sábado, 1 de septiembre de 2012

Leyenda del volcán - Miguel Ángel Asturias.


La leyenda del volcán.




Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.

Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.

Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.

-¡Nido!...

Pío Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.

-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!

La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con transparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas movían los párpados a un paso del río:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la incendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.

El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!

Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.

Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas...

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.

Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.

-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo...

Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!

¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:

¡Nido, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

FIN

Leyendas de Guatemala, 1930

The boarding house ( La pensión o La casa de huéspedes) James Joyce

The Boarding House






MRS. MOONEY was a butcher's daughter. She was a woman who was quite able to keep things to herself: a determined woman. She had married her father's foreman and opened a butcher's shop near Spring Gardens. But as soon as his father-in-law was dead Mr. Mooney began to go to the devil. He drank, plundered the till, ran headlong into debt. It was no use making him take the pledge: he was sure to break out again a few days after. By fighting his wife in the presence of customers and by buying bad meat he ruined his business. One night he went for his wife with the cleaver and she had to sleep a neighbour's house.

After that they lived apart. She went to the priest and got a separation from him with care of the children. She would give him neither money nor food nor house-room; and so he was obliged to enlist himself as a sheriff's man. He was a shabby stooped little drunkard with a white face and a white moustache white eyebrows, pencilled above his little eyes, which were veined and raw; and all day long he sat in the bailiff's room, waiting to be put on a job. Mrs. Mooney, who had taken what remained of her money out of the butcher business and set up a boarding house in Hardwicke Street, was a big imposing woman. Her house had a floating population made up of tourists from Liverpool and the Isle of Man and, occasionally, artistes from the music halls. Its resident population was made up of clerks from the city. She governed the house cunningly and firmly, knew when to give credit, when to be stern and when to let things pass. All the resident young men spoke of her as The Madam.

Mrs. Mooney's young men paid fifteen shillings a week for board and lodgings (beer or stout at dinner excluded). They shared in common tastes and occupations and for this reason they were very chummy with one another. They discussed with one another the chances of favourites and outsiders. Jack Mooney, the Madam's son, who was clerk to a commission agent in Fleet Street, had the reputation of being a hard case. He was fond of using soldiers' obscenities: usually he came home in the small hours. When he met his friends he had always a good one to tell them and he was always sure to be on to a good thing-that is to say, a likely horse or a likely artiste. He was also handy with the mits and sang comic songs. On Sunday nights there would often be a reunion in Mrs. Mooney's front drawing-room. The music-hall artistes would oblige; and Sheridan played waltzes and polkas and vamped accompaniments. Polly Mooney, the Madam's daughter, would also sing. She sang:

I'm a ... naughty girl.
You needn't sham:
You know I am.
Polly was a slim girl of nineteen; she had light soft hair and a small full mouth. Her eyes, which were grey with a shade of green through them, had a habit of glancing upwards when she spoke with anyone, which made her look like a little perverse madonna. Mrs. Mooney had first sent her daughter to be a typist in a corn-factor's office but, as a disreputable sheriff's man used to come every other day to the office, asking to be allowed to say a word to his daughter, she had taken her daughter home again and set her to do housework. As Polly was very lively the intention was to give her the run of the young men. Besides young men like to feel that there is a young woman not very far away. Polly, of course, flirted with the young men but Mrs. Mooney, who was a shrewd judge, knew that the young men were only passing the time away: none of them meant business. Things went on so for a long time and Mrs. Mooney began to think of sending Polly back to typewriting when she noticed that something was going on between Polly and one of the young men. She watched the pair and kept her own counsel.

Polly knew that she was being watched, but still her mother's persistent silence could not be misunderstood. There had been no open complicity between mother and daughter, no open understanding but, though people in the house began to talk of the affair, still Mrs. Mooney did not intervene. Polly began to grow a little strange in her manner and the young man was evidently perturbed. At last, when she judged it to be the right moment, Mrs. Mooney intervened. She dealt with moral problems as a cleaver deals with meat: and in this case she had made up her mind.

It was a bright Sunday morning of early summer, promising heat, but with a fresh breeze blowing. All the windows of the boarding house were open and the lace curtains ballooned gently towards the street beneath the raised sashes. The belfry of George's Church sent out constant peals and worshippers, singly or in groups, traversed the little circus before the church, revealing their purpose by their self-contained demeanour no less than by the little volumes in their gloved hands. Breakfast was over in the boarding house and the table of the breakfast-room was covered with plates on which lay yellow streaks of eggs with morsels of bacon-fat and bacon-rind. Mrs. Mooney sat in the straw arm-chair and watched the servant Mary remove the breakfast things. She mad Mary collect the crusts and pieces of broken bread to help to make Tuesday's bread- pudding. When the table was cleared, the broken bread collected, the sugar and butter safe under lock and key, she began to reconstruct the interview which she had had the night before with Polly. Things were as she had suspected: she had been frank in her questions and Polly had been frank in her answers. Both had been somewhat awkward, of course. She had been made awkward by her not wishing to receive the news in too cavalier a fashion or to seem to have connived and Polly had been made awkward not merely because allusions of that kind always made her awkward but also because she did not wish it to be thought that in her wise innocence she had divined the intention behind her mother's tolerance.

Mrs. Mooney glanced instinctively at the little gilt clock on the mantelpiece as soon as she had become aware through her revery that the bells of George's Church had stopped ringing. It was seventeen minutes past eleven: she would have lots of time to have the matter out with Mr. Doran and then catch short twelve at Marlborough Street. She was sure she would win. To begin with she had all the weight of social opinion on her side: she was an outraged mother. She had allowed him to live beneath her roof, assuming that he was a man of honour and he had simply abused her hospitality. He was thirty-four or thirty-five years of age, so that youth could not be pleaded as his excuse; nor could ignorance be his excuse since he was a man who had seen something of the world. He had simply taken advantage of Polly's youth and inexperience: that was evident. The question was: What reparation would he make?

There must be reparation made in such case. It is all very well for the man: he can go his ways as if nothing had happened, having had his moment of pleasure, but the girl has to bear the brunt. Some mothers would be content to patch up such an affair for a sum of money; she had known cases of it. But she would not do so. For her only one reparation could make up for the loss of her daughter's honour: marriage.

She counted all her cards again before sending Mary up to Doran's room to say that she wished to speak with him. She felt sure she would win. He was a serious young man, not rakish or loud-voiced like the others. If it had been Mr. Sheridan or Mr. Meade or Bantam Lyons her task would have been much harder. She did not think he would face publicity. All the lodgers in the house knew something of the affair; details had been invented by some. Besides, he had been employed for thirteen years in a great Catholic wine-merchant's office and publicity would mean for him, perhaps, the loss of his job. Whereas if he agreed all might be well. She knew he had a good screw for one thing and she suspected he had a bit of stuff put by.

Nearly the half-hour! She stood up and surveyed herself in the pier-glass. The decisive expression of her great florid face satisfied her and she thought of some mothers she knew who could not get their daughters off their hands.

Mr. Doran was very anxious indeed this Sunday morning. He had made two attempts to shave but his hand had been so unsteady that he had been obliged to desist. Three days' reddish beard fringed his jaws and every two or three minutes a mist gathered on his glasses so that he had to take them off and polish them with his pocket-handkerchief. The recollection of his confession of the night before was a cause of acute pain to him; the priest had drawn out every ridiculous detail of the affair and in the end had so magnified his sin that he was almost thankful at being afforded a loophole of reparation. The harm was done. What could he do now but marry her or run away? He could not brazen it out. The affair would be sure to be talked of and his employer would be certain to hear of it. Dublin is such a small city: everyone knows everyone else's business. He felt his heart leap warmly in his throat as he heard in his excited imagination old Mr. Leonard calling out in his rasping voice: "Send Mr. Doran here, please."

All his long years of service gone for nothing! All his industry and diligence thrown away! As a young man he had sown his wild oats, of course; he had boasted of his free-thinking and denied the existence of God to his companions in public- houses. But that was all passed and done with... nearly. He still bought a copy of Reynolds's Newspaper every week but he attended to his religious duties and for nine-tenths of the year lived a regular life. He had money enough to settle down on; it was not that. But the family would look down on her. First of all there was her disreputable father and then her mother's boarding house was beginning to get a certain fame. He had a notion that he was being had. He could imagine his friends talking of the affair and laughing. She was a little vulgar; some times she said "I seen" and "If I had've known." But what would grammar matter if he really loved her? He could not make up his mind whether to like her or despise her for what she had done. Of course he had done it too. His instinct urged him to remain free, not to marry. Once you are married you are done for, it said.

While he was sitting helplessly on the side of the bed in shirt and trousers she tapped lightly at his door and entered. She told him all, that she had made a clean breast of it to her mother and that her mother would speak with him that morning. She cried and threw her arms round his neck, saying:

"O Bob! Bob! What am I to do? What am I to do at all?"

She would put an end to herself, she said.

He comforted her feebly, telling her not to cry, that it would be all right, never fear. He felt against his shirt the agitation of her bosom.

It was not altogether his fault that it had happened. He remembered well, with the curious patient memory of the celibate, the first casual caresses her dress, her breath, her fingers had given him. Then late one night as he was undressing for she had tapped at his door, timidly. She wanted to relight her candle at his for hers had been blown out by a gust. It was her bath night. She wore a loose open combing- jacket of printed flannel. Her white instep shone in the opening of her furry slippers and the blood glowed warmly behind her perfumed skin. From her hands and wrists too as she lit and steadied her candle a faint perfume arose.

On nights when he came in very late it was she who warmed up his dinner. He scarcely knew what he was eating feeling her beside him alone, at night, in the sleeping house. And her thoughtfulness! If the night was anyway cold or wet or windy there was sure to be a little tumbler of punch ready for him. Perhaps they could be happy together....

They used to go upstairs together on tiptoe, each with a candle, and on the third landing exchange reluctant goodnights. They used to kiss. He remembered well her eyes, the touch of her hand and his delirium....

But delirium passes. He echoed her phrase, applying it to himself: "What am I to do?" The instinct of the celibate warned him to hold back. But the sin was there; even his sense of honour told him that reparation must be made for such a sin.

While he was sitting with her on the side of the bed Mary came to the door and said that the missus wanted to see him in the parlour. He stood up to put on his coat and waistcoat, more helpless than ever. When he was dressed he went over to her to comfort her. It would be all right, never fear. He left her crying on the bed and moaning softly: "O my God!"

Going down the stairs his glasses became so dimmed with moisture that he had to take them off and polish them. He longed to ascend through the roof and fly away to another country where he would never hear again of his trouble, and yet a force pushed him downstairs step by step. The implacable faces of his employer and of the Madam stared upon his discomfiture. On the last flight of stairs he passed Jack Mooney who was coming up from the pantry nursing two bottles of Bass. They saluted coldly; and the lover's eyes rested for a second or two on a thick bulldog face and a pair of thick short arms. When he reached the foot of the staircase he glanced up and saw Jack regarding him from the door of the return-room.

Suddenly he remembered the night when one of the musichall artistes, a little blond Londoner, had made a rather free allusion to Polly. The reunion had been almost broken up on account of Jack's violence. Everyone tried to quiet him. The music-hall artiste, a little paler than usual, kept smiling and saying that there was no harm meant: but Jack kept shouting at him that if any fellow tried that sort of a game on with his sister he'd bloody well put his teeth down his throat, so he would.

Polly sat for a little time on the side of the bed, crying. Then she dried her eyes and went over to the looking-glass. She dipped the end of the towel in the water-jug and refreshed her eyes with the cool water. She looked at herself in profile and readjusted a hairpin above her ear. Then she went back to the bed again and sat at the foot. She regarded the pillows for a long time and the sight of them awakened in her mind secret, amiable memories. She rested the nape of her neck against the cool iron bed-rail and fell into a reverie. There was no longer any perturbation visible on her face.

She waited on patiently, almost cheerfully, without alarm. her memories gradually giving place to hopes and visions of the future. Her hopes and visions were so intricate that she no longer saw the white pillows on which her gaze was fixed or remembered that she was waiting for anything.

At last she heard her mother calling. She started to her feet and ran to the banisters.

"Polly! Polly!"

"Yes, mamma?"

"Come down, dear. Mr. Doran wants to speak to you."

Then she remembered what she had been waiting for.


La pensión
[Cuento. Texto completo]
James Joyce

La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.

Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.

Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:

Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.

Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.

Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.

Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.

Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.

En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.

Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.

¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.

El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.

¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.

Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:

-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Terminaría de una vez con su existencia, dijo.

Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.

No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.

Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...

Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...

Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.

Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»

Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.

Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta del recibimiento.

Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.

***

Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.

Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.

Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.

-¡Polly! ¡Polly!

-Aquí estoy, mamá.

-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.

Entonces recordó lo que estaba esperando.