miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los votos de Asunta, Ricardo Iribarren

jueves 21 de enero de 2010
Los votos de Asunta







Faltaban cuatro días para que la Hermana Asunta pronunciara los votos definitivos y en vez de la paz celestial prometida y prevista, las tentaciones de la carne palpitaban a flor de piel. Sola en la celda, la novicia vestía el cilicio, una prenda gruesa con el interior cubierto de cerdas puntiagudas que se clavaban en su vientre y en su espalda; tomaba un látigo pequeño con fibras largas recorridas por perlas de acero y bajo los ojos del Salvador, descubría sus blancos hombros; con una pasión meticulosa, se aplicaba siete golpes con la disciplina. Al llegar al cuarto, una línea roja se sugería entre las escápulas. En el quinto, una gota de sangre corría en dirección al cóccix y en el sexto, eran cinco los arroyos escarlatas, mientras el dolor producía estallidos en sus entrañas. Con el séptimo golpe, el sufrimiento atravesaba su cuerpo como una sinfonía de vibraciones brillantes
Al terminar, se envolvía en el cilicio y lo apretaba, procurando que las púas se clavaran en su vientre. Tenía piojos, no sólo en el cabello cubierto día y noche por la cofia, sino en todo el cuerpo, especialmente en las axilas y en las ingles. Un sueño le había revelado que los pequeños insectos eran ángeles encargados de reforzar el dolor de los castigos.
Cuando contaba esto a su director espiritual, recibía regaños. Como respuesta, bajaba la cabeza y sólo de tanto en tanto se animaba a expresar su posición.
—Cristo sufrió por nosotros. Quienes somos sus hijos debemos vivir en nuestras carnes el mismo dolor...
El sacerdote replicaba.
—Hija, hace mucho que la iglesia desaconseja el uso de castigos como los que te aplicas. Fomentan la vanidad e impiden el desarrollo espiritual…
—Padre, ¿cómo puedo cumplir con mis votos si no mortifico mi cuerpo?
El sacerdote esgrimía un último y definitivo argumento
—La pobreza, la obediencia y la castidad deben surgir de ti misma como las flores del verano, sin esfuerzo. Cuando se conviertan en una segunda naturaleza, iniciarás el camino que conduce a Nuestro Señor…
Sola en su celda, Asunta meditaba esas palabras. Las flores del verano no eran tan inocentes. Tenían en sí mismas los dos sexos y eso significaba placer pecaminoso, aún cuando fueran criaturas carentes de alma inmortal. Las hermosas y brillantes corolas eran un lujo que contradecía la modestia y la pobreza. Además, no obedecían a nadie y ejercían una desfachatada y fastidiosa libertad. Por otro lado, el sacerdote hablaba de una segunda naturaleza. ¿Cómo obtenerla sin destruir por completo la primera? Para hacerlo no había nada mejor que la penitencia brutal. Tallar con sangre el Hombre Nuevo del que hablara San Pablo.
Una parte de Asunta, siguiendo el consejo del confesor, se negaba al sufrimiento, pero otra ansiaba la mordedura del cilicio y el relámpago candente de la disciplina. Tan sólo evocarlos le producía un placer profundo que la acercaba a las regiones celestes.


En el convento, se convocó a un retiro espiritual de tres días en una lejana y apartada casa de oración. A Asunta se le concedió el permiso de permanecer sola en la celda. Era la víspera de sus votos y ansiaba recluirse para ayunar y someterse a más castigos. Había conseguido un cilicio en forma de faja de acero con púas agudas y filosas que se clavaban en su carne con fuerza y rapidez.
Aquella tarde esperó que todas se fueran. Cesaron los murmullos y cuando se aseguró de estar sola, se arrodilló frente al crucifijo y se colocó el nuevo cilicio. El dolor le quitó la respiración. Se descubrió la espalda y la golpeó con la disciplina. Luego del séptimo latigazo, siguió hasta quedar exhausta, bañada en sangre y retorciéndose de dolor.
Cayó en una profunda inconsciencia de la que despertaba a medias cuando sentía las púas en su bajo vientre. Soñó que Cristo bajaba de la cruz y bailaba con él, recorriendo el cuarto. El Salvador la apretaba contra sí y hundía la boca en su espalda ensangrentada, bebiendo ávidamente.


Al despertar, a contraluz del resplandor que entraba por la ventana, distinguió la silueta de un hombre. Pensó que habían llegado las otras novicias y esperó escuchar los murmullos y los pasos en el corredor, pero todo seguía en silencio. Se protegió los ojos con la mano. El hombre, sentado en el sillón, la miraba fijamente; inmóvil, parecía atento a su despertar. Asunta estaba a solas con un desconocido, pero no sentía miedo. Intentó incorporarse y advirtió una laguna verde y maloliente que se extendía debajo de su túnica. Solía vomitar cuando atravesaba el límite del dolor.
El hombre era gordo, de baja estatura, calvo, moreno y con un bigote muy fino. Al respirar, jadeaba y entreabría sus gruesos labios. Vestía un traje con pantalón y chaqueta azules, atravesados por líneas blancas verticales. Los zapatos negros relucían a pocos pasos del rostro de la novicia que permanecía en el piso.
— ¿Eres Jesús? – preguntó
—No soy Jesús.
— ¿Eres un ángel?
—Algo así. Te aclaro que no soy quien esperas. Antes de hablar de mí, quiero saber por qué te castigas de este modo.
El hombre se inclinó hacia delante dispuesto a escuchar. Su labio inferior colgaba con un gesto de avidez.
—La semana que viene debo realizar mis votos de pobreza, obediencia y castidad. Entonces cambiaré el velo blanco de novicia por el negro de profesa y leeré con devoción el Libro de las Profesiones. Debo ser la esposa de mi Señor Jesús, y para hacerlo sufriré como él… ¿Has venido a ayudarme?
— ¿Aún no sabes quién soy?
Asunta negó con la cabeza. El hombre se sentó, enderezó su cuerpo y la miró fijamente.
—Soy Satanás. Siempre que alguien inicia el camino de la santidad, vengo a tentarlo. Puedes estar satisfecha, ya que tu penitencia y tu celo lograron atraerme…
Al escucharlo, Asunta se incorporó y retrocedió hacia la pared. Llevó la mano a su cuello, tomó el escapulario que contenía un trozo de la túnica de San Simeón el Estilita y lo blandió hacia el hombre.
— ¡Fuera demonio! ¡Fuera Satanás!.
Tembló al ver que se levantaba de la silla. Sentado, sus pies no llegaban al piso, pero al incorporarse era más alto de lo esperado.
— Déjate de tonterías, Asunta. Vendrás conmigo. No te haré daño. No soy tan terrible como me pintan…
El hombre estiró su brazo y a pesar de los esfuerzos de la novicia por apartarse, la sostuvo fácilmente con una de sus manos. La apretó contra sí y ambos se elevaron. Asunta no supo si habían salido por la ventana o por el techo de la habitación. El cielo de la tarde se acercó a ellos y la noche llegó con rapidez. La angustiaba pensar que si llegaban las otras novicias y el prior, la encontrarían abrazada al mismo Satanás.
En el vuelo, rozaron las nubes de la noche que brillaban con luz propia. Las atravesaron, descendieron y Asunta vio el resplandor de la ciudad. Por encima del ruido del viento, escuchó la voz de Satanás.
— Puedes ver el mundo. Es mi reino. Mira qué hermoso es…
Las luces formaban figuras: la silueta de una mujer, la confusa sucesión de un asesinato, una pareja abrazándose y una masacre.
Se detuvieron en la cumbre de una montaña desde la cual vieron el amanecer. Asunta sintió la mordedura del frío. Nevaba, estaba descalza y sólo la cubría su túnica. Satanás había vuelto a tomar el aspecto de un hombre petiso y gordo; su aliento se condensaba en nubes con olor a salame.
La novicia miró el paisaje. Su afán de castigo, su celo su devoción habían desaparecido y ansiaba saber lo que iba a ocurrir
—Aquí es donde puedes hacer tus votos – dijo el Demonio.
—Sólo puedo hacer mis votos frente a Jesucristo…
— ¿Es que tu Salvador no está en todas partes? Debes saber que mis seguidores también formulan en mi nombre votos de obediencia y castidad. Yo no quiero tu alma inmortal. Tampoco me interesa apartarte de la senda piadosa. Sólo quiero una parte de tus votos…
— ¡No lo haré ¡—exclamó Asunta —Hay muchas santas que murieron por oponerse a ti. No pronunciaré mis sagrados juramentos frente a tu persona…
—No tienes que hacerlo con la boca, sino con todo tu ser. Eso me basta.
Satanás chasqueó los dedos y surgieron ante ella riquezas incontables. Carros cargados de oro subían por la montaña y cantidad de esclavos se arrodillaban a sus pies ofreciéndole fortunas.
—Te ofrezco estos tesoros. No querrás aceptarlos y eso bastará para que afirmes tu voto de pobreza en mi presencia. Es lo que me importa, niña. Me tiene sin cuidado que cambies tu cofia blanca por la negra y que leas el Libro de las Profesiones. Negarte a esto es optar por la pobreza.
El lugar resplandecía. El sol y el brillo de la nieve reverberaban en las superficies doradas. Asunta vaciló. Por un instante sintió el deseo de quedarse con alguno de aquellos objetos, quizá ese vaso con gruesas asas de oro o aquel prendedor, también de oro con bordes de rubíes que tanto la atraía. De hacerlo, derrotaría a Satanás, pero no cumpliría con su voto. La codicia aleteaba en sus entrañas, tentándola más que el propio demonio. Sin decir una palabra, dio la espalda a los tesoros y bajó la cabeza.
—No esperaba otra cosa de ti. Te niegas a la riqueza y yo tomaré tu voto…
Satán estiró su mano y aferró una vibración invisible que rodeaba su cuerpo. La llevó a la boca, la tragó y eructó con satisfacción. La novicia cayó de rodillas y llorando oró a Jesús y a San Simeón. Cerró los ojos y los abrió al sentir un soplo de aire caliente. A su alrededor, las riquezas habían desaparecido lo mismo que la nieve y el lugar se había transformado en un cálido jardín.
Escuchó música y una voz armoniosa. Alguien entonaba canciones de su infancia. Por los senderos en los que habían crecido enredaderas de rosas, llegó un hombre alto de cabellos largos. Tañía una guitarra y cantaba para ella. Satanás se acercó y habló en su oído.
—De no haber sido monja, este hombre se convertiría tu marido y con él tendrías muchos hijos. ¿Cederás? ¿Te entregarás a sus brazos y lo besarás hasta volverte loca? ¿O te negarás y de ese modo yo tomaré parte de tu voto de castidad?. Del voto que realices con tu cuerpo y con tu alma, no sólo con tu lengua. Piensa que me quedo sólo con una parte, que no guardo todo para mí. Soy magnánimo como verás…

El hombre dejó de cantar y se acercó a Asunta ofreciéndole una flor. Su piel olía a nardos recién cortados. La novicia se incorporó temblando. Jadeaba y traspiraba. Retrocedió y se recostó contra una de las rocas del lugar. El hombre se acercó a ella con expresión implorante, pero Asunta apartó la cabeza, cerró los ojos con fuerza y oró nuevamente entregándose a Cristo y a San Simeón. Cuando volvió a mirar, el hombre ya no estaba. Más allá, Satanás volvía a estirar su mano y a apoderarse de algo invisible que rodeaba su cuerpo.

Pasaron los minutos. El silencio era total y Asunta seguía orando, arrodillada y con los ojos cerrados. Los abrió una vez más y comprobó que caía la tarde. El demonio se había marchado. Se incorporó con espanto. Satán la había traído hasta allí en un largo vuelo y no sabía cómo regresar al convento. Sin embargo, hallaba familiares los setos, los bancos y los senderos. Se incorporó. Reconocía esa imagen de San Francisco dando de comer a las palomas; aquella Virgen con los brazos abiertos. Escuchó pasos y un coro de cantos religiosos. Retrocedió al ver una figura surgiendo de las sombras. Su director espiritual le sonreía.
—Hija mía, te estamos esperando. Va a ser la hora de tus votos, pero no estás vestida adecuadamente. Ve a tu habitación, cálzate y ponte tu vestido blanco. Te esperamos en la iglesia…
Asunta estuvo a punto de contar lo que había ocurrido; no podía tomar sus votos, ya que el Demonio se había apoderado de ellos, pero se contuvo. Su silencio era una forma de ejercer la obediencia.

Mientras caminaba a su cuarto, escuchó la respiración jadeante y le pareció ver en el aire de la tarde el belfo goteante de Satanás. Sintió miedo y a la vez una extraña sensación de bienestar. Fue a su celda, se bañó y se colocó las vestiduras blancas. De pronto advirtió que ya no estaba obsesionada por el castigo, por la necesidad de flagelarse y de vestir el cilicio.
En la iglesia, arrodillada, junto a las otras novicias, esperó que llegara su turno y leyó el Libro de las Profesiones.
Yo, Sor Asunta, hago Profesión, y prometo obediencia á Dios, a Santa María, á nuestro Padre San Simeón, y al Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Don Cacote, Obispo de este Obispado de Tauro de los Ángeles, y á sus Sucesores, y en su nombre al señor Américo, sacerdote oficiante, en cuyas manos hago esta Profesión: y prometo vivir toda mi vida en OBEDIENCIA, CASTIDAD, POBREZA, SIN COSA PROPIA, EN PERPETUO ENCERRAMIENTO, y según la Regla de nuestros Padres San Simeón y San Benito, prometiendo ser obediente hasta la muerte.
Escuchó arrodillada el resto de la misa. Aquello era un nuevo nacimiento.. Al salir contempló los rostros que sonreían, el sol brillante cayendo en los senderos y sospechó por primera vez que aquel no era el convento donde había ingresado como novicia. Quienes la rodeaban eran los mismos, pero algo había cambiado. ¿Sería por la intervención de Satanás? Quizá las paredes del monasterio, testigos de sus brutales castigos, estuvieran en un lugar lejano, donde una monja idéntica a sí misma, ofrecería diariamente el martirio de su carne a una imagen de Cristo crucificado.


Pasaron los años y en la vida de quien fuera Sor Asunta, se presentó muchas veces esta duda. En medio de sus oraciones, le parecía ver en el aire un rostro burlón, un belfo grueso y húmedo y una mano peluda que tomaba algo invisible alrededor de su cuerpo, lo llevaba a la boca y lo tragaba con satisfacción.

Ricardo Iribarren
Registro de Derechos de Autor (Colombia) Nº 10─198─148

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