sábado, 10 de enero de 2015

Romance estival

Romance estival
Marcelo Birmajer

Mi amigo Bastos se ha mantenido relativamente soltero a lo largo de ya cincuenta años. “Yo no vivo”, suele declarar, “Me estudio. Soy un entomólogo de mí mismo. Un objeto en observación.”
“Lamentablemente”, agrega, “casi medio siglo de estudios y conclusiones caen en saco roto. Ninguna de mis experiencias o hallazgos pueden servir para facilitar o aliviar la vida del prójimo. Excepto por mi pequeña fábrica de cartón corrugado y afines, nada he aportado a los demás”.
–Es mucho –suelo acotar–. Es evidente que no somos necesarios. Deberíamos conformarnos con no ser dañinos.
–Estoy a punto de involucrarme en un romance estival –confesó cuando comenzaban a levantar los calores del pasado noviembre, previsor, estratega–. Quizás la peor época del año para iniciar un noviazgo en la Capital Federal o Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Si un sujeto de mi edad y posición conoce a una dama de su preferencia, durante el verano, en cualquier localidad balnearia, incluso meridional, cada parte de la pareja ya tiene su locación, su medio de movilidad, su disponibilidad crediticia. Pueden vivir en paz un amor inicial, hasta decidir cómo continúa. Pero si se conocen en Capital, ya sea en diciembre, enero o principios de febrero, irrumpe la pregunta fatídica: “¿Qué hacés en las vacaciones?”. Aún cuando no viajes, la misma permanencia en Capital es problemática: el tiempo libre sobra, el trabajo ralea, las obligaciones disminuyen. ¿Pasarás todo ese tiempo ocioso con tu novedosa elección sentimental, o comenzarás la confección de excusas? En cualquier caso, en mi franja social y etárea, la gente se impone el viaje durante el verano. ¿Debemos viajar juntos con Priscila? ¿Cada uno por su lado? ¿Pero qué clase de novio soy si acepto que lleve a pasear sus atributos en bikini por todas las miradas excepto la mía durante quince días? Por el contrario, si efectivamente viajamos juntos, estamos hablando de convivencia durante dos semanas. Como bien demostró uno de nuestros más grandes sabios, Roberto Fontanarrosa, en su cuento Una playa desierta, extraordinaria pieza literaria que narra la desventura de una pareja incipiente en la intimidad de una recóndita localidad costera: no se han inventado las precauciones para aventar el riesgo de un embole mortal. Por todo lo antedicho, el romance estival en Capital Federal es tanto un peligro como una tentación. Y retomando la celebérrima frase de aquel insensato fundador del cautiverio soviético, me pregunto: “¿Qué hacer?”.
–Silencio –sugerí–. Dejar que ella proponga o decida. No mover una ficha: sólo reaccionar a los estímulos externos.
–Ese consejo lo consigo gratis en cualquier parte –me censuró Bastos–. Ya lo dice tu admirado Singer, página por medio: Do nothing. Pero no alcanza. Priscila no es tonta. No se va a tirar a la pileta sin chequear primero. Ni me va a permitir pasar el verano sin que yo dé un paso en una u otra dirección.
Bastos permaneció mirando precisamente al vacío. Percibí que la conversación tomaba el ritmo del caballo de la noria; nada bueno saldría de nuestro diálogo. Me marché balbuceando un inverosímil “hasta luego”. El propio Bastos me llamó una semana más tarde, el pasado jueves.
–Me casé –dijo.
Lo dejé continuar, no emití preguntas ni comentarios.
–No pude soportar la prueba del verano, era demasiada presión. Ya estoy casado: ahora me importa un pomo si nos vamos de vacaciones o nos quedamos en Capital. No te invité porque fue una ceremonia formal: solamente vinieron personas. Estamos haciendo todo lo posible para que Priscila quede embarazada, de manera que mi vida sea realmente un infierno completo y el verano parezca una circunstancia pasajera. Como dice el interminable poeta Silvio Rodríguez: va a hacer falta un buen otoño, tras un verano tan largo.

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