domingo, 1 de enero de 2012

Chilano

Los vendedores
por Sebastián Chilano
¿Qué apodo les pondría Tito a esos dos? No sé, y no le puedo preguntar porque ahora Tito no les presta atención. Tito mira, distraído, las villas del otro lado de la ventana. Tito ve pasar los techos de chapas como ve pasar su propia vida. Pero si en vez de mirar tanta miseria, mirara a esos dos, ¿qué apodo les pondría? Porque a Tito le encanta poner apodos. Vive haciéndolo. Incluso creo que lee, a veces, las revistas “del corazón”, como las llama él, para reírse con los sobrenombres que se ponen los famosos. “¿Ves qué somos todos iguales?” me dice, riendo, porque es feliz. Pero cuando no es feliz, y no hojea revistas me dice otras cosas, iguales, pero distintas. “En bolas, a la hora de coger, no hay ricos ni pobres” dice y después de eso casi siempre me coge, aunque yo no tenga ganas. Él es así, medio bestia, pero es bueno. Aunque también sea bastante mujeriego, es bueno. Yo lo quiero. Lo quiero de un modo que él no entiende. Porque sé que no lo entiende. No es culpa de él ser mujeriego, digo, es culpa de esas putas que se le vienen encima. Que le tocan el culo o la pija cuando me descuido. ¿Quién de todas esas no quisiera estar en mi lugar y ser la mujer de Tito?
Creo que Tito al más alto le pondría “Torta Frita”, pero no estoy segura. Quizás yo le pondría “Torta Frita” porque me hace acordar a un amigo de Tito, que solo viene de visita los días de lluvia, según dice Tito, como el mate dulce y la torta frita. Al otro le pondría “Tono” por la voz de pito que tiene, casi insoportable. ¿Cómo puede ser vendedor con esa voz? Por eso deben andar en yunta, para no morirse de hambre, uno por feo, el otro por puto.
Entraron al vagón cuando salimos de Temperley. El Torta Frita intentó vender unos cuadernos para colorear, y El Tono una linterna que además es baliza, todo por dos pesos. Hace unos años le hubiese comprado el cuaderno para Diego, pero ahora Diego no necesita esas cosas. Cuando no anda con nosotros se mete en cosas que mejor ni saber. Y cuando le pregunto a Tito en seguida me arrepiento, es mejor no preguntarle. “¿Para qué querés que esté tu hijo en casa, si cuando está solo nos afana plata o te putea?” me contesta Tito, más o menos así.
Cierro los ojos. Hace un calor de mierda en este tren. Los abro, ahí están los dos. Los vendedores.
Les puedo leer los labios. El Torta Frita y El Tono no se dan cuenta, pero los estoy escuchando. Nadie sabe que puedo hacerlo. Es mi gran secreto. Ni siquiera Tito lo sabe. Lo aprendí de mis padres, aunque no me lo enseñaron, al menos no concientemente, sino que de tanto estar con ellos en la calle, aprendí a leer lo que decían, un poco de sus labios, un poco de sus manos. Sé mucho de gestos.
Por leerles los labios, entendí que El Torta Frita tiene otro apodo, uno que le queda mejor: Panza. Claro. Que boluda. Tanto me concentré en lo fiero de la jeta, que no me di cuenta de lo flaco que es, y si me hubiese dado cuenta de su flacura me hubiese dado cuenta de lo absurda que le queda la panza que tiene debajo de la camisa celeste. Escarbadientes embarazado, le pondría, pero es demasiado largo para ser apodo según las reglas de Tito. El otro, El Tono, se llama Rube. No tiene apodo, simplemente le mutilaron el nombre.
Tito se mueve. Lo miro.
—¿Estás cansada? —me pregunta.
Le digo que no. El me sonríe y apoya la cabeza sobre mi hombro, para dormir un rato.
El Panza nos mira. “Como le chuparía las tetas” dicen sus labios. El Rube hace una mueca. “No entiendo como pueden viajar tantas putitas solas en el tren” dicen El Rube. “Esa no está sola, está con el macho” El Rube se encoje de hombros. “Un día las van a violar a todas” dice El Rube. “Sí, un día vamos a empezar con una y nadie nos va a parar” dice El Panza. “¿Sabés por qué no empezamos?, por los vaqueros” “¿Por los pantalones?” “Sí, no viste que las muy putas se calzan unos vaqueros ajustados hasta el orto. ¿Cómo mierda se los sacás para coger rapidito si están prensadas?” El Rube se ríe. El Panza le pone una mano en el hombro. “¿Y a esa?” “A esa qué” “¿No viste como nos mira?” “¿Será yuta?” pregunta El Panza. “¿Con la pinta que tiene el macho?, ni en pedo” “¿Y entonces?” “Nos debe estar marcando” “¿Para afanar?” “¿Para qué otra cosa si no?” “Para chuparnos la pija” Los dos se ríen.
Tito mueve la cabeza. Lo acaricio. El vagón pega un bandazo. Las argollas colgadas de los pasamanos en el techo se zarandean de un costado a otro. Cuando los vuelvo a mirar, El Panza y El Rube ya no me violan con la mirada. Hay un tercero junto a ellos. Al tercero ya no me dan ganas de ponerle apodo, eso es para Tito, a mí me gusta escucharlos, poner apodos muy seguido me aburre.
“La bandita de los Arce está en el tren” dice el tercero. “Te dije, la concha de su madre” se queja El Rube, bajando la vista hacia su bolsa llena de linternas. El Panza, en cambio, me mira, con odio. “Vos sos un boludo. Hablaste de violar a la vieja, y ahora te la van a dar” “¿Por qué me la van a dar, la concha de tu madre, si fuiste vos el que empezó a hablar?” El tercero se aleja de ellos y pasa frente a mí, sin mirarme. Le va a avisar del peligro a los otros vendedores ambulantes en el tren, supongo. “Yo me largo” dice El Panza. “Pará, no te tirés en movimiento que te vas a matar, esperá la estación” le pide El Rube agarrándolo del brazo.
Los dos se van hacia el vagón siguiente. Y así los veo alejarse, ya sin vender. El tren dobla en una curva y los veo pasar a otro vagón. Tito ahora tiene los ojos abiertos, mirando la continuidad interminable de techos de chapa. Siento que a nuestras espaldas entra un grupo de chicos. Escucho sus voces, sus pedidos de monedas, sus saludos, sus puteadas. Rápidamente se acercan a nosotros. Cinco pasan de largo y el último se para frente a mí.
—Buscá dos vendedores —le dice Tito—. La están juntando fácil y hace rato que no dan nada. Andan en yunta. Uno vende cuadernitos para pintar, y el otro, además de la voz de trolo, vende linternas.
Diego asiente. Lo agarro el brazo.
—Al de los cuadernitos dásela bien dada— le digo.
—Sí, mamá —dice Diego y hace un esfuerzo por soltarse. Como una contorsión.
—Andá, pajerito —le digo—. ¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que tu madre te toque?
Diego se junta con los otros. Uno dice algo y Diego lo empuja. Después, a los saltos, corren hacia el siguiente vagón.
—El de la panza se parecía al Torta Frita, ¿no? —me dice Tito.
—Se parecía, sí.
Tito apoya su cabeza sobre mi hombro y mira, otra vez, como por la ventanilla sucia desfila el paisaje de chapas y basura que vemos todos los días.

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