viernes, 26 de agosto de 2016

Última vuelta de Samanta Schweblin


Julia me sonríe desde el otro caballo. Cuando el animal sube, las luces le iluminan el pelo; cuando baja, ella se toma del mástil y se arquea hacia atrás, sin dejar de mirarme. Somos indias hermosas. En la calesita, montamos nuestros caballos hasta el infinito, huimos de terribles amenazas y rescatamos de la muerte a animales en peligro. Si algo sale mal, si necesitamos duplicar nuestras fuerzas, chocamos los rubíes de nuestros anillos y una energía cósmica nos da superpoderes. Julia estira hacia a mí su mano y yo la tomo de los dedos, apenas alcanzamos a mantenernos agarradas. Pregunta si la quiero. Digo que sí. Pregunta si vamos a vivir juntas para siempre. Le digo que sí. Pregunta si algún día tendremos un castillo, si va a ser inmenso y si las indias viven en castillos así, inmensos. Le digo que sí, que por supuesto, que eso es lo que hacen las indias hermosas. Mamá está entre la gente que espera en el banco. La busco pero no la veo. Me abrazo a la crin dorada de mi caballo. Julia me imita y esperamos a mamá para saludarla. Pero la calesita gira y mamá sigue sin aparecer. Dos hermanos nos miran desde uno de los bancos. Hay más gente también, otros chicos con sus padres esperando el turno en la boletería. Cuando completamos otra vuelta el menor de los hermanos nos señala. Están sentados junto a una mujer muy vieja, que también nos mira. Tiene un chal plateado, el pelo blanco y la piel oscura; parece cansada. Dónde está mamá, dice Julia. Busco a mamá. El boletero que sacude la llave no es el hombre de siempre. El carrusel se detiene, tenemos que bajar. Los hermanos dejan su banco y vienen hacia nuestros caballos. De todos los que hay, ellos quieren estos, y vamos a tener que dárselos. Julia se aferra a su caballo, mira a los chicos que ya suben. Hay que bajar, digo. Pero quieren nuestros caballos, dice, los rubíes, choquemos los rubíes, dice Julia estirando su mano hacia mí. Pienso en darle el gusto pero los hermanos ya se trepan y me preocupa no ver a mamá. El mayor se acerca y le da dos palmadas al morro de mi caballo. El otro le hace un gesto a Julia para que se baje. Ella tiene los cachetes inflados y colorados, como cuando está por llorar. Acaricio la piel cálida y fuerte de mi caballo, y apenas alcanzo a bajar cuando siento al chico tomar con fuerza la montura y subirse. Trata al caballo como a un animal de guerra, taconea y grita. La calesita empieza a moverse y descubro que Julia ya no está en su caballo, ni cerca de mí. Tengo que bajar pero no la encuentro. Tampoco a mamá. La abuela de los hermanos camina hacia mí y me hace un gesto para ayudarme a saltar. Pero sus manos me dan miedo. Me toma de los dedos. Está helada y es tan flaca que es como si le tocara los huesos. La calesita sigue girando. Me tiro y tropezamos. Caigo al piso de tierra y creo que ella cae conmigo. Trato de levantarme pero no puedo. Algo pasa. Siento un dolor profundo, en todo el cuerpo, como si algo se comprimiera, o se aplastara, algo muy delicado. Los brazos y las piernas tardan en responderme, se mueven lento, como si no soportaran su propio peso. Siento frío y con esfuerzo apenas logro girar para volverme hacia la calesita. Entonces los hermanos aparecen por la derecha, erguidos sobre los corceles como dos soldados. Cuando el mayor me ve me señala asustado y enseguida empiezan a bajar. Algunos padres se acercan y me ayudan a incorporarme. Les cuesta levantarme, me mueven con cuidado. Entre varios me acompañan hasta un banco. El mayor de los hermanos me acaricia el pelo y acomoda sobre mis hombros un chal, el menor se sienta a mi lado y me mira asustado. Descubro el anillo, el rubí brillante en mi piel vieja y oscura, y me quedo así, inmóvil, los dedos sobre los huesos de la rodilla, atenta al movimiento de los caballos vacíos. Que suben y bajan. Suben y bajan. Y detrás, infinitas, las praderas verdes que me separan del castillo.

Perdiendo velocidad


Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En ir hasta la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes... Es un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas aterciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mi bolsillo los fósforos, que llevaba en una caja de plata que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la mecha. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para descansar, o para pensar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.


Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

Agujeros negros Samanta Schweblin


El doctor Ottone se detiene en el pasillo y, muy despacio al principio, comienza a balancearse sobre las plantas de sus pies, con la mirada fija en alguno de los azulejos blancos y negros que cubren todos los pasillos del hospital, así que el doctor Ottone está pensando. Después toma una decisión, vuelve a entrar al consultorio, prende las luces, deja sobre el sillón sus cosas y busca, entre todo lo que hay en su escritorio, la carpeta de la señora Fritchs, así que Ottone está ocupado con algún tema y se propone encontrar una solución, una repuesta al menos, o derivar ese tema a otro doctor, por ejemplo al doctor Messina. Abre la carpeta, busca una página determinada que encuentra y lee: “...Agujeros negros, ¿me entiende? Usted está acá, por ejemplo, y de pronto está en su casa, en su cama, con el piyama ya puesto, y sabe perfectamente que no ha cerrado el consultorio, ni apagado las luces, ni recorrido lo que tenga que recorrer para llegar a su casa, es más, ni siquiera se ha despedido de mí. ¿Entonces? ¿Cómo puede ser que usted esté en su cama con el piyama puesto? Bueno, eso es un espacio vacío, un agujero negro como le digo, un tiempo cero, como lo quiera llamar, ¿qué más si no?...”
El doctor Ottone guarda la carpeta, recoge sus cosas, apaga las luces, cierra con llave y se dirige hacia el consultorio del doctor Messina, a quien está seguro de encontrar a esa hora. Ottone efectivamente encuentra a Messina pero dormido sobre el escritorio y con una estatuilla en la mano. Lo despierta y le entrega la carpeta de la señora Fritchs. Messina, un poco dormido aún, se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué se ha despertado con una estatuilla en la mano. Con un gesto, Ottone responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone, galleta que Ottone acepta. Messina abre la carpeta.
–Lea la página quince –dice Ottone.
Messina busca, encuentra y lee, todo cuidadosamente, la página quince. Ottone espera atento. Cuando termina su lectura, Ottone le pide una opinión.
–¿Y usted cree en esto, Ottone?
–¿En agujeros negros?
–¿De qué estamos hablando?
Así que Ottone recuerda el vicio de Messina de responder solo con preguntas y eso lo pone nervioso.
–Hablamos de agujeros negros, Messina...
–¿Y usted cree en eso, Ottone?
–No, ¿Y usted?
Messina abre otra vez su cajón.
–¿Quiere otra galleta, Ottone?
Ottone agarra la galleta que Messina le ofrece. 
–¿Cree o no cree? –insiste Ottone.
–¿Yo conozco a esta señora...?
–...Fritchs, la señora Fritchs. No, no creo que la conozca, solo vino a verme dos veces y es su primer tratamiento.
Alguien toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone reconoce al portero y pregunta:
–¿Qué necesita, Sánchez?
El portero explica con sorpresa que la señora Fritchs espera al doctor Ottone en la sala de ese piso. Messina recuerda al portero que son las diez de la noche y el portero explica que la señora Fritchs se niega a irse.
–No quiere irse, está en piyama, sentada en la sala y dice que no se va si no habla con el doctor Ottone, qué quiere que le haga yo...
–¿Por qué no la trajo, entonces? –pregunta Messina mientras mira la estatuilla.
–¿La traigo acá? ¿A su consultorio? ¿O al del doctor Ottone?
–¿Que le pregunté yo a usted?
–Que por qué no la traje.
–¿No la trajo a dónde, Sánchez?
–Acá.
–¿Dónde es acá?
–A su consultorio, doctor.
–¿Entiende ahora, Sánchez? ¿A dónde tiene que traerla entonces?
–A su consultorio, doctor.
Sánchez se inclina levemente, saluda y se retira. Ottone mira a Messina, la mandíbula de Messina que oprime la fila de dientes superior con la inferior, así que Ottone está nervioso y aún espera una respuesta de Messina, doctor que comienza a guardar sus cosas y a acomodar papeles del escritorio. Ottone pregunta.
–¿Se va?
–¿Me necesita para algo?
–Dígame al menos qué opina, qué cree que conviene hacer. ¿Por qué no la ve usted?
Messina, ya desde la puerta del consultorio, se detiene y mira a Ottone con una leve, apenas marcada, sonrisa.
–¿Qué diferencia hay entre la Señora Fritchs y el resto de sus pacientes?
Ottone piensa en contestar, así que su dedo índice empieza a subir desde donde reposa hacia la altura de su cabeza, pero se arrepiente y no lo hace. Queda entonces el dedo índice de Ottone suspendido a la altura de su cintura, sin señalar ni indicar nada preciso.
–¿A que le tiene miedo, Ottone? –pregunta Messina y se retira cerrando la puerta, dejando a Ottone solo y con su dedo índice que baja lentamente hasta quedar colgado del brazo. En ese momento entra la Señora Fritchs. La señora Fritchs lleva un piyama, celeste, con detalles y puntillas blancas en cuello, mangas, cinto y otros extremos. Ottone deduce que esta señora está en un estado nervioso considerable, y deduce esto por sus manos, que ella no deja de mover, por su mirada y por otras cosas que, aunque comprueban esos estados, Ottone considera que no necesitan ser enumeradas.
–Señora Fritchs, usted está muy nerviosa, va a ser mejor si se calma.
–Si usted no me soluciona este problema yo lo denuncio doctor, esto ya es un abuso.
–Señora Fritchs, tiene que entender que usted está haciendo un tratamiento, los problemas que tenga no se van a solucionar de un día para el otro. 
La Señora Fritchs mira indignada a Ottone, rasca el brazo derecho con la mano izquierda y habla.
–¿Me toma por estúpida? Me está diciendo que tengo que seguir dando vueltas por la ciudad en piyama, piyama en el mejor de los casos, hasta que usted decida que el tratamiento está terminado. ¿Para qué pago yo ese seguro médico, a ver?
Ottone piensa en el doctor Messina bajando las escaleras principales del hospital y esto le provoca diversas sensaciones, sensaciones en las que no va a profundizar ahora.
–Mire –dice Ottone con paciencia, empezando a balancearse, lentamente al principio, sobre las plantas de sus pies–, cálmese, entienda que usted está con problemas psicológicos, usted inventa cosas para ocultar otras cosas más importantes. Todos sabemos que usted no pasea en piyama por el hospital. 
La señora Fritchs desenrosca pliegues de las puntillas de su camisón, así que Ottone entiende que la charla será larga. 
–Siéntese por favor, relájese, vamos a hablar un rato –dice Ottone.
–No, no puedo. Va a llegar mi marido a casa y yo no voy a estar, tengo que volver, doctor, ayúdeme.
Ottone desarrolla rápidamente la primera de las sensaciones postergadas de Messina bajando las escaleras. Aire entrando por las costuras del abrigo, entonces frío, un poco de frío.
–¿Tiene dinero para regresar?
–No, no llevo plata cuando ando en camisón por casa...
–Bueno, yo le presto para que vuelva a su casa y pasado mañana, en el horario que a usted le corresponde, hablamos de estos problemas que tanto le preocupan...
–Doctor, yo le acepto el dinero si quiere, y vuelvo a casa, perfecto. Pero ya le expliqué, sabe, dentro de un rato estoy acá de nuevo, y cada vez es peor. Antes pasaba cada tanto, pero ahora, cada dos o tres horas, zas, agujero negro.
–Señora...
–No, escuche, escúcheme. Me recupero, o sea, vuelvo a donde estaba ¿Cómo le explico? A ver, desaparezco de casa y aparezco en casa de mi hermano, entonces me desespero, imagínese, tres de la mañana y aparezco en piyama, piyama en el mejor de los casos, en el cuarto matrimonial de mi hermano. Entonces trato de volver, ¿Sabe doctor qué sufrimiento? Hay que salir del cuarto, de la casa, todo sin que nadie se de cuenta, tomar un taxi, todo en piyama, doctor, y sin plata, imagínese, convencer al taxista de que le pago al llegar. Y cuando estoy por llegar, zas, fin del agujero y aparezco en casa otra vez.
Ottone aprovecha este tiempo para analizar la segunda sensación de Messina escaleras abajo. Entrada a un auto, ambiente más agradable, alivio al dejar el peso del portafolio en el asiento del acompañante.
–Aparte imagínese, andaba por casa siempre con dinero y un abrigo atado a la cintura del camisón, no sea cosa. Pero ahora no, basta, cuando caigo en agujeros ya no vuelvo. Si igual nunca llego, tomo taxis que casi nunca alcanzan a dejarme donde les pido. No, basta, ahora me quedo donde esté hasta que pase el agujero y listo.
–¿Y cuánto tiempo tardan en pasar estos agujeros negros?
–Y, vea, yo no puedo decirle con exactitud, una vez fui y volví en el momento, sin problema. Y otra estuve en casa de mi madre unas cuántas horas, diga que ahí sé donde están las cosas, preparé unos mates y paciencia, tardó tres horas, doctor, una vergüenza. 
Ottone piensa en cuántos minutos ya ha estado la señora Fritchs en el hospital y no obtiene un número definido, quizás cinco, quizás diez, no sabe.
Sánchez toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone pregunta:
–¿Qué pasa, Sánchez?
–Lo busca el doctor Messina.
–Cómo ¿No se fue?
–Sí, se fue, pero al rato estaba acá de vuelta, me parece que el doctor está un poco angustiado, anda a medio desvestir, o vestir, no sé decirle, doctor, y pregunta por usted.
–¿Qué pregunta, Sánchez?
–Si usted está, si puede usted hacerle el favor de ir a verlo. Me parece que está enojado, doctor...
El doctor Ottone mira a la señora Fritchs, señora que rasca con la mano derecha su brazo izquierdo y contesta la mirada de Ottone con un gesto recriminatorio.
–Va a tener que disculparme.
–No, lo acompaño.
–No, hágame el favor, señora, quédese acá. El doctor Messina enojado es ya de por sí todo un problema. 
Sánchez acompaña la opinión de Ottone con un movimiento de cabeza y se retira caminando por el pasillo, pasillo que Ottone recorre ahora, unos metros detrás. 
Se asoma Messina, minutos después, no sabe bien Messina después de qué, tras el biombo de su consultorio, para descubrir a la señora Fritchs sentada en un sillón. Messina mira su propia mano y se pregunta por qué tiene, otra vez, esa estatuilla. Mira desconcertado el escritorio, el lugar vacío donde la había dejado un rato atrás. Luego mira a la Señora Fritchs y la señora Fritchs, con las manos aferradas a los brazos del sillón, como si fuese a caer hacia o desde algún lado, mira al doctor Messina.
–¿Y usted quién es? ¿Qué hace en mi consultorio?
–El doctor Ottone dijo...
–¿Por qué está en piyama?
–El portero y el doctor Ottone fueron a buscarlo al...
–¿Usted es la señora Fritchs?
–Usted también está en piyama –dice la señora Fritchs mientras observa asustada la estatuilla en la mano del doctor.
Messina verifica su apariencia, plantea mentalmente distintas hipótesis sobre las razones de su propio paradero actual, deja la estatuilla en su lugar y acomoda el cuello de su camiseta hasta que este queda centrado con respecto al eje del cuello, posición de camiseta que hace de Messina un hombre más seguro.
–¿Usted es la señora Fritchs?
–El doctor Ottone dijo que lo esperara acá.
–¿Yo le pregunté algo sobre Ottone, señora?
–Sí, soy la señora Fritchs, espero al doctor Ottone.
–¿Le parece que este puede ser el consultorio de un doctor como el doctor Ottone?
–No sé, me parece que no, yo solamente lo espero.
Compara Messina mentalmente la figura de esa señora con la de su mujer y no obtiene ningún beneficio.
–¿Usted es la señora que tiene problemas con los agujeros negros?
–¿Usted no los tiene?
En ese momento Messina comprende algunas cosas, cosas de las que solo rescata dos como planteos pertinentes. Primero, lo que puede estar pasándole; segundo, que tras la señora Fritchs se esconde una persona de suma inteligencia. Piensa una pregunta para comprobar el segundo planteo:
–¿Por qué espera al doctor Ottone?
–Ottone y el portero fueron a buscarlo a usted al hall ¿Usted es el doctor...?
–¿Messina?
–Eso, Messina, necesito que alguien me ayude. 
Messina busca y encuentra sobre su escritorio la carpeta de la señora Fritchs y, de espaldas a esta señora, revisa el contenido, a la vez que relaciona ideas de agujeros negros, gente en piyamas y estatuillas. Pregunta:
–¿Qué cree usted que nos esté pasando?
–A usted no sé doctor, pero a mí nada –responde Sánchez que entra por la puerta y le alcanza un juego de llaves. Messina mira rápidamente el sillón vacío donde un segundo antes estaba la señora Fritchs.
–¿Qué hace acá, Sánchez? ¿No tiene nada mejor que hacer?
Sánchez, brazo extendido hacia Messina con llaves enganchadas al extremo del dedo índice, habla:
–Acá tiene las llaves doctor. Yo me voy.
–¿A dónde se va usted? ¿Dónde está la Señora Fritchs?
–Mi horario termina a las diez, ya son diez y media, yo me voy.
–¿Dónde está la señora Fritchs?
–No sé, doctor, por favor tome las llaves.
–¿Y Ottone? ¿Donde está Ottone?
–Lo está buscando a usted, doctor, yo me voy.
Messina sale de su consultorio sin tomar las llaves y recorre el pasillo de azulejos blancos y negros hasta el hall, donde encuentra a Ottone. Pliega Ottone los dedos de su mano derecha hasta obtener un puño cerrado, sin aire en el interior, para luego forzar estos dedos con la mano izquierda, lo que produce una serie de crujidos en los nudillos, así que Ottone ha visto a Messina, está sumamente angustiado, y le desagrada ver a este doctor, el doctor Messina, a medio vestir, o desvestir, Sánchez no ha sabido decirle y él no alcanza ahora a elaborar una definición correcta. 
Messina va a preguntarle algo pero descubre en su propia mano la estatuilla, así que se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué tiene esa estatuilla en la mano. Ottone, con un gesto, responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone. Galleta que Ottone acepta sin preguntarse por qué ambos, Ottone y Messina, ya no se encuentran en el hall, sino en el consultorio del segundo de los doctores mencionados.
Y aunque Messina piensa en decirle algo a Ottone, decide que será mejor no hacerlo y simplemente deja la estatuilla sobre una mesada del hall, porque, en efecto, ya están otra vez en el hall y no en el consultorio del doctor Messina.
–¿Está usted bien? –pregunta Ottone.
–¿Usted cree que yo puedo estar bien en el estado en que me encuentro?
Observa Ottone la camiseta desarreglada de Messina.
–¿Que opina ahora de esto, Messina?
–¿De qué?
–De los agujeros negros.
–¿Dónde está la señora Fritchs?
–Está en su consultorio. 
–¿Me está cargando, Ottone? ¿No se da cuenta de que yo vengo de ahí?
Piensa Ottone en algo que no explica, y cuando ve a la señora Fritchs, corriendo, lejos, de un pasillo a otro, propone a Messina ir a buscar a esta señora. Abre grandes los ojos Messina y se acerca a Ottone como quien piensa en contar un secreto. Ottone escucha:
–¿No se da cuenta de que ella sabe?
–¿Que sabe qué cosa?
–¿Por qué cree usted que corre así la señora?
Amaga Ottone un nuevo crujimiento de sus dedos, pero Messina reacciona rápido, toma fuerte su muñeca, y dice:
–¿No se dio cuenta?
–¿De qué?
–¿No se dio cuenta de lo que pasó la última vez que usted crujió sus dedos?
–¿Estuvimos ahí?
–¿En un agujero negro?
–¿Sí?
–¿Hace falta que le responda?
Interrumpe la conversación el sonido de las llaves de la puerta, colgadas del dedo de Sánchez a la altura de la frente de ambos médicos. Sánchez:
–Las llaves, yo me voy.
Propone Messina a Sánchez:
–¿Por qué antes de irse no nos va a buscar a la señora?
A lo que asiente Ottone, contento, y agrega:
–Sí, traiga a la señora y le aceptamos las llaves.
Messina le señala a Sánchez los pasillos por donde, salteadamente, cruza la señora Fritchs, a veces caminando preocupada, a veces con paso presuroso. Da Messina unas palmaditas en la espalda de este Sánchez a quien Ottone sonríe y dice alegre:
–Vaya, Sánchez, vaya y traiga a la señora.
Mira Sánchez hacia los pasillos y ve un par de veces a la señora Fritchs cruzar de una puerta a otra. Luego mira al doctor Messina, al doctor Ottone, deja las llaves sobre la mesada del hall y explica a estos doctores:
–Yo soy el portero, mi turno terminó a las diez. Veo que tienen algunos problemas, pero yo no tengo nada que ver, no sé si me interpretan... –y se retira.
Messina mira las llaves que han quedado al lado de la estatuilla y luego, desesperanzado, mira a Ottone, doctor que a la vez mira a Messina, aunque sus percepciones tienen que ver ahora con otras cosas, cosas como Sánchez bajando las escaleras, Sánchez sintiendo el aire frío de la calle en la cara, Sánchez pensando en que siempre está más desabrigado de lo que debería, y que todo es culpa de su madre que, a diferencia de otras madres, nunca le recuerda las cosas. Piensa entonces Messina en Sánchez subiendo al colectivo ciento treinta y cuatro, ramal dos, o tres, los dos van, y cuando está a punto de pensar en Sánchez abriendo la puerta de su casa, casa lógicamente de este mismo Sánchez, lo que ve es a la señora Fritchs, o mejor dicho, no la ve, o más bien la ve desaparecer ante sus ojos. Entonces dice Messina al doctor Ottone:
–¿Vio eso, Ottone?
–¿Ver qué?
–¿No vio eso?
Ottone está a punto de responder, y este inminente momento se deduce por su dedo índice que, lentamente, comienza a ascender hacia la altura de su cabeza, pero cuando lo hace, cuando este dedo llega a la altura citada y Ottone enuncia sus primeras palabras, entonces este Doctor, el doctor Ottone, se encuentra no con el doctor Messina, sino con Clara, es decir su esposa, en su casa, los dos en piyama.
En un pasillo del hospital, ahora aún más lejos de su consultorio, Messina se pregunta, una vez más, qué hace ahí a esas horas de la noche, a medio vestir, o desvestir, con una estatuilla en la mano y, cuando va a preguntarse eso pero en voz alta, lo que queda ahora es, simplemente, el pasillo del hospital, vacío.

Pájaros en la boca Samanta Schweblin



Cuento de Samanta Schweblin



Apagué el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de no atender, pero el timbre volvió a sonar: ella sabía que yo estaba en casa. Fui hasta la puerta y abrí.
—Silvia —dije.
—Hola —dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada—. Tenemos que hablar.
Señaló el sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.
—No va a gustarte. Es... es fuerte —miró su reloj—. Es sobre Sara.
—Siempre es sobre Sara —dije.
—Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
—¿Qué pasa?
—Además le dije a Sara que ibas a venir, así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el seño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.


Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando de los balcones del primer piso. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba sentada con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
—Hola, papá.
Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros —de unos setenta, ochenta centímetros—, colgaba del techo, vacía.
—¿Qué es eso?
—Una jaula —dijo Sara, y sonrió.
Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
—Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.
—Dejame de joder, ¿qué pasa?
—La tengo sin comer desde ayer.
—¿Me estás cargando?
—Para que lo veas con tus propios ojos.
—Ahá... ¿estás loca?
Dijo que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
—¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio estaba atado en una cola de caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un salto paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y empezaría con las culpas y las directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron algunas veces la puerta de entrada. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí, su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.
—¿Qué mierda...?
—Te la llevás —fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
—¡Dios santo, Silvia, tu hija come pájaros!
—No puedo más.
—¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirándome, desconcertada.
—Supongo que los traga también. No sé si los pájaros... —dijo y se quedó mirándome.
—No puedo llevármela.
—Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
—¡Come pájaros!
Silvia fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando por que ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiéndome come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija —que habían guardado en el baúl—, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le indiqué que podía usar el cuarto de arriba. Después de que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
—Comés pájaros, Sara —dije.
—Sí, papá.
Se mordió los labios avergonzada, y dijo:
—Vos también.
—Comés pájaros vivos, Sara.
—Sí, papá.
Me acordé de Sara a los cinco años, sentada a la mesa con nosotros, llegando apenas a su plato, devorando fanáticamente una calabaza, y pensé que, de alguna forma, solucionaríamos el problema. Pero cuando la Sara que tenía frente a mí volvió a sonreír, y me pregunté qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, me tapé con la mano, como hacía Silvia, y la dejé sola frente a los dos cafés, intactos.


Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el tiempo en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me aguantaba las horas consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Una vez vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los retenía un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público sonriendo y llevando los ojos hacia arriba, como si eso le diera un gran placer. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, dando vueltas en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizás era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó, le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Cada uno sabía lo que pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.
—Yo me encargo de esto —dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.


En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras, carnes y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara a comer y entonces decía:
—Permiso, papá.
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se la veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día haciendo ejercicios bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta del comedor, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta del baño. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.


Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y solo entonces volvió al programa que estábamos mirando.
Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué se trataban. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde solo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en qué iba a hacer después. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizás el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que solo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada y regresó al mostrador.
En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
—Hola, Sara.
—Hola, papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores. Preparé mi comida, me senté en el sillón y encendí el televisor. Después de un rato Sara dijo:
—Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
—¿Qué? —dije.
—¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. ¿Era mi hija, no? Y aun así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi exmujer hubiera considerado «lo correcto», dije:
—Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto del programa.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado a otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
—Sí, papá.
—¿Por qué no salís un poco al jardín?
—No, papá.
Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me escuchara, dije en el contestador:
—Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
—Permiso, papá.
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo ningún ruido. Decidí que llamaría a Silvia una vez más pero levanté el tubo, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra.
—¿Le gustan los exóticos o prefiere algo más hogareño?
Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas veinte cajas de zapato sobre el escritorio, pero desarmadas —de modo que no ocuparan tanto espacio— y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin decir nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible.
Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.

Un hombre sin suerte. Samanta Schweblin


Cuento de Samanta Schweblin (1º Premio en el certamen "Juan Rulfo 2013")

El día que cumplí ocho años, mi hermana —que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo— se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
—Abi-mi-dios —eso fue todo lo que dijo mamá— Abi-mi-dios —y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
—Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
—¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
—Vamos, vamos —dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
—Quedate acá —me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
—¿Qué tal? —preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
—Bien —dije.
—¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
—¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
—Acá está —dijo—, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
—Vale por un helado, yo te invito —dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
—Pero es gratis —dijo él—, me lo gané.
—No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
—Como quieras —dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
—Es mi cumpleaños —dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
—Pero… —dijo y cerró la revista— es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aún así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
—No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
—Pero es tu cumpleaños —dijo él.
Asentí.
—No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
—Ya sé —dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
—Yo sé dónde conseguir una bombacha —dijo.
—¿Dónde?
—Problema solucionado —guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
—Ya mismo volvemos —dijo, y me señaló—, es su cumpleaños —y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
—Mi dios y la virgen María —dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme—, es mejor que vayamos rodeando la pared.
—No digas “mi dios y la virgen María” —dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
—Ok, darling —dijo.
—Quiero saber a dónde vamos.
—Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
—Es acá —dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
—Esas no —dijo él—, acá —y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas—. Mira todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida, my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
—Esta —dije—. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
—Eso no hace falta.
—¿Sos el dueño de la tienda?
—No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
—Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
—Ok, darling —dije.
—No digas “Ok, darling” —dijo él— que me pongo quisquilloso —y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
—Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
—Hay que probarla —dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
—¿Cómo te llamás? —pregunté.
—Eso no puedo decírtelo.
—¿Por qué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
—Porque estoy ojeado.
—¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
—Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
—Podrías escribírmelo.
—¿Escribirlo?
—Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
—Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
—¿Y cómo se enteraría?
—La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
—Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
—Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
—Pero es mi cumpleaños —dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
—No lo leas —dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.


Matar a un perro Samanta Schweblin




Matar a un perro


El Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira, dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dice el Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar. Matar a un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro lado como disimulando, como si nosotros, la gente que todavía no entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona, golpear a una persona hasta matarla.
Cuando la avenida se divide en dos calles opto por la más oscura. Una línea de semáforos rojos cambia a verde, uno tras otro, y permite avanzar rápido hasta que entre los edificios surge un espacio oscuro y verde. Pienso que quizás en esa plaza no haya perros, y el Topo ordena detenerse. Usted no trae palo, dice. No, digo. Pero no va a matar un perro a palazos si no tiene con qué. Lo miro pero no contesto, sé que va a decir algo, porque ahora lo conozco, es fácil conocerlo. Pero disfruta el silencio, disfruta pensar que cada palabra que diga son puntos en mi contra. Entonces traga saliva y parece pensar: no vas a matar a nadie. Y al fin dice: hoy tiene una pala en el baúl, puede usarla. Y seguro que debajo de los anteojos los ojos le brillan de placer.
Alrededor de la fuente central duermen varios perros. La pala firme entre mis manos, la oportunidad puede darse en cualquier momento, me voy acercando. Algunos comienzan a despertar. Bostezan, se incorporan, se miran entre sí, me miran, gruñen, y a medida que me voy acercando se hacen a un lado. Matar a alguien en especial, alguien ya elegido, es fácil. Pero tener que elegir quién deberá morir requiere tiempo y experiencia. El perro más viejo o el más lindo o el de aspecto más agresivo. Debo elegir. Es seguro que el Topo mira desde el auto y sonríe. Debe pensar que nadie que no sea como ellos es capaz de matar.
Me rodean y me huelen, algunos se alejan para no ser molestados y vuelven a dormirse, se olvidan de mí. Para el Topo, tras los vidrios oscuros del auto, y los oscuros vidrios de sus anteojos, debo ser pequeño y ridículo, aferrado a la pala y rodeado de perros que ahora vuelven a dormir. Uno blanco, manchado, le gruñe a otro negro y cuando el negro le da un tarascón, un tercer perro se acerca, ladra y muestra los dientes. Entonces el primero muerde al negro y el negro, los dientes afilados, lo toma por el cuello y lo sacude. Levanto la pala y el golpe cae sobre las costillas del manchado que, aullando, cae. Está quieto, va a ser fácil transportarlo, pero cuando lo tomo por las patas reacciona y me muerde el brazo, que enseguida comienza a sangrar. Levanto otra vez la pala y le doy un golpe en la cabeza. El perro vuelve a caer y me mira desde el piso, con la respiración agitada, pero quieto.
Lentamente al principio y después con más confianza junto las patas, lo cargo y lo llevo hacia el auto. Entre algunos árboles se mueve una sombra, el borracho que se asoma dice que eso no se hace, que después los perros saben quién fue y se lo cobran. Ellos saben, dice, saben, ¿entiende?, y se acuesta en un banco. Cuando voy llegando al auto veo al Topo sentado, esperándome en la misma posición en la que estaba antes, y sin embargo veo abierto el baúl del Peugeot. El perro cae como un peso muerto y cuando cierro el baúl me mira. En el auto, el Topo sigue mirando hacia adelante. Dice: si lo dejaba en el piso se levantaba y se iba. Si, digo. No, dice, antes de irse tenía que abrir el baúl. Sí, digo. No, tenía que hacerlo y no lo hizo, dice. Sí, digo, y me arrepiento enseguida, pero el Topo no dice nada y me mira las manos. Miro las manos, miro el volante y veo que todo está manchado, hay sangre en mi pantalón y sobre la alfombra del auto. Tendría que haber usado guantes, dice. La herida duele. Viene a matar a un perro y no trae guantes, dice. Sí, digo. No, dice. Ya sé, digo y me callo. Prefiero no decir nada del dolor. Enciendo el motor y el coche sale suavemente. Trato de concentrarme, descubrir cuál de todas las calles que van apareciendo podría llevarme al puerto sin que el Topo tenga que decir nada. Ya no puedo darme el lujo de otra equivocación. Quizás estaría bien detenerse en una farmacia y comprar un par de guantes, pero los guantes de farmacia no sirven y las ferreterías a esta hora están cerradas. Una bolsa de nylon tampoco sirve. Puedo quitarme la campera, enrollarla en la mano y usarla de guante. Sí, voy a trabajar así. Pienso lo que dije: trabajar, me gusta saber que puedo hablar como ellos. Tomo la calle Caseros, creo que baja hasta el puerto. El Topo no me mira, no me habla, no se mueve, mantiene la mirada hacia adelante y la respiración suave. Creo que le dicen el Topo porque debajo de los anteojos tiene ojos pequeños.
Después de varias cuadras Caseros cruza Chacabuco. Después Brasil, que sale al puerto. Volanteo y entro con el coche inclinándose hacia un lado. En el baúl, el cuerpo golpea contra algo y después se escuchan ruidos, como si el perro todavía tratara de levantarse. El Topo, creo que sorprendido por la fuerza del animal, sonríe y señala a la derecha. Entro por Brasil frenando y con el coche de costado otra vez hay ruido en el baúl, el perro tratando de arreglárselas entre la pala y las otras cosas que hay atrás. El Topo dice: frene. Freno. Dice: acelere. Sonríe, acelero. Más, dice, acelere más. Después dice frene y freno. Ahora que el perro se golpeó varias veces, el Topo se relaja y dice: siga. Y ya no dice nada más. Sigo. La calle por la que conduzco ya no tiene semáforos ni líneas blancas, y las construcciones son cada vez más viejas. En cualquier momento llegamos al puerto.
El Topo señala a la derecha. Dice que avance tres cuadras más y doble a la izquierda, hacia el río. Obedezco. Enseguida llegamos al puerto y detengo el auto en una playa de estacionamiento ocupada por grande grupos de containers. Miro al Topo pero no me mira. Sin perder tiempo, bajo del auto y abro el baúl. No preparé mi abrigo alrededor del brazo pero ya no necesito guantes, ya está todo hecho, hay que terminar pronto para irse. En el puerto vacío solo se ven, a lo lejos, luces débiles y amarillas que iluminan un poco unos pocos barcos. Quizás el perro ya esté muerto, pienso que sería lo mejor, que la primera vez le tendría que haber pegado más fuerte y seguro ahora estaría muerto. Menos trabajo, menos tiempo con el Topo. Yo lo hubiera matado directamente, pero el Topo hace las cosas así. Son caprichos. Traerlo medio muerto hasta el puerto no hace más valiente a nadie. Matarlo delante de todos esos otros perros era más difícil.
Cuando lo toco, cuando junto las patas para bajarlo del auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto y cae contra el piso del baúl. Con la pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre, trata de levantarse y la parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira agitado. El Topo debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le debe doler porque aúlla aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo arrastro para alejarlo del auto. Cuando vuelvo al baúl a buscar la pala el Topo se baja. Ahora está junto al perro, mirándolo. Me acerco con la pala, veo la espalda del Topo y detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté a un perro nadie se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto la pala. Ahora, pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el topo. No la bajo ni sobre la espalda del Topo ni sobre el perro. Ahora, dice, y entonces la pala baja cortando el aire y golpea en la cabeza del perro que, en el suelo, aúlla, tiembla un momento, y después todo queda en silencio.
Enciendo el motor. Ahora el Topo va a decirme para quién voy a trabajar, cuál va a ser mi nombre, y por cuánta plata, que es lo que importa. Tomá Huergo y después doblá en Carlos Calvo, dice.
Hace rato que conduzco. El Topo dice: en la próxima frene sobre el lado derecho. Obedezco y por primera vez el Topo me mira. Bájese, dice. Me bajo y él se pasa al asiento del conductor. Me asomo por la ventanilla y le pregunto qué va a pasar ahora. Nada, dice: usted dudó. Enciende el motor y el Peugeot se aleja en silencio. Cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que me dejó en la plaza. En la misma plaza. Desde el centro, cerca de la fuente, un grupo de perros se incorpora poco a poco y me mira.

Mariposas


Mariposas - Samanta Schweblin

Cuento de Samanta Schweblin


Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderón a Gorriti, le queda tan bien con esos ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos... Están junto al resto de los padres, esperan ansiosos la salida de sus hijos. Calderón habla pero Gorriti solo mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderón, quedate acá, hay que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo cómo va? El otro hace un gesto de dolor y se señala los dientes. No me digás, dice Calderón. ¿Y le hiciste el cuento de los ratones...? Ah, no; con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira el reloj. En cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados, riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados de témpera, o de chocolate. Pero por alguna razón, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una mariposa se posa en el brazo de Calderón, que se apura a atraparla. La mariposa lucha por escapar, pero él une las alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para que no se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta soltarse, se sacude y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderón lo lamenta, intenta inmovilizarla para ver bien los daños, pero termina por quedarse con parte del ala pegada a uno de los dedos. Gorriti lo mira con asco y niega, le hace un gesto para que la tire. Calderón la suelta. La mariposa cae al piso. Se mueve con torpeza, intenta volar pero ya no puede. Al fin se queda quieta, sacude cada tanto una de sus alas, pero ya no intenta nada más. Gorriti le dice que termine con eso de una vez y él, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extraño sucede. Mira hacia las puertas y entonces, como si un viento repentino hubiese violado las cerraduras, las puertas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamaños se abalanzan sobre los padres que esperan. Piensa si irán a atacarlo, tal vez piensa que va a morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas solo revolotean entre ellos. Una última cruza rezagada y se une al resto. Calderón se queda mirando las puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos padres todavía se amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos. Entonces las mariposas, todas ellas en pocos segundos, se alejan volando en distintas direcciones. Los padres intentan atraparlas. Calderón, en cambio, permanece inmóvil. No se anima a apartar el pie de la que ha matado, teme, quizá, reconocer en sus alas muertas, los colores de la suya.


Fuente: Samanta Schweblin, Pájaros en la boca, Ed. Emecé

sábado, 20 de agosto de 2016

La vida es un tango


La vida es un tango, por ENRIQUE QUESADA #escritos

BY ENRIQUE QUESADA

Esto que os narro a continuación, no es ni más ni menos que un cuento basado en una historia tan irreal y absurda como la vida misma.

Relatan los Cuentos Clásicos, que cuando una princesa, en el devenir de su atareada vida palaciega, se cruzaba en su camino con un sapo, unas veces sonriente y gracioso de ocurrencias, otras veces de mirada lánguida y cariacontecido, era menester propinarle dos ósculos en sendas mejillas, o quizá tan solo uno bien plantado en medio de los hocicos. Y continúan estos relatos con la convicción de que, con tan vigorosas demostraciones de cariño, por arte de magia y rompiendo el encantamiento vertido por la maléfica bruja de turno, dicho sapo acabase transformándose en un apuesto príncipe, contrajeran nupcias y vivieran en un mundo de ilusión y fantasía sin igual por el resto de sus días.

Otras versiones radicalmente opuestas cuentan que, lejos de transformar al sapo en el más aguerrido de los machos alfa, era la bella princesa la que acababa sufriendo la kafkiana metamorfosis, convirtiéndose en la pareja ideal del pequeño batracio, en una rana enana verde y verrugosa.

Y como variante de la primera de las versiones, desde luego mundana a más no poder, traída al caso y en tiempo presente, es la que da origen a esta peculiar historia, en la que un apuesto y encantador representante del género masculino (es decir, yo, como no podía quedar más claro, por lo del género), en el empeño de mis quehaceres laborales, me topé con una pequeña y verrugosa sapa verde, diciéndome para mis adentros, “ya está, el braguetazo de mi vida. ¿por qué no voy a dar yo con una princesa en potencia?”.

Apareció como de la nada, en el fondo de una zanja, a buen recaudo de la fresca y húmeda sombra de una lámina de plástico que la recubría. Visto así, lo de su potencial linaje real era algo más que dudoso, pero nunca se sabe, con esto del cambio climático y las permutaciones transgénicas, igual hasta resultaba ser una princesa nórdica, escandinava, teutona, o tres en una. No obstante, dado que de continuar en aquel lugar su futuro era el de una muerte segura, desprovista de cobijo y bajo un sol de castigo, me apiadé de tan… verde animal, y con la duda de no saber cómo proceder, si soltarla en cualquier charca o avisar al SEPRONA, actué como mi corazón me dio a entender, la introduje entre mi ropa en un hatillo humedecido, (quité los calcetines, por aquello de la posible sangre azul) y la llevé hasta mi casa.

Allí, las primeras semanas resultaron complicadas. Ambos debimos adaptarnos a una presencia nueva en nuestras vidas, si bien no era mucho el tiempo que pasábamos juntos ya que de día yo trabajaba fuera de casa y ella, dedicada a los baños, y me refiero a que la bañera era el único lugar que se me ocurrió para simular más o menos su hábitat, el remojo.

Visitas de cortesía para comprobar si necesitaba algo, nenúfares de plástico para su descanso comprados en el chino de la avenida, moscas e insectos como dieta diaria, piensos compuestos con aportes vitamínicos y cremas antihistamínicas para la reacción al plástico de los nenúfares…, poco a poco fui ambientando el cuarto de baño para que se encontrase como en casa.

Con el tiempo ella fue, poco a poco, salvando sus resquemores iniciales y, reconociendo mis esfuerzos por agradarla, comenzó su acercamiento con visitas esporádicas al sofá. Primero sobre el brazo, con el paso de los días en el respaldo, al cabo de semanas ya se sentaba en el cojín, a mi lado, hasta que un buen día, aquellas aproximaciones acabaron convirtiéndose en animada compañía, llegando ella a posarse en mi rodilla mientras departíamos sobre temas diversos, como la necesidad, jocosa o necia, de llevar hasta la grotesca caricatura las ilustraciones de determinadas ediciones de El Quijote, flaco, desgarbado y ojeroso; gordo y medio bobo Sancho, y lo que a ella más le dolía, por aquello de su entidad animal, un Rocinante escuálido y sarnoso.

Pasábamos así los días y la sapa poco a poco iba encontrándose más a gusto, saciándose con todas las moscas que yo arrastraba hasta casa y que no eran pocas, puesto que el hecho de tenerla en la bañera hacía imposible el asunto de mi higiene personal.

Una calurosa tarde de sábado, mientras se jugaba un duelo en la cumbre entre el Deportivo Arahelense y la Balompédica Linense, con todos los hombres hipnotizados en los bares, aunque a éstos tampoco les hacía falta excusa para ello, y con las mujeres sentadas a las puertas de sus casas, nos fuimos la sapa y yo, para apaciguar los sofocos veraniegos, a dar un baño a “la charca La Puerca”, a unos minutos andando pasado el cementerio, aguas arriba del pueblo siguiendo el cauce del arroyo Saladillo, porque aunque a ella le gustaba más “la charca’l Paisano”, que recogía las aguas residuales del alcantarillado, entendió que a mí me diera cierto repelús.

Lo pasamos bien, zambulléndonos ambos en la parte más profunda, subiendo a las peñas y tirándonos en bomba, a ver cuál de los dos salpicaba más lejos, y entre zambullidas y ratos al sol para secarnos, pasamos una tarde muy entretenida.

No tengo muy claro cuál fue el detonante, qué fue lo que se me llegó a pasar por la cabeza, si la grata compañía, esos ojitos saltones, la familiaridad del trato tras aquellos meses de convivencia, que salía el sol por Antequera, aunque allí se pusiera por Utrera, que como se suele decir “el roce hace el cariño”, o tal vez una mala interpretación de ciertas señales que sólo las féminas, sea cual sea la especie a la que pertenezcan, son capaces de lanzar, y lo que es más problemático, sólo ellas son capaces de entender; en cayendo el sol y empezando a refrescar, a pesar de mis reticencias en creer aquello de los encantamientos, tomé a la sapa delicadamente entre mis manos, y con la sutileza y cortesía de un caballero como no hay dos, recordando el característico proceder de los cuentos que mi madre me relató en mi más tierna infancia, entorné ligeramente los ojos, ladeé discretamente mi cabeza, puse morritos de Mick Jagger para cumplir con el protocolo en cuestión y me aproximé al animalito hacia mi cara.

Sin embargo, la sapa, incrédula, tras hacer un examen visual más cercano del ser que la mantenía en sus manos y aterrada ante la posibilidad de verse morreada por aquí el menda, dando un brinco huyó despavorida, gritando el recurrente lema de: ”contigo no, bicho”, para caer de nuevo en la charca y desaparecer como por arte de magia, quedándose aquí el que suscribe petrificado y como no podía ser de otro modo, con la moral por los suelos, pues pasé de la posibilidad de un fastuoso enlace matrimonial con una bella princesa, todo algarabía y pompa, a la certeza de haber sido despreciado por un asqueroso, húmedo y viscoso bicho.

Hundido en el fango y con una depresión de mil demonios, pasé los meses siguientes malviviendo entre el más escaso interés en mis asuntos laborales y el desperdicio de mis momentos de ocio con el alcohol y las timbas de escoba y cinquillo, además de atiborrarme a sobaos pasiegos, llegando el momento de tener que ser ingresado de urgencia por una obstrucción intestinal y una grave deshidratación, pues ya se sabe hasta qué punto son capaces aquellos de absorber líquido si no los acompañas con leche.

Habiendo visto pasar ante mis ojos grotescamente toda mi vida en unos segundos como si se tratase de una película de Tim Burton, tras lograr levantarme de mi lecho de muerte y aún con la vía puesta en la vena y ese antilujurioso camisón hospitalario prometí, puño en alto y culo al aire, que nunca más volvería a porfiar con ningún ser, humano o no, del género femenino…, hasta que saliera de allí.

Pasaron largos meses, cambié de residencia, llegué incluso a olvidar, o eso quise creer, aquel desengaño pseudoamoroso, invirtiendo cientos de euros en psicólogos, videntes y pitonisas, y hasta superé mis problemas con el alcohol, pero no hay cuento, y éste que aquí os traigo no iba a ser menos, en el que no suceda algo que vuelva a poner tu vida patas arriba.

Eran los inicios de un verano que se presentó anormalmente caluroso.

Una amiga me invitó a pasar unos días a una casa centenaria en Alcocebre, propiedad de su familia, casoplón más bien (si bien algo descuidado, ahora que no me oye), con un suelo de baldosas de barro cocido de color o “descolor” rojo sangre de toro, situada al lado de unos acantilados desde los que se accedía, por un camino bastante tortuoso, a una playa poco frecuentada por la dificultad que entrañaba bajar hasta la orilla, si bien algunos de los restos allí abandonados daban fe de la “necesidad” y fogosa juventud, divino tesoro, de algunos de sus escasos visitantes.

La casa tenía una parcela bastante extensa, y en ella, a la buena de mi amiga le dio por construirse un pequeño huertecito en uno de los bancales orientados al sur.

Aquí tengo que confesar que después de haber oído más de una vez las historias sobre las correrías de uno de sus primos con varias de sus novias en la casa, una de las cuales hasta le hizo cambiar el colchón, al que poco uso dieron, dicho sea de paso, estaba en la certeza absoluta, o al menos esa era mi esperanza, de que lo que quería mi amiga era hacerle al colchón el hueco en el centro. Pero no, poco tardé en comprobar que el propósito de aquella invitación era, por un lado, sopesar la posibilidad de llevarme a un circo como faquir, para lo cual me tocó sufrir los muelles del desgastado colchón de la habitación de invitados, y por otro, aprovechar mis conocimientos agrícolas e hidráulicos para poner en uso el riego de la plantación, que por aquel entonces tenía sembrada de pepinos, ya que según le comentó un lugareño, se lograban muy bien en la zona por esa época.

Dado que, desgraciadamente, ese era el único ejercicio que mi querida amiga me tenía reservado en su propiedad, me afané en revisar el estado de las acequias construidas para el riego de los bancales, y durante la inspección de una de ellas percibí un ligero ruido y un sutil movimiento de ramas entre las cañas de uno de sus bordes.

Y retirando estas, no sin cierto reparo y bastante cautela, observé una figura que, por unos instantes me resultó familiar, si bien en un primer momento no logré adivinar exactamente por qué.

Haciendo acopio de valor, y de un palo por si acaso, me aproximé un poco más, y entonces entendí aquel dicho de que el destino juega malas pasadas. Esa figura vagamente familiar era, ELLA, ni más ni menos que el canon de belleza de las charcas arahalenses, majestuosa saltarina, sin par croadora y verde que te quiero verde, siempre altiva y pizpireta, ¡la Princesa Sapa!.

Repuesto del primer bofetón propinado por el inesperado reencuentro y haciendo gala de mi más repugnante educación, bien asentada gracias a mis resquemores originados tras el rechazo sufrido por parte de tan asqueroso anfibio muchos meses atrás, con la más falsa de mis sonrisas en los labios, me aproximé, todavía receloso, para entablar conversación e indagar en su pasado reciente, intentando sonsacarle todo lo que pudiera sobre sus andaduras por esos mundos de dios, sus vivencias, sus sueños, sus besos y sus príncipes.

Tan solo un instante me bastó para comprenderlo.

Donde un día vi unos ojos saltones y vidriosos, llenos de ilusión, alegres e inquietos, si bien altaneros y prepotentes, ahora había dos ojos retraídos, pesados y tristes, ojerosos, que avergonzados, apenas osaban levantarse del suelo, y en un croar apenas imperceptible empezó a relatarme parte de su historia:



“Yo que hasta ayer fui una sapa juguetona,
que busqué un príncipe al que poder besar,
y que cuando el beso me volviese persona,
en mis malos ratos me supiese consolar.
Robé un corazón como hábil ladrona,
mas equívoca resultó mi elección,
pues en mi cabeza no lució corona
como comprobé, tras el beso, con desazón.
Acabé convertida en vulgar humana,
comedora de filetes, ya no de bichos,
maltratada y sometida cuando le viniera en gana
a un tipo asqueroso, sus amigos y sus caprichos.
¡Tienes toda la casa hecha una pena!,
vergüenza, me decía, te tenía que dar.
¿Crees que para eso te besé, nena?
¡coge el mocho y ponte a fregar!
Y claro, sumergida en la charca todo el día
como estaba en mi anterior vida de sapa,
de asuntos de limpieza nada entendía,
como imagino que a nadie se le escapa.
Así que el desgraciado aprovechó el trueque
de pasar de ser sapa a princesa
y me cambió a un gitano apodado Manzaneque,
por un conjunto de seis sillas y una mesa

En este momento la sapa hizo una pausa, tragó saliva, y ostensiblemente compungida, una lágrima asomó por uno de sus ojos, resbalando por su mejilla.

Tras entregarle un pañuelo de papel para secarse la lágrima, acto inútil porque las sapas no tienen forma de agarrarlo, hice un gesto interrogatorio con la cabeza, animándole a que siguiera contando su aventura puesto que, por si no os lo había dicho hasta ahora, soy una persona muy parca en palabras, lo de hablar y contar no es mi fuerte, pero soy un excelente “escuchador”, virtud extremadamente valorada y como tal, ofrecida y vendida por todos los “puertos a los que arribo”, a ver si en una de estas, alguna moza compungida necesita de consuelo y desahogo para liberar tensiones contando sus males, y ya que estamos, pues lo que sea menester. Debe ser que vendo mal el producto, porque la idea en sí es buenísima, pero no la compra ni una.

Bueno, andábamos por la llegada del Manzaneque a la vida de la asquerosa que en su día fue mi amada sapa, pero, en este caso, de igual modo que hasta ahora me había recitado con todo lujo de detalles sus correrías, tenía muy claro que, hubiese sido lo que le hubiese ocurrido con ese tal Manzaneque, prefirió olvidarlo, o al menos, no hacer partícipe de ello a nadie más que quien ya lo fuese.

Ya, pero todo esto que me cuentas, – le dije -, fue cuando por fin descubriste a tu anhelado y queridísimo Príncipe Azul (aplacando en parte esa mala leche, ya dentro de unos límites más llevaderos, habida cuenta del estado de ansiedad que presentaba y de los términos en los que se había desarrollado la historia que me acababa de contar, que uno tiene su corazoncito) y conseguiste tu sueño, convertirte en la princesa de los cuentos que tu madre te contaba en la charca antes de irte a dormir sobre los nenúfares, y hoy llegas aquí convertida de nuevo en sapa…¿cómo es eso?

Bueno, – me dijo ella con cierto aire de alegría recuperada -. Si bien es cierto que la vida real no es exactamente como se escribe en los cuentos, una parte de estos sí que acaba por cumplirse en la realidad, sin ir más lejos, en su momento, yo me convertí en una bella princesa.

Pues bien. Igual que una vez apareció “mi Príncipe”, – siguió relatando -, y cuando peor se me habían puesto las cosas, tal como le sucedió a Cenicienta en su cuento, a mí también se me apareció mi Hada Madrina. Pero de igual modo que mi Príncipe Azul acabó siendo un asqueroso maltratador, lo de mi Hada Madrina tampoco es que fuese una aparición espectral, luminiscente, vaporosa y varita mágica en ristre, precisamente, pero es el único pasaje de mi “vida” con el Manzaneque que va a salir de esta boca, que no por grande ha de ser indiscreta.

Uno de los negocios de tan funesto personaje era el de “conseguidor” de señoritas de compañía para locales de esos que tienen más luces fuera que dentro, y yo, aunque pueda pecar de falta de modestia, no dejaba de ser un bombón.

Cierto día, un cliente nada habitual, de los de paso, tras satisfacer sus deseos…, tras darse una ducha, agradecido por la amabilidad y familiaridad en el trato de los empleados de tan distinguido local, pidió entrevistarse con el jefe. El tal señor, resultó ser un productor cinematográfico que estaba trabajando en un nuevo proyecto, y necesitaba contar con alguna chica que pudiera servirle como actriz en un corto de corte lésbico sadomaso, vamos, lo que les pone a todos esos cerdos que pagan la entrada y no llegan a la segunda escena, asqueroso, y claro, cómo no, ahí estaba la “princesita”, rubita, melenita lisa, flequillito recto hasta los ojos, delgada, andrógina, piernas interminables y pechos pequeños y duros, el perfil idóneo.

Tras varios castings “a cala y a prueba”, como un melón de puesto callejero, acabé en una nave de un polígono industrial habilitada como estudio, rodeada de cámaras y gente, semidesnuda de charol negro, tacón de vértigo, látigo en mano y pintada como una puerta, mirando perdida a todas partes y faltándome manos para tapar todos los agujeros del vestido, cuando en uno de esos cruzapuertas apareció una mujer madura, bastante madura, muy madura, que a la postre sería mi compañera de reparto.

Yo no salía de mi asombro, y cuál sería mi expresión, que si bien no hubo reacción inmediata, se me acercó como si nos conociésemos de toda la vida, me tomó de la mano y, conduciéndome hacia la cama redonda “King Size” estratégicamente situada en el centro del estudio y bajo el gran espejo que ocupaba la parte central del techo, nos arrodillamos ambas sobre la colcha de raso rojo pasión, aproximó su boca a mi oído y me dijo en un susurro: “tranquilízate, sé quién eres y cuáles son tus deseos, todo va a salir bien”.

Con la frasecita ya acabó de desarmarme del todo puesto que yo ya no sabía si habíamos empezado a rodar y a mí me habían dado un guion en otro idioma o si el guion de la doña era de tema libre, porque en el mío ponía algo parecido, pero decía algo así como “ven aquí nena que te voy a dar lo tuyo, sé lo que quieres, te va a gustar, y lo sabes”.

El caso es que con el grito de “Acción” del director, mi “partenaire” se me aproximó, y con un delicado beso en la comisura de los labios se obró el milagro. Fue como un fogonazo y una explosión de humo simultáneas, y súbitamente, todo a mi alrededor se hizo inmenso, los focos me cegaban, mi cabeza comenzó a dar vueltas, entrando en un torbellino de sensaciones como jamás hube sentido.

El director comenzó a vociferar: “CORTEN, CORTEN”, ¿DÓNDE COÑO SE HA METIDO ESTA TÍA?.

Los técnicos de sonido, aturdidos por sus alaridos, se arrancaron violentamente los auriculares, y en su vuelo, golpearon las torretas de focos que, con el vaivén de su tambaleo, amenazaron con caer sobre las sábanas de raso de la cama.

Los de producción intentando sujetar las estanterías que la gente, en su ir y venir, empujaban y volcaban con sus carreras, y yo, entre las manos de la mujer, tras el primer momento de aturdimiento, empecé a ver las cosas algo más claras.

Ella era mi Hada Madrina, y con ese beso había deshecho la principesca transformación inicial, y aprovechaba esos momentos de caos para sacarme del barullo en el que se había convertido la búsqueda de la pantera rubia.

Y el resto de la historia de cómo he llegado hasta aquí y de este fortuito encuentro, -terminó contándome desde el agua-, es otra historia sin historia, a través de arroyos, charcas y acequias, de los muchos que abundan por esta región.

La verdad es que he de reconocer que en un principio me costó asimilar tanta información, tanto ajetreo para una simple sapa, hasta que caí en la cuenta de que de simple no tenía nada, ¡una señora Princesa!, eso sí, venida a menos, de ascendente monegasco quizá, en plan Carolina por lo menos, ¡Ay, lo que fue aquella Carolina…!, belleza sin igual, casi a la altura de la madre, deseada por todos los hombres del mundo mundial hasta que contrajo matrimonio con el hígado más esponjoso de Centroeuropa.

Bueno, ¿y qué te trae por aquí?, -le pregunté, entre curioso, ansioso y ligeramente ofendido todavía, a pesar del tiempo transcurrido y la increíble y triste historia relatada.

La respuesta no me pudo dejar más helado: –Tú. Iba en tu búsqueda -.

¡Cómo que “tú”!, ¿yo?.

Si, tú, y no te creas que no me está costando la vida reconocer que, después de tanto tiempo vagando por medio mundo, lo que siempre he querido lo tuve delante de mis ojitos saltones y no me di cuenta hasta que no lo desprecié, y cargué con una pesada cruz por ello.

Después de rechazarte, creyéndome lo mejor del reino de los batracios, con el potencial de ser una estupendísima princesa y con la certeza de encontrar al príncipe de mis sueños, al modo que todo cuento nos cuenta, tarde comprendí que esto no es más que un cuento, sea cual sea la forma en que se cuenta, que a mí muchos cuentistas me han venido con el cuento, y que por fin, me he dado cuenta.

Entre incrédulo y conmovido, procesé en un momento toda la historia que acababa de escuchar, pero echando la vista atrás y analizando cuánto pude sufrir por culpa del rechazo de aquello que tenía ante mis ojos, envalentonado por mi sorpresiva e inesperada superioridad anímica, todo rencor y lleno de orgullo, fluyeron de mi boca como un torrente y casi sin pensar, las siguientes palabras:

Pues mira mona; no, sapa; no, princesa; bueno, lo que seas, mira, que no. Esta vez voy a ser yo quien te rechace. Vete por dond….

No hubo ocasión de seguir, turbado por su reacción. Desde su lecho acuoso, tras escucharle un casi inaudible “lo siento, hasta nunca” se dio media vuelta y, con una principesca zambullida, desapareció en la acequia, no sé muy bien en qué dirección, para nunca más, hasta la fecha, haber vuelto a verla.

Reconozco que el suceso me dejó bastante pensativo. Cómo una sapa, pequeñaja y fea donde las haya, y creedme, en ese tema soy un experto, ha podido vivir tantas desventuras y regresar arrastrándose a por quien un día osó rechazar, lastrada por su linaje y cargando con su pasado.

Con el transcurso del tiempo he comprendido que fuimos los dos unos ingratos. Nos rechazamos mutuamente, es cierto, ella por altanería y yo por despecho, y aguas pasadas no mueven molinos, pero hoy en la radio ha sonado un tango de Carlos Gardel, y su letra me ha hecho reencontrarme con esa parte de mi pasado, me ha golpeado la memoria, y no he tenido más remedio que contároslo, mientras tarareo inconscientemente…

“Volvió una noche, no la esperaba
había en su rostro tanta ansiedad,
que tuve pena al recordarle
su felonía y su crueldad…”.