sábado, 19 de enero de 2013

Felipe B.Reyes



MERCADO DE ESPEJISMO (BLOG OFICIAL DEL POETA)
UN RELATO: EL MALEFICIO

Para celebrar la visita 26.000 (cualquier pretexto sirve para celebrar algo), y para variar de registro, va este relato. (Procede del libro OFICIOS ESTELARES, en el que reuní los relatos escritos entre 1982 y 2008.)


Llegó y puso el libro sobre la mesa, entre un vaso vacío y un sobre sin abrir. “Va a gustarte”. Era una edición argentina de un poeta rumano cuyo nombre omitiremos, ya que es preferible que esta sea una historia sin nombres propios.

Tardé varias semanas en decidirme a leerlo, pero aquella misma noche comencé a soñar con dragones, a los que alguien atribuyó la condición de ser la más universal de las muchas abstracciones que hemos sido capaces de configurar a lo largo de todos estos siglos para afligirnos la conciencia o para satisfacer nuestra fantasía.

Les evitaré el relato minucioso de aquellos sueños, porque la estructura de cualquier sueño no puede soportar el peso de la vigilia. Permítanme, no obstante, precisar un detalle: todos los dragones que aparecían en mis sueños tenían la facultad del habla. Eran, digamos, dragones discursivos, monstruos hechos de palabras sin sentido concreto, aunque empecé a entender su idioma a partir de la noche tercera.

Al despertarme, tenía la sensación de haber luchado contra una fuerza abstracta y sublime y comenzaba el día con el agotamiento de un combatiente real.

Al quinto día de soñar con ellos, empecé a cogerle miedo a la llegada de la noche. Procuraba retrasar la hora de retirarme a dormir, y recurría al café después de la cena. Pero el sueño, aunque tarde, llega siempre, y con él llegaban los dragones, y las palabras de los dragones.

“¿Has leído ya el libro?”, me preguntó, y aproveché para hablarle de mis sueños. “Seguro que eres la única persona del mundo que aún sueña con dragones”, y bromeó: “¿Es verdad que echan fuego por la boca?”

Después de diez días seguidos de soñar con aquellas bestias prodigiosas, decidí llevar un registro de mis sueños. Allí lo contaba todo: la crónica diaria de mi trato con los monstruos habladores. Mi terror.

“¿Qué tal se portan tus dragones?”, y volvió a preguntarme si había leído ya el libro del poeta rumano. La primera pregunta no se la respondí, y a la segunda le respondí que no: no podía dedicarme a leer porque tenía que dedicarme a relatar mis sueños, a dejar constancia de su desarrollo en mi inventario de endriagos oníricos, en mi privada dragomaquia. “Pues te convendría leerlo cuanto antes”, y le dije que en cuanto pudiera.

Llegué a familiarizarme con aquella fauna hipnótica. Los dragones se habían singularizado. Ya no eran un tropel indistinto. Uno de ellos hablaba sin abrir la boca, con una especie de lenguaje bronquial. Otro devoraba grandes peces en un lago del color de la púrpura. Otro, quizás el más terrible, dormía con los ojos abiertos. Otro… mejor callarlo.

Durante el día, hacía pronósticos en torno al argumento del sueño de la noche venidera. Siempre resultaban fallidos, quizá porque todo sueño consiste en una improvisación sobre el terreno y no cabe, en fin, la previsión: entras en el sueño y no sabes adónde entras.

“Deberías leer el libro”, y le decía que sí.

Una noche, uno de los dragones me habló con mi propia voz. Recuerdo haberle respondido con una voz que debía de ser la suya.

A la noche siguiente, el mismo dragón me puso delante un espejo. “Mírate”, me dijo con mi voz. Y me miré. Y vi una silueta líquida que, muy poco a poco, iba adquiriendo la forma de un espectro. El espectro me dijo: “Mírate en mi inexistencia”. Y en su inexistencia me miré. Y vi allí, en esa incorporeidad parecida a una niebla, una cara que me resultaba familiar, aunque no sabía de quién se trataba. Aquella cara me dijo: “Mírate en mí”. Y me miré. Y vi que era mi memoria. “No me mires”, me dijo entonces mi memoria, y le obedecí, y entonces soñé que me olvidaba de todo y que un dragón devoraba mi pasado.

Una tarde decidí leer por fin el libro del poeta rumano. Había llovido. Había nubes. Busqué una nube con forma de dragón, pero no la encontré.

El quinto poema decía así:


Galopa en el lomo de la bestia de las escamas de oro.
Huye hasta salir de la habitación en que arde una vela.
Sostén entre tus manos la materia de tus sueños.
Elige una de las dos llaves.
Abre la puerta que no quieres abrir.
Entra en el castillo del dragón que dormita.
Asesínalo con tu espada invisible.
Y lo que quede de todo eso serás tú.


“¿Has leído ya el libro?” Y me miró como si supiese la respuesta.

Aquella noche volví a soñar con dragones, pero todos murieron, de una manera o de otra, a lo largo de mi sueño. Comprendí que no regresarían jamás, porque incluso los sueños tienen su lógica narrativa.

Desde entonces, sueño a veces que sueño con dragones, pero ellos ya no aparecen por allí, porque están muertos.
Y no sé durante cuánto tiempo seguiré sintiéndome culpable de ese crimen.