sábado, 12 de febrero de 2011

Antonio Muñoz Molina ( de su página web - escritos en un instante)

Antonio Muñoz Molina
Escrito en un instante


« Tiempo en los relojes
El faro del fin del río

Me he acordado hoy de una visita de hace más de veinte años al cabo de Creus, al acantilado donde estaba el faro que había servido como escenario para el rodaje de El faro del fin del mundo. Las rocas tenían formas horadadas como de osamentas geológicas y había bancales de olivos retorcidos por la tramuntana. El viento, los acantilados, el color del mar, la nitidez fantástica de las cosas bajo aquella luz, trstornaban el espíritu. Alguien nos dijo que el farero era un misátropo que vivía con una hija ciega y criaba serpientes.

Hoy he ido con César hasta el puente George Washington siguiendo la orilla del Hudson, en una mañana nublada y de mucho viento en la que el río tenía olas bravas que saltaban contra la corriente y una grisura metálica. Las gaviotas graznaban sobre nuestras cabezas, suspendidas con las alas muy abiertas en los torbellinos del viento. Hemos caminado durante casi dos horas, junto a la orilla rocosa, bajo puentes industriales, por extensiones desiertas en las que permanecía intacta la nieve. De vez en cuando nos cruzábamos con un ciclista embozado como un esquimal, encorvado para resistir el viento. El agua chocaba contra las rocas y los guijarros de la orilla. Un gran carguero de casco chato y oxidado avanzaba río arriba. De lejos el puente era una silueta insinuada en la niebla con una ligereza de dibujo japonés. Avanzamos y tarda en acercarse. Se hace más densa la niebla y el viento trae copos diminutos y helados de nieve y el paisaje va adquiriendo una desolación de litoral patagónico. Al volvernos hacia atrás vemos en la lejanía la silueta de la ciudad de la que nos hemos alejado.

De pronto surge el puente mucho más cerca sobre las ramas de los grandes árboles pelados. Vemos ahora la estructura metálica, la filigrana de hierro de los arcos y las vigas cruzadas. Incluso distinguimos siluetas de ciclistas que pedalean a la orilla del tráfico, por la plataforma superior.

Y entonces vemos el faro, su pintura roja contra los grises y los bronces del río, el faro empequeñecido por el tamaño del puente debajo del cual está, pero más excitante que cuando veía uno los faros en las películas de aventuras o en las ilustraciones de las novelas de Julio Verne, el faro del fin del río.

Pero tan solo unos minutos más tarde, para desconcierto de César, hemos subido por una escalinata que nos devolvía a las calles y estamos caminando por Broadway, por Washington Heights, entre tiendas dominicanas y peluquerías donde se alisa el pelo rizado y se decoran las uñas con dibujos fantasiosos y puestos callejeros de frutas tropicales, y coches con altavoces que atruenan la mañana invernal de merengue. En la acera de enfrente nos reclama el gran letrero amarillo de un supermercado de colores chillones y con una bulla desastrada de zoco africano o centroamericano:

¿SU NOMBRE? JOSÉ LIBERATO

¿SU DESTINO? ¡VENDER BARATO!

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