros salieron volando. El hombre los vio, mientras se alejaban. Después agarró la ruta para el lado de Baigorrita.
No se lo vio más por el pago. Dos años después, a pocos kilómetros de Venado Tuerto, lo atropelló un camión mientras cruzaba la ruta. El conductor del camión no paró. Solamente el Rufo permaneció a su lado hasta el final, lamiéndole las heridas.





3° PREMIO EN CUENTO


LA CUESTIÓN DE LA MUERTE DEL REY


de Gaston Mauricio Potrebica, 9 de Julio, Bs. As.




Otoño de 1986. Al descender del ferrocarril “Los Andes” un individuo particular me esperaba al filo del andén. Vestía traje azul y portaba gafas cetrinas. De rasgos afilados, su postura se sostenía por un bastón silencioso, purpúreo, de madera pulida, que le impedía derrumbarse a la parte izquierda de su cuerpo.
Me condujo hasta un antiguo automóvil. Durante un extenso trayecto sobre adoquines comentó con detalles el urgente apremio, explicando el motivo que brevemente había explayado en la carta de mi contratación. Describió la desaparición de un tal doctor K.; anunció que mi nombre figuraba inscripto en una nota del hipotético secuestrador y que éste exigía suma reserva. El señor F. declaró conocer mi trayectoria y que por alguna razón obtendría ahora la oportunidad de verme proceder. Añadió luego que yo le parecía un hombre intuitivo, sagaz. Señaló algunas cosas más: Usted posee esa inteligencia que tiene más afinidad con la pureza de la imaginación. Debe saber que cuestiones de ingenio han sido resueltas por personas que en innumerables veces rayaban la imbecilidad. Usted no cree en la pedantería intelectual. Al final de su eximio monólogo se quitó sus gafas y se conservó en silencio.
Arribamos al fin a una mansión distinguida. Se elevaba majestuosa tras una verja de rombos de hierro algo herrumbrada. Avanzamos hasta avistar un enorme jardín que ocultaba la parte inferior de la construcción; la techumbre con sus torres empinadas sobresalían majestuosas. F. declaró ser amigo de la familia K. Me informó que se ausentaría varios días y que yo quedaba en manos de la hija del doctor, la señorita Laura. La vería de inmediato para comenzar el trabajo, previendo como segura mi aceptación. Me dejó en el vestíbulo tras llamar a la puerta.
En la casa me recibió una bella mujer. Impresionable, dulce en el trato. Con fina cortesía y maneras cautas me ofreció sus servicios. Me asombré al hallarme frente a innumerables tableros de ajedrez sobre la superficie de un mueble extraño, parecía ser una especie de escultura de Venus que a la vez era una extensa mesita de té.
-Gracias por venir –exclamó-. El señor F. ha sido muy amable al conducirlo hasta aquí. Siéntese por favor.
Al aproximarse el mediodía, una pequeña ventisca agitaba las cortinas rojas de la sala. Tuvimos una sustanciosa plática, muy informativa aunque escueta. El laconismo de la hija del doctor sorprendía por su justeza. Me explicó el supuesto rapto de su padre y me enseñó enseguida el sobre dirigido a mi persona. Éste aludía a que los caminos esperados de la búsqueda concluirían en las cosas del doctor y que no me extendiese mucho más de esto.
Luego de una exhaustiva indagación en la casa, hallé algo sospechoso. Nos encontrábamos bebiendo una taza de té en la biblioteca cuando observé un par de volúmenes sobresalidos en uno de los anaqueles. Extraña ubicación pues los demás libros se hallaban prolijamente ordenados. Aquellos formaban una distorsión muy peculiar. Irrisoria.
-La biblioteca ¿es muy transitada? -pregunté interesado.
-No más que por mi padre y por mí ocasionalmente. ¡Ah! Su pasión por los libros es extraordinaria. El día entero lee o juega al ajedrez - me ofreció enseguida que fumase. Tras negarme le señalé la extraña posición de aquellos libros. Llamó de inmediato al mayordomo. Tras estudiar a continuación el hecho no acotó nada válido.
Al mover uno de aquellos volúmenes un pequeño papel se deslizó hasta el piso. Pude leer lo siguiente:
SHAH MAT…NEL MEZZO DEL CAMMIN DI NOSTRA VITA
Por lo menos la segunda sentencia estaba escrita en italiano. La otra se me hacía asaz desconocida. Sin embargo, la hija de K. ofreció de inmediato la solución. Indicó que era una frase persa y que se traducía como jaque mate.
-Sí, shah mat…Mi padre la usaba mucho. El ajedrez es una de sus aficiones exclusivas. Casi una obsesión.
Investigué los días siguientes sobre el significado de la expresión jaque mate hasta que obtuve su completa significación: Muerte al Rey. Le manifesté a la señorita Laura que me dedicaría a indagar sobre esto ya que lo único de utilidad que poseía por ahora eran estas extrañas frases y le recordé que quien estaba detrás de todo esto aseguraba que la solución estaba entre las cosas de su padre.
-Podemos suponer -argüí luego- que quiera pasar por ingenioso. Si desea dinero, no parece la manera más sencilla; y si sólo su objetivo es bromear a costa de nuestras voluntades, algo tan complicado no sería lo exacto. Pero nunca hay que dar por seguro nada. A veces es indicado partir de lo absurdo… -la hija del doctor me observaba absorta. Le pedí que se tranquilizase. Luego de sentarse en una banquetilla señaló que su mayordomo era italiano.
A MITAD DEL CAMINO DE NUESTRA VIDA…
Tradujo la segunda oración. Yo no sabía, en un principio, por qué razón se me hacía harto familiar.
Las horas se convocaban gravitando en mi bolsillo. El aroma a jazmín y una suave brisa entorpecían mis pensamientos con una deliciosa sensación de amodorramiento. La hija de K. se había convertido en una distracción aún más sutil y peligrosa. Para la mente del que medita problemas abstractos, las imágenes bellas distraen la imaginación. La corrompen. Sin embargo se reveló de esta manera lo siguiente:
-“A mitad del camino…”-repetía con una copa en su mano-. ¡Ah, cómo extraño a mi padre! Estoy en el círculo del infierno…-tras oír esto, desde el piélago de mi memoria surgió una revelación intelectual: Dante.
-Ah ¡claro! -exclamé animado-—“a mitad del camino de nuestra vida”…Es así como se inicia el canto primero de la Divina Comedia. Sus lamentos me recordaron el libro… ¿Su padre tiene algún ejemplar en la biblioteca? —indicó que podíamos consultar el index que había en el escritorio del ampuloso doctor.
El despacho de K. estaba ataviado de objetos antiguos; un tablero de ajedrez de madera; varios lienzos y más libros. El nombre del volumen figuraba en el listado de las obras. Nos dirigimos de inmediato a la biblioteca. Fue necesario revisar al azar por todas las libreras. Me arrojé sobre un sillón y me conservé allí un instante meditando. De repente se manifestó cierta desatención que tuve, pues había olvidado aquellos libros de entre los cuales había hallado el papel que tenía las sentencias inscriptas. Recordé que los había depositado sobre una pequeña mesa de mármol. Así era. En su tapa el libro no tenía inscripciones aunque al abrirlo el nombre de Dante Alighieri resaltaba en letra gótica. En su primera página, debajo del canto primero, en español, había un párrafo que decía:
EL QUERIDO DOCTOR SOPORTARÁ LAS PENURIAS QUE VUESTRO RETRASO SIGNIFIQUE. ¡APURAOS! HE AQUÍ LA REVELACIÓN: SI EXTENDÉIS EL OBJETO CORRECTO SE ENGENDRARÁN DOS FLORES PERFECTAS E IDÉNTICAS Y EN UNO DE SUS PÉTALOS HALLARÉIS LA REDENCIÓN.
Me hallaba perplejo. Me dejé impresionar un momento por aquel nuevo misterio. Miraba una y otra vez el párrafo. Pero el extremo agotamiento socavaba mi voluntad. La señorita Laura insistió varias veces en que durmiese en una de las habitaciones de la planta alta. Subimos y me fui a descansar. Aunque más tarde esa misma noche me despertó un susurro. Descendí por las escaleras y en la cocina la hallé bebiendo leche tibia. Me senté a su lado en silencio. Se arrimó junto a mí. Me agradeció por algo que no recuerdo ahora. Y dijo otras cosas…Me insinuó el canal áureo entre sus senos. La besé con ardor, con vehemencia… El lecho dilatado de su habitación nos concibió ajenos.
A la mañana siguiente, tras el cristal empañado de la ventana, una tempestad rojiza y azulada se alejaba hacia el alba. Abrí del todo las celosías y el aroma a jazmín me envolvió dulcemente. Pensaba con insistencia: « Si extendéis el objeto…dos flores…»; la extensión tendría que ver con desarrollar algo; el objeto podría ser cualquier cosa. Mientras cavilaba, en el exterior de la casa la rama de un árbol de cedrón del jardín golpeaba con intermitencia el techo de chapa de un viejo cobertizo. Me sentía huraño en la mansión. Pensaba en el mayordomo. En el señor F. Por un instante me dispersé observando el mobiliario: había un enorme modular lleno de copas de cristal y botellas de diferentes tamaños. Una mesa de roble con sillas y almohadones color salmón. Pinturas de Rembrant y un cristo amarillo de algún autor que desconocía. Una enorme cruz de madera pendía sobre el dintel de la puerta. Me quedé observándola un instante. Era magnífica como todo lo que la casa albergaba… Pensé que debía circunscribir la búsqueda de ese objeto extensible al mundo de la abstracción, pues me parecía evidente que el secuestrador de K. se movilizaba entre libros y cosas del mundo intelectual. No se por qué pensé en figuras geométricas, aquella cruz había despertado en mí cierto recuerdo pues me vino a la mente la idea del cubo compuesto por seis caras. Me recordé en la escuela primaria construyendo esa figura tridimensional en cartón; formando el esperado cubo desde una superficie recortada en forma de cruz y plegada. Tal vez esto tendría que ver con las figuras del mensaje increíble que hallé en aquel libro. Concluí que habría que encontrar la figura geométrica que, como en la experiencia del cubo, al extenderla en sus caras, formaría flores o algo parecido. Era una posibilidad. Por lo menos la única asequible hasta el momento…Excitado por esta nueva intelección corrí al encuentro de Laura -creo que ya tengo el derecho de llamarla así-. Enseguida le narré todo y le propuse buscar algún tratado de geometría. Nos dirigimos hacia la biblioteca. Me acercó varios libros y adujo que su padre los consultaba con asiduidad. Me encontré con algo impresionante. El capítulo del libro de geometría elemental sobre “Desarrollo y Área de los cuerpos geométricos” me condujo hasta la figura buscada: “la extensión del dodecaedro regular da dos superficies poligonales estrelladas; cada una de las cuales cuenta de seis pentágonos iguales dispuestos a manera de…flor”. ¡Las dos flores! En el extremo inferior izquierdo del libro, del cual antes no me había percatado, mi nombre se distinguía en una letra rojiza.
Las cosas se tornaban confusas. La alegría intelectual que obtuve por haber hallado la solución se ennegreció por la repentina idea que luego se manifestó como el estallido de una ola en un acantilado: esto no llevaba ahora a ningún sitio. Todo se demostraba inverosímil. Imaginé una especie de broma sutil y peligrosa. Maquiavélica.
-Aún nos falta saber algo -apuntó Laura y observé que me enseñaba un papel-, esto que dice aquí: Muerte al Rey -estaba en lo cierto. El arduo trabajo que destiné a meditar sobre las demás cuestiones me había apartado de esa frase en tinieblas. La observé un momento y tras una pausa de ternura, de imprevisto Laura recordó algo.
-Pero qué torpe he sido -dijo afligida- ahora recuerdo algo. Mi padre siempre decía que el jaque mate lo hacía cavilar sobre el martirio de Cristo. Sostenía que la cruz y las siglas Rey de los judíos, significaba que los sacerdotes, neciamente burlones e ignorantes, en verdad le habían dado… ¡muerte al Rey!
-¿El doctor K. es un hombre de religión?
-Sí, es más, él diseñó y construyó la capilla del pueblo -respondió encantada.
-Tal vez allí hallemos algunas respuestas. ¡Vamos!
El camino a la capilla es un pasaje recto entre los holgados recintos del pueblo. Aquel se extendía en una planicie verdosa. Decidimos marchar a pie bajo una inminente tormenta que amenazaba la bonanza del atardecer.
Vislumbré el templo levantarse por sobre una pequeña explanada. Era un edificio realmente extraño, muy singular, como salido de una realidad fantaseada. Jamás, en mis años de viajero había visto semejante extrañeza arquitectónica. Ingresamos en la pequeña capilla. Era un ambiente con demasiados muros. Me pareció que tenía en su totalidad la forma de un círculo. Todo estaba cubierto con cuadros de santos, cristales de colores y efigies de vírgenes. Una enorme cruz colgaba sobre el púlpito. Se acercó un monje con túnica negra y un rosario monumental en su pecho.
-Padre. Él es el señor M. -me observaba con un gentil gesto. Un pequeño temblor le resplandecía el rostro.
-Padre -le interrogué- ¿algo ha sucedido fuera de lo normal? No lo sé. Algún forastero.
-No lo creo. Aquí no ocurren más que circunstancias ordinarias. Lo extraordinario es la presencia de Dios en esta casa. Sólo el señor F. que ha estado reparando uno de los muros de la iglesia. Ayer. No más que ese imprevisto.
-¿F? -exclamé estupefacto. Laura asintió. De repente todo pareció acomodarse en mi mente como las piezas de un rompecabezas… Observé el interior de la capilla. Sus muros. El cielorraso. Todo en su extraño conjunto formaba una especie de figura geométrica. Inverosímil pero cierto al fin. Recordé que las doce figuras que forman el dodecaedro son pentagonales. Por inadmisible que parezca, aquella capilla formaba un medio dodecaedro algo distorsionado, pero bastante exacto. Las paredes que al principio me parecían curvas eran en realidad poligonales. Exactamente contaba cinco. Seis junto con el techado. Recordé que la inscripción del volumen de la Divina Comedia anunciaba que hallaría a K. en uno de los pétalos de la flor, o sea en uno de los… muros pentágonos.
Si comprendía bien lo que aquello quería decir significaba sólo una cosa: Que K. estaba muerto. Sepultado en uno de los recintos de la capilla. El rey está muerto, claro, pensé…Tomé del brazo a Laura y le expliqué lo que suponía. Aunque me parecía que todo era demasiado simple. Como un juego. Nos dirigimos de inmediato hacia la casa. Iba pensando que todo era muy desatinado o tal vez una especie de error forzado y que K. estaba en otro sitio.
Tras cruzar la verja de la mansión, a dos metros del zaguán las luces de los faros de un automóvil estaban encendidas. Me acerqué con sigilo, agazapado; ya que nunca porto arma alguna siempre debo tener el mayor recaudo. Laura se mantenía a mi lado. Desde una de las ventanas se oía una risa estrepitosa de hombre. Pero luego…
-Lo siento -profirió Laura sollozando y se escabulló de mi lado hacia el jardín hasta que la perdí de vista. La risa se oía fuerte ahora, provenía del escritorio del doctor. Me acerqué a pasos menudos hasta la puerta que estaba semiabierta. Reparé que F. fumaba sentado. Vestido elegantemente con un saco marrón y una corbata a cuadros.
-Pase usted. Tranquilícese. Tome asiento -e indicó una butaca a mi izquierda-. Pase usted M. que no le voy a hacer daño como tampoco me lo he hecho a mí mismo. Lo felicito por su ingenio aunque podría haberle tomado menos tiempo. Igualmente tiene usted mis mayores elogios. Mi hija ha contribuido con el elemento religioso. Las variables humanas son importantes. ¿No lo cree así? Lo de la risa ha sido un decoro escénico. Teatral.
-Pero ¿de qué diablos habla usted? -perplejo me acerqué un poco tentado de arrojarme contra él.
-La descripción de los periódicos sobre usted no es justa -tenía una pieza de ajedrez en su mano y la movía entre los dedos-…Otra cosa. Óigame ahora… ¿Mi hermosa hija lo quiere?
Alegó luego que el valor y la inteligencia de un hombre se prueban en la guerra. En los hechos. Si quería verificar el poder de mi imaginación y considerarme digno de batallar en una disputa de ajedrez, la prueba de mis atributos era inevitable. Fingir un secuestro era cosa trivial para el locuaz doctor y su ingenio en los simulacros muy sutil.
-Mire M. -dijo ahora K. avezado y con pomposidad- de alguna manera al final estamos a mano. Yo le probé que es un hombre de valía y usted me ha robado algo más preciado aún. Más que el reconocimiento y el poder.
-¿Qué cosa? -lo interrogué sin miramientos.
-A Laura.
Derroté la astucia de K. en varias ocasiones. Debo reconocer que a pesar de que en el doctor hay algo de odioso y malévolo, el hecho de que tenga en alta estima a los libros y una hija encantadora, ha sido grato para mi melancólica existencia. Al fin y al cabo el ajedrez es solo un juego y el rey una simple pieza.

PREMIOS CONCURSO TRES LAGUNAS 2008 -

° PREMIO EN CUENTO



EL TEATRO DE LA ÓPERA



de Catalina Margarita Mangione (Berazategui, Bs. As.)






El Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda había estado cerrado durante más de un siglo. Las nuevas autoridades municipales decidieron que debían refaccionarlo, por tratarse de un monumento histórico. Reliquia que, con toda seguridad, le dejaría muy buenos réditos a la administración pública, y por qué no, a los bolsillos de los funcionarios de turno.

La noche de la inauguración actuaba la Orquesta Sinfónica Nacional de España, dirigida por el famoso músico Pedro Rafael de Villalobos,
un señor de edad indefinida que vestía un traje de color negro mate con las solapas de raso, camisa blanca y un moño, también de raso negro, completaba el elegante atuendo. La sala estaba colmada. Cuando se abrió el telón de terciopelo rojo con guardas bordadas en oro y plata, la enorme agrupación orquestal lucía sus mejores galas en el flamante escenario.

Comenzó el concierto. Las notas se desgranaban sobre nosotros, como un torrente de frescas gotas de lluvia que nos empapaban el alma. Los músicos, absortos en sus instrumentos, parecían ignorar la ansiedad del público que los escuchaba embelesado. Me sentí transportada por esos maravillosos sonidos y cerré los ojos, mientras mi mente volaba lejos de esa sala, girando bajo un cielo azul intenso, donde brillaban millones de estrellas refulgentes como diamantes.
La música terminó y la multitud comenzó a aplaudir enfervorizada. El ruido de los aplausos me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y los fijé en la enorme orquesta. Cada uno de los hombres y mujeres que la integraban, se había puesto de pie y saludaban con impecable corrección. Allá arriba me parecieron dioses. Enormes dioses generosos y magnánimos, que nos regalaban el virtuosismo de sus instrumentos. Cuando cesaron los aplausos, y los músicos volvieron a sentarse, el director levantó la batuta, mientras todos esperábamos anhelantes las nuevas melodías que nos llenarían de placer.
Entonces sonó una nota, sólo una nota que retumbó con furia contra las paredes del salón, cuya asombrosa acústica la devolvió aumentada. Aguda, sostenida, monocorde, se elevó por los aires un instante, y allí murió, débil e irrelevante, ante el asombro de todos los presentes.
El director titubeó un momento; carraspeó, y dio unos ligeros golpecitos con su batuta sobre el atril. Volvió a levantarla haciéndola girar levemente en el aire, mientras elevaba su brazo izquierdo con la mano abierta, dispuesto otra vez a conseguir una magistral actuación de su no menos magistral orquesta. Dio la orden para que comenzaran a tocar, y otra vez volvió a sonar esa nota aguda, atravesando el silencio; y clavándose como un dardo afilado en nuestros oídos. Quedamos petrificados en nuestras butacas. Era un sonido irreconocible. ¿De dónde venía? ¡Tal vez alguno de los músicos se había vuelto loco! No había otra explicación, pues el horrible sonido contrastaba por completo con la armonía anterior.

El hombre que dirigía la orquesta, trémulo de furia, barrió el escenario con sus ojos agrandados por el asombro. Ninguno de los músicos había movido un solo músculo de su cuerpo. En medio del asombro que sentían, parecían estatuas de cera. El director, perdiendo la compostura les gritó que eso era un concierto y que no iba a tolerar ninguna falta de respeto. El público estaba como sobre ascuas, mientras los músicos permanecían estáticos. Observé que todos ellos miraban hacia el techo del teatro. Seguí su mirada, pero no noté nada en absoluto. Sólo la enorme araña con sus tenues luces, relucía en la semipenumbra.

La batuta del director volvió a pedir atención, tratando de reiniciar el concierto. Por tercera vez volvió a escucharse esa maldita nota; pero su sonido, esa vez fue tan fuerte, que estallaron todas las lámparas que iluminaban el recinto, dejándolo a oscuras por completo.

La gente comenzó a gritar espantada. Por el micrófono, un locutor pidió serenidad hasta que se encendieran las luces de emergencia. Fue entonces cuando el instrumento comenzó a sonar con infernal estridencia, en un extraño concierto desafinado y ensordecedor. En ese momento vimos una silueta de hombre con un sombrero de copa negro y una capa del mismo color que lo cubría del cuello a los pies, flotando sobre nuestras cabezas. Su cuerpo, iluminado por un resplandor rojizo, dejaba ver una trompeta que llevaba entre sus manos.

El sonido se tornó insoportable y los aterrorizados espectadores comenzaron a levantarse de sus asientos, corriendo hacia la salida gritando y atropellándose unos con otros, mientras se cubrían los oídos con las manos. Temblando como una hoja, quedé petrificada en mi butaca mientras contemplaba la dantesca escena iluminada por el rojo reflejo que cubría a ese espectro o aparición. No podía creer lo que estaba sucediendo. Cuando se encendieron las luces de emergencia, cesó el estruendo y como por arte de magia, el ente desapareció de nuestra vista, como sucede cuando una pompa de jabón estalla en el aire. En pocos minutos no quedaba nadie en el teatro.

La gente huyó despavorida mezclada con el director y sus músicos, que escaparon dejando tirados sobre el escenario los valiosos instrumentos.
Al día siguiente los diarios locales y nacionales, hablaban de la reaparición en el Teatro de la Opera de Villa Esmeralda, del fantasma del músico austríaco Johann Van Stroffen, que fuera asesinado en ese mismo lugar en el año 1878. Referían la historia del músico y la leyenda que precedió al crimen. Van Stroffen era un muchacho de unos treinta años, alto y elegante, de cuerpo atlético y rostro de una belleza increíble, en el que se destacaban sus ojos de color azul violáceo. Tocaba en forma admirable la trompeta, habiéndose graduado con honores en el conservatorio de Viena. Llegó a la Argentina contratado para incorporarse a la Orquesta Sinfónica del Teatro, que por ese entonces dirigía el maestro Jacinto Hilarión Valverde, un señor de unos sesenta años, casado con Lucila López, una jovencita de apenas veinte, cuyos padres la habían entregado por interés a un hombre que le triplicaba la edad.

Johann se enamoró perdidamente de Lucila, y ella, que odiaba a su marido viejo y feo, al ver la belleza y prestancia del joven músico, también se volvió loca de amor por él.

Comenzaron una relación prohibida a escondidas de su esposo. Pero el señor Valverde no era tonto, y pronto descubrió la infidelidad. Sin embargo nada les dijo. Espero la oportunidad de vengarse, y no encontró mejor modo de hacerlo, que arruinando la carrera del joven que había traicionado su confianza. Una tarde en la que se encontraba tomando mate a la sombra de un viejo tilo, vio llegar al muchacho portando su instrumento para el ensayo que comenzaría en pocos minutos. Lo llamó con fingido afecto ofreciéndole compartir la estimulante bebida, mientras dándole la espalda, enterraba el pico de la bombilla entre las brasas ardientes del fogón, donde se calentaba la pava.

Johann no sabía tomar mate, pero por no despreciar al director, a quien temía bastante, aceptó. Apenas posó su boca en la bombilla casi al rojo, sus labios se adhirieron al hierro candente. El pobre muchacho dejó caer el mate y al quitarse la bombilla de la boca, trozos de sus labios quedaron pegados a ella. Desesperado, el joven lanzó un grito desgarrador.
El viejo director, simulando asombro y solidaridad, se ofreció a llevarlo al hospital para que lo curasen. Allí le dijeron que nunca más podría tocar la trompeta, pues la quemadura en su boca era de tal magnitud, que le había cercenado parte de la carne de sus labios. Valverde le dijo que lo mejor era que se volviera a su país, donde su familia lo ayudaría en tan difícil trance. Johann no aceptó irse, amaba demasiado a Lucila y no quería separarse de ella. Le rogó al director que le diese cualquier empleo en el teatro, y Valverde aceptó de mala gana, proponiéndose vigilar al muchacho y a su mujer día y noche.

Johann intentaba volver a tocar la trompeta, pero sus labios mutilados sólo le permitían arrancar horribles sonidos a su instrumento. Lloraba de pena y rabia pensando que con un accidente tan estúpido había perdido la oportunidad de triunfar en la vida. Lucila lo consolaba a escondidas. El amor que se profesaban llegó a ser tan grande, que decidieron marcharse juntos de allí... pero no lo consiguieron. Una noche, mientras ambos hacían el amor en uno de los camerinos que nadie ocupaba, un certero disparo en la cabeza, surgido de entre las sombras, terminó con la vida del muchacho. Nunca se supo quién fue el asesino, pero en el pueblo se rumoraba que lo había hecho Valverde, enterado del engaño.

Pocos días después, desesperada por la muerte de su amado, Lucila se quitó la vida arrojándose al correntoso río Rubí, que corre al sur de Villa Esmeralda.

Empezó una nueva temporada en el Teatro de la Ópera. El director, envejecido y amargado, dirigía la orquesta a duras penas. Los empresarios decidieron jubilarlo, y ofrecieron un concierto en su honor. Valverde se colocaría por última vez frente a sus músicos. Cuentan que aquella noche, cada vez que la orquesta finalizaba una obertura, se escuchaba una nota aguda que nadie sabía de dónde venía. Hasta que esa nota fue tan alta, que se apagaron todas las luces del teatro. Se dice que Valverde se dio vuelta para ver qué sucedía y en medio de la oscuridad vio a Johann, que trataba de tocar la trompeta con sus labios destrozados. De inmediato sufrió un infarto masivo que acabó con su vida. Al día siguiente, durante su entierro, algunos comentaban que el pobre no había podido soportar la muerte de su esposa y su temprana jubilación, pero los más avezados dijeron que el viejo director había visto el fantasma que venía a reprocharle por haberle quitado la vida. Desde entonces el teatro había permanecido cerrado.

Al leer los diarios, muchos nos preguntamos: ¿Por qué volvió Johann Van Stroffen al lugar donde perdió la vida, si su asesino también está muerto? ¿A quién pretende asustar ahora? Pero nadie lo supo jamás, porque... ¿Acaso alguien puede saber lo que se propone un fantasma? Yo me permití pensar que dentro de ese viejo teatro está también el fantasma de la joven Lucila, y que Johann quiere proteger la intimidad del amor que por fin puede disfrutar la pareja. Pero, yo soy una romántica, y a lo mejor me equivoco...

Lo único cierto es que por mucho tiempo, ningún otro funcionario municipal, provincial o nacional, se animará a invertir fondos para reabrir el Teatro de la Ópera de Villa Esmeralda...









2° PREMIO EN CUENTO



LA MIRADA



de Raúl Jerónimo Micucci (Mercedes, Bs. As.)



Cuando asomo a la plataforma de la estación de trenes de la ex línea Sarmiento en Mercedes, el frío de junio me golpea con furia.
La playa de maniobras, otrora llena de vagones y actividades que servían de reparo, es ahora, un páramo helado en el que, el viento sin obstáculo, se ensaña con los pasajeros de la primera hora; cruzo las vías y subo a la formación, que de a poco, se va poblando.
Elijo, como siempre, un asiento en el medio del vagón y deposito mi humanidad en eso que llaman butacas antivándalos y que, traducido al castellano, sería anti humano.
Cierro los ojos y me dejo dominar por las señales auditivas y sensoriales.
El leve movimiento en retroceso, me dice que acoplaron la locomotora, las cinco campanadas, que faltan minutos para la salida del tren.
El murmullo se hace más intenso, el aroma a colonia barata, se mezcla en mí, con el llamado de los celulares.
Por cierto, que personalidades tan importantes me acompañan, que son llamados, o deben llamar, a esta hora de la mañana, desde el Olimpo de los dioses moderno , "Telefónico" sonríe y agradece a un pueblo que adora jugar con chiches nuevos que los hagan sentir importantes, mientras incrementan sus ganancias.
Dos campanadas y el tren se pone en marcha, la rutina del viaje me gana, las charlas vacías me llegan como una letanía.
Con los ojos cerrados, pienso en mi mujer, Raquel, la que dejé dormida y al cuidado de los dos salvajes adorables, que tenemos por hijos.
Ella suele decirme "tanto viajar, algún día, te vas a enamorar de otra y me dejarás cuidando los chicos".
Yo siempre le contesto que nada es tan espontáneo ni automático, siempre hay un primer paso que dar, una palabra, una sonrisa, una mirada, y eso se hace a conciencia.
"Tata" suele sonreír enigmáticamente, cuando se reúne con nosotros y me escucha, "Tata" fue, creo, una forma simple de definir su rol en mi vida.
Cuando la dictadura se llevó a mis padres, yo tenía tres años y pienso que me salvé porque ese día dormía con mis abuelos. Desde entonces él fue todo, padre, abuelo y buscador incansable de sus hijos, como decía, sin hacer distingos entre hijo y nuera.
El "hombre bueno" como lo llamaban en el ferrocarril donde trabajaba, fue transformándose en un retraído cuidador de palomas mensajeras, colombófilo de categoría, quizás con la oculta esperanza que algún día, una le trajera, la noticia tan deseada.
Un olor nauseabundo me saca de mi letargo, sin abrir los ojos, sé que pasamos Jáuregui.
La curtiembre, fuente de trabajo de varios, apesta a todo el mundo, los ambientalistas podrían darse una vuelta por aquí, sé que pronto llegaremos a Luján, sin necesidad de mirar para constatar donde estoy.

Me levanto las solapas del tapado, dejo mi pelo rubio dentro de ellas para evitar que se vuele demasiado y salgo de mi casa.
Haré una vez más, las tres cuadras que separan mi vivienda de la estación Luján del ferrocarril, está oscuro, pero no siento temor, un antiguo curso de defensa personal me da cierta seguridad, en ese momento mi padre, un sargento retirado del ejército, insistió para que lo hiciera. Él siempre pensando en términos de defensa y ataque, y yo, entre ingresar a las Fuerzas Armadas o las clases de karate, elegí el mal menor, muy a pesar de papá.
Rubén, mi marido, estaría sonriendo si me escuchara, siempre hace bromas sobre mi independencia, que me llevaría a morir de hambre, si alguien quisiera obligarme a comer.
Rubén fue una bendición que me llegó en la vida, su paciencia y amor, han sido fundamentales para encarrilar mi existir, lleno de dudas y temores.
Nunca encontré nada tangible que justificara mi inseguridad, hija única, criada con cierta comodidad en un hogar castrense y mojigato.
Quizás la mayor comprensión consistió en sobrellevar mi negativa a tener hijos, él dice que en algún momento aflorará mi instinto materno.
Yo adoro los niños, de hecho soy maestra de chicos "especiales", pero no me siento segura para criar los míos, pienso en ellos como indefensos y yo no me creo capaz de darles la protección que necesitan.
Casi sin darme cuenta llegué a la estación, una más entre ese enjambre de historias singulares que se encaminan a trabajos, estudios, o paseos.

El traquetear del tren sobre los cambios, me recuerda que llegamos a Luján. Abro los ojos y la estación parece venir a mi encuentro, la bandada de pasajeros arropados se amontonan para subir.
Nos detenemos, el coche en el que viajo lo hace en medio de la estación, de pronto la veo, rubia, tapado negro, botas altas, levanta la cara, ¡mi Dios!, qué ojos, qué forma de mirar.

Cuando el tren se detiene ante mí, con la vista busco a través de la ventanilla asientos desocupados, tropiezo con un rostro de barba candado, pelo largo, castaño, unos ojos apacibles que atrapan los míos, por un instante todo se detiene, o se vuelve superfluo, con gran esfuerzo y años de experiencia, desvío la mirada y me pongo otra vez en marcha, subo la escalerilla y en el momento de elegir, sin reflexionar, me encamino al coche donde está el hombre que llamó mi atención.
A pesar que a su lado hay lugar desocupado, paso y me siento más adelante "no vaya a ser que tengas falsas expectativas, muchacho, solo miré".

La semana pasada la vi por primera vez, y ahora ya estoy atento en Luján, para ver si sube. No lo hace todos los días, pero cuando viaja, nuestros ojos se buscan, casi sin pensarlo.
Estoy intrigado con mi actitud, soy un hombre al que no le gustan los problemas y de seguir así este lo será.
Además está Raquel a la que jamás le haría daño a conciencia.
¿Estaré queriendo pasar esa delgada línea fronteriza, de la que ya no se retorna? o, como decía un amigo de "Tata", será cierto que al hombre se le despierta el instinto cazador, recuerdo cósmico de nuestros antepasados prehistóricos.
Ahí está, no necesita muchas explicaciones, sólo es una hermosa mujer, ni más ni menos. La culpa me remuerde la conciencia, pero igual busco sus ojos, mientras no pase de eso, quizás pueda dominarlo y no me traiga consecuencias.

Hola muchacho, si me recibes con esos ojos no puedo ignorarte como era mi intención.
En esta semana me ocurrió algo extraño, sin meditarlo ni desearlo él llamó mi atención, no es que esté interesada, pero a la vez me halaga la forma en que sus ojos me buscan y me siguen en el tren.
Si Rubén se enterara de esto diría "como sabés que te mira si vos no lo hacés", y tendría razón, me siento en deuda con él por no contarle como otras veces, pero es algo que aún no catalogué y por lo tanto no lo puedo explicar.
Sé que no quiero una aventura, pero sigo con este juego extraño y peligroso.
Algo que me intriga es que aún no dio otro paso después de las miradas, si hasta creo adivinar cierto rubor en su rostro, culpas por la esposa que lo espera en casa y que delata el anillo que lleva al dedo.
Tomarse su tiempo puede ser una estrategia, pero lo lamento, yo también estoy felizmente casada y no habrá táctica que te dé resultado.
Un nuevo viaje que emprendo desde Mercedes, igual a tantos, pero desde hace dos meses parece más corto, en Luján, dos veces por semana, sube la rubia del hermoso mirar.
Hay algo que no sé explicarme, ella me despierta una profunda ternura a pesar que no parece necesitarla, y yo sé que no deseo tener una aventura con ella, pero sigo buscando sus ojos, prendado de su mirada.
Raquel, con esa intuición increíble que tienen las mujeres, para saber que una pieza no encaja en el ajedrez de la vida, me preguntó con inocencia, si tenía algún problema. Salí con un chiste de la situación, lo que creo, no la mejoró.
Cualquier otro tema se lo contaría, pero éste aún no sé como explicarlo y cuando se trata de otra mujer, no hay matices, es blanco o negro para las esposas.
A pesar de no hacer nada malo, me siento culpable ante ella, como si mintiera y no me gusta, voy a tener que descifrarlo y terminarlo de una vez.

Ayer fue el día más difícil de mi vida, lo que sentía sin saberlo, se reveló de una forma inesperada, una vecina de mi padre, enojada por algo menor, me comentó como al pasar, que mi mamá se había llevado un gran secreto a la tumba, que la llenaba de culpa y vergüenza.
Yo notaba una barrera que parecía aislarnos hasta el día de su muerte, ocurrida hace quince años, pero lo adjudiqué a la personalidad militar de papá, que la hacía, apocada y callada.
Cuando lo consulté con él, me negó al principio, pero ante mi insistencia optó por contarme todo lo que podía.
Lo hablé mucho con Rubén, me abrigó entre sus brazos y trató de hacerme entender que no debía ser tan dura con mis padres y que las cosas más insólitas se hacen en nombre del amor.
Qué difícil culpar a otros, cuando mi propia culpa se incrementa día a día, pues a pesar mío, sigo cruzando miradas con el hombre del tren.
Él no ha intentado avanzar y yo sé que no lo aceptaría, pero sigue siendo algo oculto que por ahora, no puedo explicar o dominar.
Lloré mucho, Rubén me pidió que no fuera a trabajar, le contesté que necesitaba distraerme, pero no dije que también quería verlo y si pudiera contarle todo, al hombre sin nombre.
A pesar del maquillaje, mis ojos son una muestra de la horrible noche pasada, cuando el tren se detiene frente a mí, me coloco los anteojos, para poner una barrera entre los dos. Noto cierta desazón cuando me ve con los lentes.

El sábado, como tantas veces, fui a la Catedral. Me gusta hacerlo cuando está vacía, Nuestra Señora de la Merced parece escucharme con más frecuencia de esa manera.
Le pedí una solución, sin saber cuál ni cómo, igual que otras veces, pero ella suele encontrar los caminos que yo no veo.
Después estuve con "Tata", le conté lo que me pasaba, traté de explicarle que no deseaba a esa mujer, pero algo me atraía irresistiblemente, no creía querer una aventura, pero la quería entre mis brazos, describí sus ojos, su mirada y esa extraña fascinación que me atrapa.
"Tata" me pidió que fuera franco conmigo mismo y no lo molestara por una posible aventura, pero cuando le aseguré que era algo más raro, se puso serio y me contó algo que hasta hoy, era un secreto, ya que al no poder confirmarlo, prefirió callarlo, era muy doloroso como para tratarlo a la ligera .

Me siento de frente a él, de forma oblicua, como para tenerlo en mi radio de visión, sus ojos me buscan con más insistencia que otras veces, creo que los anteojos lejos de desalentarlo, lo incentivaron.
Lo veo casi angustiado, me olvido de mi propia pena y me apiado de la suya.
Me los quito y sus ojos se quedan fijos en los míos, ya sin recato ni disimulo, toda la angustia a flor de piel se refleja en mi cara.
De pronto se levanta del asiento y viene hacia mí. ¿Qué hago, cómo le explico lo que yo misma no entiendo?
Llega, se sienta frente a mí, nos quedamos solos a pesar del gentío que nos rodea, una voz profunda y acariciante me dice:
-Creo que los dos notamos la presencia del otro desde hace mucho tiempo, por favor no pienses mal, no sé siquiera lo que hago acá, pero creo saber que necesitas hablar, ¿por qué no me cuentas?
Y para mi sorpresa, empiezo a contarle todo, como si lo conociera desde siempre, le hablo de mi vida, de mis temores y sueños a grandes rasgos, luego concluyo con lo más importante:
-Mi padre, que es sargento retirado del ejército, me confesó ayer, que soy adoptada, más bien creo que apropiada, el creyó que me salvaba, después de todo ¿qué futuro podía tener una hija de guerrilleros en la Argentina de fines de los setenta?Me dieron el amor que podían, mintieron para mi bien o eso es lo que creían.
Mientras me escucha, su rostro empalidece, con gesto impensado toma mis manos, no tengo fuerzas ni ganas de retirarlas.

Mientras la escucho hablar, en mi mente, las piezas de un engranaje complejo parecen coincidir. Sin poder quitar mis ojos de los suyos, empiezo a decirle:
-A mis padres se los llevó la dictadura y nunca más supimos de ellos, "Tata", el abuelo que me crió, trató de protegerme con un manto de silencio, pero las heridas no desaparecen por ocultarlas.

El otro día, cuando le hablé de vos, porque no sé qué significa esta extraña atracción que tengo hacia ti, al principio me dijo que sólo serías una mujer que me gustaba, pero cuando le conté de qué forma notable se diferenciaba de una atracción común, me confesó que casi seguro, mi mamá, estaba embarazada cuando se la llevaron.
No quiso agregar otra incertidumbre dolorosa a mi vida, y no me lo dijo antes.
Después me dio esta vieja foto, que es la única que quedó de mi madre, sacada con una vieja máquina instantánea, pocos días antes de desaparecer.
Yo la había visto antes, pero sólo ahora le presté atención a algunos detalles y me parece ver algo de pancita, "Tata" me dijo además que ella tenía unos ojos preciosos, pero su forma de mirar era inigualable.
Pero lo que más me impactó fue que, al verla ahora, me pareció que eras vos la que miraba.

Saca la fotografía, en ella me parece verme vestida como en los años setenta, pero son mis ojos y es mi mirada la que devuelve la foto.
Nuestras manos se aprietan como si algo nos quisiera separar, la revelación llega tan nítida como si siempre lo hubiéramos sabido, ya habrá tiempo para pruebas y constataciones, pero ambos estamos seguros.
Lo abrazo fuerte, sin culpas.

La abrazo fuerte sin culpas.














3° PREMIO EN CUENTO



LOS FANTASMAS



de Marcos Funes Peralta (La Falda, Córdoba)



En el bar de la estación de servicio la destemplanza y el sueño se huelen. Una camarera percibe el olor y se ofusca en vano, en el corazón y en la piel; desde el mostrador, Kirzner observa la mesa más alejada y desea ser el pibe que se sienta a ella, desea ser su frescura y su pelo, desea huir del bar, desea tener un amigo como el hombre robusto que toma un café con leche frente a él. Son las cinco y media. En Caleta el sol de invierno se invita sobre la aridez después de las ocho.
Martín y el camionero no hablan. El pibe piensa en el rigor del fuego de Barracas y en las cenizas que de la casa carbonizada tragó con furia y remordimiento mientras frente a sus ojos se desintegraba la efigie de su novia. Piensa en las desvanecidas ocasiones del sexo en la pieza del mirador, la mente extraviada en la música de un clarinete obsceno y el morboso anhelo de una cabeza humana. Piensa en el rumor de los pájaros en Parque Lezama y los turistas que se sacan fotos bajo la estatua de Ceres. Piensa en el puerto de Buenos Aires y sus destinos. En la Inmaculada Concepción de Belgrano, en los tartamudeos del anciano escritor y las inferencias que de él y su obra verbalizó Méndez; y en Bruno; y en sus ojos acuosos; y en su novia. Y piensa en lo que siente y lo que piensa.
El camionero bebe su cortado elaborando las fantasías del calor, el ánimo y una bebida espirituosa. Por su mente fluyen las imágenes del pasado esforzándose por trascender el presente: la Patagonia Trágica en primera persona y plano secuencia, Perón en el cuarenta y seis, Perón en el cincuenta y cinco; Eva en su féretro y la sospecha de su fatalidad; los amigos, el Mack…
Martín mira el reloj sobre las cabezas de la camarera y Kirzner y vuelve sus ojos al camionero que suda y tiembla cada treinta segundos.
–¿El gordo Villanueva otra vez? –pregunta Martín centrando la mirada en el té que se ha enfriado.
El camionero entiende que ha estado distraído y Martín tampoco ha cesado de evocar el fuego durante la pregunta. Antes de que el silencio hieda y los recuerdos excedan los ambientes intangibles que se congelan bajo el neón, los hombres piden la cuenta y cincuenta kilómetros de parabrisas empañados y soledades más al sur, putean la estafa y el gusto a vinagre de la leche.

Las primeras refulgencias del sábado los encuentran compartiendo mates amargos, entregados a la incomunicación del paisaje que no es casual. Frenan en la salida a Cañadón Seco y orinan contemplando el Golfo. El estrépito del rompiente disimula los gritos de las almas; la del camionero expele un asma resignada, la del joven exhala un vapor atormentado. Ambos esperan que el mar les regale un deseo virgen en una botella o un frasco, el mensaje de un pasado que coexista al otro lado del océano, de un Martín y un camionero paralelos, presentes, redentores. Nadie habla, y la tácita espera se prolonga, se abandona y se muere.
A la una y media muerden con furia dos sándwiches de milanesa cada uno y beben una gaseosa desvanecida. A las tres cargan combustible en Fitz Roy mientras hacen silencio y oyen (o creen oír) el rumor del Deseado. El sol agoniza y los hombres cavilan, y en su indigestión se cuentan chistes para no suspirar y rompen los silencios y beben y ríen y callan para luego contar otro chiste. Son las diez y se detienen a cuarenta kilómetros de la cabecera departamental.
Martín sabe que el camionero no puede dormir. El camionero desea que Martín esté despierto.
–¿Te conté la historia del perro, pibe?
Martín emite un sonido nasal con la intención de esquivar la anécdota. El camionero entiende que el joven asiente.
–Fue a la salida de Comodoro, fue. Me acordé anteayer. El año pasado fue. Venía solo, te juro por mi vieja que Dios la tenga en su gloria que venía solo, pibe. Eran la' siete de la mañana. Yo venía pensando en no sé qué cosa, en Tito creo, algo de eso. Entonces bueno, tenía la ruta para mí solo, no se veían ni pájaro', ni oveja' ni liebre'. Solo. Y de golpe sentí un ruido seco, como un tiro, y agarré como un bache, no sé, como un bulto. Me asusté. Dije: "Mierda, debe ser un conejo". Yo te digo pibe, no vi nada. Todavía había lu', el asfalto se veía bien. Frené ahí nomá' y bajé. La' llanta' estaban bien y el paragolpe' no tenía problema'. Abajo de la' rueda', nada. Me agaché y no vi nada. Meno' abajo del acoplado. Me volví a subir, hice marcha atrá' despacio y no agarré nada, ni bache, ni bulto, ni nada. Y sobre la ruta, nada. Se me hizo de noche ahí nomá', ¡de golpe! Ahí me entró un cagazo de la puta madre, pibe. Me subí y seguí manejando. En Malaspina escuchamo' a Boquita y despué' leyeron las noticia'…
Martín ronca. El camionero finaliza la historia que sólo él oye. Luego duerme afiebrado, despierta a las dos horas y vomita en la oscuridad. Cree ver al gordo Villanueva descargando el camión pero no tiene fibra o afán de comprobarlo. Sube a la cabina y tose contrariado. La atmósfera misma presagia la mudez del día siguiente al tiempo que Martín sueña con los Olmos y el camionero digiere en los pulmones la densidad de los fríos y los tiempos.

En Puerto Deseado descargan doce cajones de Cinzano y doce de Caña Legui durante la mañana. No bien llegado el mediodía, el camionero se descompensa frente a un mingitorio en el baño de un boliche de mala muerte. Martín lo ayuda a incorporarse y, exigiéndose a sí mismo la incumbencia de un hijo distante y absuelto, limpia su boca con papel higiénico y lo toma firmemente del brazo hasta que se reclina como un elefante sobre el colchón iluminado por un rayo adolescente y fraccionado. Martín lo mira y piensa en su padre, como no puede acontecer de otro modo. Visualiza el hijo que concebiría en la pieza del mirador e imagina el desafío que le habría significado sacrificar el pasado de su familia materna y desterrarlo al olvido perenne. El camionero ronca y la escena se invierte simétricamente a la que se ha producido doce horas atrás.

La playa se observa a tres cuadras del camión. Algunas personas se aglutinan allí paulatinamente, provistas de cámaras fotográficas y Súper 8. Los niños se alborotan y los padres los reprenden. Una anciana lloriquea y sabe que puede morir en paz. El momento es capturado como se captura un hálito efímero y último. Nadie, ni Martín elabora una idea. Los pingüinos diminutos miran, sienten las miradas, comprenden el éter y las miradas mejor que sus espectadores y prefiguran, a contraluz del sol de julio, la representación abstracta y absoluta de la estética para el remanente de todas las vidas y las memorias colectivas y las miradas de más turistas.
–Che, flaco. Andá a ver los pingüinos si querés, yo te cuido el camión.
Martín ignora la identidad del canoso que le propone unos minutos de libertad. Sabe que el camionero puede defenderse solo e intuye que los transeúntes y clientes del boliche (con sus mejores voluntades) implícitamente custodiarán la suerte de ese transporte porteño. Toma las llaves y promete al viento regresar en veinte minutos.
Las olas que rompen no afectan a los visitantes que fotografían con obsecuencia a los henchidos pingüinos. Martín intercambia algunas frases con ellos. Un hombre de mediana edad le comenta que vive en El Calafate. La mujer que lo acompaña no es su esposa, habla poco y calla ante el espectáculo natural. Un segundo hombre, también de mediana edad, no habla un correcto castellano y parece anhelar que el mar lo degluta, y probablemente lo hará.
Martín consume los veinte minutos ilusionando la presencia de su amor detrás de él, aunque no se atreve a apartar los ojos de los pingüinos. Tan así es que la luz y la vida han eludido su campo visual y él, ruborizado, ensaya torpemente las palabras que le dirá a su novia. Lo acobarda la soledad y voltea finalmente, avergonzado de sí mismo y evocando el estrecho. Una joven que mira doliente y sonríe burlona se acerca y le dice:
–¿Los viste?
–Sí –responde Martín alimentando una fantasía y reprochándose en silencio su ingenuidad.
De la escena emana una represión bergmaniana. Martín se torna ansioso.
–Hablame, no seas cobarde. ¿Cómo te llamás? –increpa la joven.
–Martín… ¿y vos, cómo te llamás?
–Andrea. ¿Qué pensás del mar?
Martín se sorprende por el dejo de atrevimiento en el ambiente.
–Me gusta mucho. Pienso… pienso que la gente que yo quiero y ahora ya no está, está del otro lado de un mar… no sé… em, inmenso y… –exhala pudoroso–. ¡Qué estúpido…!
–Yo quiero viajar –dice Andrea–. Recorrer el mundo, vivir en la China y el Amazonas… ¿No querés venir conmigo…?

Hay un segundo exacto en la existencia de un hombre en el que se pone en funcionamiento la conciencia de su madurez. Eso no significa que en ese instante o en los subsiguientes el hombre la vislumbra y automáticamente la procesa en función del dolor que le causa el abandono de su inmadurez. Lejos de sobrevenir en esas instancias, ocurre durante la vida otro momento que, remitiéndose a aquel motivo originario, impacta en el alma y la reduce indefectiblemente a elegir la vida o la muerte, o el deseo de la vida o la muerte (pues a menudo no nos mueven los absolutos sino las ansias de los absolutos). El tiempo que transcurre entre ambos, un minuto o un siglo, es la introspección del ávido y sensible, la búsqueda de las huellas del yo oculto y genuino, el descenso a las tinieblas… El segundo momento, el aura, es la exoneración o el fin.

Martín regresa al Mack y encuentra al camionero conversando con el canoso. Hace tanto frío que hasta el sonido se congela. No obstante, una voz en una radio a transistores anuncia antes de envanecerse que esa tarde se reportaron catorce casos de intoxicación en Caleta Olivia. El camionero se despide del canoso y, visiblemente repuesto, proclama:
–Le vamo' a da' toda la noche. Llegamo' a San Julián a las cuatro o cinco a má' tarda'.
–¿Y el gordo Villanueva, no se acuerda? -inquiere Martín asustado.
–Me dijo anoche que si no' apolillamo', no' despierta.
El escenario de la inmensidad recrudece la idea de una comunión de espectros sin tiempo. Martín los advierte en la piel resecada de sus manos, pero no los ve ni los oye. El camionero entona un tango y la intensidad crece, indiferente, como burlando la dilatación del sur.
Son las tres menos cuarto y el camionero ha estado cantando por dos horas. Finalmente, quizás cediendo al ruego silente de Martín o, (Martín se inclina por esto) renegando de un repertorio delimitado, se contrae en el mutismo tan obvio y familiar.
Martín comulga con el cuerpo desnudo de Andrea sobre la arena fina, apenas iluminado por el crepúsculo celoso. A su lado la faja que le contenía los pechos y su ropa interior prohibida se niegan al viento bajo una roca, y la blusa y la pollera, que Martín apenas ve, se pierden sin cuidado en el agua o la arena o el viento. Martín se intimida ante las formas de Andrea, ceñidas por una luminiscencia fatal que proviene ahora de la luna. Se intimida, sí, y se excita tímido en el umbral de la reminiscencia.
–¡Vamos, desnudate vos ahora! ¡Probá que sos un hombre!
Martín se desviste regurgitando la exasperación de comprender la situación. Una vez desnudo se inmoviliza y mira a Andrea con temor.
–¡Acostáte acá! –le ordena Andrea.
Los cuerpos que adolecen y tiritan desabrigados parecen conocer los impulsos y ardores del otro. Respiran los vahos del sudor y los estruendos de la zozobra mutua, y saben, y les duele, que sean los medios de una arquitectura en expansión, perfecta e indestructible.
Yo soy el fantasma de Marcos Molina, Ale. Vos sos el fantasma de mi vida entera, recostada en la playa y dispuesta a matarme si te toco… Por eso estoy aquí, en la Patagonia la metáfora más perfecta del olvido, y vos estás acá, que no me olvidaste…

Martín vuelve a la espesa realidad de la ruta tres cuando unas gotas insolentes expiran escandalosas contra el parabrisas, y el segundo instante se produce en su corazón. Martín opta por el deseo de la vida y la agonía eterna que expía la culpa de no haber abordado el cuerpo de Alejandra.
Faltan pocos kilómetros para llegar a Florida Negra. Bucich duerme sobre el volante. Martín sabe que no están solos y que el gordo Villanueva eventualmente los despertará. Una paz insólita y fugaz lo invade. Y se duerme.

viernes, 12 de febrero de 2010

Séptima : Encantadora

Séptima: Encantadora
[Cuento. Texto completo]
Marcel Schwob

Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.

Séptima supo del poder de Anteros en la mirada baja de Sextilio. Y cuando el temblor púrpura aferró al aire de la tarde, salió por el camino que va desde Hadrumeto hasta el mar. Es un camino apacible donde los enamorados beben vino de dátiles recostados en las murallas pulidas de las tumbas. La brisa oriental sopla su perfume sobre la necrópolis. La joven luna, todavía velada, va allí a vagabundear, incierta. Muchos muertos embalsamados alardean alrededor de Hadrumeto en sus sepulturas. Y allí dormía Foinisa, hermana de Séptima, esclava como ella, muerta a los dieciséis años, antes de que ningún hombre hubiese respirado su olor. La tumba de Foinisa era estrecha como su cuerpo. La piedra abrazaba sus senos oprimidos por vendas. Muy cerca de su frente baja una larga losa cortaba su mirada vacía. De sus labios ennegrecidos se elevaba todavía el vapor de los aromas en que la habían empapado. En su mano quieta brillaba un anillo de oro verde con dos rubíes pálidos y turbios incrustados. Soñaba eternamente en su sueño estéril con las cosas que no había conocido.

Bajo la blancura virgen de la luna nueva, Séptima se tendió junto a la tumba estrecha de su hermana, contra la buena tierra. Lloró y pegó su rostro a la guirnalda esculpida. Acercó su boca al conducto por donde se vierten las libaciones y su pasión brotó:

-Oh, hermana mía, apártate de tu sueño para escucharme. La pequeña lámpara que ilumina las primeras horas de los muertos se apagó. Has dejado deslizar de tus dedos la ampolla de vidrio coloreada que te habíamos dado. El hilo de tu collar se rompió y los granos de oro se derramaron alrededor de tu cuello. Ya nada de nosotros es tuyo y ahora aquel que tiene un halcón en la cabeza te posee. Escúchame, pues tú tienes el poder de llevar mis palabras. Ve a la celda que tú sabes y suplícale a Anteros. Suplícale a la diosa Hator. Suplícale a aquel cuyo cadáver despedazado fue llevado por el mar en un cofre hasta Biblos. Hermana mía, ten piedad de un dolor desconocido. Por las siete estrellas de los magos de Caldea, yo te conjuro. Por las potencias infernales que se invocan en Cartago, Jao, Abriao, Salbaal y Batbaal, recibe mi encantamiento. Haz que Sextilio, hijo de Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima, hija de nuestra madre Amoena. Que arda en la noche; que me busque junto a tu tumba. ¡Oh, Foinisa! O llévanos a los dos a la morada tenebrosa, poderosa. Ruega a Anteros que enfríe nuestros alientos si le niega a Eros que los encienda. Muerta perfumada, acoge la libación de mi voz. ¡Ashrammachalada!

Inmediatamente, la virgen vendada se levantó y penetró en la tierra mostrando los dientes.

Y Séptima, avergonzada, corrió por entre los sarcófagos.
Hasta la segunda noche permaneció en compañía de los muertos. Espió a la luna fugitiva. Ofreció su garganta a la mordedura salada del viento marino. Fue acariciada por el primer oro del día. Después volvió a Hadrumeto y su larga camisa azul flotaba detrás de ella.

Mientras tanto, Foinisia, rígida, erraba por los circuitos infernales. Y aquel que tiene un halcón en la cabeza no escuchó su ruego. Y la diosa Hator permaneció tendida en su funda pintada. Y Foinisia no pudo encontrar a Anteros, pues ella no conocía el deseo. Pero en su corazón mustio sintió la piedad que los muertos tienen para con los vivos. Entonces, a la segunda noche, a la hora en que los cadáveres se liberan para consumar los encantamientos, hizo que sus pies atados se movieran por las calles de Hadrumeto.

Sextilio temblaba acompasadamente, agitado por los suspiros del sueño, con el rostro vuelto hacia el techo de su habitación surcado de rombos. Y Foinisia, muerta, envuelta en las vendas olorosas, se sentó a su lado.

Y ella no tenía ni cerebro ni vísceras; pero su corazón desecado había sido puesto de nuevo en su pecho.

Y en ese momento Eros luchó contra Anteros, y se apoderó del corazón embalsamado de Foinisia
. En seguida deseó el cuerpo de Sextilio, para que estuviese acostado entre ella y su hermana Séptima en la casa de las tinieblas.

Foinisia posó sus labios tintados en la boca viva de Sextilio y la vida escapó de él como una burbuja. Después se encaminó a la celda de esclava de Séptima y la tomó de la mano. Y Séptima, dormida, se dejó llevar por la mano de la hermana. Y el beso de Foinisia y el abrazo de Foinisia hicieron morir, casi a la misma hora de la noche, a Séptima y a Sextilio. Tal fue el desenlace fúnebre de la lucha de Eros contra Anteros; y las potencias infernales recibieron una esclava y un hombre libre al mismo tiempo.

Sextilio está acostado en la necrópolis de Hadrumeto, entre Séptima, la encantadora, y su hermana virgen Foinisia. El texto del encantamiento está inscripto en la placa de plomo, enrollada y perforada por un clavo, que la encantadora deslizó por el conducto de las libaciones en la tumba de su hermana.

FIN

Empédocles : Supuesto dios

Empédocles: Supuesto dios
[Cuento. Texto completo]
Marcel Schwob

Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció junto a las riberas doradas del río Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco tiempo después de que Jerjes ordenara azotar el mar con cadenas. La tradición cuenta sólo que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció.
Indudablemente hay que entender de ello que era hijo de sí mismo, cual la conviene a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que, antes de recorrer en plena gloria las campiñas sicilianas, ya había pasado cuatro existencias en nuestro mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Llevaba un manto de púrpura sobre el que se desparramaban sus largos cabellos; alrededor de la cabeza traía una banda de oro, en los pies sandalias de bronce, y llevaba guirnaldas trenzadas de lana y de laureles.

Por imposición de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos, al modo homérico, con acentos pomposos, subido en un carro y la cabeza alzada hacia el cielo. Un gran gentío le seguía y se prosternaba ante él para escuchar sus poemas. Bajo el cielo puro que ilumina los trigos, los hombres acudían de todas partes hacia Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Los dejaba boquiabiertos al cantarles la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que contiene todo, semejante a una vasta esfera.

Todos los seres, decía, no son más que trozos desjuntados de esa esfera de amor donde se insinuó el odio. Y lo que llamamos amor es el deseo de unirnos y fundirnos y confundirnos, como éramos antaño, en el seno del dios globular que la discordia rompió. Invocaba el día en que la esfera divina había de hincharse, después de todas las transformaciones de las almas. Porque el mundo que conocemos es la obra del odio, y su disolución será la obra del amor. Así cantaba por los pueblos y los campos; y sus sandalias de bronce venidas desde Laconia tintineaban en sus pies, y delante de él sonaban címbalos. Sin embargo, de las fauces del Etna surgía una columna de humo negro que lanzaba su sombra sobre Sicilia.

Semejante a un rey del cielo, Empédocles iba envuelto en púrpura y ceñido de oro, mientras los pitagóricos se arrastraban en sus delgadas túnicas de lino, con zapatillas hechas de papiros. Se decía que sabía hacer desaparecer la legaña, disolver los tumores y sacar los dolores de los miembros; le suplicaban que hiciera cesar las lluvias y huracanes; conjuró las tempestades en un circo de colinas; en Selinonte expulsó la fiebre haciendo que dos ríos vertieran en el lecho de un tercero; y los habitantes de Selinonte lo adoraron y le elevaron un templo, y acuñaron medallas en las que su imagen estaba frente por frente de la imagen de Apolo.

Otros pretenden que fue adivino, instruido por los magos de Persia, que poseía la nigromancia y la ciencia de las hierbas que dan la locura. Un día en que cenaba en casa de Anquitos, un hombre furioso irrumpió en la sala con la espada en alto. Empédocles se levantó, tendió el brazo, y cantó los versos de Homero sobre el nepentes que proporciona la insensibilidad. Y al punto la fuerza del nepentes se apoderó del furibundo, que se quedó clavado, con la espada en el aire, sin acordarse de nada, como si hubiera bebido el dulce veneno mezclado en el vino espumoso de una cratera.

Los enfermos acudían a él fuera de las ciudades y él estaba rodeado por una muchedumbre de miserables. A su séquito se sumaron mujeres. Besaban los faldones de su precioso manto. Una se llamaba Panthea, hija de un noble de Agrigento. Debía ser consagrada a Ártemis, pero escapó lejos de la fría estatua de la diosa y dedicó su virginidad a Empédocles. No se vieron su signos de amor, porque Empédocles preservaba una insensibilidad divina. No profería palabras sino en el metro épico, y en dialecto de Jonia, aunque el pueblo y sus fieles sólo utilizasen el dorio. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando se acercaba a los hombres era para bendecirlos o curarlos. La mayor parte del tiempo permanecía en silencio. Ninguno de los que lo seguían pudo sorprenderlo nunca durante el sueño. Nunca se le vio sino majestuoso.

Panthea iba vestida de fina lana y de oro. Sus cabellos estaban peinados según la rica moda de Agrigento, donde la vida fluía suavemente. Llevaba los senos sostenidos por un estrobo rojo, y era perfumada la suela de sus sandalias. Por lo demás, era hermosa y larga de cuerpo, y de color muy deseable. Era imposible asegurar que Empédocles la amase, pero se compadeció de ella. En efecto, el viento asiático engendró la peste en los campos sicilianos. Muchos hombres fueron tocados por los dedos negros del azote. Hasta los cadáveres de los animales alfombraban el borde de los prados y aquí y allá se veían ovejas sin pelo, muertas, con la boca abierta hacia el cielo y las costillas salientes. Y Panthea empezó a languidecer de esa enfermedad. Cayó a los pies de Empédocles y ya no respiraba. Los que la rodeaban levantaron sus miembros rígidos y los bañaron con vino y plantas aromáticas. Soltaron el estrobo rojo que sostenía sus jóvenes senos y la envolvieron en vendas. Y su boca entreabierta quedó sujeta por un lazo y sus ojos huecos ya no veían la luz.

Empédocles la miró, se quitó la banda de oro que le ceñía la frente, y se la impuso. Sobre sus senos colocó la guirnalda de laurel profético, cantó versos desconocidos sobre la migración de las almas, y por tres veces le ordenó levantarse y caminar. La muchedumbre estaba aterrorizada. A la tercera llamada, Panthea salió del reino de las sombras, y su cuerpo se animó y se irguió sobre sus pies, completamente envuelta en las vendas funerarias. Y el pueblo vio que Empédocles era evocador de muertos.

Pisianacte, padre de Panthea, quiso adorar al nuevo dios. Se dispusieron mesas bajo los árboles de su quinta, a fin de ofrecerle libaciones. A ambos lados de Empédocles, unos esclavos sostenían grandes antorchas. Los heraldos proclamaron, como en los misterios, el silencio solemne. De pronto, en la tercera vigilia, las antorchas se apagaron y la noche envolvió a los adoradores. Hubo una voz fuerte que llamó: “¡Empédocles!” Cuando la luz se hizo, Empédocles había desaparecido. Los hombres no volvieron a verlo.


Un esclavo espantado contó que había visto un rayo rojo que surcaba las tinieblas hacia las cumbres del Etna. Los fieles subieron las faldas estériles de la montaña a la luz sombría del alba. El cráter del volcán vomitaba un haz de llamas. Encontraron, en el brocal poroso de lava que circunda el ardiente abismo, una sandalia de bronce retorcida por el fuego.
FIN

Eróstrato : Incendiario (Marcel Schwob)

Eróstrato: Incendiario
[Cuento. Texto completo]
Marcel Schwob

La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía en la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panorme, desde donde se veía, sobre el mar de abundantes colores, la línea brumosa de Samos. Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y rosas, desde que los magnesios, sus perros de guerra y sus esclavos que lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del Meandro, desde que la magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino hilado al torno de colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color amarillo manzana y blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los fulgores del fuego y los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de tejido apretado, ligero, todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos de oro en forma de copelas.

Entre la montaña de Prión y un alto y escarpado acantilado se divisaba, a orillas del Caistro, el gran templo de Ártemis. Se habían precisado ciento veinte años para construirlo. Envaradas pinturas ornaban sus salas interiores, cuyo techo era de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían fueron embadurnadas de minio. Pequeña y oval era la sala de la diosa, en cuyo centro se alzaba una prodigiosa piedra negra, cónica y reluciente, marcada por doraduras lunares, que no era otra que Ártemis. El altar triangular también estaba tallado en piedra negra. En otras mesas, hechas de losas negras, se habían perforado agujeros regulares para que por ellos fluyera la sangre de las víctimas. De las paredes colgaban anchas hojas de acero, con mangos de oro, que servían para abrir las gargantas, y el suelo pulido estaba tapizado de cintas ensangrentadas. La gran piedra oscura tenía dos tetas enérgicas y picudas. Así era la Ártemis de Éfeso. Su divinidad se perdía en la noche de las tumbas egipcias, y había que adorarla según los ritos persas. Poseía un tesoro encerrado en una especie de colmena pintada de verde, cuya puerta piramidal se hallaba erizada de clavos de bronce. Allí, entre anillos, grandes monedas y rubíes yacía el manuscrito de Heráclito, quien había proclamado el reinado del fuego. El propio filósofo lo había depositado allí, en la base de la pirámide, cuando la construían.

La madre de Heróstratos era violenta y orgullosa. No se supo quién era su padre. Más tarde Heróstratos declaró que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba marcado, bajo la tetilla izquierda, con una media luna que pareció encenderse cuando lo torturaron. Las que asistieron su nacimiento predijeron que estaba sometido a Ártemis. Fue colérico y permaneció virgen. Corroían su rostro unas líneas oscuras y el tinte de su piel era negruzco. Desde su infancia le gustó quedarse bajo el alto acantilado, cerca del Artemision. Miraba pasar las procesiones de ofrendas. Por el desconocimiento en que estaban de su estirpe, no pudo ser sacerdote de la diosa a la que se creía consagrado. El colegio sacerdotal hubo de prohibirle varias veces la entrada a la naos, donde esperaba apartar el precioso y pesado tejido que ocultaba a Ártemis. Por eso concibió odio y juró violar el secreto.

El nombre de Heróstratos no le parecía comparable a ningún otro, lo mismo que su propia persona le parecía superior a toda la humanidad. Deseaba la gloria. Primero se unió a los filósofos que enseñaban la doctrina de Heráclito; pero desconocían su parte secreta, por hallarse encerrada en la celdilla piramidal del tesoro de Ártemis. Heróstrato sólo pudo conjeturar la opinión del maestro. Se endureció despreciando las riquezas que le rodeaban. Su asco hacia el amor de las cortesanas era extremo. Creyeron que reservaba su virginidad para la diosa. Pero Ártemis no tuvo piedad de él. Pareció peligroso al colegio de la Gerusia, que vigilaba el templo. El sátrapa permitió que lo desterraran a los suburbios. Vivió en la ladera del Koressos, en una gruta excavada por los antiguos. Desde allí acechaba de noche las lámparas sagradas del Artemision. Algunos suponen que persas iniciados acudieron a conversar allí con él. Pero es más probable que su destino le fuera revelado de golpe.

En efecto, en medio de la tortura confesó que había comprendido de repente el sentido de la frase de Heráclito -el camino de lo alto-, porque el filósofo había enseñado que la mejor alma es la más seca y la más enardecida. Atestiguó que, en este sentido, su alma era la más perfecta, y que había querido proclamarlo. No alegó más causa a su acción que la pasión por la gloria y la alegría de oír proferir su nombre. Dijo que sólo su reino habría sido absoluto, puesto que no se le conocía padre y que Heróstratos habría sido coronado por Heróstratos, que era hijo de sus obras, y que su obra era la esencia del mundo; que así habría sido juntamente rey, filósofo y dios, único entre los hombres.

El año 365, en la noche del 21 de julio, cuando no subió al cielo la luna y el deseo de Heróstratos adquirió una fuerza inusitada, decidió violar la cámara secreta de Ártemis. Se deslizó pues por el zigzag de la montaña hasta la ribera del Caistro y subió las gradas del templo. Los guardas de los sacerdotes dormían junto a las lámparas sagradas. Heróstratos cogió una y penetró en la naos.

Un fuerte olor a aceite de nardo la invadía. Las negras aristas del techo de ébano estaban resplandecientes. El óvalo de la cámara se hallaba dividido por la cortina tejida de hilo de oro y púrpura que ocultaba a la diosa. Su lámpara iluminó el terrible cono de tetas erectas. Heróstratos las agarró con ambas manos y besó con avidez la piedra divina. Luego dio una vuelta alrededor, y vio de pronto la pirámide verde donde estaba el tesoro. Agarró los clavos de bronce de la puertecilla, y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vírgenes. Pero sólo se apoderó del rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. A la luz de la lámpara sagrada los leyó, y conoció todo.

Al punto exclamó: “¡Fuego, fuego!”

Tiró de la cortina de Ártemis y acercó la mecha encendida al paño inferior. La tela ardió al principio despacio; luego, por los vapores de aceite perfumado que la impregnaban, la llama subió, azulada, hacia los artesonados de ébano. El terrible cono reflejó el incendio.

El fuego se enroscó en los capiteles de las columnas, reptó a lo largo de las bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a la poderosa Ártemis cayeron desde las suspensiones a las losas con un estruendo de metal. Luego el haz fulgurante estalló en el techo e iluminó el acantilado. Las tejas de bronce se desplomaron. Heróstratos se erguía en medio del resplandor, clamando su nombre en la oscuridad.

Todo el Artemision fue un montón rojo en el corazón de las tinieblas. Los guardias cogieron al criminal. Lo amordazaron para que dejara de gritar su propio nombre. Fue arrojado en los sótanos, atado, durante el incendio.

Artajerjes envió inmediatamente la orden de torturarlo. No quiso confesar otra cosa que lo que se ha dicho. Las doce ciudades de Jonia prohibieron, bajo pena de muerte, entregar el nombre de Heróstratos a las edades futuras. La noche en que Heróstratos incendió el templo de Éfeso vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.

FIN