domingo, 10 de abril de 2016

Botella al mar- Julio Cortázar

Botella al mar 

         Epílogo a un cuento Querida Glenda, esta carta no le será enviada por las vías ordinarias porque nada entre nosotros puede ser enviado así, entrar en los ritos sociales de los sobres y el correo. Será más bien como si la pusiera en una botella y la dejara caer a las aguas de la bahía de San Francisco en cuyo borde se alza la casa desde donde le escribo; como si la atara al cuello de una de las gaviotas que pasan como latigazos de sombra frente a mi ventana y oscurecen por un instante el teclado de esta máquina. Pero una carta de todos modos dirigida a usted, a Glenda Jackson en alguna parte del mundo que probablemente seguirá siendo Londres; como muchas cartas, como muchos relatos, también hay mensajes que son botellas al mar y entran en esos lentos, prodigiosos sea-changes que Shakespeare cinceló en La tempestad y que amigos inconsolables inscribirían tanto tiempo después en la lápida bajo la cual duerme el corazón de Percy Bysshe Shelley en el cementerio de Cayo Sextio, en Roma. 
        Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas errando en lentos mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la busca a usted con su verdadero nombre, no ya la Glenda Garson que también era usted pero que el pudor y el cariño cambiaron sin cambiarla, exactamente como usted cambia sin cambiar de una película a otra. Le escribo a esa mujer que respira bajo tantas máscaras, incluso la que yo le inventé para no ofenderla, y le escribo porque también usted se ha comunicado ahora conmigo debajo de mis máscaras de escritor; por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así, ahora que sin la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su respuesta, su propia botella al mar rompiéndose en las rocas de esta bahía para llenarme de una delicia en la que por debajo late algo como el miedo, un miedo que no acalla la delicia, que la vuelve pánica, la sitúa fuera de toda carne y de todo tiempo como usted y yo sin duda lo hemos querido cada uno a su manera.  
         No es fácil escribirle esto porque usted no sabe nada de Glenda Garson, pero a la vez las cosas ocurren como si yo tuviera que explicarle inútilmente algo que de algún modo es la razón de su respuesta; todo ocurre como en planos diferentes, en una duplicación que vuelve absurdo cualquier procedimiento ordinario de contacto; estamos escribiendo o actuando para terceros, no para nosotros, y por eso esta carta toma la forma de un texto que será leído por terceros y acaso jamás por usted, o tal vez por usted, pero sólo en algún lejano día, de la misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras que yo acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje. Creo que si las cosas ocurren así, de nada serviría intentar un contacto directo; creo que la única posibilidad de decirle esto es dirigiéndolo una vez más a quienes van a leerlo como literatura, un relato dentro de otro, una coda a algo que parecía destinado a terminar con ese perfecto cierre definitivo que para mí deben tener los buenos relatos. Y si rompo la norma, si a mi manera le estoy escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está obligando, la que tal vez me está pidiendo que se lo escriba. 
        Conozca, entonces, lo que no podía conocer y sin embargo conoce. Hace exactamente dos semanas que Guillermo Schavelzon, mi editor en México, me entregó los primeros ejemplares de un libro de cuentos que escribí a lo largo de estos últimos tiempos y que lleva el 2 2 título de uno de ellos, Queremos tanto a Glenda. Cuentos en español, por supuesto, y que sólo serán traducidos a otras lenguas en los años próximos, cuentos que esta semana empiezan apenas a circular en México y que usted no ha podido leer en Londres, donde por lo demás casi no se me lee y mucho menos en español. Tengo que hablarle de uno de ellos sintiendo al mismo tiempo, y en eso reside el ambiguo horror que anda por todo esto, lo inútil de hacerlo porque usted, de una manera que sólo el relato mismo puede insinuar, lo conoce ya; contra todas las razones, contra la razón misma, la respuesta que acabo de recibir me lo prueba y me obliga a hacer lo que estoy haciendo frente al absurdo, si esto es absurdo, Glenda, y yo creo que no lo es aunque ni usted ni yo podamos saber lo que es. 
         Usted recordará entonces, aunque no puede recordar algo que nunca ha leído, algo cuyas páginas tienen todavía la humedad de la tinta de imprenta, que en ese relato se habla de un grupo de amigos de Buenos Aires que comparten desde una furtiva fraternidad de club el cariño y la admiración que sienten por usted, por esa actriz que el relato llama Glenda Garson pero cuya carrera teatral y cinematográfica está indicada con la claridad suficiente para que cualquiera que lo merezca pueda reconocerla. El relato es muy simple: los amigos quieren tanto a Glenda que no pueden tolerar el escándalo de que algunas de sus películas estén por debajo de la perfección que todo gran amor postula y necesita, y que la mediocridad de ciertos directores enturbie lo que sin duda usted había buscado mientras los filmaba. Como toda narración que propone una catarsis, que culmina en un sacrificio lustral, éste se permite transgredir la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última; así el club hace lo necesario para apropiarse de las copias de las películas menos perfectas, y las modifica allí donde una mera supresión o un cambio apenas perceptible en el montaje repararán las imperdonables torpezas originales. Supongo que usted como ellos, no se preocupa por las despreciables imposibilidades prácticas de una operación que el relato describe sin detalles farragosos; simplemente la fidelidad y el dinero hacen lo suyo, y un día el club puede dar por terminada la tarea y entrar en el séptimo día de la felicidad. Sobre todo de la felicidad porque en ese momento usted anuncia su retiro del teatro y del cine, clausurando y perfeccionando sin saberlo una labor que la reiteración y el tiempo hubieran terminado por mancillar. 
          Sin saberlo... Ah, yo soy el autor del cuento, Glenda, pero ahora ya no puedo afirmar lo que me parecía tan claro al escribirlo. Ahora me ha llegado su respuesta, y algo que nada tiene que ver con la razón me obliga a reconocer que el retiro de Glenda Garson tenía algo de extraño, casi de forzado, así al término justo de la tarea del ignoto y lejano club. Pero sigo contándole el cuento aunque ahora su final me parezca horrible puesto que tengo que contárselo a usted, y es imposible no hacerlo puesto que está en el cuento, puesto que todos lo están sabiendo en México desde hace diez días y sobre todo porque usted también lo sabe. Simplemente, un año más tarde Glenda Garson decide retornar al cine, y los amigos del club leen la noticia con la abrumadora certidumbre de que ya no les será posible repetir un proceso que sienten clausurado, definitivo. Solo les queda una manera de defender la perfección, el ápice de la dicha tan duramente alcanzada: Glenda Garson no alcanzará a filmar la película anunciada, el club hará lo necesario y para siempre. 
       Todo esto, usted lo ve, es un cuento dentro de un libro, con algunos ribetes de fantástico o de insólito, y coincide con la atmósfera de los otros relatos de ese volumen que mi editor me entregó la víspera de mi partida de México. Que el libro lleve ese título se debe simplemente a que ninguno de los otros cuentos tenía para mí esa resonancia un poco nostálgica y enamorada que su nombre y su imagen despiertan en mi vida desde que una tarde, en el Aldwych Theater de Londres, la vi fustigar con el sedoso látigo de sus cabellos el torso desnudo del marqués de Sade; imposible saber, cuando elegí ese título para el libro, que de alguna manera estaba separando el relato del resto y poniendo toda su carga en la cubierta, tal como ahora en su última película que acabo de ver hace tres días aquí en San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch, alguien que sabe que esa palabra se traduce por Rayuela en español. Las botellas han llegado a destino, Glenda, pero el mar en el que derivaron no es el mar de los navíos y de los albatros.
        Todo se dio en un segundo, pensé irónicamente que había venido a San Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos ante la coincidencia del título de esa película y el de la novela que sería uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada hasta que la botella se hizo pedazos en la oscuridad de la sala y conocí la respuesta, digo respuesta porque no puedo ni quiero creer que sea una venganza. 
        No es una venganza sino un llamado al margen de todo lo admisible, una invitación a un viaje que solo puede cumplirse en territorios fuera de todo territorio. La película, desde ya puedo decir que despreciable, se basa en una novela de espionaje que nada tiene que ver con usted o conmigo, Glenda, y precisamente por eso sentí que detrás de esa trama más bien estúpida y cómodamente vulgar se agazapaba otra cosa, impensablemente otra cosa puesto que usted no podía tener nada que decirme y a la vez sí, porque ahora usted era Glenda Jackson y si había aceptado filmar una película con ese título yo no podía dejar de sentir que lo había hecho desde Glenda Garson, desde los umbrales de esa historia en la que yo la había llamado así. Y que la película no tuviera nada que ver con eso, que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una página de cualquier periódico o libro previamente convenidos remiten a las palabras que transmitirán el mensaje para quien conozca la clave. Y era así, Glenda, era exactamente así. ¿Necesito probárselo cuando la autora del mensaje está más allá de toda prueba? Si lo digo es para los terceros que van a leer mi relato y ver su película, para lectores y espectadores que serán los ingenuos puentes de nuestros mensajes: un cuento que acaba de editarse, una película que acaba de salir, y ahora esta carta que casi indeciblemente los contiene y los clausura. 
       Abreviaré un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del FBI y del KGB, amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el final de la película muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch. Usted, como siempre, es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del club entendí que solo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha querido así, porque sólo ese doble simulacro de muerte por amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula usted y yo estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel para su próxima película. 
                                                                                                             Berkeley, California, 29 de septiembre de 1980

sábado, 9 de abril de 2016

La Justicia se pone en carrera

Un país donde la Justicia haga su trabajo, tenga mayor dotación y mejora del presupuesto y sea honesta, eficiente y realmente pueda ejercer con independencia de poderes (y sanciones para aquellos funcionarios judiciales que se aparten de ese camino ético) es uno de mis sueños desde el día en que decidí estudiar abogacía y con 17 años entré en la UMSA.

No en vano estoy peleando por los Tribunales propios para mi ciudad de Avellaneda, que fue una sede de mando de la corrupción kirchnerista para la Pcia de Buenos Aires.

Duele saber que hasta que los medios no lo dicen explícitamente y con mucho ruido la ciudadanía se muestra apática frente al delito de usurpación del edificio que estaba destinado a ser Departamento Judicial de Avellaneda y al que le pusieron el bochornoso nombre de EDIFICIO MUNICIPAL DR. BALTASAR GARZÓN REAL, quien fuera el asesor legislativo del proyecto: Cristina Eterna.

Sé que tarde o temprano este ideal se producirá, pero quizás tarde otra década, porque el Intendente es uno de los responsables de la caja negra vinculada con operaciones de lavado y corrupción de los máximos dirigentes políticos (valga la redundancia porque Máximo tenía su oficina de trabajo en la sede de Racing Club, en Av Mitre) y según pude confirmar algunos personajes nefastos de la curia local tenían relaciones "deportivas" con ese club.

Nos vamos a dormir pero NO nos vamos a dormir.

Lu.

domingo, 3 de abril de 2016

Manuel Rivas



03 DE ABRIL DE 201601:37








HE conocido mucha gente que ama el mar como una matria.





Gente que nació con escamas, llevada por la madre en el canastro del pescado después de dar a luz en un camino solitario. Gente para quien la misma barca fue cuna y ataúd. Gente que naufragaba al pisar la tierra. Que se ahogaba cuando estaba lejos del agua como quien respira por branquias.





Mis héroes son navegantes solitarios, de la estirpe de ­Joshua Slocum, que eligió el hogar universal de una balandra para olvidar el desamor; el enigmático Bas Jan Ader, que hizo de su adiós oceánico una obra de arte, o la muchacha Laura Dekker, nacida en un barco, que dio la vuelta al mundo a los 16 años, y que llevaban un pasaporte no impreso por ninguna burocracia, la proclama de Baudelaire: “¡Para siempre, si eres ser libre, amarás a la mar!”.





Y aún entre ellos, Ánxel Vila, patrón del Xurelo, que en 1981 se jugó vida y barco para impedir el vertido de residuos radiactivos en la Fosa Atlántica.





Conozco gente que sabe los nombres del mapa submarino, el poema infinito de la talasonimia, con sus valles, colinas, abismos, grutas, senderos, prados de luminarias, santuarios nupciales, almeiros de cría, paraísos de cardume, pecios y naufragios, y las marcas del miedo, los infiernos del esquilme, la dinamita y las pestes químicas.





Sí, he conocido, conozco, mucha gente fascinada por el mar.





He leído noticias y he sido también testigo como periodista de algún primer encuentro. De gente muy mayor o muy joven que vivía esa experiencia por vez primera: la de poder ver el mar. Ese esperar a ver qué decían, cómo reaccionaban. Al acecho de la frase histórica que casi nunca se daba. Y echabas mano de un recuerdo de Galeano, la del niño que le dijo al padre delante del océano: “¡Ayúdame a mirar!”. A veces, el momento cósmico se hacía cómico, cuando un pícaro del grupo rompía el encanto: “¿Cuándo podemos tomar el helado, profe?”.





Pero ahora mismo, en la memoria, 20 años después, nada comparable a lo que ocurrió con Nanna Hatari. Tenía ocho años en el verano de 1996. Venía de los campamentos del exilio saharaui en el pedregal inhóspito de Tinduf, al igual que otros miles de niños acogidos por familias españolas. Ella ya había nacido en la diáspora de un pueblo expulsado de sus hogares, de su país, en 1975, en aquella operación infame en la que se permutó el dominio y la potencia marroquí ocupó el lugar de España, que se desentendió de aquellos que hasta entonces consideraba compatriotas y que tenían su propia representación en las Cortes franquistas. Los saharauis quedaron abandonados a su suerte. Mantuvieron la dignidad en ese tablero infernal. Bombardeados con napalm, perseguidos por la maquinaria bélica pesada, proclamaron la República Árabe Saharaui Democrática el 27 de febrero de 1976, en Bir Lehlu, todavía en el Sáhara Occidental. Se han cumplido 40 años. Y pese a todos los muros de cautiverio y silencio, sigue rechinando la injusticia en el calor del Sáhara. Y en la costa, una incesante declaración de libertad.





En el éxodo participaron los abuelos y padres de Nanna Hatari, huidos de la costa, cerca de El Aaiún. En el desierto, en la inclemencia de Tinduf, a cientos de kilómetros, todas las noches Nanna oía hablar del mar. De alguna forma, oía al mar. El mar era el ser vivo, extraordinario, de un relato que iba más allá de la magia. Porque parte del hechizo del mar es que su realismo es mucho más potente que lo mágico. Habían ocupado su hogar, sus posesiones. Pero había algo indomable que no podrían capturar ni encerrar.


Para Nanna el mar era un mito y, a la vez, algo muy personal. Una pertenencia. El mar era suyo. Era inmenso, inabarcable, pero podría abrazarlo.





Cuando lo vio por vez primera, en la Costa da Morte, en Galicia, su reacción fue de una sorprendente serenidad. No sabía nadar, pero no parecía importarle. Su confianza en el mar era absoluta. Era frágil y flaca, pero ya con un aura que le permitía encararse con la línea del horizonte. Ella tomaba contacto por vez primera con lo imaginado. Y el mar parecía corresponderle: también la reconocía como parte de su imaginación. De su profundidad habitada.





En los dos veranos que estuvo con nosotros, Nanna no se separó del mar. Todo lo demás era secundario, o pasaba a serlo cuando, al fin, tomábamos rumbo hacia la costa. No parecía necesitar nada más. La felicidad es una de esas palabras grandilocuentes que tanto engaño suelen causar. Pero hay momentos en la vida en que le ves el rostro y la encarnadura a esas palabras esquivas y puteadas.





Recuerdo haber visto la felicidad hace 20 años. En aquella niña saharaui llamada Nanna y en el mar de espuma que la abrazaba. Y eso, la vuelta al mar, es un sueño del desierto que la infamia no podrá borrar


Manuel Rivas


Escritor, poeta y ensayista nacido en A Coruña en 1954. Ha compaginado su trayectoria periodística en radio, prensa y televisión con su faceta de escritor. En 2009 fue elegido miembro de la Real Academia Gallega y en octubre de 2011 distinguido con el título de doctor honoris causa por la Universidad de A Coruña.

¿Y no será esto el socialismo?


Almudena Grandes

Y AL FINAL, EL SOCIALISMO

Juan vivía con su hija como si no viviera, como si la muerte de su esposa le hubiera arrancado la vida sin otorgarle el descanso de la muerte.
 03 DE ABRIL DE 201601:41


FUE la hija de Juan quien les animó con una sonrisa radiante.

–Me he enterado de que el spa que acaban de abrir en la plaza hace descuento para los jubilados –comentó mientras vaciaba el carro de la compra–. Hay piscinas de agua fría, caliente, cursos de natación… ¿Por qué no te apuntas con Pablo? A los dos os vendría muy bien hacer un poco de ejercicio.

Desde que se quedó viudo, Juan vivía con su hija como si no viviera, como si la muerte de su esposa, a la que había cuidado sin descanso durante una década, desde que tuvo un accidente vascular del que quedó malparada, le hubiera arrancado la vida sin otorgarle el descanso de la muerte. Pablo, el mejor amigo de toda su vida privada y pública, compañero de trabajo en la fábrica desde que ambos entraron de aprendices, compañero de militancia política y de lucha sindical, de comité de empresa, de mus, de dominó y de lo que hiciera falta, vivía plácidamente con su mujer. Los dos estaban bien de salud, pero él se aburría bastante. Ella no, porque asistía a un club de lectura los lunes, a clases de manualidades los martes, a aquagym el miércoles, a cocina los jueves… ¡Claro que sí, Juan!, por eso se entusiasmó tanto con la propuesta de su amigo, vamos a apuntarnos, anda. Mi señora no para en casa con todas esas cosas que hace y parece que se divierte mucho, así que, ¿por qué no vamos a divertirnos nosotros?

Juan no las tenía todas consigo, pero se dejó llevar. Se compró un bañador, un gorro, una toalla, unas chanclas y hasta una bolsa de deporte, porque desde que vivía con su hija no se gastaba ni la mitad de la pensión. El primer día estuvo a punto de rajarse porque le daba vergüenza quedarse desnudo en un vestuario y hasta estrenar cosas, a su edad, pero Pablo llamó al timbre a las diez y media de la mañana y, por la fuerza de la costumbre, se fue con él. Desde hacía cincuenta años siempre habían ido juntos a todas partes, y el spa de la plaza no podía ser una excepción, aunque lo primero que hizo la señorita que les atendió en la recepción fue separarlos.

En un despacho pequeño y luminoso, otra señorita con bata blanca, tan mona, tan joven, tan saludable como la que le había guiado hasta allí, apuntó en una ficha sus datos médicos, le auscultó, le pesó y le tomó la tensión. Pues vaya, pensó Juan, ni que esto fuera el centro de salud… Luego le tocó esperar un buen rato hasta que Pablo salió del despacho. Fueron juntos hasta el vestuario, se desnudaron entre otros hombres de su edad y, con el bañador puesto y las carnes colgando, fueron en fila india hasta la primera piscina.

La monitora de su grupo se llamaba Clara y era mucho más mona que sus colegas de la bata blanca, quizás porque llevaba un bañador de nadadora color burdeos que le sentaba como un guante. Vamos a empezar por el calentamiento, propuso. Les invitó a meterse en el agua, que estaba tibia, deliciosa, y empezó a mover los brazos, las piernas, ejecutando movimientos suaves, fáciles de seguir. Después de un cuarto de hora, les dejó diez minutos de relajación y Juan disfrutó todavía más chapoteando con Pablo como un chiquillo, pero eso fue solo el principio. Tras el agua tibia, pasaron al agua fría, donde cada uno tenía que nadar por su propia calle bajo la vigilancia de otras monitoras, monísimas todas, que corregían sus errores con una sonrisa imperturbable, animándolos y aplaudiéndolos como si estuvieran preparándose para unos Juegos Olímpicos. Al salir de la piscina, Juan ya reconocía para sí mismo que no se lo había pasado tan bien en mucho tiempo. Por su gusto, habría seguido en el agua dos horas más, pero enseguida comprobaría que la tierra firme también podía ser placentera. Diez minutos de sauna, anunció Clara, y luego, veinte de baño turco, ya veréis qué bien nos sienta… ¡Ah!, le preguntó Pablo en un susurro, ¿pero ella va a entrar con nosotros? No entró, pero les explicó muy bien qué tenían que hacer, cómo alternar el calor seco y el húmedo, las duchas templadas y las frías. ¿Qué tal?, les preguntó al final. Maravilloso, contestó Juan, de verdad, estamos encantados, no sabría decirte qué me ha gustado más. Te lo digo yo, volvió a sonreír ella, lo que más te va a gustar es lo que viene ahora.

Y en la sala de masaje, tumbados en dos camillas contiguas, boca abajo, mientras la última remesa de señoritas monísimas, de nuevo con bata blanca, les estiraban las piernas, los pies, masajeándolos con la dosis exacta de firmeza, suavidad y una crema espesa y fresca que olía a menta, Pablo se volvió hacia él.
–Oye, Juan… ¿Y no será esto el socialismo?