sábado, 7 de abril de 2012

Amamos tanto a Julio (Andy y A) ¿mentendés?

jueves,


Para A.

Todo olía a desesperación. Habían acabado de hacer el amor hacía instantes. Y como a veces suele pasar, se había adueñado del ambiente una especie de aire malévolo que tiene el sabor a la culpa y al desconsuelo.

¿Encontraré a la Maga? Hiciste conmigo algo que no se hace, me mostraste la mujer ideal. Después de eso todos buscamos a la Maga en Paris o en Ciudadela, haciendo huevos fritos, escuchando a los Beatles o a Charly Parker, haciendo el amor en una cama rodeada de libros, sahumerios, un potus, ollas sucias, decenas de vasos con puchos apagados, una novela sin abrir de Roberto Arlt.


En un departamento lejano sonaba Sandro.

"Tengo un mundo de sensaciones"

¿Encontraré a la Maga? Vos me dijiste Julio que podíamos encontrarla, no buscarla, que la Maga iba a aparecer sin necesidad de una cita, que la misteriosa ecología de la ciudad iba a juntarnos. Por tu culpa, Julio, las parejas salen separadas a encontrarse, la ciudad está cubierta de personas con aire desconcentrado que cabecean como un boxeador después de un golpe, que espían en las esquinas buscándola a ella...


Ambos se dieron vuelta hacia sus lados respectivos y se dieron cuenta inmediata y simultáneamente del error. Eran diferentes, sonaban distintas sus respiraciones. Subsanaron ese error volviendo a mirarse y a encontrarse, sonriendo delicadamente.


Te metiste en la vida, Julio, en nuestra vida; en la vida de ella y la mía. No pasa un solo embotellamiento en que no recuerde la autopista del sur; frente a cualquier discusión, particularmente las discusiones tontas, la memoria me dicta elecciones insólitas...

¿Te acordás? A uno le piden que elija y le dan un calentador Primus, una banana, una rubia de costumbres elásticas... Para desconcierto de la población y del obispo local me he quedado con la banana. Me aterra tu posibilidad de vomitar conejitos a la mañana: Julio, ya es suficiente que a la mañana el sueño duele en los ojos o el pis se resista a salir. No puedo perdonarte lo de los conejitos. Tampoco lo del límite.

Hasta que se encontraron. era un algo en el fondo de sus ojos. Él la veía, infatuizado. Sus ojos tenían esa misteriosa cualidad de atraparlo de un modo insondable. Él, que se aburría con cualquier cosa, podía quedarse hundido en esa mirada durante el resto de su vida. Pero en realidad él, no era él... sino otro par de ojos, los de otro hombre que en algún lado, que nos está vedado saber, la esperaban para mirarla así.


Yo vivía tranquilo imaginando esa pared, no tenías que decirme que la pared era una soga que se podía saltar, en ese ring los contornos se pierden, la conciencia se pierde. Vivía tranquilos en nuestro metro cuadrado hasta que apareciste vos. Y con vos, ella... ella, la prueba tangible de la continuidad de los parques.

“El hombre más alto del mundo” como escribió alguna vez mi odiado García Márquez, con los ojos separados como los de un novillo, el brazo en alto señalando hacia allá, hacia allá, a la conciencia, a la soga, a lo extraordinario, lo extraordinario saltándonos encima como un gato, al miedo y a la risa, Julio, Julio... si no fuese por vos, yo no escribiría; y si yo no escribiese, ella no me hubiera leído. Y si ella no me hubiese leído, yo no hubiera tenido ni la más mínima chance de tener una chance.

Cuando Sandro se hubo callado, ella ya dormía.. pero él no podía hacerlo. Un runrun delicado lo estremeció. Había sido descubierto. Ella abrió los ojos. Y lo descubrió mirándola. Lo habían atrapado como una liebre frente a los focos. Ahora sólo restaba el tiro del final.


Ella sabía que esto no debía continuar. Al menos, no de este modo. Había otra gente que la necesitaba. Pero cuando ella miraba el fondo de sus ojos verdes, esos ojos de gato desvelado y lúcido, podía ver la desesperación que dormía en algún rincón, acurrucado. Y de alguna manera no podía dejar de ceder a esa especie de resistencia pacífica que instantáneamente desplegaba en sus silencios, muy escasos por cierto.

Es natural que interpretes esto como un reproche, Julio. Yo quería ser feliz, hacer asados, leer a King o a Grisham, mirar como despegan los aviones en el aeroparque, no necesitar a la Maga, hacer el amor cuantas veces fuese posible, no plantearme siquiera si la vida tiene más de una dirección: tiene una sola, y es el futuro, no hay dos futuros; hay el mío, no hay conejitos en la garganta, no hay instrucciones para subir una escalera.

Yo quería ser feliz, imaginarme hasta acá, no hasta allá, no hasta ella, no adonde nunca podré llegar, sacudirme la libertad como una araña del pantalón. Tirarme la araña a la cabeza, eso hiciste. Pelo de araña, mi cabeza se mueve lentamente, nunca sé en que puede terminar, volverme cursi y niño, abrirme a la confusión. Te imagino, la imagino cada vez que miro por la ventana, o por un tunel o por un ojal, sé de memoria que puedes estar en cualquier sitio, ahora mismo cagándote de risa.

Cagándote de risa de cómo me enamoro, y quiero negarlo, tres veces como un Judas sin siquiera recompensa.


Entonces decidió que ésto se acabaría. Pero él antes hizo algo que ella no esperaba.

Le hizo una foto mental de sus ojos. Esos ojos expresivos y profundos. Esos ojos turbios para hundirse en ellos, y desfallecer, perder el conocimiento, y ahogarse.

Esos ojos a los que él le gustaba mirar cuando llegaba al orgasmo, y a los que se quedaba mirando luego de un rato para poder aprehender ese retazo de memoria.


"tengo un mundo de sensaciones..."


Sin embargo hay ciertas cosas que ocurren a lo largo de una vida juntos (que puede durar tan sólo seis meses y veintiún días) que son imposibles de recuperar.

Y desde el insondable abismo de una cama, alguien tuvo un segundo de estupor. Un vértigo atroz.

Vértigo, Julio.

¿Mentendés?

¿Y cómo hago ahora para decirle que acá arriba no puedo estar solo, Julio? Cómo hago para decirle que ella tiene la clave para que mis palabras se pongan en orden, para que las putas perras negras vengan a lamerme las manos.

Vértigo. Vértigo.

El amor es una enfermedad mental. Y aquí se está tan alto que creo que es imposible volver abajo.

Los dados de Dios (Andy Murmullos)

LOS DADOS DE DIOS.
lunes, enero 28 Publicadas por Andrés Etiquetas: relatos a la/s 11:27 AM 15 murmullo(s)







A ella, que sabe que siempre es para ella.

A veces, aunque no lo creas, Dios juega a los dados. Tiene unos dados raros, el cabrón. Unos dados que sólo él sabe interpretar. Así que nunca sabés si ganaste o no.


Aunque da igual.


La casa siempre gana.


Hace unos días, ella apostó. Y aunque no cree en ningún dios, tal vez salvo en su propio dios.


Como no me está dado saber cual fue el resultado, sólo me atrevo a reflexionar en base a sus expectativas.


Ella cree que Dios, o quienquiera que sea, es un pésimo croupier. Y yo estoy de acuerdo con ella.


Pero siempre uno puede recuperarse.


Ella sabe jugar.


Se pone su sweater verde de cuello alto y se levanta cada mañana a buscar un tapete.


A mí me encantaría acompañarla, pero ella tiene otro compañero de juego, y a veces la distancia se toma represalias.


Otras veces, como todos, ella no tiene ni putas ganas de jugar. Y ese día no habrá mesa. Aunque le pidas por favor que se siente mientras se baraja.


Los dados de Dios están cargados.


El Geómetra implacable siempre saca lo que quiere.


Ella discute las apuestas.


Sabe jugar fuerte. Y aunque tenga malas chances, ella llega hasta el final, apurando sus fichas, incluso por alguno que se cree el único pero ni siquiera es uno de ellos.


Ella quiere obtener un montón de cosas cuando juega. Cosas que sólo pueden comprarse con las fichas del casino de Dios.


Una sonrisa, una caricia de madrugada, una sopa de gambas, un hijo, la ansiada paz.


Y quiere morder al mundo, arrancarle a jirones lo que desea.


Porque alguna vez se subió a las faldas del dolor para darle una paliza, y devolverle lo que el maldito dolor le ha quitado.


Ella no cree que cada hombre que pasa sin detenerse es una historia de amor que no se concretará nunca.


Ella descree de las palabras de amor, porque elige los hechos de amor.


Ella le hace el amor a su silencio. Y yo quiero hacerle el amor a ella, saliendo de esta atmósfera rígida e insolvente. Enseñarle partes de su cuerpo que ya ha olvidado, y conseguir que vibre de una buena vez, para que yo vibre a la par.


Ella juega con los cascados dados de Dios.


Ella mantiene su esperanza intacta guardada en un cajón con telarañas.


Se toma un helado con el deseo, y se come hasta el barquillo.


A mí me encantaría mirarla dormir y sonreir como nunca.


Ella juega a los dados, con los dados agrietados de lo que ellos llaman Dios.


Y no sabe.


No sabe que hizo su mejor apuesta.


Ella apostó por mí.


Es una apuesta a futuro.


Tal vez sea una apuesta que nunca se cobre.


Pero yo, a pesar de todo, quiero que gane.

El mensaje Andy.

EL MENSAJE Luciano no veía la hora de salir del trabajo. Cuanto más tiempo pasaba en esa oficina, más oprimido se sentía. Era como una boa que se iba aferrando de él y, desde los pies, lo iba engullendo entre sus músculos fríos y prepotentes. Hoy era uno de esos días malos. En general, a él le gustaba su trabajo y Dios sabía que era absolutamente suficiente para hacerlo bien, e incluso a veces se sentía sobrecalificado.

Al fin y al cabo, no cualquiera es capaz de hacer conciliaciones bancarias. Es una tarea que exige mucha concentración y a veces un poco de creatividad: identificar que el cheque X se condice con el registro Y en el extracto del Banco Comafi.

Esa tarde se la había pasado escuchando música y marcando con sus biromes de colores en las fotocopias de los extractos (los originales los atesoraba de un modo casi avaro en una cajita cuadrada celeste que le habían regalado); y si tuviese que hacer una presentación, digamos a un gerente (cosa que nunca había ocurrido, pero había que estar preparado para una eventualidad), él podría agarrar los extractos originales, y escribirlos con una lapicera de pluma Mont Blanc que descansaba en su portalápices, una pluma casi virgen de rasgos.

Sonaban los Rolling Stones (Esa tarde había sido una tarde stone, sí señor) y él no paraba de mirar la hora. Se le habían dormido los pies, de tanto estar con las piernas cruzadas concentrado en sus papeles.

Cuando se hicieron las seis, Luciano se levantó disparado como un corcho de champagne, y se puso en movimiento, se calzó su mp3 en los oídos para aislarse del medio, se puso su bufanda al cuello, la campera, saludó a todos con un beso (es la costumbre en esa oficina claustrofóbica donde todos estaban tan cerca de todos) y salió a la calle.

Cuando estaba en el ascensor, a la altura del segundo, le sonó el teléfono. Era un mensaje. Se quitó uno de los auriculares del oído (no se sabe para qué, no había que oír nada, sino leer) y abrió su celular.

El sms decía:

"quiero aclararte algo: está todo bien con vos, pero yo estoy muy enamorada de mi novio, y no quiero hacer nada que pueda si quiera dar un mínimo lugar a perderlo a él y a lo que tenemos. No va a pasar nada entre nosotros, yo te siento un amigo solamente".

No era para él.

Se dio cuenta inmediatamente por dos motivos: uno, no venía de ninguno de sus contactos; dos: que él recordase, no había estado cortejando a nadie. Pero a él le pareció interesante. Más allá del error ortográfico ("siquiera" se escribe todo junto, no separado como lo había escrito ella) la prosa no estaba mal. Era contundente, terminante, pero conservaba cierta clase de cuidado en la elección de las palabras.

Luciano leyó otra vez el mensaje y sonrió. ¿Quién sería? ¿Quién hubiera sido capaz de enviar un mensaje de este tipo y no verificar una y otra vez que fuese a la persona correcta?

Él, que hacía conciliaciones bancarias, sabía lo importante que es adjudicar a cada uno lo que le corresponde... la aplicación brutal de la justicia platónica. Si el cheque que se le pagó a A, era adjudicado a B, pues se le podía pagar dos veces a la misma persona; o peor aún: podría no pagársele a alguien que lo mereciese.

Como le ocurrió a él. Recibió un rechazo que no se merecía.

Pero volvió a pensar. Probablemente la chica en un arranque de terror (su novio seguramente le miraría los mensajes a escondidas) borró al susodicho pretendiente de sus contactos, y luego escribió el número de memoria para despedirse de él.

Entonces, decidió defenderse de eso. Tomaría el lugar del rechazado, sólo por una vez. Sólo por intentar rescatar al indefenso.

Carraspeó. Pensó.

Y le contestó:

"No me parece justo esto. Primero que nada creo que al menos debieras habérmelo dicho cara a cara. Y segundo, no creas que me voy a quedar así. Te quiero y voy a pelear por vos."

Salió el mensaje.

Se quedó mirando el teléfono como si supiera que iba a responder enseguida. Pero no lo hizo.

Se subió al 23, pagó su boleto y empezó a viajar, sin dejar de escuchar la radio.

Cuando llegó a casa y subía en el ascensor (pareciera que los mensajes de ella siempre llegaban en el ascensor) ella respondió:

"Estás enojado?"

La respuesta de él salió disparada justo antes de meter la cerradura en la puerta.

"No, no estoy enojado, estoy triste. Me dijiste que no eras feliz con él, pero sin embargo querés seguir adelante con eso."

Entró a casa, y puso la pava para tomar unos mates, mientras encendía la tele. Su compañero de de departamento estaba de viaje, en La Pampa. Así que tenía la casa para él solo. Puso los pies sobre la otra silla y empezó a relajarse. El día había acabado y comenzaba el rato que él disfrutaba. Miraba a Pettinatto, pero no se reía. No le importaba otra cosa que la respuesta de ese teléfono.

Hasta que llegó.

"Es verdad lo que decís, pero yo lo elegí. Yo quise estar con él. Lo busqué, lo conquisté y lo encontré. Tengo que ser consecuente".

"Consecuente"... brumosa palabra. ¿Quién sería? ¿Qué edad tendría? Si hablaba de "novio", digamos que veintipocos, hasta treintimuchos. La imaginó con el pelo rizado, castaño, una nariz pequeña y respingada, unos ojos verdes o miel; una persona joven que sin embargo ha vivido.

Le contestó:

"Él es un tipo muy afortunado. Demasiado. No sabe lo que tiene al lado. Sin embargo, yo siempre preferiría estar con alguien que sepa qué clase de persona soy, lo que siento. Alguien que quiera un futuro conmigo, y no alguien que viva tan desprejuiciadamente el momento; o que no me trate como es debido".

Luciano escribía esto con conocimiento de causa. Había estado allí, en el lugar de ella. Sintiéndose deshonrado, infravalorado, incomprendido.

La respuesta no llegó hasta entrada la noche.

"Me llamás?"

Luciano miró el teléfono.

¿Cómo saldría de ésto? ¿Cómo explicarle a ella que él no era la persona que conocía? ¿Cómo contarle sus propios sentimientos y no los de otro?

Porque de repente leer sus mensajes era como escuchar su voz. Una voz que lo rechazaba suavemente, dando la posibilidad de invitarlo a pelear por ella. ¿Cómo le explicaría que todo comenzó con un error involuntario, una jugada del azar que le envió un mensaje que no correspondía, de una mujer que no lo conocía, pero a la que tal vez podría amar?

No, no podría explicarle eso. Es imposible.

Sin embargo empezó a marcar el número de ella.

Andy ( murmullos descuidados )

Y los vuelvo a torturar con mis letras:

(****)

Cuando cayeron en la cuenta, ya era casi de noche.

Se tomaron otro café, y afuera lloviznaba. Él notaba que ella estaba rumiando algo. Aunque supo lo que se cocía en su cabeza, se hizo el distraído. Era un especialista en eso. Anduvieron por Atocha, la estación, y ella obedeció a un impulso cruel pero puramente de conservación. Pasaron por la estación y preguntó:

- ¿Tienes billete de vuelta?
- No. No sabía a qué hora volvería.
- Ven.

Y lo tomó de la mano. A él le supo a gloria. Esos dedos delgados, diminutos. Esa mano suave que calzaba a la perfección dentro de la suya, que de todas maneras no era demasiado grande. La mente desatada rumbo a no se sabe dónde. Se metieron en Atención al Cliente. Estaba lleno, pletórico de gente. Tomaron un número de esas máquinas que los expenden, y esperaron. Él quería besarla, pero parecía que ella no estaba por la labor. Ella quería besarlo pero estaba extenuada del miedo. Apenas podía moverse. Cuando los llamaron después de un largo rato, ella se adelantó dejandolo con un palmo de narices. Sacó un billete para el último tren. Saldría dentro de seis horas. Pagó ella. Él quedó anonadado.

- ¿Que hacés?
- ¿“Qué hacés”? -imitó ella, mal por cierto, su acento- Nada, es un regalo de cumpleaños.
- Pero si aún falta.
- No importa. Déjame. Tengo ganas. -Él hubiera dejado que ella hiciera cualquier cosa-.
- Pero…
- Pero nada, ¿tanto orgullo de macho ibérico has adquirido en este poco tiempo?
- Me da vergüenza.
- Vergüenza es robar. Yo te hice un regalo. ¿Es que nunca te hacen un regalo?
- No.
- Bueno, estamos debutando.

Él observó silente su boca que sonreía, enmarcada en ese pelo tenebroso y rebelde. Supo que podía amar a esa mujer por mucho tiempo. Pero… algo sobrevolaba en su ánimo. Una especie de zeppelin oscuro y venenoso. Decidió ignorarlo. Con el tiempo, aprendería a ignorar como un especialista este tipo de sentimientos, sensaciones e ideas. Idea entra, idea sale. Cero proceso. Un mecanismo peristáltico. Lo malo sería automáticamente eliminado. Descartado.

Pero aún faltaba mucho para eso.

- ¿Qué hacemos ahora? –se atrevió a preguntar él.
- Tomemos una cerveza y veamos lo que pasa.

Él sonrió, porque eso le recordaba una canción de Arjona. Pero le parecía que había que cambiar cerveza por tequila. Daba igual. Al acabar la cerveza pidieron otra. Al fin lo dejó pagar a él.

Él se puso a recordar a gags de Les Luthiers. Cuando llegó a Yogurtus Unghe, ella se reía tanto que no podía parar. Eva se levantó de repente y dijo…

- Me estoy meando.
- Oh. ¿Y por qué no vas al baño?
- Porque mi casá está a 40 metros. ¿Vamos?

Por supuesto que él asintió. Era un séptimo piso. Lo perseguían los séptimos.
Cuando entraron, Ernesto sintió una desolación única. Eso era una casa, pero no un hogar. Un televisor enorme. Un equipo de música extraordinario. Un sofá bonito, blanco, inmaculado. Dos gatos gordos, castrados, que daban vueltas por ahí y que le daban la bienvenida a Eva. Ella los alzó alternativamente, y les besó las trufas. Le ofreció un té. Él –que odiaba el té- dijo que de acuerdo. Dejó su bolsa castigada por los kilómetros en un sillón y se sentó, callado. Ella tampoco hablaba. Lió un porro. Le ofreció. Él declinó la invitación.

De repente tal vez envalentonada por las cervezas, y el peta, ella dijo:

- No estuvo mal lo de los besos, ¿no?
- Para nada.
- ¿Repetirías?
- Por supuesto.
- Bueno, superemos este momento, a ver qué pasa.

Y ella, ella… ella lo besó a él. Fue como volver a empezar. Como besar de nuevo a alguien por primera vez. Estaban en un nuevo ambiente, un entorno diferente, más acogedor. Se abrazaron fuerte. Ella le lamía los labios y sonreía de un modo leonino. Como una leona satisfecha. Pese al adrenalínico momento, la autoestima de Ernesto no estaba en su mejor momento. Le dolía su sobrepeso y no le dejaba disfrutar del todo el momento. A ella no parecía importarle. De todos modos él se sentía díscolo. Se resistía a su realidad inmutable por ahora.

Tenía que hacer algo. Entonces acudió a sus aliadas eternas, a aquellas que nunca le fallaban. A su Viagra emocional.

Le echó encima a Eva una avalancha de palabras.

Se acercó a su oído, mientras ella lo apretaba fuerte, muy fuerte. Y comenzó a hablar sin rumbo. E hizo la primera pregunta:

- Decime ¿qué sería de nosotros sin nosotros...?

Ella no entendió nada. Y él empezó a escribir. Literalmente a escribirle un relato en el oído. Perdió el control de si mismo, y las perras negras (como las llamaba Cortázar) hicieron su trabajo

- Uno que no entiende las voces del mar no es uno más.... es alguien que busca, en los pliegues de una piel celosa y gris, un minuto de calma. –ella se despegó por un instante de él, y lo miró… él tenía los ojos cerrados.- Porque aún no puedo olvidar, me esfuerzo en recordar lo poco que me queda. Porque si olvidase perdería el rumbo. Si no siguiese buscando escondería a mis ojos la sonrisa. Quien perdiese el rumbo del Haz olvida el rostro de su padre. Quien llorase por aquello que no merecía tener (ni perder) será castigado con más deterioro y olvido.
- ¿Qué dices, cielo?
- Shhh. Déjame seguir. Y citó a Dolina: “Dicen los que saben que en Flores hay una fuente de la vejez”.
- ¿Qué es Flores?
- Un barrio de Buenos Aires. En Flores, casi donde se acaba la ciudad. –bueno, aún le restan a la ciudad Floresta y Liniers antes de entrar en Ciudadela- Una fuente de la que nadie puede evitar beber porque tarde o temprano habrá sed. Y los que beben (o sea todos) están condenados a envejecer, arrugarse, achicarse y morir algún día. Por eso miro la luna una vez más. Y compro la noche con monedas ajenas y gastadas. Ella no quiere más.
- Cariño…
- Aquellos quienes crean que traducir es traicionar comprenderán el dolor de no saber las palabras exactas para decir el deseo. Porque desear es fácil, pero si uno no sabe expresar ese deseo, alto y claro, muy probablemente sucumba ante él sin poder saciarlo. Caprichos de ser occidental, el deseo solo existe en tanto su saciedad, no en tanto su supresión.
- Claro… los orientales escapan al deseo, nosotros somos hedonistas.
- Dejémosle eso a quien usan el ying y el yang, como voces en la niebla. Si quiero esconderme de vos, seré castigado. Si me muestro a vos, seré castigado. Si me quedo quieto, seré castigado.

Se hizo un silencio intenso y sólido como un lingote de plomo. Y ella lo tomó de la mano y lo llevó a la habitación que estaba oscura y fría.

Se tumbaron en la cama. Primero mirando el techo. Ella se le echó encima, muy a su estilo. Él quedó sorprendido. Estaba tan acostumbrado al dominio, a la masculinidad vacía, a la tierna gimnasia, que el hecho de que ella tomase la iniciativa de un modo tan peculiar lo desconcertaba.

Pero lo besaba tan bien…

Hacía milenios, no recordaba cuánto que no sentía que lo besaban con ganas, con algo que va más allá del deseo puro y duro.

Y hablando de durezas. Había una que parecía no haber sido invitada. Él empezó a pensar qué estaba pasando. Cuando se besaban en el parque estaba empalmado como un quinceañero –él pensó dieciseisañero, pero la verdad no sabía si existía esa palabra- Y lo mismo en el sofá. Pero ahora, a la hora de la verdad, estaba extrañamente desangelado.
Pero él sabía que era un mensaje.

Entonces comenzó a desnudarla con una fluidez envidiable –ni siquiera tuvo inconvenientes con el sujetador, joder, corpiño, ya pensaba en castellano- se puso de rodillas en la cama, a su lado… la vio desvestida, radiante, luminosa, extendida a lo largo del tálamo. Y comenzó a besarle el cuerpo con un ardor pacífico deslumbrante. Muy delicadamente, con la palma de su lengua, ajustándose a sus contornos, siguiendo la línea de sus curvas. Era Ernesto que aspiraba a besar sus redondeces. Sí... esas maravillosas formas que la naturaleza creó para el disfrute de los seres humanos. Esas turgencias que se relacionan directamente con la proporcion áurea de Leonardo y Luca Paccioli.

Redondeces.

Redondeces que esconden vidas. Que tienen un interior pletórico de pequeños latidos, y que significan mucho más que la incipiente forma que hoy definen.

Redondeces como las curvas de su cuerpo. Las formas maquiavélicas que le enseñaban que el fin justifica los medios. Los medios de sus redondeces. La mitad de su deseo se escondía en la bisectriz de su piel.

Le hizo una jaula de saliva en el vientre. Y ella se dejaba hacer. Un barrote desde su monte de Venus hasta la base de sus pechos. Y otro barrote. Y otro. Y en la noche tenue y peligrosa, esos barrotes brillaban con un fulgor argentino.

No podía parar de hacerlo. De mojarla con su fluido gris y sustancioso. Con su barba de tres días, un molusco hirsuto recorriéndola de norte a sur.

La belleza mística de una leve pulsión desmedida. La pertinaz angustia de pensar que el instante de la pasión se acabará de un momento a otro.

Entonces él lo prolongaba, y ella se dejaba hacer. Estaba una de sus piernas apoyada sobre el sexo de él. Y percibía esa inmovilidad. Y a ella le resultaba extraño. Siempre que estaban con ella, conseguía volver a los hombres locos de deseo, conseguía que quisieran penetrarla cuanto antes, con urgencia. Y sin embargo él mantenía el control. Y eso a ella, de un modo misterioso, la fascinaba.

Pero él también, no te creas. Él sentía ahora que tenía una misión. Hacerla sentir deseada más que nunca. De un modo salvaje y sosegado, apacible y brutal.
Sus redondeces. Desvaríos. Irrigaban a su sueño milagroso los adjetivos de esta nueva belleza. Redondeces que crecen y si no le importaba a él, ni le importaba a ella, a nadie más le incumbiría.

Formas curvas que llevan el deseo al punto álgido. Arcos derivados que ponían su cuerpo parcialmente en cénit. Eses que formaban sus piernas (las de ella) cuando vencen a la almohada, pero se dejan vencer por su insistencia (la de él).

Ondulaciones sagaces que seducen y atraen indefectiblemente. Ondas en la geografía de su cuerpo infinito, al que solo quería besar para encontrar un tatuaje de estrellas. No rosas. No soles.

Recodos múltiples en la orografía, circunvoluciones en el plano de su desolación infinita. Rizos perpetuos que lo alejaban de la cordura. Vueltas que lo llevaban a un lugar más allá de la prudencia.

La hélice de luces de su boca (la de ella) que lo invitaba a dejar la cautela a un lado y pensar que no es tan rápido este ocaso... que simplemente es el producto de una larga (dulce) espera.

Meandros de un Estige que quería navegar sin remos, empujado solo por las ganas de amar que lo desbordaba. Festones delicados, como el zigzag de sus rodillas. Recovecos misteriosos como el hueco de sus codos, y la elipse de sus axilas. Vuelcos peligrosos como el de sus vértebras asomándose a su piel en el rato en que él le masajeó el cuello.
Parábolas contagiosas como sus nalgas (las de ella) obtusas y tachonadas de sus besos (los de él). Rodeos a la astucia como sus pechos enhiestos y prudentes, que por algo se llaman senos.

Redondeces. Curvas, ondulaciones. Meandros. Recovecos. Recodos.

Sólo hubo una recta en su realidad (la de ellos). Y maldita sea, es la distancia que los separaría horas más tarde.

********

Cuando Eva se puso la ropa, luego de verlo dormir, de escuchar el ritmo de su respiración, de escapar a la tenue ternura que sucede al orgasmo, tomó una decisión.

Se tumbó a su lado. Lo abrazó. Estar con él era peligroso. Olía diferente. Olía a felicidad. Olía a emoción.

Entonces tomó una decisión.

Cuando lo acompañó los pocos metros que los separaban de la estación de Atocha, y luego de besarlo larga, dulcemente le dijo, con la máxima suavidad que pudo:

- Sabes que esto no se repetirá, ¿no?
- Lo sé –dijo él, sin pensar, le habría dicho que sí incluso si ella le pidiese que se zambullera de cabeza al Infierno-. Adiós.
- Adiós, cariño.

Todo lo que se ha contado de esas horas es lo que pudo haberse contado. El resto de los besos, los abrazos, los gemidos, las palabras dichas perezosamente, la noche insidiosa; y el tiempo que no hacía más que correr, queda entre las cuatro paredes de ese cuarto, y en la imaginación del amigo lector.
Cuando el tren se fue, ella lo miró partir, y se puso a llorar mansamente.

("Atocha", Capítulo 6, subcapítulo 66)