viernes, 26 de agosto de 2016

Última vuelta de Samanta Schweblin


Julia me sonríe desde el otro caballo. Cuando el animal sube, las luces le iluminan el pelo; cuando baja, ella se toma del mástil y se arquea hacia atrás, sin dejar de mirarme. Somos indias hermosas. En la calesita, montamos nuestros caballos hasta el infinito, huimos de terribles amenazas y rescatamos de la muerte a animales en peligro. Si algo sale mal, si necesitamos duplicar nuestras fuerzas, chocamos los rubíes de nuestros anillos y una energía cósmica nos da superpoderes. Julia estira hacia a mí su mano y yo la tomo de los dedos, apenas alcanzamos a mantenernos agarradas. Pregunta si la quiero. Digo que sí. Pregunta si vamos a vivir juntas para siempre. Le digo que sí. Pregunta si algún día tendremos un castillo, si va a ser inmenso y si las indias viven en castillos así, inmensos. Le digo que sí, que por supuesto, que eso es lo que hacen las indias hermosas. Mamá está entre la gente que espera en el banco. La busco pero no la veo. Me abrazo a la crin dorada de mi caballo. Julia me imita y esperamos a mamá para saludarla. Pero la calesita gira y mamá sigue sin aparecer. Dos hermanos nos miran desde uno de los bancos. Hay más gente también, otros chicos con sus padres esperando el turno en la boletería. Cuando completamos otra vuelta el menor de los hermanos nos señala. Están sentados junto a una mujer muy vieja, que también nos mira. Tiene un chal plateado, el pelo blanco y la piel oscura; parece cansada. Dónde está mamá, dice Julia. Busco a mamá. El boletero que sacude la llave no es el hombre de siempre. El carrusel se detiene, tenemos que bajar. Los hermanos dejan su banco y vienen hacia nuestros caballos. De todos los que hay, ellos quieren estos, y vamos a tener que dárselos. Julia se aferra a su caballo, mira a los chicos que ya suben. Hay que bajar, digo. Pero quieren nuestros caballos, dice, los rubíes, choquemos los rubíes, dice Julia estirando su mano hacia mí. Pienso en darle el gusto pero los hermanos ya se trepan y me preocupa no ver a mamá. El mayor se acerca y le da dos palmadas al morro de mi caballo. El otro le hace un gesto a Julia para que se baje. Ella tiene los cachetes inflados y colorados, como cuando está por llorar. Acaricio la piel cálida y fuerte de mi caballo, y apenas alcanzo a bajar cuando siento al chico tomar con fuerza la montura y subirse. Trata al caballo como a un animal de guerra, taconea y grita. La calesita empieza a moverse y descubro que Julia ya no está en su caballo, ni cerca de mí. Tengo que bajar pero no la encuentro. Tampoco a mamá. La abuela de los hermanos camina hacia mí y me hace un gesto para ayudarme a saltar. Pero sus manos me dan miedo. Me toma de los dedos. Está helada y es tan flaca que es como si le tocara los huesos. La calesita sigue girando. Me tiro y tropezamos. Caigo al piso de tierra y creo que ella cae conmigo. Trato de levantarme pero no puedo. Algo pasa. Siento un dolor profundo, en todo el cuerpo, como si algo se comprimiera, o se aplastara, algo muy delicado. Los brazos y las piernas tardan en responderme, se mueven lento, como si no soportaran su propio peso. Siento frío y con esfuerzo apenas logro girar para volverme hacia la calesita. Entonces los hermanos aparecen por la derecha, erguidos sobre los corceles como dos soldados. Cuando el mayor me ve me señala asustado y enseguida empiezan a bajar. Algunos padres se acercan y me ayudan a incorporarme. Les cuesta levantarme, me mueven con cuidado. Entre varios me acompañan hasta un banco. El mayor de los hermanos me acaricia el pelo y acomoda sobre mis hombros un chal, el menor se sienta a mi lado y me mira asustado. Descubro el anillo, el rubí brillante en mi piel vieja y oscura, y me quedo así, inmóvil, los dedos sobre los huesos de la rodilla, atenta al movimiento de los caballos vacíos. Que suben y bajan. Suben y bajan. Y detrás, infinitas, las praderas verdes que me separan del castillo.

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