lunes, 16 de enero de 2012

El sabio

El Sabio
Un sabio, cierta tarde, llegó a la ciudad de Akbar. La gente no dio mucha importancia a su presencia, y sus enseñanzas no consiguieron interesar a la población. Incluso después de algún tiempo llegó a ser motivo de risas y burlas de los habitantes de la ciudad.

Un día, mientras paseaba por la calle principal de Akbar, un grupo de hombres y mujeres empezó a insultarlo. En vez de fingir que los ignoraba, el sabio se acercó a ellos y los bendijo.

Uno de los hombres comentó:

- "¿Es posible que, además, sea usted sordo? ¡Gritamos cosas horribles y usted nos responde con bellas palabras!".

"Cada uno de nosotros sólo puede ofrecer lo que tiene" -fue la respuesta del sabio-.

Galletitas

Cuentos

GALLETITAS.


A una estación de trenes llega una tarde, una señora muy elegante. En la ventanilla le informan que el tren está retrasado y que tardará aproximadamente una hora en llegar a la estación.
Un poco fastidiada, la señora va al puesto de diarios y compra una revista, luego pasa al kiosco y compra un paquete de galletitas y una lata de gaseosa.


Preparada para la forzosa espera, se sienta en uno de los largos bancos del andén. Mientras hojea la revista, un joven se sienta a su lado y comienza a leer un diario. Imprevistamente la señora ve, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, agarra el paquete de galletitas, lo abre y después de sacar una comienza a comérsela despreocupadamente.


La mujer está indignada. No está dispuesta a ser grosera, pero tampoco a hacer de cuenta que nada ha pasado; así que, con gesto ampuloso, toma el paquete y saca una galletita que exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente.


Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galletita.
La señora gime un poco, toma una nueva galletita y, con ostensibles señales de fastidio, se la come sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho.
El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, el muchacho cada vez más divertido.
Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete queda sólo la última galletita. " No podrá ser tan caradura", piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a las galletitas.
Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galletita y, con mucha suavidad, la corta exactamente por la mitad. Con su sonrisa más amorosa le ofrece media a la señora.


- ¡Gracias! - dice la mujer tomando con rudeza la media galletita.
- De nada - contesta el joven sonriendo angelical mientras come su mitad.
El tren llega.
Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: " Insolente".
Siente la boca reseca de ira. Abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado, su paquete de galletitas... ¡Intacto!

Autor: Jorge Bucay.

martes, 3 de enero de 2012

La última pelea

La última pelea [*]

Laura Chalar [**]



Después del combate en Buenos Aires, empecé a sentir que el apoyo de los hinchas había bajado. Que ya no los tenía en el bolsillo, dispuestos a jugarse hasta las medias por Helmut. Y era mucho más grave que el efecto habitual de una derrota por nocaut. Porque yo había supuesto, después de la paliza que le dio el Pichón, que se iban a poner en contra del pobre bicho. Pero nunca me imaginé que la bronca iba a ser contra mí. Yo no era más que el sparring. Y el propietario, claro. Pero que no me vengan con boludeces.

Sí, lo que más me jodió fue que empezaran con todo el tema humanitario y demás. Sobre todo la prensa. De golpe ya no era Helmut, sino "el infortunado animal" o "ese desgraciado pájaro". Mal de entrada, porque, por si no lo saben, un pterodáctilo no es un pájaro. Es un antepasado de los pájaros. Un pajarraco, en todo caso. Qué sé yo. Pero lo que me daba más bronca era eso, que empezaran ahora con todo el tema del estado de salud del bicho, su debilidad, etcétera, como si no hubieran sido ellos, los hinchas, quienes pusieron de moda la lucha de animales prehistóricos. Quienes lo convirtieron en una pasión mundial, un negocio que mueve millones, como antiguamente fuera el fútbol. Me gustaría saber quién planteó cuestionamientos éticos cuando se empezaron a crear los bichos. Sí, ¿o te pensás que los animales prehistóricos existen naturalmente en nuestro mundo? Por si no te acordabas, se extinguieron. Sí señor, se extinguieron. Cualquier nene de escuela lo sabe. Los pterodáctilos, en particular, son de la Era Mesozoica. Eso lo sé porque yo los crío. Para la lucha. A mí me gusta estar informado, porque a veces la gente pregunta, los periodistas preguntan. Bueno, cuestión que son seres que vivieron hace unos 150 millones de años. Pavadita, ¿no? Bueno, cuando los científicos empezaron a experimentar con la recreación, que así le llamaban en aquella época a fabricar animales extinguidos, ese tema de las células y los tejidos y usar los fósiles como modelo y yo qué sé qué más, bueno, todo eso que hoy es re-normal pero en su momento fue una novedad, nadie se cuestionó el aspecto ético. Nadie dijo que estuviera mal recrear triceratops y cleptodontes y brontosauros para los zoológicos, para mascotas de nenes de plata, para la lucha o para el aceite.

Al final, como todo el mundo sabe, se empezaron a usar sólo para la lucha y, en el caso particular de los pterodáctilos, para el aceite. Y dejaron de recrearse para zoológicos y mascotas. Después de lo que pasó con los chicos de aquella escuela de Minnesota, los que fueron al zoo para el paseo de fin de año. Y lo de la hija del presidente de México, pobrecita, que fue más o menos por la misma época. Porque la regla general es que los animales prehistóricos son medio bravos. Incluso los pterodáctilos. Helmut era una excepción, era bastante mansito, salvo cuando lo hacían enojar. Yo lo sé porque los crío. A Helmut no. A él lo compré. Yo en esa época todavía no criaba. Lo compré cuando era un charaboncito. Puro pico, todavía no le habían salido esos dientes largos que tienen los pterodáctilos, y el cuerno en la cabeza era apenas un chichón. Tenía las alas flacas y las patas largas, parecía un tero, salvo que claro, los teros son chiquitos, un pterodáctilo adulto puede llegar a medir hasta diez metros con las alas extendidas, y los charabones miden como dos metros. Después que empezó a entrenar fue como que se le puso más gruesa la membrana. Un pterodáctilo campeón tiene que tener las alas bien membranosas, si son muy finitas lo hacen pelota, no dura nada. Tiene que tener fuerza en las alas. Una vez un nene me preguntó por qué los pterodáctilos no tenían plumas, si eran pájaros. Yo siempre digo lo mismo. Pájaros no. Antepasados. Son pajarracos prehistóricos con alas como las de un murciélago.

Tuvimos una época dorada con Helmut. Ganaba todas las peleas. Ahí fue que me empezó a ir bien, que le compré la casa a los viejos, me compré la Bemba para mí, empecé a empilcharme mejor. Antes, mirá si yo me iba a poder comprar un Versace. La ñata contra el vidrio total. Pero el bicho empezó a rendir, y no te digo que me llené de guita, pero nos iba bien, qué sé yo. La lucha de pterodáctilos siempre movió más gente que, por ejemplo, la de tiranosaurus. Porque los tiranosaurus, por el tamaño, tienen problemas para moverse. Sumale a eso que son medio buenasnoches. Entonces es una lucha lenta, pesada, un poco como las peleas de esos gordos japoneses de tanga que había antes. Además tienen unos bracitos chiquitos y no se pueden arañar ni nada, entonces es una lucha a mordiscos nada más, y a veces coletazos. Y la única forma de que uno le gane al otro es que lo tire al suelo. Pero como son de pata grande, demoran mucho en caerse. No es emocionante, qué sé yo. Dan vueltas el uno en torno al otro y no pasa nada. Es por cansancio. En cambio los pterodáctilos vuelan. Eso ya lo hace más movidito. A veces planean, luchan en el aire, y a veces se la dan en el suelo, tipo riña de gallos. Además gritan, que otros bichos no, no hacen ruido, como los tiranosaurus, que más de un gruñido así, medio ronco, no les sacás. Pero los pterodáctilos tienen esa mezcla de graznido con cacareo que está buenísima. Y Helmut siempre fue gritón. A veces levantaban tal polvareda en la pelea, que no te dabas cuenta quién iba ganando más que por los graznidos de triunfo que se mandaba. Kwraaaaak, kwraaaaaaaaaaak, una cosa así, y era que de repente le había sacado un ojo al otro.

Cuando le ganamos al Aguilucho de Papantopoulos, lancé la línea de productos. Esa había sido una muy buena pelea, aparte que el Aguilucho era campeón sudamericano, y entonces me dije que había que sacar partido de todo eso. Empecé con los peluches para niños. Claro que el muñequito era muy tierno, estaba diseñado para el público infantil y no se parecía demasiado a Helmut, que tenía los dientes muy filosos y esos ojitos malignos, brillantes, que hasta a mí me daban escalofríos. Y eso que era mansito, pero en la lucha se transformaba. Bueno, era un peluche, todo simpaticón y gordito, no fibroso como Helmut. Y se vendió muy bien. Entonces largué las remeras, las tazas, los posters, qué sé yo, todo el resto. El álbum de figuritas vino después. Estaba bueno porque no era sólo de él, tenía también a los rivales que había derrotado. Del Aguilucho pusimos una página entera, y le tiré unos pesos a Papantopoulos, que estaba sin un mango desde la derrota.

Yo creo que el bicho me quería. Después de cada pelea, yo lo frotaba con un tónico especial que compraba para él. Se lo pasaba por las alas, le masajeaba las membranas, y ya no me daba tanto asco como al principio. Después se lo fregaba por todo el cuerpo, despacito, sonriendo para los flashes. Si había sangre en el pico, se la limpiaba. El me dejaba hacer, se quedaba muy quietito y no graznaba; de no haber sido por esos ojitos malévolos, podría haber parecido cariñoso. Menos mal que nunca se avivó de que entre los ingredientes del tónico estaba el aceite de pterodáctilo, que por esa época empezaba a ponerse de moda. Decían que servía hasta para el cáncer. A mí alguna vez me curó un herpes.

Siempre dábamos conferencia de prensa. Yo me sentaba atrás de una mesa llena de micrófonos, frente a todos los periodistas, y Helmut se perchaba en el respaldo de uno de esos sillones grandes, con las alas plegadas y mirando para todos lados. Estaba inquieto porque quería irse a cenar y a dormir a la jaula. Es que quedaba agotado. Por lo general, después de una victoria importante yo le daba premio. Me explico. Como los científicos decían que los pterodáctilos de la Era Mesozoica comían pescado, Helmut comía pescado. Yo no quería correr riesgos. Le daba salmón, sobre todo después de que ganó el Torneo Mercosur. Pero al señor no le gustaba el pescado. Le gustaba el pop. Así como te digo, el pop. Entonces yo cruzaba hasta el cine de enfrente y le compraba el grande, que venía con la Coca también grande en una promo de treinta y cinco pesos. No te imaginás cómo se lo comía. En dos segundos. La Coca me la tomaba yo, a él le hacía mal. Pero sólo cuando ganaba una pelea grande. Era un premio.

Cuando empezó a decaer, obviamente fui el primero en darme cuenta, aunque los otros sparrings tampoco eran tarados. Un día Papantopoulos me dijo que el tema era que yo nunca había querido cruzarlo, que el bicho tenía la líbido retenida y eso le hacía mal. Para mí al contrario, le daba más agresividad. Papantopoulos me lo decía porque él tenía una hembra y lo quería usar a Helmut de semental. Pero yo no quería que se me distrajera. Pensé que si probaba una vez iba a andar siempre alzado y eso iba a ser un problema mucho mayor que la ganancia que me pudieran dar los pichones.

La realidad es que el animal estaba envejeciendo. Nadie tiene muy claro cuánto vivían en la prehistoria, pero hay que tener en cuenta que éstos son bichos de probeta o hijos de bichos de probeta. Son algo artificial. Tres, cuatro años, y ya la edad se hace sentir. A Helmut le empezaron a pesar las alas, y se le notaba. Ojo, al principio no perdía. Seguía ganando, no en vano era el campeón Mercosur y el de la Copa Federación Internacional, pero le costaba, incluso con adversarios de medio pelo como Pericles, que estaba entrenado por Papantopoulos para ser el sucesor del Aguilucho pero dejaba que desear. Le costaba, sí, pobre. Pero yo tenía gastos. Viste cómo es, cuando te acostumbrás a vivir con mucha guita, con ese tren de vida, no hay quien te pare. Así como la ganás la gastás. Y en ese entonces también estaba Susy. Que se había venido a vivir conmigo y era culo veo, culo quiero, ay que la carterita, el anillo, el tapado, qué sé yo. Después bien que se borró, ella me dijo que no aguantaba más los graznidos de Helmut de noche, que le ponían la piel de gallina, pero no era eso, porque cuando chillaba en las peleas no le provocaba nada, y además los graznidos nocturnos no eran siempre, eran sólo cuando tenía pesadillas, pobre bicho. No, no fue eso, fue que se la vio venir, vio que se iba a complicar, y habrá dicho mejor voy consiguiendo un viejo con guita en serio, la muy yegua.

Había que seguir peleando. Yo tomé medidas, más tónico, suprimí el pop, cambié de veterinario. Pero no había caso, empezaron los papelones y los sponsors se empezaron a borrar. También empezaron las cartas. Me acuerdo la de la Protectora de Animales, ésa era muy correcta, de nuestra mayor consideración, nuestras respetuosas sugerencias, etcétera. También había una que firmaban cuatro o cinco viejas finolis, Mercedes Nosequé de Nosecuánto, etcétera. Y después las anónimas, siempre hay cobardes que no dan la cara, con insultos y demás. Se ve que pensaban que yo era un sádico. A nadie se le ocurrió que yo tenía un nivel de vida que mantener. ¿Qué se pensaban, que para mí era fácil verle la mirada al bicho? Ya no tenía ese brillito cruel en los ojos: los tenía como velados, como muertos. Me miraba como si no me viera. Una vez, después de que lo revoleara una gallineta lamentable que trajo Papantopoulos, la gente se puso a abuchear. Yo aún no había captado que era contra mí. Pensé que era contra Helmut. Y no me cabe duda de que él también se dio cuenta, que pensó lo mismo. Los animales tienen esa sensibilidad, viste. Incluso los animales feroces. Esa noche, a pesar de que había perdido, crucé al cine a comprarle pop. Pero se negó a probar bocado. Estoy seguro de que sentía que no se lo merecía.

Después del combate en Buenos Aires, todo se precipitó. El Pichón estaba en boca de todo el mundo, era casi un charabón y miren la paliza que le había dado a Helmut. Yo me moría de vergüenza porque el Pichón era de Gorfinkiel, y Gorfinkiel era un baboso, perder con él era peor que perder diez veces con un bicho de Papantopoulos que, al fin y al cabo, es casi un amigo. Además estaba todo el tema humanitario de por medio, y ya te dije cómo me jodía la hipocresía de todo eso, ahora le venían los escrúpulos a toda esa manga de sanguinarios. Aparte hubo mil humillaciones, un día me llamó un brasilero que tenía un circo, me hizo una buena oferta, te lo vamos a tratar bien, buena comida, no va a tener que hacer esfuerzos grandes, el látigo es de juguete y no lastima, va a pasar sus últimos años en paz. Y no era una mala oferta, el tipo sabía que con un campeón de la talla de Helmut iba a vender unas cuantas entradas, pero yo me imaginé al bicho, con toda su trayectoria y sus antecedentes, dando vueltas como un nabo adentro de una carpa remendada, y te juro que se me revolvió el estómago. Era demasiado humillante. Otro día me llamaron de Pteroil, ya sabés quiénes son, los capangas del aceite de pterodáctilo, y te juro que los mandé a cagar. Al Gerente Financiero, le dije, váyase a cagar. Claro, habían visto qué negocio iba a ser el aceite de Helmut. Hijos de puta. Se pensaban que yo iba a ser capaz de matarlo para darles de ganar a ellos.

La idea del Desafío Helmut fue de Papantopoulos, cuándo no. El siempre tiene esas ideas marketineras. Y conste que él no ganaba nada con eso, era un bicho mío y un rival para el Aguilucho y para Pericles. Pero igual me lo planteó. Por qué no tirás un desafío. Gorfinkiel agarra viaje seguro. Pero publicitalo bien, armá todo un carnaval con el tema. Desafío Helmut, el Retorno de un Campeón. Algo así. Yo le dije, vos estás loco, y después me lo hacen harina. No, pero no seas boludo, lo entrenás bien, lo ponés en estado físico, no lo mandás a la guerra con un escarbadientes, ¿me entendés? Y yo me enganché con la idea.

El resto lo sabés bien. Gorfinkiel acababa de lanzar al hermano del Pichón y lo estaba promocionando como loco. Le vino bárbaro el Desafío, y me aceptó sin problemas la condición de tres meses de plazo para entrenamiento. Le venía bien, me dijo, para hacer la campaña. Y fue como una campaña electoral, banderas, jingles, no faltó nada. Hasta promotoras con pollerita, contrató a los mejores culos de la vecina orilla y yo lo mismo pero de Montevideo. Se levantaron apuestas a lo loco. A pesar de que Helmut, o mejor dicho yo, estaba en la mala, los hinchas se la jugaron. Debe haber sido porque yo cada tanto daba una nota con el bicho, en casa, en la cancha, donde fuera, y lo veían en buen estado físico, entusiasmado, qué sé yo. En realidad era una pichicata que le daba el nuevo veterinario, yo no quería saber mucho y hacía un poco la vista gorda, que Dios me perdone.

Bueno, toda la fanfarria, qué sé yo, no te la voy a describir porque vos la viviste. Lo mismo la pelea. Vos la presenciaste, y sabés, porque tuve la franqueza de decírselo a la prensa, que a los tres o cuatro minutos supe que lo había condenado, que yo había sentenciado a muerte a Helmut. La polvareda era terrible, no se veía nada. Lo supe por los graznidos aterrorizados de Helmut, y era como escuchar llorar a mi hijo. Al hijo que no tengo. La gente gritaba, pero no eran solamente los gritos exaltados de los hinchas, muchos querían parar la pelea, hasta los que habían apostado por el hermano del Pichón. En el palco de enfrente, el palco visitante, estaba Gorfinkiel, pero con la polvareda y todo eso era imposible distinguirle la cara. Tampoco quería. Por momentos el polvo se disipaba y los veía, un ala, un pico, las fauces. Por fin pitaron y terminó. Ya sabés cómo fue todo, esos últimos minutos, así que no te los voy a contar porque además me agarra como una cosa en la garganta. No recuerdo haber dicho nada ni que nadie me haya hablado, no recuerdo a los fotógrafos que seguramente se empujaban unos a otros, no recuerdo los gritos ni el flash de las cámaras, nada, hasta que el veterinario me puso la mano en el hombro y me dijo que había que darle una inyección, era lo más caritativo. Yo lo miré a Helmut, no te quiero hablar de la sangre y el ala mocha y sobre todo el ojo, pobre ángel, y él también me miró, con el ojo sano, y fue como si me preguntara por qué me hiciste esto, gracias a quién tenés la Bemba y la cadena ésa de dieciocho quilates y la bruta casa en el Este. El sufrimiento que había en esa mirada, porque ya no se podía fingir que era otra cosa, era sufrimiento. Yo le puse la mano en la cabeza, bah, en el cuerno, y le hice una especie de caricia. Nunca lo había acariciado antes. Yo no soy muy de acariciar, Susy siempre me lo recriminaba, capaz que por eso la caricia me salió medio torpe. Después le dije al veterinario, dale nomás. Se lo dije bajito pero él me oyó. Y me di vuelta. Enfrente mío estaba Gorfinkiel, me acuerdo el asco que me dieron esos dientes de oro. No sé qué me dijo, che, lo lamento, algo así, pero no le contesté, si le hablaba era para putearlo. Esa noche me llamaron los de Pteroil, no el Gerente Financiero sino el Encargado de Compras, y esta vez les dije que sí, total, a esa altura qué mierda importaba.

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Segundo Premio de Narrativa en el concurso literario "A palabra limpia", organizado por la Filial Jai de B'nai B'rith en el año 2004

Abogada, crítica literaria y escritora .

domingo, 1 de enero de 2012

Chilano

Los vendedores
por Sebastián Chilano
¿Qué apodo les pondría Tito a esos dos? No sé, y no le puedo preguntar porque ahora Tito no les presta atención. Tito mira, distraído, las villas del otro lado de la ventana. Tito ve pasar los techos de chapas como ve pasar su propia vida. Pero si en vez de mirar tanta miseria, mirara a esos dos, ¿qué apodo les pondría? Porque a Tito le encanta poner apodos. Vive haciéndolo. Incluso creo que lee, a veces, las revistas “del corazón”, como las llama él, para reírse con los sobrenombres que se ponen los famosos. “¿Ves qué somos todos iguales?” me dice, riendo, porque es feliz. Pero cuando no es feliz, y no hojea revistas me dice otras cosas, iguales, pero distintas. “En bolas, a la hora de coger, no hay ricos ni pobres” dice y después de eso casi siempre me coge, aunque yo no tenga ganas. Él es así, medio bestia, pero es bueno. Aunque también sea bastante mujeriego, es bueno. Yo lo quiero. Lo quiero de un modo que él no entiende. Porque sé que no lo entiende. No es culpa de él ser mujeriego, digo, es culpa de esas putas que se le vienen encima. Que le tocan el culo o la pija cuando me descuido. ¿Quién de todas esas no quisiera estar en mi lugar y ser la mujer de Tito?
Creo que Tito al más alto le pondría “Torta Frita”, pero no estoy segura. Quizás yo le pondría “Torta Frita” porque me hace acordar a un amigo de Tito, que solo viene de visita los días de lluvia, según dice Tito, como el mate dulce y la torta frita. Al otro le pondría “Tono” por la voz de pito que tiene, casi insoportable. ¿Cómo puede ser vendedor con esa voz? Por eso deben andar en yunta, para no morirse de hambre, uno por feo, el otro por puto.
Entraron al vagón cuando salimos de Temperley. El Torta Frita intentó vender unos cuadernos para colorear, y El Tono una linterna que además es baliza, todo por dos pesos. Hace unos años le hubiese comprado el cuaderno para Diego, pero ahora Diego no necesita esas cosas. Cuando no anda con nosotros se mete en cosas que mejor ni saber. Y cuando le pregunto a Tito en seguida me arrepiento, es mejor no preguntarle. “¿Para qué querés que esté tu hijo en casa, si cuando está solo nos afana plata o te putea?” me contesta Tito, más o menos así.
Cierro los ojos. Hace un calor de mierda en este tren. Los abro, ahí están los dos. Los vendedores.
Les puedo leer los labios. El Torta Frita y El Tono no se dan cuenta, pero los estoy escuchando. Nadie sabe que puedo hacerlo. Es mi gran secreto. Ni siquiera Tito lo sabe. Lo aprendí de mis padres, aunque no me lo enseñaron, al menos no concientemente, sino que de tanto estar con ellos en la calle, aprendí a leer lo que decían, un poco de sus labios, un poco de sus manos. Sé mucho de gestos.
Por leerles los labios, entendí que El Torta Frita tiene otro apodo, uno que le queda mejor: Panza. Claro. Que boluda. Tanto me concentré en lo fiero de la jeta, que no me di cuenta de lo flaco que es, y si me hubiese dado cuenta de su flacura me hubiese dado cuenta de lo absurda que le queda la panza que tiene debajo de la camisa celeste. Escarbadientes embarazado, le pondría, pero es demasiado largo para ser apodo según las reglas de Tito. El otro, El Tono, se llama Rube. No tiene apodo, simplemente le mutilaron el nombre.
Tito se mueve. Lo miro.
—¿Estás cansada? —me pregunta.
Le digo que no. El me sonríe y apoya la cabeza sobre mi hombro, para dormir un rato.
El Panza nos mira. “Como le chuparía las tetas” dicen sus labios. El Rube hace una mueca. “No entiendo como pueden viajar tantas putitas solas en el tren” dicen El Rube. “Esa no está sola, está con el macho” El Rube se encoje de hombros. “Un día las van a violar a todas” dice El Rube. “Sí, un día vamos a empezar con una y nadie nos va a parar” dice El Panza. “¿Sabés por qué no empezamos?, por los vaqueros” “¿Por los pantalones?” “Sí, no viste que las muy putas se calzan unos vaqueros ajustados hasta el orto. ¿Cómo mierda se los sacás para coger rapidito si están prensadas?” El Rube se ríe. El Panza le pone una mano en el hombro. “¿Y a esa?” “A esa qué” “¿No viste como nos mira?” “¿Será yuta?” pregunta El Panza. “¿Con la pinta que tiene el macho?, ni en pedo” “¿Y entonces?” “Nos debe estar marcando” “¿Para afanar?” “¿Para qué otra cosa si no?” “Para chuparnos la pija” Los dos se ríen.
Tito mueve la cabeza. Lo acaricio. El vagón pega un bandazo. Las argollas colgadas de los pasamanos en el techo se zarandean de un costado a otro. Cuando los vuelvo a mirar, El Panza y El Rube ya no me violan con la mirada. Hay un tercero junto a ellos. Al tercero ya no me dan ganas de ponerle apodo, eso es para Tito, a mí me gusta escucharlos, poner apodos muy seguido me aburre.
“La bandita de los Arce está en el tren” dice el tercero. “Te dije, la concha de su madre” se queja El Rube, bajando la vista hacia su bolsa llena de linternas. El Panza, en cambio, me mira, con odio. “Vos sos un boludo. Hablaste de violar a la vieja, y ahora te la van a dar” “¿Por qué me la van a dar, la concha de tu madre, si fuiste vos el que empezó a hablar?” El tercero se aleja de ellos y pasa frente a mí, sin mirarme. Le va a avisar del peligro a los otros vendedores ambulantes en el tren, supongo. “Yo me largo” dice El Panza. “Pará, no te tirés en movimiento que te vas a matar, esperá la estación” le pide El Rube agarrándolo del brazo.
Los dos se van hacia el vagón siguiente. Y así los veo alejarse, ya sin vender. El tren dobla en una curva y los veo pasar a otro vagón. Tito ahora tiene los ojos abiertos, mirando la continuidad interminable de techos de chapa. Siento que a nuestras espaldas entra un grupo de chicos. Escucho sus voces, sus pedidos de monedas, sus saludos, sus puteadas. Rápidamente se acercan a nosotros. Cinco pasan de largo y el último se para frente a mí.
—Buscá dos vendedores —le dice Tito—. La están juntando fácil y hace rato que no dan nada. Andan en yunta. Uno vende cuadernitos para pintar, y el otro, además de la voz de trolo, vende linternas.
Diego asiente. Lo agarro el brazo.
—Al de los cuadernitos dásela bien dada— le digo.
—Sí, mamá —dice Diego y hace un esfuerzo por soltarse. Como una contorsión.
—Andá, pajerito —le digo—. ¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que tu madre te toque?
Diego se junta con los otros. Uno dice algo y Diego lo empuja. Después, a los saltos, corren hacia el siguiente vagón.
—El de la panza se parecía al Torta Frita, ¿no? —me dice Tito.
—Se parecía, sí.
Tito apoya su cabeza sobre mi hombro y mira, otra vez, como por la ventanilla sucia desfila el paisaje de chapas y basura que vemos todos los días.