domingo, 20 de marzo de 2016

Cadáver exquisito


Comienza Benjamín Prado)

El 19 de marzo del año 2016 el sol salió en donde debía y se ocultó allí donde estaba previsto que lo hiciese, exactamente igual que había sucedido desde que el mundo es mundo cada amanecer y cada tarde sobre la Tierra. Y ahí se quedó, inmóvil, estancado, fijo como la mirada de un depredador sobre su presa, dejando medio planeta bajo la luz y otro medio a oscuras. Los calendarios se detuvieron, los relojes ya no tenían nada que medir, el parte meteorológico desapareció de los programas de televisión, nadie volvió a abrir las puertas de sus armarios porque en los lugares en los que vivían después del invierno no vino la primavera ni el verano tuvo fin. La mayor parte de las cosechas se perdieron. Muchas fábricas de ropa, instalación de calefacciones o aires acondicionados y otros muchos productos de temporada se vieron obligadas a cerrar. Algunas ciudades se llenaron de personas que disfrutaban de un verano eterno y en otras la nieve se acumulaba en las plazas y las cunetas de las carreteras. El agua empezó a escasear en unos sitios mientras en otros se desbordaban los ríos. Los viajes a las zonas cálidas se encarecieron hasta transformarse en un lujo sólo al alcance de los más afortunados y pronto hubo que establecer fronteras, desplegar ejércitos, levantar vallas y muros hechos de alambre de espino que contuviesen a los que intentaban pasar al otro lado. No tuvo que transcurrir demasiado tiempo para que los mapas se partiesen en dos, sin más matices, en una mitad habitaban los poderosos, que eran el diez por ciento de la población, y en la otra todos los demás. La guerra era inevitable.

El hombre del que vamos a hablar en este relato se alegró de que aquel Día del Padre la suerte estuviera de su lado por una vez y al producirse el cataclismo a él le tocara quedar para siempre en la mitad en sombras. Mientras contemplaba aquel cielo sumido en unas tinieblas sin regreso, volvió a acariciar la foto que llevaba en su cartera y se preguntó quiénes serían las tres personas de aquel retrato.

(Continúa Elvira Sastre)

Con sigilo, se acercó a un coche de color negro que estaba aparcado en una calle estrecha. Camuflado en la oscuridad de la ciudad, apenas era visible. Abrió la puerta trasera y se metió en el coche sin soltar la foto de la mano. De pronto, de la parte delantera del coche, que se encontraba totalmente sumida en tinieblas, surgió una voz grave:

–Francesc Flors, 53 años, director de la agencia de viajes Viaje al estrellato. Es el tipo del peluquín, las ojeras encharcadas y la sonrisa falsa. La Resistencia de las Sombras le acusa de haber incrementado el precio de los viajes en territorio sombrío en un 200%, de haberse enriquecido hasta el hastío con el aumento y de haberse prestado a chantajes por parte del Gobierno del Sol. El 20 de noviembre de 2017, con el alambre de espino impuesto en la frontera por mandato del Gobierno del Sol y la consecuente prohibición por ley de cruzar al otro lado, de acuerdo con nuestras investigaciones Flors realizó un viaje con todo su equipo de ida y vuelta a Las Sombras en jet privado en el que regresó con ingentes cantidades de agua robada. Nos consta que desde diciembre de 2017, Flors, nombrado ahora director de la empresa Agua Bendita por el Gobierno del Sol, se encuentra comercializando esta agua por el doble de su valor real. La resolución de La Resistencia de las Sombras es: muerte de justicia.

Tras aquella sentencia, la voz hizo una pausa antes de continuar, dejando que la palabra "justicia" rebotara en las puertas y ventanas y se quedara, por un instante, llenando el aire frío de aquel coche negro.

—Ricardo Santo, 66 años, vicepresidente del Gobierno del Sol y director financiero del Saltimbanqui, banco principal de El Sol. Es el tipo de en medio, el calvo con mirada airada y sonrisa incómoda —por primera vez, la voz se giró hacia nuestro hombre y su tono solemne, por un instante, se quebró—. No sabes la suerte que tienes de ser la persona que se encargue de hacer justicia con estos hijos de puta —la voz se recompuso, volvió a mirar al frente y continuó su exposición—. La Resistencia de Las Sombras le acusa de haberse enriquecido con los ahorros de los habitantes de Las Sombras engañándoles con falsos presupuestos y compras de acciones falsas, prometiéndoles jubilaciones de mentira en El Sol y escondiendo en cuentas ocultas todo el dinero robado. Actualmente, se encuentra en El Sol disfrutando de viajes paradisíacos, estancias en hoteles de lujo y salidas en clubs nocturnos excesivamente caros. La resolución de la Resistencia de las Sombras es: muerte de justicia.

La voz carraspeó ligeramente antes de continuar con la tercera y última persona que aparecía en la foto.

—Tita Cabrerá, 67 años, presidenta de Lucero, compañía que gestiona la luz desde el 20 de marzo de 2016, y co-fundadora del Partido del Sol. La Resistencia de Las Sombras la acusa de haber incrementado los costes de luz y gas en un 150% y, por consecuente, de haber cortado la luz a más del 80% de los hogares de Las Sombras por imposibilidad de pago, habiendo dejado bajo condiciones mínimas de supervivencia a la mayoría de la población. Además, La Resistencia de las Sombras tiene pruebas de que el partido político al que pertenece salió elegido de manera ilegal, amañando votos, falseando el programa y chantajeando a la población más pobre para conseguir su apoyo. La resolución de la Resistencia de las Sombras es: muerte de justicia.

El futuro encargado de ajusticiar a las tres personas de la foto se recompuso en el asiento trasero. Sabía que no iba a ser tarea fácil, pero sentía dentro el ardor del heroísmo. Tenían que hacerlo: por justicia, para demostrarle al Gobierno del Sol que no hay espacio en el mundo para los ladrones ni los estafadores. Tenían que devolver a Las Sombras la luz —y la vida— que les habían robado.

(Sigue Luisgé Martín)

Mató primero a Tita Cabrerá porque le habían educado en la vieja escuela, en la de los sicarios caballerosos, y le repugnaba tener que ocuparse de mujeres. Cuando se dedicaba a ello por dinero nunca había aceptado un encargo así, pero ahora sabía que no podía negarse. Trató de pensar que Cabrerá no era una mujer, sino una alimaña. Entró en su casa por la azotea del edificio, cerró las persianas de la casa, pinzó la corriente eléctrica para que el crimen, en las tinieblas, fuera más simbólico, y cuando ella llegó, acompañada de un gigoló semidesnudo que la manoseaba, disparó sobre sus ojos. En contra de lo que imaginaba, no sintió remordimiento, sino una satisfacción extravagante que se parecía mucho a la excitación sexual. Al gigoló le perdonó la vida a cambio de una felación.

Francesc Flors era un paranoico y tenía un sistema de vigilancia complejo: una red digital de tecnología robótica y un equipo de veinte personas —mercenarios profesionales— rodeando su casa desde los cuatro puntos cardinales. El hombre, embozado en las sombras, tuvo que dedicar seis semanas a atravesar todas esas barreras. Interfirió en las redes de los satélites, excavó pasadizos subterráneos —acostumbrado como estaba a la oscuridad— y envenenó con dardos microscópicos a los guardias de la última línea de vigilancia. Cuando llegó frente a Flors, lo encontró en una piscina grande que había en el sótano de la mansión, nadando desnudo con tres mujeres ciegas que no supieron qué estaba ocurriendo durante la refriga. Él entró a la piscina por la escalerilla de mármol sin quitarse el traje y avanzó caminando hacia Flors mientras éste gritaba pidiendo ayuda a los guardias. Cuando el hombre llegó hasta él y le sujetó por el cuello, Flors le ofreció una fortuna si le perdonaba la vida. El hombre tuvo un instante de vacilación, pero enseguida empujó hacia abajo la cabeza de Flors y la mantuvo hundida hasta que se ahogó. Luego salió de la casa. Las mujeres ciegas nadaban en la piscina sin rumbo, gritando aterradas.

Llegar hasta Ricardo Santo le resultó aún más difícil. Los asesinatos de Tita Cabrerá y de Francesc Flors habían despertado el pánico terrorista y las medidas de seguridad se habían redoblado alrededor de todos los hombres poderosos. El ejecutor de la Resistencia estudió los movimientos de Santo al milímetro, sobornó a algunos de sus hombres y trató de llegar hasta él de mil maneras, pero ninguna fue eficaz. Al cabo de ocho meses, mientras la división del mundo se hacía más sombría, el ejecutor concibió un plan inverosímil para matar a su última víctima. Le había rondado en los clubs nocturnos a los que acudía casi diariamente, pero la red de vigilancia que había a su alrededor era tan tupida que resultaba imposible cruzarla. Santo nunca atravesaba espacios peligrosos, nunca se quedaba a solas. Nunca salvo de madrugada, cuando se encerraba con alguna de las prostitutas exuberantes en la suite de un hotel, antes de regesar a su casa. El ejecutor comprendió que la única posibilidad de tenerle a su alcance era convertirse en una de esas prostitutas.

Buscó al mejor cirujano y se hizo una operación de cambio de sexo. Era un hombre todavía joven y siempre había tenido rasgos delicados, de modo que pudo convertirse en una mujer de belleza sensual como las que solía contratar Ricardo Santo para sus noches de amor. Luego le fue siguiendo de club en club y no tardó mucho en conseguir que se fijara en ella. Santo la invitó a una copa de champán en el reservado, custodiado aún por los guardaespaldas, y cuando hubo afilado la lujuria, la llevó a la suite del hotel y se quedó a solas con ella.

Entonces ocurrió el prodigio. Ella, el antiguo ejecutor, se dejó desnudar, se tumbó en la cama junto al criminal —el vicepresidente del Gobierno del Sol, el director financiero de Saltimbanqui, el hombre que había robado los ahorros de los pobres para poder pagar sus lujos miserables— y sintió, al ser acariciada por sus manos envejecidas, secas, una ternura desolada.

(Cierra Almudena Grandes)
El sexo fue trabajoso.

— Eres una mujer muy... —rara, iba a decir, pero se corrigió a tiempo— especial.

— Tranquilo, no pasa nada.

Santo no había logrado mantener la vigorosa erección que abultaba sus pantalones cuando salieron juntos del club nocturno, como si su impecable Hugo Boss hecho a medida fuera, más que una demostración, un verdadero mecanismo de poder. Cuando le dio la espalda para buscar una pastilla azul en el cajón de la mesilla, su amante volvió a experimentar una ternura insólita, porque logró mirarle con ojos de hombre y de mujer al mismo tiempo. En ese momento podría haberle estrangulado con facilidad, o matarle de un golpe seco, certero, con el pesado cenicero de mármol que reposaba en la mesilla que estaba a su lado, pero no lo hizo. Sentía demasiada curiosidad. Estaba muy excitada.

El género del adjetivo era el correcto porque su excitación no tenía que ver con el cuerpo pesado, blando, de su compañero de cama. Era su propio cuerpo el que la excitaba, la suavidad lujosa de la piel, el temblor rotundo de los pechos redondos, perfectos, la brevedad de la cintura, la elástica tersura de los muslos reflejados hasta el infinito en los espejos que recubrían el techo y las paredes de la suite. Aquella mujer íntima y desconocida ejercía una despiadada seducción sobre su memoria de un cuerpo distinto, provocando una sensación caliente, perturbadora, ajena desde luego al rollo de carne mantecosa que abultó el cogote de Santo cuando se inclinó hacia delante para buscar la dichosa pastillita. La debutante en la que estaba a punto de convertirse no había elegido bien al hombre que pondría fin a su virginidad. No era la primera ni sería la última, pero al recordar al hermoso gigoló de Tita Cabrerá con irremediable nostalgia, comprendió que nada en este mundo está tan sobrevalorado como ese incomparable fruto de la inexperiencia al que llamamos primer amor.

El sexo fue trabajoso, aunque no desagradable. Santo manejó con mucha delicadeza su cuerpo perfectamente sólido y fue casi tierno a la manera ruda, ejecutiva, de quienes están acostumbrados a imponer su voluntad sobre los demás. Su amante se dio por satisfecha con eso. No había alcanzado el orgasmo pero había sido capaz de intuirlo, de adivinar la magnitud desconocida, oceánica, de una plenitud física que desbordaba su experiencia masculina del placer. He hecho un buen negocio, se dijo mientras su amante volvía a darle la espalda para quedarse dormido casi al instante. Un buen negocio, repitió, mientras se cubría con un edredón de seda color burdeos, equidistantemente lujoso y hortera. Un buen negocio.

Entonces se fijó en sus manos, grandes pero bonitas, hasta delicadas. Sus dedos largos, elegantes, desembocaban en unas uñas de gel recién esculpidas y sutilmente esmaltadas en un rosa nacarado. Manos de puta de lujo o de señora rica, de esas que nunca friegan, ni cocinan, ni se hacen la cama. Y así, quizás porque su aventura había empezado un Día del Padre, le asaltó la imagen de las manos de su madre, los dedos siempre fríos, la piel siempre áspera, las uñas siempre rotas de limpiar las casas de los ricos, casas donde vivían mujeres con manos tan perfectas como las que sujetaban aquel edredón de color burdeos.

Su madre había sido una mujer buena. Una mujer fuerte, trabajadora, cariñosa, que cada noche volvía a casa con algo para él, para su hermana, unos caramelos, un bolígrafo, untupperware auténtico, de marca registrada, con las sobras del pastel o del asado que hubiera servido aquel día a sus patrones. Nunca se lo comía ella. Siempre lo llevaba a casa. Y aunque estaba destrozada de cansancio, se sentaba con ellos en el sofá y les cantaba, les acariciaba hasta que se quedaban dormidos en sus brazos.

— Aquella mujer era mi madre —resumió en un susurro—, y tú, aparte de impotente, un hijo de la gran puta...

Lo demás fue muy fácil. Ricardo Santo murió en su cama. La acompañante de su última noche le asfixió, oprimiendo un cojín sobre su rostro mientras dormía, antes de darse a la fuga. La policía, en alerta máxima, nunca logró dar con ella.

Dos meses más tarde, una mujer joven y guapa, con un tipazo, contactó con la Resistencia de las Sombras para ofrecerse a trabajar en la clandestinidad. No le hicieron mucho caso, porque sus dirigentes estaban demasiado ocupados, elaborando y difundiendo la leyenda de El Ejecutor, el mítico héroe que viajó hacia El Sol para exterminar a los tiranos y nunca regresó. Cuando se dignaron por fin a recibirla, la aceptaron a regañadientes.

— No las tengo yo todas conmigo respecto a tu experiencia pero, bueno, todo será que no te venga la regla en medio de una misión... —el encargado de su reclutamiento empezó a desgranar las condiciones, le advirtió que no podía quedarse embarazada por lo menos en tres años, y no entendió por qué aquel pedazo de tía fruncía el ceño al escuchar las cantidades que la organización pagaba en concepto de dietas.

— No me parece justo. Eso es mucho menos de lo que cobran los hombres.

— Pero ¿qué dices? —¡qué polvo te echaba, maja!—. Te digo yo que no.

En ese instante empezó a sospechar que convertirse en mujer, aun orgásmica, tal vez no hubiera sido tan buen negocio.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Tesis de Filosofía de la Historia Walter Benjamin (1892-1940)

Walter Benjamin (1892-1940) TESIS DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA 1 Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Podrá habérsela -sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno. 2 «Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano», dice Lotz, «cuenta, a más de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro». Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe solo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico. 3 El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que solo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: solo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos. Cada uno de los instantes vividos se convierte en una cita À I'ordre du jour, pero precisamente del día final. 4 Buscad primero comida y vestimenta, que el reino de Dios se os dará luego por sí mismo. HEGEL, 1807. La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas. 5 La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado solo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad. «La verdad no se nos escapará»; esta frase, que procede de Gottfried Keller, designa el lugar preciso en que el materialismo histórico atraviesa la imagen del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca mentado en ella. (La buena nueva, que el historiador, anhelante, aporta al pasado viene de una boca que quizás en el mismo instante de abrirse hable al vacío. 6 Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza solo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer. 7 Pensad qué oscuro y qué helado es este valle que resuena a pena. BRECHT: La ópera de cuatro cuartos. Fustel de Coulanges recomienda al historiador, que quiera revivir una época, que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia. Mejor no puede calarse el procedimiento con el que ha roto el materialismo histórico. Es un procedimiento de empatía. Su origen está en la desidia del corazón, en la acedía que desespera de adueñarse de la auténtica imagen histórica que relumbra fugazmente. Entre los teólogos de la Edad media pasaba por ser la razón fundamental de la tristeza. Flaubert, que hizo migas con ella, escribe: «Peu de gens devineront combien il a fallu étre triste pour ressusciter Carthage». La naturaleza de esa tristeza se hace patente al plantear la cuestión de con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no solo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo. 8 La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de este en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de este: que la representación de historia de la que procede no se mantiene. 9 Tengo las alas prontas para alzarme, Con gusto vuelvo atrás, Porque de seguir siendo tiempo vivo, Tendría poca suerte. GERHARD SCHOLEM: Gruss vom Angelus. Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso. 10 Los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos tenían por objeto prevenirlos contra el mundo y contra sus pompas. La concatenación de ideas que ahora seguimos procede de una determinación parecida. En un momento en que los políticos, en los cuales los enemigos del fascismo habían puesto sus esperanzas, están por el suelo y corroboran su derrota traicionando su propia causa, dichas ideas pretenden liberar a la criatura política de las redes con que lo han embaucado. La reflexión parte de que la testaruda fe de estos políticos en el progreso, la confianza que tienen en su «base en las masas» y finalmente su servil inserción en un aparato incontrolable son tres lados de la misma cosa. Además procura darnos una idea de lo cara que le resultará a nuestro habitual pensamiento una representación de la historia que evite toda complicidad con aquella a la que los susodichos políticos siguen aferrándose. 11 El conformismo, que desde el principio ha estado como en su casa en la socialdemocracia, no se apega solo a su táctica política, sino además a sus concepciones económicas. El es una de las causas del derrumbamiento ulterior. Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente. El desarrollo técnico era para ellos la pendiente de la corriente a favor de la cual pensaron que nadaban. Punto este desde el que no había más que un paso hasta la ilusión de que el trabajo en la fábrica, situado en el impulso del progreso técnico, representa una ejecutoria política. La antigua moral protestante del trabajo celebra su resurrección secularizada entre los obreros alemanes. Ya el «Programa de Gotha» lleva consigo huellas de este embrollo. Define el trabajo como «la fuente de toda riqueza y toda cultura». Barruntando algo malo, objetaba Marx que el hombre que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo «tiene que ser esclavo de otros hombres que se han convertido en propietarios». No obstante sigue extendiéndose la confusión y enseguida proclamará Josef Dietzgen: «El Salvador del tiempo nuevo se llama trabajo. En la mejora del trabajo consiste la riqueza, que podrá ahora consumar lo que hasta ahora ningún redentor ha llevado a cabo». Este concepto marxista vulgarizado de lo que es el trabajo no se pregunta con la calma necesaria por el efecto que su propio producto hace a los trabajadores en tanto no puedan disponer de él. Reconoce únicamente los progresos del dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos de la sociedad. Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo. A estos pertenece un concepto de la naturaleza que se distingue catastróficamente del de las utopías socialistas anteriores a 1848. El trabajo, tal y como ahora se le entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza que, con satisfacción ingenua, se opone a la explotación del proletariado. Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier. Según este, un trabajo social bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas iluminasen la noche de la tierra, que los hielos se retirasen de los polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno. Del concepto corrompido de trabajo forma parte como su complemento la naturaleza que, según se expresa Dietzgen, «está ahí gratis». 12 Necesitamos de la historia, pero la necesitamos de otra manera a como la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber. NIETZSCHE: Sobre las ventajas e inconvenientes de la historia. La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico. En Marx aparece como la última que ha sido esclavizada, como la clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas. Esta conciencia, que por breve tiempo cobra otra vez vigencia en el espartaquismo, le ha resultado desde siempre chabacana a la socialdemocracia. En el curso de tres decenios ha conseguido apagar casi el nombre de un Blanqui cuyo timbre de bronce había conmovido al siglo precedente. Se ha complacido en cambio en asignar a la clase obrera el papel de redentora de generaciones futuras. Con ello ha cortado los nervios de su fuerza mejor. La clase desaprendió en esta escuela tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Puesto que ambos se alimentan de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados. 13 Nuestra causa se hace más clara cada día y cada día es el pueblo más sabio. WILHELM DIETZGEN: La religión de la socialdemocracia. La teoría socialdemócrata, y todavía más su praxis, ha sido determinada por un concepto de progreso que no se atiene a la realidad, sino que tiene pretensiones dogmáticas. El progreso, tal y como se perfilaba en las cabezas de la socialdemocracia, fue un progreso en primer lugar de la humanidad misma (no solo de sus destrezas y conocimientos). En segundo lugar era un progreso inconcluible (en correspondencia con la infinita perfectibilidad humana). Pasaba por ser, en tercer lugar, esencialmente incesante (recorriendo por su propia virtud una órbita recta o en forma espiral). Todos estos predicados son controvertibles y en cada uno de ellos podría iniciarse la crítica. Pero si esta quiere ser rigurosa, deberá buscar por detrás de todos esos predicados y dirigirse a algo que les es común. La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de esta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicha prosecución deberá constituir la base de la crítica a tal representación del progreso. 14 La meta es el origen. KARL KRAUS: Palabras en verso. La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, «tiempo - ahora». Así la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de «tiempo - ahora» que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la Roma antigua igual que la moda cita un ropaje del pasado. La moda husmea lo actual dondequiera que lo actual se mueva en la jungla de otrora. Es un salto de tigre al pasado. Solo tiene lugar en una arena en la que manda la clase dominante. El mismo salto bajo el cielo despejado de la historia es el salto dialéctico, que así es como Marx entendió la revolución. 15 La conciencia de estar haciendo saltar el continuum de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción. La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario cumple oficio de acelerador histórico del tiempo. Y en el fondo es el mismo día que, en figura de días festivos, días conmemorativos, vuelve siempre. Los calendarios no cuentan, pues, el tiempo como los relojes. Son monumentos de una conciencia de la historia de la que no parece haber en Europa desde hace cien años la más leve huella. Todavía en la Revolución de julio se registró un incidente en el que dicha conciencia consiguió su derecho. Cuando llegó el anochecer del primer día de lucha, ocurrió que en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizás deba su adivinación a la rima, escribió entonces: «Qui le croirait!, on dit, qu'irrités contre I'heure De nouveaux Josués au pied de chaque tour, Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour.» 16 El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es transición, sino que ha llegado a detenerse en el tiempo. Puesto que dicho concepto define el presente en el que escribe historia por cuenta propia. El historicismo plantea la imagen «eterna» del pasado, el materialista histórico en cambio plantea una experiencia con él que es única. Deja a los demás malbaratarse cabe la prostituta «Érase una vez» en el burdel del historicismo. El sigue siendo dueño de sus fuerzas: es lo suficientemente hombre para hacer saltar el continuum de la historia. 17 El historicismo culmina con pleno derecho en la historia universal. Y quizás con más claridad que de ninguna otra se separa de esta metódicamente la historiografía materialista. La primera no tiene ninguna armadura teórica. Su procedimiento es aditivo; proporciona una masa de hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío. En la base de la historiografía materialista hay por el contrario un principio constructivo. No solo el movimiento de las ideas, sino que también su detención forma parte del pensamiento. Cuando este se para de pronto en una constelación saturada de tensiones, le propina a esta un golpe por el cual cristaliza en mónada. El materialista histórico se acerca a un asunto de historia únicamente, solamente cuando dicho asunto se le presenta como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia (El término hegeliano aufheben en su sentido triple: conservar, elevar, anular). El fruto alimenticio de lo comprendido históricamente tiene en su interior al tiempo como la semilla más preciosa, aunque carente de gusto. 18 «Los cinco raquíticos milenios del homo sapiens», dice un biólogo moderno, «representan con relación a la historia de la vida orgánica sobre la tierra algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas. Registrada según está escala, la historia entera de la humanidad civilizada llenaría un quinto del último segundo de la última hora». El tiempo -ahora [Benjamin dice “Jetztzeit” e indica con las comillas que no se trata simplemente de una equivalencia con 'Gegenwart' (presente), sino más bien del místico 'nunc stans'], que como modelo del mesiánico resume en una abreviatura enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura que dicha historia compone en el universo. A El historicismo se contenta con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que con otra anterior muy determinada ha entrado su propia época. Fundamenta así un concepto de presente como «tiempo - ahora» en el que se han metido esparciéndose astillas del tiempo mesiánico. B Seguro que los adivinos, que le preguntaban al tiempo lo que ocultaba en su regazo, no experimentaron que fuese homogéneo y vacío. Quien tenga esto presente, quizás llegue a comprender cómo se experimentaba el tiempo pasado en la conmemoración: a saber, conmemorándolo. Se sabe que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio la Torah y la plegaria les instruyen en la conmemoración. Esto desencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso se convertía el futuro para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada segundo era en él la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías. FRAGMENTO POLÍTICO-TEOLÓGICO Solo el Mesías mismo consuma todo suceder histórico, y en el sentido precisamente de crear, redimir, consumar su relación para con lo mesiánico. Esto es, que nada histórico puede pretender referirse a lo mesiánico por sí mismo. El Reino de Dios no es el telos de la dynamis histórica; no puede ser propuesto aquél como meta de esta. Visto históricamente no es meta, sino final. Por eso el orden de lo profano no debe edificarse sobre la idea del Reino divino; por eso la teocracia no tiene ningún sentido político, sino que lo tiene únicamente religioso. (El mayor mérito de El Espíritu de la Utopía de Bloch es haber negado con toda intensidad la significación política de la teocracia.) El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de felicidad. Su relación para con lo mesiánico es una de las enseñanzas esenciales de la filosofía de la historia. Desde ella se determina una concepción histórica mística cuyo problema expondría en una imagen. Si una flecha indicadora señala la meta hacia la cual opera la dynamis de lo profano y otra señala la dirección de la intensidad mesiánica, es cierto que la pesquisa de felicidad de la humanidad libre se afana apartándose de la dirección mesiánica. Pero igual que una fuerza es capaz de favorecer en su trayectoria otra orientada en una trayectoria opuesta, así también el orden de lo profano puede favorecer la llegada del Reino mesiánico. Lo profano no es desde luego una categoría del Reino, pero sí que es una categoría, y además atinadísima, de su quedo acercamiento. En la felicidad aspira a su decadencia todo lo terreno, y solo en la felicidad le está destinado encontrarla. Mientras que la inmediata intensidad mesiánica del corazón, de cada hombre interior, pasa por la desgracia en el sentido del sufrimiento. A la restitutio in integrum de orden espiritual, que introduce a la inmortalidad, corresponde otra de orden mundano que lleva a la eternidad de una decadencia, y el ritmo de esa mundaneidad que es eternamente fugaz, que es fugaz en su totalidad, que lo es en su totalidad tanto espacial como temporal, el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Porque la naturaleza es mesiánica por su eterna y total fugacidad. Aspirar a esta, incluso en esos grados del hombre que son naturaleza, es el cometido de la política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.

Ion o de la poesía

Platón

Ion
o de la poesía

Sócrates – Ion de Efeso


Sócrates
¡Júpiter te salve! Ion.{1} ¿De dónde vienes hoy? ¿De tu casa de Efeso?
Ion
Nada de eso, Sócrates; vengo de Epidauro y de los juegos de Esculapio.
Sócrates
¿Los de Epidauro han instituido en honor de su Dios un combate de rapsodistas?
Ion
Así es, y de todas las demás partes de la música.
Sócrates
Y bien, ¿has diputado el premio? ¿cómo has salido?
Ion
He conseguido el primer premio, Sócrates. [188]
Sócrates
Me alegro y animo, porque es preciso tratar de salir vencedor también en las fiestas Panateneas.
Ion
Así lo espero, si Dios quiere.
Sócrates
Muchas veces, mi querido Ion, os he tenido envidia a los que sois rapsodistas, a causa de vuestra profesión. Es, en efecto, materia de envidia la ventaja que ofrece el veros aparecer siempre ricamente vestidos en los más espléndidos saraos, y al mismo tiempo el veros precisados a hacer un estudio continuo de una multitud de excelentes poetas, principalmente de Homero, el más grande y más divino de todos, y no solo aprender los versos, sino también penetrar su sentido. Porque jamás será buen rapsodista el que no tenga conocimiento de las palabras del poeta, puesto que para los que le escuchan, es el intérprete del pensamiento de aquél; función que le es imposible desempeñar, si no sabe lo que el poeta ha querido decir. Y, todo esto es muy de envidiar.
Ion
Dices verdad, Sócrates. Es la parte de mi arte que me ha costado más trabajo, pero me lisonjeo de explicar a Homero mejor que nadie. Ni Metrodoro de Lampsaco, ni Stesimbroto de Taso, ni Glaucón, ni ninguno de cuantos han existido hasta ahora, está en posición de decir sobre Homero tanto, ni cosas tan bellas, como yo.
Sócrates
Me encantas, Ion, tanto más, cuanto que no podrás rehusarme el demostrar tu ciencia.
Ion
Verdaderamente, Sócrates, merecen bien ser escuchados los comentarios que he sabido dar a Homero, y creo merecer de los partidarios de este poeta el que coloquen sobre mi cabeza una corona de oro. [189]
Sócrates
Me congratularé de que se me presente ocasión más adelante para escucharte; pero en este momento solo quiero que me digas si tu habilidad se limita a la inteligencia de Homero, o si se extiende igualmente a la de Hesíodo y Arquíloco.
Ion
De ninguna manera; yo me he limitado a Homero, y me parece que basta.
Sócrates
¿No hay ciertos asuntos sobre los que Homero y Hesíodo dicen las mismas cosas?
Ion
Yo pienso que sí y en muchas ocasiones.
Sócrates
¿Podrías tú explicar mejor lo que dice Homero sobre estos objetos que lo que dice Hesíodo?
Ion
Los explicaría perfectamente en todos aquellos puntos en que hablan de las mismas cosas.
Sócrates
¿Y en aquellos que no dicen las mismas cosas? Por ejemplo, Homero y Hesíodo ¿no hablan del arte divinatorio?
Ion
Seguramente.
Sócrates
¡Y qué! ¿estarás tú en estado de explicar mejor que un buen adivino lo que estos dos poetas han dicho de una manera igual o de una manera diferente sobre el arte divinatorio?
Ion
No.
Sócrates
Pero si fueses adivino, ¿no es cierto que si podías [190] explicar los pasajes en que están de acuerdo, en igual forma podrías explicar aquellos en que están en desacuerdo?
Ion
Eso es evidente.
Sócrates
¿Por qué razón estás versado en las obras de Homero y no lo estás en las de Hesiodo, ni en las de los demás poetas? ¿Homero trata de distintos objetos que todos los demás poetas? ¿No habla principalmente de la guerra, de las relaciones que tienen entre sí los hombres, sean buenos o malos, sean particulares u hombres públicos, de la manera que los dioses conversan entre sí y con los hombres, de lo que pasa en el cielo y en los infiernos, de la genealogía de los dioses y de los héroes? ¿No es esta la materia que constituye las poesías de Homero?
Ion
Tienes razón, Sócrates.
Sócrates
¡Pero qué! ¿los demás poetas no tratan las mismas cosas?
Ion
Sí, Sócrates, pero no como Homero.
Sócrates
¿Por qué? ¿hablan peor?
Ion
Sin comparación.
Sócrates
¿Y Homero habla mejor?
Ion
Sí, ciertamente.
Sócrates
Pero, mi querido Ion, cuando muchas personas hablan sobre números, y una entre ellas habla excelentemente, ¿no reconocerá alguno de los demás que efectivamente habla bien? [191]
Ion
Sin contradicción.
Sócrates
Y esa misma persona será la que reconozca a los que hablan mal: ¿o será otra distinta?
Ion
La misma seguramente.
Sócrates
Y esa persona, ¿no será la que sabe el arte de contar?
Ion
Sí.
Sócrates
Y cuando muchas personas hablan de alimentos buenos para la salud y hay entre ellas una que habla perfectamente, ¿serán dos personas diferentes las que distingan, la una al que habla bien, y la otra al que habla mal, o bien será una misma persona?
Ion
Es claro que será la misma.
Sócrates
¿Quién es? ¿cómo se llama?
Ion
El médico.
Sócrates
En suma, cuando se habla de unos mismos objetos, será siempre el mismo hombre el que dará cuenta de los que hablan bien y de los que hablan mal; y es evidente que si no distingue el que habla mal, no distinguirá tampoco el que habla bien; se entiende respecto al mismo objeto.
Ion
Convengo en ello.
Sócrates
El mismo hombre, por consiguiente, está en estado de juzgar lo uno y lo otro. [192]
Ion
Sí.
Sócrates
¿No dices que Homero y los otros poetas, entre quienes se cuentan Hesiodo y Arquiloco, tratan de los mismos objetos, pero no de la misma manera, y que Homero habla bien y los otros menos bien?
Ion
Sí, y nada he dicho que no sea verdadero.
Sócrates
Si, pues, conoces tú al que habla bien, debes conocer igualmente a los que hablan mal.
Ion
Así parece.
Sócrates
Así, mi querido Ion, no podemos engañarnos, si decimos que Ion está versado en el conocimiento de Homero igualmente que en el de los demás poetas, puesto que confiesa que un mismo hombre es juez competente de todos los que hablan de los mismos objetos, y que todos los poetas tratan poco más o menos las mismas cosas.
Ion
Pero entonces, Sócrates, ¿me dirás por qué, cuando se me habla de cualquiera otro poeta, no puedo fijar la atención, ni puedo decir nada que valga la pena, y en realidad me considero como dormido? Por el contrario, cuando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor atención, y las ideas se me presentan profusamente.
Sócrates
No es difícil, mi querido amigo, adivinar la razón. Es evidente, que tú no eres capaz de hablar sobre Homero, ni por el arte, ni por la ciencia. Porque si pudieses hablar por el arte, estarías en estado de hacer lo mismo respecto todos los demás poetas. En efecto, la poesía es un solo y mismo arte, que se llama poética; ¿no es así? [193]
Ion
Sí.
Sócrates
¿No es cierto, que cuando se abraza un arte en toda su extensión, una misma crítica sirve para juzgar de todas las demás artes? ¿Quieres, Ion, que te explique cómo entiendo esto?
Ion
Con el mayor placer, Sócrates; gusto mucho en oíros, porque es oír a un sabio.
Sócrates
Quisiera mucho que dijeras verdad, Ion; pero ese título de sabio solo pertenece a vosotros los rapsodistas, a los actores y a aquellos cuyos versos cantáis. Con respecto a mí, no sé más que decir sencillamente la verdad, cual conviene a un hombre de poco talento. Júzgalo por la pregunta que te acabo de hacer, y ya ves que es trivial y común, como que lo que he dicho está al alcance de cualquiera, esto es, que la crítica es la misma en cualquier arte que se considere, con tal que sea uno. Tomemos un ejemplo. La pintura en su conjunto ¿no es un solo y mismo arte?
Ion
Sí.
Sócrates
¿No hay y ha habido gran número de pintores buenos y malos?
Ion
Seguramente.
Sócrates
¿Has visto tú alguno que, siendo capaz de discernir lo bien o mal pintado en los cuadros de Polignoto,{2} hijo [194] de Aglaofon, no pueda hacer lo mismo respecto a los otros pintores? ¿Que cuando se le presentan las obras de estos se duerma, se vea embarazado, y no sepa qué juicio formar? ¿Mientras que cuando se trata de dar su dictamen sobre los cuadros de Polignoto o de cualquiera otro pintor particular que sea de su agrado, se despierte, preste su atención, y se explique con la mayor facilidad?
Ion
No ciertamente, yo no le he visto.
Sócrates
¡Pero qué! en materia de escultura ¿has visto alguno que esté en actitud de decidir sobre el mérito de las obras de Dédalo, hijo de Melitón, o de Epeas, hijo de Panope, o de Teodoro de Samos, o de cualquiera otro estatuario, y que se vea dormido, embarazado y sin saber qué decir de las obras de los demás escultores?
Ion
No, ¡por Júpiter! no he visto a nadie en este caso.
Sócrates
No has visto, me figuro, a nadie, sea con relación al arte de tocar la flauta o el laúd, o de acompañar con el laúd al canto, o sea con relación a la rapsodia, que esté en estado de pronunciar su juicio sobre el mérito de Olimpo de Tamiras, de Orfeo y de Femius, el rapsodista de Itaca, y que tratándose de juzgar del mérito de Ion de Efeso, se viese en el mayor embarazo, y se considerase incapaz de decidir, en qué es bueno o mal rapsodista.
Ion
Nada tengo que oponer a lo que dices, Sócrates. Sin embargo, puedo asegurar, que soy yo, entre todos los hombres, el que habla mejor y con más facilidad sobre Homero, y que cuantos me escuchan convienen en lo bien que hablo, mientras que nada puedo decir sobre los demás poetas. Dime, yo te lo suplico, de dónde puede proceder esto. [195]
Sócrates
Eso es lo que quiero examinar, y quiero exponerte mi pensamiento. Ese talento, que tienes, de hablar bien sobre Homero, no es en ti un efecto del arte, como decía antes, sino que es no sé qué virtud divina que te transporta, virtud semejante a la piedra que Eurípides ha llamado magnética, y que los más llaman piedra de Heráclea. Esta piedra, no solo atrae los anillos de hierro, sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto y de atraer otros anillos, de suerte que se ve algunas veces una larga cadena de trozos de hierro y de anillos suspendidos los unos de los otros, y todos estos anillos sacan su virtud de esta piedra. En igual forma, la musa inspira a los poetas, estos comunican a otros su entusiasmo, y se forma una cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio. Así es, que el alma de los poetas líricos hace realmente lo que estos se alaban de practicar. Nos dicen que, semejantes a las abejas, vuelan aquí y allá por los jardines y vergeles de las musas, y que recogen y extraen de las fuentes de miel los versos que nos cantan. En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo. Hasta el momento de la inspiración, todo hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos. Como los poetas no [196] componen merced al arte, sino por una inspiración divina, y dicen sobre diversos objetos muchas cosas y muy bellas, tales como las que tú dices sobre Homero, cada uno de ellos solo puede sobresalir en la clase de composición a que le arrastra la musa. Uno sobresale en el ditirambo, otro en los elogios, este en las canciones destinadas al baile, aquel en los versos épicos, y otro en los yambos, y todos son medianos fuera del género de su inspiración, porque es esta y no el arte la que preside a su trabajo. En efecto, si supiesen hablar bien, gracias al arte, en un solo género, sabrían igualmente hablar bien de todos los demás. El objeto que Dios se propone al privarles del sentido, y servirse de ellos como ministros, a manera de los profetas y otros adivinos inspirados, es que, al oírles nosotros, tengamos entendido que no son ellos los que dicen cosas tan maravillosas, puesto que están fuera de su buen sentido, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca. Tinnicos de Calcide es una prueba bien patente de ello. No tenemos de él más pieza en verso, que sea digna de tenerse en cuenta, que su Pean{3} que todo el mundo canta, la oda más preciosa que se ha hecho jamás, y que, como dice él mismo, es realmente una producción de las musas. Me parece, que la divinidad nos ha dejado ver en él un ejemplo patente, para que no nos quede la más pequeña duda de que si bien estos bellos poemas son humanos y hechos por la mano del hombre, son, sin embargo, divinos y obra de los dioses, y que los poetas no son más que sus intérpretes, cualquiera que sea el Dios que los posea. Para hacernos conocer esta verdad, el Dios ha querido cantar con toda intención la oda más bella del mundo por boca del poeta más mediano. ¿No crees tú que tengo razón? mi querido Ion. [197]
Ion
Sí, ¡por Júpiter! tus discursos, Sócrates, causan en mi alma una profunda impresión, y me parece que los poetas, por un favor divino, son para con nosotros los intérpretes de los dioses.
Sócrates
Y vosotros los rapsodistas ¿no sois los intérpretes de los poetas?
Ion
También es cierto.
Sócrates
Luego sois vosotros los intérpretes de los intérpretes.
Ion
Sin contradicción.
Sócrates
Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar. Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya cantando a Ulises en el momento en que lanzándose al umbral de su palacio, se da a conocer a los amantes de Penélope y derrama a sus pies una multitud de flechas{4} o ya a Aquiles arrojándose sobre Héctor{5} o cualquiera otro pasaje conmovedor de Andrómaca, de Hécuba, o de Priamo,{6} ¿te dominas, o estás fuera de ti mismo? llena tu alma de entusiasmo, ¿no te imaginas estar presente a las acciones que recitas, y que te encuentras en Itaca o delante de Troya, en una palabra, en el lugar mismo donde pasa la escena?
Ion
¡La prueba que me pones a la vista es patente, Sócrates! Porque si he de hablarte con franqueza, te aseguro, que [198] cuando declamo algún pasaje patético, mis ojos se llenan de lágrimas, y que cuando recito algún trozo terrible o violento, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón.
Sócrates
¡Pero qué! Ion. ¿Diremos que un hombre está en su sano juicio, cuando, vestido con un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil amigos, se le ve sobrecogido de terror, a pesar de no despojarle ni hacerle nadie ningún daño?
Ion
No ciertamente, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad.
Sócrates
¿Sabes tú, si trasmitís los mismos sentimientos al alma de vuestros espectadores?
Ion
Lo sé muy bien. Desde la tribuna, donde estoy colocado, los veo habitualmente llorar, dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si los hago llorar, yo me reiré y cogeré el dinero; mientras que si los hago reír, yo lloraré y perderé el dinero que esperaba.
Sócrates
¿Ves ahora cómo el espectador es el último de estos anillos, que como yo decía, reciben los unos de los otros la virtud que les comunica la piedra de Heráclea? El rapsodista, tal como tú, el actor, es el anillo intermedio, y el primer anillo es el poeta mismo. Por medio de estos anillos el Dios atrae el alma de los hombres, por donde quiere, haciendo pasar su virtud de los unos a los otros, y lo mismo que sucede con la piedra imán, está pendiente de él una larga cadena de coristas, de maestros de capilla [199] de sub-maestros, ligados por los lados a los anillos que van directamente a la musa. Un poeta está ligado a una musa, otro poeta a otra musa, y nosotros decimos a esto estar poseído, dominado, puesto que el poeta no es sui juris, sino que pertenece a la musa. A estos primeros anillos, quiero decir, a los poetas, están ligados otros anillos, los unos a este, los otros a aquel, e influidos todos por diferentes entusiasmos. Unos se sienten poseídos por Orfeo, otros por Museo, la mayor parte por Homero. Tú eres de estos últimos, Ion, y Homero te posee. Cuando se cantan en tu presencia los versos de algún otro poeta, tú te haces el soñoliento, y tu espíritu no te suministra nada; pero cuando se te recita algún pasaje de este poeta, despiertas en el momento, tu alma entra, por decirlo así, en movimiento, y te ocurre abundantemente de qué hablar. Porque no es en virtud del arte, ni de la ciencia, el hablar tú de Homero como lo haces, sino por una inspiración y una posesión divinas. Y lo mismo que los coribantes no sienten ninguna otra melodía que la del Dios que los posee, ni olvidan las figuras y palabras que corresponden e este arte, sin fijar su atención en todos los demás, de la misma manera tú, Ion, cuando se hace mención de Homero, apareces sumamente afluyente, mientras que permaneces mudo tratándose de los demás poetas. Me preguntas cuál es la causa de esta facilidad de hablar cuando se trata de Homero, y de esta infecundidad cuando se trata de los demás, y es que el talento, que tienes para alabar a Homero, no es en ti efecto del arte, sino de una inspiración divina.
Ion
Muy bien dicho, Sócrates. Sin embargo, sería para mí una sorpresa, si tus razones fuesen bastante poderosas para persuadirme de que cuando hago el elogio de Homero, estoy poseído y fuera de mí mismo. Creo que tú mismo no lo creerías, si me oyeses discurrir sobre este poeta. [200]
Sócrates
Pues bien, quiero escucharte; pero antes responde a esta pregunta. Entre tantas cosas como Homero trata, ¿sobre cuáles hablas tú bien? Porque sin duda tú no puedes hablar bien sobre todas.
Ion
Vive seguro, Sócrates, de que no hay una sola de la que no esté en estado de hablar bien.
Sócrates
Probablemente no de las cosas que tú ignoras, y que Homero trata.
Ion
¿Cuáles son las cosas que Homero trata y yo ignore?
Sócrates
¿Homero no habla de las artes en muchos parajes y muy detenidamente? Por ejemplo, ¿el arte de conducir un carro? Si pudiera recordar los versos, te los diría.
Ion
Yo los sé; voy a decírtelos.
Sócrates
Recítame, pues, las palabras de Néstor a su hijo Antícolo, cuando le da consejos sobre las precauciones que debe tomar para evitar el tocar a la meta en la carrera de carros, en los funerales de Patroclo.
Ion
Inclínate, le dice, bien preparado, sobre tu carro a la izquierda; al mismo tiempo con el látigo y la voz apura al caballo de la derecha, flojándole las riendas; haz que el caballo de la izquierda se aproxime a la meta, de manera que el cubo de la rueda, hecho con arte, parezca tocar en ella, y que sin embargo evite tropezarla.{7}
 Sócrates
Basta. ¿Quién juzgará mejor, Ion, si Homero habla [201] bien o mal en estos versos, un médico o un cochero?
Ion
El cochero sin duda.
Sócrates
¿Es porque conoce el arte que corresponde a todas estas cosas o por otra razón?
Ion
No, sino porque conoce este arte.
Sócrates
Dios ha atribuido a cada arte la facultad de juzgar sobre las materias que a cada uno correspondan, porque no juzgamos mediante la medicina las mismas cosas que conocemos por el pilotaje.
Ion
Verdaderamente no.
Sócrates
Ni por el arte de carpintería lo que conocemos por la medicina.
Ion
De ninguna manera.
Sócrates
¿No sucede lo mismo con todas las demás artes? Lo que nos es conocido por la una, no nos es conocido por la otra. Pero antes de responder a esto, dime: ¿no reconoces que las artes difieren unas de otras?
Ion
Sí.
Sócrates
En cuanto puede conjeturarse, digo, que una es diferente de otra, porque esta es la ciencia de un objeto y aquella de otro. ¿Piensas tú lo mismo?
Ion
Sí.
Sócrates
Porque si fuese la ciencia de los mismos objetos, ¿qué [202] razón tendríamos para hacer diferencia entre un arte y otro arte, puesto que ambos conducían al conocimiento de las mismas cosas? Por ejemplo, yo sé que estos son cinco dedos, y tú lo sabes como yo. Si yo te preguntase, si lo sabemos ambos por la aritmética, o lo sabemos tú por un arte y yo por otro, dirías sin dudar que por un mismo arte, la aritmética.
Ion
Sí.
Sócrates
Responde ahora a la pregunta que estaba a punto de hacerte antes, y dime, si crees, con relación a todas las artes sin excepción, que es necesario que el mismo arte nos haga conocer los mismos objetos, y otro arte objetos diferentes.
Ion
Así me parece.
Sócrates
Por consiguiente, el que no posee un arte, no está en estado de juzgar bien de lo que se dice o se hace en virtud de este arte.
Ion
Dices verdad.
Sócrates
Con relación a los versos que acabas de citar, ¿juzgarás tú mejor que el cochero, si Homero habla bien o mal?
Ion
El cochero juzgará mejor.
Sócrates
Porque tú eres rapsodista y no eres cochero.
Ion
Sí.
Sócrates
¿El arte del rapsodista es distinto que el del cochero? [203]
Ion
Sí.
Sócrates
Puesto que es distinto, tiene que ser la ciencia de otros objetos.
Ion
Sí.
Sócrates
¡Pero qué! cuando Homero dice, que Hecamedes, concubina de Néstor, dio a Macaon, que estaba herido, un brebaje y se expresa así:{8} «lo echó en vino de Pramnea, sobre el que raspó queso de cabra con un cuchillo de metal, y mezcló con ello cebolla para excitar la sed,» ¿pertenece al médico o al rapsodista juzgar si Homero habló bien o mal?
Ion
A la medicina.
Sócrates
Y cuando Homero dice:{9} «Ella se lanzó en el abismo, como el plomo que, atado al asta de un buey salvaje, se precipita en el fondo de las aguas, llevando la muerte a los peces voraces,» ¿diremos que corresponde al pescador, más bien que al rapsodista, el calificar estos versos, y si lo que expresan está bien o mal hecho?
Ion
Es evidente, Sócrates, que esto corresponde al arte del pescador.
Sócrates
Mira ahora si tú me presentarías la cuestión siguiente: Sócrates, puesto que encuentras en Homero los objetos, cuyo juicio pertenece a cada uno de estos diferentes artes, busca en igual forma en este poeta los objetos que [204] pertenecen a los adivinos y al arte adivinatorio, y dime si Homero se ha expresado bien o mal en sus poesías en este punto. Ve ahora con qué facilidad y con qué verdad yo te respondería. Homero habla de estos objetos en muchos pasajes de su Odisea, por ejemplo, en aquel en que el divino Teoclimenes, nacido de la raza de Melampe, dirige estas palabras a los amantes de Penélope:{10} «¡Desgraciados, cuán horrible suerte os espera! vuestras cabezas, vuestras fisonomías, vuestros miembros, se verán rodeados de tinieblas. Oigo vuestros gemidos incesantes, y veo vuestras mejillas anegadas en lágrimas. El vestíbulo y atrio del palacio están llenos de fantasmas que se precipitan al Tártaro en medio de las sombras. El sol ha desaparecido del firmamento, y una fatídica nube cubre el universo.» Homero en muchos pasajes habla de esta manera, como cuando describe el ataque del campamento de los griegos, donde se leen estos versos:{11} «En el momento de ir a salvar el foso, un ave apareció a la izquierda del ejército; era un águila de remontado vuelo, que llevaba en sus garras una enorme serpiente ensangrentada, aún viva y palpitante, que hacía esfuerzos para defenderse. Habiéndose inclinado hacia atrás, hirió cerca del cuello el pecho del águila, obligando a esta a soltarla a causa de la violencia del dolor, y dejándola caer en medio de los soldados, voló, por el espacio, a placer de los vientos, dando terribles quejidos.» Estos, te diría, y otros semejantes, son los pasajes cuyo examen y juicio pertenecen al adivino.
Ion
En eso no dirías más que la verdad.
Sócrates
Tu respuesta no es menos verdadera, Ion. Lo mismo [205] que te he señalado en la Odisea y en la Iliada pasajes que pertenecen, unos al adivino, otros al médico, otros al pescador, desígname tú ahora, Ion, tú que conoces mejor que yo a Homero, los pasajes que son del resorte de la rapsodia, y que te corresponde examinar y juzgar con preferencia á los demás hombres.
Ion
Te respondo, Sócrates, que todos son de la competencia del rapsodista.
Sócrates
Pero eso no lo decías hace poco. ¿Cómo tienes tan mala memoria? No es propio de un rapsodista ser tan olvidadizo.
Ion
¿Pues qué es lo que yo he olvidado?
Sócrates
¿No te acuerdas haber dicho que el arte del rapsodista es distinto que el del cochero?
Ion
Sí, me acuerdo.
Sócrates
¿No has confesado que, siendo distinto, tiene que conocer de otros objetos?
Ion
Sí.
Sócrates
El arte del rapsodista, según lo que tú dices, no conocerá todas las cosas, como no las conocerá el rapsodista.
Ion
Quizá es preciso exceptuar esta clase de objetos, Sócrates.
Sócrates
Pero tú entiendes por esta clase de objetos todo lo que pertenece a las otras artes. Por consiguiente, [206] ¿qué objetos habrás de conocer tú como rapsodista, puesto que no puedes conocerlos todos?
Ion
Conoceré, creo yo, los discursos que se ponen en boca del hombre y de la mujer, de los esclavos y de las personas libres, de los que obedecen y de los que mandan.
Sócrates
¿Quieres decir que el rapsodista sabrá mejor que el piloto de qué manera debe hablar el que manda una nave batida por la tempestad?
Ion
No; para esto será mejor el piloto.
Sócrates
¿El rapsodista sabrá mejor que el médico los discursos de que habrán de valerse los que dirigen a enfermos?
Ion
No, lo confieso.
Sócrates
¿Quieres hablar de los discursos que convienen a un esclavo?
Ion
Sí.
Sócrates
Por ejemplo, ¿pretendes que el rapsodista, y no el vaquero, sabrá lo que es preciso decir para amansar las bestias cuando están irritadas?
Ion
No.
Sócrates
¿Y sabrá mejor que un trabajador en lana lo tocante a su trabajo?
Ion
No. [207]
Sócrates
¿Sabrá mejor los discursos de que un general debe valerse para inspirar ánimo a sus soldados?
Ion
Sí, he aquí lo que el rapsodista debe conocer.
Sócrates
¡Pero qué! ¿el arte del rapsodista es el mismo que el arte de la guerra?
Ion
Por lo menos yo sé muy bien cómo debe hablar un general de ejército.
Sócrates
Quizá, Ion, estás versado en el arte de mandar la tropa. En efecto, si fueses a la vez buen picador y buen tocador de laúd, distinguirías los caballos que tienen buena o mala marcha. Pero si yo te preguntase mediante qué arte conoces los caballos que marchan bien, si por tu cualidad de picador o por la de tocador de laúd, ¿qué me responderías?
Ion
Te respondería que como picador.
Sócrates
En igual forma, si conocieses los que tocan bien el laúd, ¿no confesarías que este discernimiento le hacías como tocador de laúd y no como picador?
Ion
Sí.
Sócrates
Pues bien, puesto que entiendes el arte militar, ¿tienes este conocimiento como hombre de guerra o como buen rapsodista?
Ion
Importa poco, a mi parecer, en qué concepto.
Sócrates
¿Cómo dices que importa poco? El arte del rapsodista [208] es el mismo, a juicio tuyo, que el arte de la guerra, o son dos artes diferentes?
Ion
Yo creo que es el mismo arte.
Sócrates
De manera, que el que es buen rapsodista ¿es también buen general de ejército?
Ion
Sí, Sócrates
Sócrates
Por esta razón, ¿el que es buen general de ejército es igualmente buen rapsodista?
Ion
Por la misma razón no lo creo.
Sócrates
Por lo menos crees que un excelente rapsodista es igualmente un excelente capitán.
Ion
Seguramente.
Sócrates
¿Y no eres tú el mejor rapsodista de toda la Grecia?
Ion
Sin comparación, Sócrates
Sócrates
Por consiguiente, tú, Ion, ¿eres el capitán más grande de toda la Grecia?
Ion
Yo te lo garantizo, Sócrates; he aprendido el oficio en Homero.
Sócrates
En nombre de los dioses, Ion, ¿cómo, siendo tú el mejor capitán y el mejor rapsodista de la Grecia, andas de ciudad en ciudad recitando versos y no estás al frente de los ejércitos? ¿Piensas que los griegos tienen gran [209] necesidad de un rapsodista con su corona de oro, y que para nada necesitan un general?
Ion
Nuestra ciudad, Sócrates, está sometida a vuestra dominación; vosotros mandáis nuestras tropas y no necesitamos de ningún general. En cuanto a vuestra ciudad y a la de Lacedemonia, no me elegirán para conducir sus ejércitos, porque os creéis vosotros con capacidad para hacerlo.
Sócrates
Mi querido Ion, ¿no conoces a Apolodoro de Cinica?
Ion
¿Quién es?
Sócrates
El que los atenienses han puesto muchas veces a la cabeza de sus tropas, aunque extranjero; ¿y a Fanostenes de Andros y Heráclides de Clazomenes que nuestra república ha elevado al grado de generales y a los primeros puestos a pesar de ser extranjeros, porque han dado pruebas de su mérito? ¿Y no escogerá para mandar sus ejércitos y no colmará de honores a Ion de Efeso, si le considera digno de ello? ¡Pues qué! vosotros los efesienses ¿no sois atenienses de origen, y Efeso no es una ciudad que no cede en nada a ninguna otra? Si dices la verdad, Ion; si es al arte y a la ciencia a lo que debes tu buena inteligencia de Homero, entonces obras mal conmigo, porque después de haberte alabado por las bellezas que sabes de Homero y haberme prometido que me harías partícipe de ellas, veo ahora que me engañas, porque no solo no me haces partícipe, sino que tampoco quieres decirme cuáles son esos conocimientos en que sobresales, por más que te he apurado; y, semejante a Proteo, giras en todos sentidos, tomas toda clase de formas, y para librarte de mí, concluyes por trasformarte en general, para que yo no pueda ver a qué punto llega tu habilidad en la [210] inteligencia de Homero. Por último, si es al arte al que debes esta habilidad y comprometido como estás a mostrármela, faltas a tu palabra, entonces tu procedimiento es injusto. Si por el contrario, no al arte sino a una inspiración divina se debe el que digas tan bellas cosas sobre Homero, por estar tú poseído y sin ninguna ciencia, como te dije antes, en este caso no tengo motivo para quejarme de ti. Por lo tanto mira si quieres pasar a mis ojos por un hombre injusto o por un hombre divino.

Ion
La diferencia es grande, Sócrates; es mucho mejor pasar por un hombre divino.
Sócrates
En este caso, Ion, te conferimos precioso título de celebrar a Homero por inspiración divina y no en virtud del arte.

———
{1} Los rapsodistas fueron, entre los griegos, los primeros depositarios de las obras de los grandes poetas Hesíodo, Homero, Arquíloco y miraban como una profesión formal el popularizar sus versos. Tenían concurso cada cinco años en Epidauro, donde había un templo consagrado a Esculapio.
{2} Era de la isla de Tasos. Los frescos célebres que pintó en Delfos hacia el año 395 antes de J. C. llamaban la atención por el dibujo y por la expresión de los semblantes.
{3} Oda en honor de Apolo
{4} Homero, Odisea, XXII.
{5} Homero, Iliada, XXII, 311.
{6} Homero, Iliada, 405, 430, 431, 515.
{7} Iliada, XXIII, 335.
{8} Iliada, XI, 639.
{9} Iliada, XXIV, 80.
{10} Odisea, XX, 351.
{11} Iliada, XII, 200.

{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo segundo, Madrid 1871, páginas 187-210.}