viernes, 3 de septiembre de 2010

“Tienes razón —dijo el pelirrojo, señalando a Montezuma—: Éste resulta un personaje más nuevo. Veré cómo lo hago cantar un día de éstos en el escenario de un teatro.”—“¡Un fraile metido en tablados de ópera! —exclamó el sajón—: Lo único que faltaba para acabar de putear esta ciudad.” — “Pero, si lo hago, trataré de no acostarme con Almiras ni Agripinas, como hacen “otros”” —dijo Antonio, estirando la aguda nariz. — “Gracias, en lo que me respecta...”—“...Y es que me voy cansando de los asuntos manidos. ¡Cuántos Orfeos, cuántos Apolos, cuántas Ifigenias, Didos y Galateas! Habría que buscar asuntos nuevos, distintos ambientes, otros países, no sé... Traer Polonia, Escocia, Armenia, la Tartaria, a los escenarios. Otros personajes: Ginevra, Cunegunda, Griselda, Tamerlán o Scanderbergh el albanés, que tantos pesares dio a los malditos otomanos. Soplan aires nuevos. Pronto se hastiará el público de los pastores enamorados, ninfas fieles, cabreros sentenciosos, divinidades alcahuetas, coronas de laurel, peplos apolillados y púrpuras que ya sirvieron en la temporada pasada.” —“¿Por qué no inventa una ópera sobre mi abuelo Salvador Golomón? —insinúa Filomeno—: Ése sí que resultaría un asunto nuevo. Con decorado de marinas y palmeras.” El sajón y el veneciano echaron a reír en tan regocijado concierto que Montezuma tomó la defensa de su fámulo: —“No lo veo tan extravagante: Salvador Golomón luchó contra unos hugonotes, enemigos de su fe, igual que Scanderbergh luchó por la suya. Si bárbaro les parece a ustedes un criollo nuestro, igual de bárbaro es un eslavón de allá enfrente” (esto, señalando hacia donde debía hallarse el Adriático, según la brújula de su entendimiento, bastante desnortada por los morapios tragados durante la noche). — “Pero... ¿quien ha visto que el protagonista de una ópera sea un negro? —dijo el sajón—: “Los negros están buenos para máscaras y entremeses.”—“Además, una ópera sin amor no es ópera —dijo Antonio—: Y amor de negro con negra, sería cosa de risa; y amor de negro con blanca, no puede ser —al menos, en el teatro.”—“Un momento... Un momento —dijo Filomeno, cada vez más subido de diapasón por el vino romañola—: Me contaron que en Inglaterra tiene gran éxito el drama de un moro, general de notables méritos, enamorado de la hija de un senador veneciano... ¡Hasta le dice un rival en amores, envidioso de su fortuna, que parecía un chivo negro montado en oveja blanca —lo cual suele dar primorosos cabritos pintos, sea esto dicho de paso!”—“No me hablen de teatro inglés —dijo Antonio—: El Embajador de Inglaterra...”—“...Muy amigo mío” —apuntó el sajón. — “...el Embajador de Inglaterra me ha narrado unas piezas que se dan en Londres y son cosas de horror. Ni en barracas de charlatanes, ni en cámaras ópticas, ni en aleluyas de ciegos, se vieron nunca cosas semejantes”... Y fue, en el alba que iba blanqueando el cementerio, un escalofriante recuento de degollinas, fantasmas de niños asesinados; uno a quien un duque de Cornuailles saca los dos ojos a la vista del público, taconeándolos luego, en el piso, a la manera de los fandangueros españoles; la hija de un general romano a quien arrancan la lengua y cortan las dos manos después de violarla, acabando todo con un banquete donde el padre ofendido, manco a seguidas de un hachazo dado por el amante de su mujer, disfrazado de cocinero, hace comer a una Reina de Godos un pastel relleno con la carne de sus dos hijos —sangrados poco antes, como cochinos en vísperas de boda aldeana...—“¡Qué asco!” —exclamó el sajón.—“Y lo peor es que en el pastel se había usado la carne de las caras —narices, orejas y garganta— como recomiendan los tratados de artes cisorias que se haga con las piezas de fina venatería...”—“¿Y eso comió una Reina de Godos?” —preguntó Filomeno, intencionado.—“Como me estoy comiendo esta ensaimada” —dijo Antonio, mordiendo la que acababa de sacar —una más— de la cesta de las monjitas.—“¡Y hay quien dice que ésas son costumbres de negros!” —pensaba el negro, mientras el veneciano, remascando una tajada de morro de jabalí escabechado en vinagre, orégano y pimentón, dio algunos pasos, deteniéndose, de pronto, ante una tumba cercana que desde hacía rato miraba porque, en ella, se ostentaba un nombre de sonoridad inusitada en estas tierras. — “IGOR STRAVINSKY” —dijo, deletreando.—“Es cierto —dijo el sajón, deletreando a su vez—: Quiso descansar en este cementerio.” — “Buen músico —dijo Antonio—, pero muy anticuado, a veces, en sus propósitos. Se inspiraba en los temas de siempre: Apolo, Orfeo, Perséfona —¿hasta cuándo?”—“Conozco su “Oedipus Rex” —dijo el sajón—: Algunos opinan que en el final de su primer acto — “¡Gloria, gloria, gloria, Oedipus uxor!” suena a música mía.”—“Pero... ¿cómo pudo tener la rara idea de escribir una cantata profana sobre un texto en latín?” —dijo Antonio. — “También tocaron su “Canticum Sacrum” en San Marcos —dijo Jorge Federico—: Ahí se oyen melismas de un estilo medieval que hemos dejado atrás hace muchísimo tiempo.”—“Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber lo que hicieron los músicos del pasado —y hasta tratan, a veces, de remozar sus estilos. En eso, nosotros somos más modernos. A mí se me importa un carajo saber cómo eran las óperas, los conciertos, de hace cien años. Yo hago lo mío, según mi real saber y entender, y basta.” — “Yo pienso como tú —dijo el sajón...aunque tampoco habría que olvidar que...”—“No hablen más mierdas” —dijo Filomeno, dando una primera empinada a la nueva botella de vino que acababa de descorchar. (...)Volvió a verse, como acrecido por la mucha luz, el nombre ruso que tan cerca les quedaba. Y, en tanto que el vino adormilaba nuevamente a Montezuma, el sajón, más acostumbrado a medirse con la cerveza que con el tinto peleón, se volvía discutidor y engorroso: — “Stravinsky dijo —recordó de repente, pérfido— que habías escrito seiscientas veces el mismo “concerto”.”—“Acaso —dijo Antonio—, pero nunca compuse una polca de circo para los elefantes de Barnum.”

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