martes, 27 de diciembre de 2016

Vecinos Raymond Carver

Vecinos

“Neighbors”
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave — dijo él — Dámela.
—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.


De qué hablamos cuando hablamos de amor (Raymond Carver)


  200px-Raymond_Carver  Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. -Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo.Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa –la llamábamos Terri- y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.
            Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.
            Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó:
            -Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: <Te quiero, te quiero, zorra.> Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. –Terri nos miró-. ¿Qué se puede hacer con un amor así?
            Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña que le caía por la espalda.
            Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.
            -Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes –dijo Mel-. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.
            -Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor –protestó Terri-. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.
            Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.
            -Me amenazó con matarme –dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra-. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada-y-así-sabré-que-me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara.
            -Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió.
            -Ahora quiere arreglarlo –dijo Terri.
            -¿Arreglar qué? –saltó Mel-. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.
            -De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? –Terri levantó el vaso, bebió y añadió-: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad cariño? –sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.
            -Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño –puntualizó Mel-. ¿Y qué opináis vosotros? –Mel se dirigía a Laura y a mí-. ¿Os parece que eso es amor?
            -No soy la persona más apropiada para responder –respondí yo-. Ni siquiera conocí a ese Ed. Solo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.
            Mel aclaró:
            -Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino:
            -Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?
            Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.

            -Cuando me fui, se tomó un matarratas –explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos-. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío –suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.
            -¡Qué cosas llega a hacer la gente! –exclamó Laura.
            -Ahora está fuera de juego –dijo Mel-. Murió.
            Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.
            -Es más grave que eso –dijo Terri-. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed –Sacudió la cabeza.
            -Ni pobre Ed ni nada –dijo Mel-. Era peligroso.
            Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos.
            -Pero me amaba, Mel. Concédeme eso –insistió Terri-. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no?
            -¿Qué quieres decir con que no le salió bien? –pregunté.
            Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.
            -¿Cómo dices que le salió mal si se mató? –inquirí.
            -Te lo contaré yo –dijo Mel-. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Éramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero lo  hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo. Y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente oscuro, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: <Hijo de perra, tus días están contados.> Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo. Creedme.
            -A mí me sigue dando lástima –confesó Terri.
            -Parece una pesadilla –dijo Laura-. ¿Pero qué sucedió exactamente después de que se pegara el tiro?
            Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.

            -¿Qué sucedió? –insistió Laura.
            Mel explicó:
            -Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.
            -¿Quién se salió con la suya? –dijo Laura.
            -Yo estaba con él en su habitación cuando murió –precisó Terri-. No recuperó el conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.
            -Era peligroso –dijo Mel-. Si quieres llamarlo amor, allá tú.
            -Era amor –repitió Terri-. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor. Murió por él.
            -Pues para mí eso no era amor, puedes estar segura –dijo Mel-. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.
            Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.
            -No me interesa ese tipo de amor –declaró-. Si para ti eso es amor, allá tú.
            Terri explicó:
            -Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.
            Terri bebió de su vaso. Prosiguió:
            -Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia? –dijo Terri.
            Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.

            -Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor –dijo Laura-. Para nosotros, por lo menos. –Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya-. Se supone que ahora debes decir algo –insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo.
            A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.
            -Somos afortunados –declaré.
            -Eh, chicos –exclamó Terri-. Dejadlo. Me estáis poniendo mala. Aún seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alejados, ¿será posible? Pero ya veréis. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?
            -Un año y medio –contestó Laura, ruborizada y sonriente.
            -Oh, vaya –dijo Terri-. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.
            -Solo estoy bromeando –puntualizó Terri.
            Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra
            -Vamos, muchachos –intervino-. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.
            Hicimos chocar los vasos.
            -Por el amor –coreamos.

            Fuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos  a otros como niños que han pactado algo prohibido.
            -Voy a explicaros lo que es el amor verdadero –dijo Mel-. Voy a poneros un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones. –Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Esperamos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse la mano en el cálido muslo y la dejé allí encima.
            -¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? –dijo Mel?- creo que en el amor no somos más que participantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que supongo que soy como Terri a ese respecto. Como Terri y Ed. –Se quedó pensando en ello y luego continuó-: Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi exmujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez a Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo.
-Calló y bebió un trago de ginebra-. Vosotros lleváis juntos dieciocho meses, y os amáis. Se os nota en todo.
Rebosáis amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros. Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros, mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo.  ¿Me equivoco? ¿Estoy desbarrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿Entendéis? Y soy el primero en admitirlo.
            -Mel, por amor de Dios –intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó de la muñeca-. ¿Ya la has cogido, cariño? ¿Estás borracho?
            -Cariño, solo estoy hablando –protestó Mel-. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso? –dijo, y fijó la mirada en ella.
            -No te estoy criticando –aseguró Terri.
            Terri cogió su vaso.
            -Hoy no estoy de guardia –puntualizó Mel-. Permíteme que te lo recuerde. No estoy de guardia.
            -Mel, te queremos –dijo Laura.
            Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera la mujer que era.
            -Yo también te quiero, Laura –dijo Mel-. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? –se interrumpió-. Sois nuestros amigos –afirmó y cogió el vaso. 

            -Iba a contarnos algo –empezó Mel-. Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.
            -Vamos, Mel –le regañó Terri-. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.
            -Cállate por una vez en la vida –le pidió Mel con suma calma-. ¿Me harás ese favor, sólo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.
            Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizá esta sea una palabra demasiado fuerte.
            Mel nos pasaba la botella.
            -Yo estaba de guardia aquella noche –explicó- era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de una interestatal. Un jovencito borracho, un quinceañero, había estrellado la camioneta de su papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se había hundido el volante en el esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya veis. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorragias, contusiones, desgarrones, de todo… Y conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, claro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte instantánea.
            -Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla –Terri rió-. Mel –prosiguió-, a veces demasiado. Pero te quiero, cariño.
            -Cariño, te quiero –declaró Mel.
            Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.
             -Terri tiene razón –corroboró Mel, de nuevo en su silla-. Usad siempre los cinturones de seguridad. Pero hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.
            Bebió un trago de ginebra.
            -Trataré de no extenderme –continuó-. Los subimos al quirófano y estuvimos casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizá algo menos a ella. Y ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.
            Mel hizo una pausa.
            -Venga –prosiguió-. Acabemos esta maldita ginebra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese sitio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.
            Terri aclaró:
            -En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.
            -Me gusta comer –comentó Mel-. Si volviera a empezar de nuevo, me haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien Terri?
            Rió. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.
            -Terri lo sabe –explicó-. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga una cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.
            -A Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ristre –añadió Terri.
            -Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer –apostilló Laura.
            -O simplemente una mujer –redondeó Mel.
            -¿No te da vergüenza? –saltó Laura.
            Terri dijo:
            -Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.
            -Los siervos no lo han tenido nunca fácil –dijo Mel-. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesallos[1] de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había coches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la crisma.

            -Vasallos –corrigió Terri.
            -¿Qué? –preguntó Mel.
            -Vasallos –repitió Terri-. Es vasallos, no vesallos.
            -Vasallos, vesallos –protestó Mel-. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien –reconoció-. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.
            -La modestia no te sienta bien –dijo Terri.
            -No es más que un humilde matasanos –intervine yo-. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos estaban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en alguna parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban sus propios caballos.
            -Terrible –exclamó Mel-. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en pinchos morunos.
            Algún vesallo como ellos –dijo Terri.
            -Exacto –apoyó Mel-. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.
            -Las mismas por las que luchamos hoy en día –dijo Terri.
            Laura sentenció:
            -Nada ha cambiado.
            Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.
            Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.

            -¿Qué pasó con la pareja de ancianos? –quiso saber Laura-. No has acabado de contar la historia.
            Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.
            La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de formica. No eran formas iguales, claro está.
            -¿Qué pasó con los viejos? –pregunté.
            -Más viejos pero más sabios –comentó Terri.
            Mel la miró con fijeza.
            Terri prosiguió:
            -Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
            -Terri, a veces… -empezó Mel.
            -Mel, por favor –le interrumpió Terri-. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
            -¿Dónde está la broma? –inquirió Mel.
            Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
            -¿Qué pasó? –insistió Laura.
            Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:
            -Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
            -Cuéntanos la historia –le insistió  Terri-. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
            -De acuerdo –dijo Mel-. ¿Dónde estaba? –Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia-: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Solo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.
            Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
            -Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.
            Los tres miramos a Mel.
            -¿Entendéis lo que quiero decir? –preguntó.
            Puede que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.
            -Escuchad –propuso Mel-. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.
            -Está deprimido –observó Terri. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?
            Mel sacudió la cabeza.
            -He tomado todo lo que hay.
            -A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando –dije.
            -Hay gente que las necesita desde que nace –comentó Terri.
            Frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.
            -Creo que me apetece llamar a mis hijos –dijo Mel-. ¿Os importa? Voy a llamar a mis hijos.
            Terri le avisó:
            -¿y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos ¿os hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.
            -No quiero hablar con Marjorie –reconoció Mel- Pero quiero hablar con mis hijos.
            -No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su exmujer vuelva a casarse. O que se muera –explicó Terri-. En primer lugar –afirmó-, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es solo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.
            Marjorie es alérgica a las abejas –contó Mel-. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.
            -Qué vergüenza –dijo Laura.
            -Bzzzzz –susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.
            >>Es perversa –dijo Mel-. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.
            Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.
            -Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?
            -A mí me parece bien –asentí-. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.
            -¿Qué quieres decir, cariño? Preguntó Laura.
            -Exactamente lo que he dicho –respondí-. Que podría seguir. Eso es todo lo que he dicho.
            -pues yo comentaría algo –confesó Laura-. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?
            -Sacaré queso y galletas –dijo Terri.
            Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.
            Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.
            -Se acabó la ginebra –anunció.
            -¿Y ahora qué? –dijo Terri.
            Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.

[1]  Mel dice vessels (vasijas, navíos) en lugar de vassals (vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud fonética entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con <<vasallo>>, se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación –harto forzada- de la palabra misma. (N. del T.)

lunes, 19 de diciembre de 2016

El río ( Flannery O´Connor


El río 

Tomado de sus Cuentos completos (Debolsillo), uno de los relatos más maravillosos de Flannery O'Connor —prueba de su maestría, de su dominio del género y de la perturbadora belleza de la que fue capaz al contar el sur rural estadounidense.


Por Flannery O'Connor.

El niño estaba de pie en medio de la sala oscura, triste y desmadejado, mientras su padre le ponía el abrigo de cuadros escoceses. Todavía no había introducido del todo el brazo derecho en la manga cuando el padre se lo abrochó y lo empujó hacia una mano pálida que asomaba por la puerta semiabierta.

—No está bien arreglao —dijo alguien en el rellano, en voz alta.

—Bueno, arréglelo usted, por el amor de Dios —murmuró el padre—. Son las seis de la mañana.

Llevaba un albornoz y estaba descalzo. Cuando llegó con el chico a la puerta y trató de cerrarla, la vio aparecer en el hueco, un esqueleto moteado con un largo abrigo verde y un sombrero de fieltro.

—Y el dinero pa su billete y el mío —dijo la mujer—. Tendremos que coger el tranvía dos veces.

Entró de nuevo en el dormitorio para buscarlo y, cuando regresó, ella y el niño estaban de pie en medio de la habitación.

Ella estaba observándolo todo.

—No podría soportar el olor de esas colillas si tuviera que quedarme aquí pa cuidarte.

—Aquí tiene —dijo el padre. Fue hacia la puerta, la abrió de par en par y esperó.

Después de contar el dinero, la mujer lo escondió dentro de su abrigo, y se acercó a una acuarela que colgaba cerca del fonógrafo.

—Sé qué hora es —dijo observando detenidamente las líneas negras que cruzaban planos quebrados de color chillón—. Debo saberlo. Mi turno comienza a las diez de la noche y no termina hasta las cinco de la mañana, y tardo una hora en viajar en tranvía hasta Vine Street.

—Oh, claro. Bueno, ¿lo traerá de vuelta por la noche, alrededor de las ocho o las nueve?

—Tal vez más tarde. Vamos a ir al río pa una curación. Ese predicador no viene por aquí muy a menudo. No habría pagado por eso —dijo señalando con la cabeza el cuadro—, lo hubiera dibujado yo misma.

—Muy bien, señora Connin, hasta luego pues —dijo él tamborileando con los dedos sobre la puerta.

Una voz inexpresiva dijo desde el dormitorio:

—Tráeme la bolsa de hielo.

—Qué lástima que su mamá esté enferma —dijo la señora Connin—. ¿Qué tiene?

—No lo sabemos —murmuró el hombre.

—Le pediremos al predicador que ore por ella. Ha curao a un montón de gente. El reverendo Bevel Summers. Ella tal vez debería verlo.

—Tal vez. Hasta la noche —repuso él, y desapareció en el dormitorio.

El niño la miró en silencio, con los ojos y la nariz húmedos.

Tenía cuatro o cinco años, la cara larga, el mentón prominente y los ojos, ahora entrecerrados, muy apartados entre sí. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja esperando que la dejen salir.

—Te gustará ese predicador —comentó ella—. El reverendo Bevel Summers. Tendrías qu’oírlo cantar.

La puerta del dormitorio se abrió de improviso y el padre asomó la cabeza.

—Adiós, pequeño, que te diviertas.

—Adiós —repuso el niño, y se sobresaltó como si hubiera recibido un disparo.

La señora Connin volvió a mirar la acuarela. Después salieron los dos al rellano y llamaron el ascensor.

—Yo l’habría pintao —dijo ella.

Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios oscuros y vacíos.

—Más tarde aclarará —dijo—. Esta es l’última vez que podremos oír un sermón en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.

El niño comenzó a frotársela con la manga, pero ella lo interrumpió.

—Eso no está bien. ¿Dónde está tu pañuelo?

Él se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras ella esperaba.

—A algunas personas no les importa cómo sales de casa —murmuró a su reflejo en la luna del café. Sacó del bolsillo un pañuelo con flores azules y rojas, se agachó y comenzó a limpiarle la nariz—. Ahora, suénate. Te lo presto. Guárdatelo en el bolsillo.

El niño lo dobló y se lo metió en el bolsillo con cuidado, y caminaron hasta la esquina, donde se reclinaron contra la pared de una farmacia cerrada a esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo de modo que tocaba su sombrero en la parte de atrás. Los párpados se le cerraban y parecía que iba a quedarse dormida allí mismo. El pequeño le apretó un poco la mano.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer con voz soñolienta—. Solo sé tu apellido. Tendría qu’haber preguntao tu nombre.

Su nombre era Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiárselo.

—Bevel —respondió.

La señora Connin se apartó de la pared.

—¡Qué coincidencia! Ya te he dicho que así se llama el predicador.

—Bevel —repitió el niño.

Ella se quedó mirándolo como si tuviera ante sí una maravilla.

—Veré si puedo presentártelo hoy. No es un predicador común. Cura a la gente. Pero no pudo hacer na por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que intentaría cualquier cosa por una sola vez. Tenía retortijones en las tripas.

Apareció el tranvía como un punto amarillo al final de la calle desierta.

—Ahora está en el hospital público —siguió la mujer—, y le han quitao un tercio del estómago. Yo le digo que tendría que dar gracias a Dios por lo que le han dejao, pero él dice que no va agradecer na a nadie. Vaya, vaya —murmuró—, ¡Bevel!

—¿Me curará a mí?

—¿Qué te pasa?

—Tengo hambre.

—¿No has desayunao?

—Entonces aún no tenía hambre.

—Bueno, cuando lleguemos a casa comeremos algo —afirmó ella.

Subieron al tranvía y se sentaron varios asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a Bevel sobre sus rodillas.

—Ahora pórtate como un niño bueno y déjame dormir un poco. Quédate en mi regazo.

Echó la cabeza hacia atrás y, mientras él la observaba, poco a poco se le cerraron los ojos y la boca se le abrió para mostrar unos cuantos dientes largos y espaciados, algunos dorados y otros más oscuros que su rostro; empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie en el vehículo aparte de ellos y el conductor; cuando el niño vio que estaba dormida, sacó el pañuelo floreado, lo desdobló y lo examinó con atención.

Luego lo dobló de nuevo y abrió una cremallera del interior de su abrigo, lo escondió allí, y pronto también él se quedó dormido.

La casa quedaba a un kilómetro de la última parada del tranvía, un poco alejada de la carretera. Era de cartón alquitranado, tenía un porche delante y la cubierta de estaño. En el porche había tres niños pequeños de diferentes estaturas con idénticos rostros pecosos y una chica alta que tenía el cabello levantado con bigudíes de aluminio que brillaban como el tejado. Los tres críos los siguieron cuando entraron en la casa y se acercaron a Bevel. Lo miraban en silencio, sin sonreír.

—Este es Bevel —dijo la señora Connin, mientras se quitaba el abrigo—. Es una coincidencia que se llame como el predicador. Estos chicos son J. C., Spivey y Sinclair, y la del porche es Sarah Mildred. Quítate el abrigo, Bevel, y cuélgalo en el poste de la cama.

Los tres chicos lo miraron mientras se lo desabotonaba y quitaba. Siguieron mirándolo cuando lo colgó del poste de la cama y entonces se quedaron mirando el abrigo. De pronto dieron media vuelta, salieron por la puerta y conferenciaron en el porche.

Bevel echó una ojeada a la habitación. Era medio cocina y medio dormitorio. Toda la casa consistía en dos cuartos y dos porches. Cerca de su pie, la cola de un perro de pelo claro se movía arriba y abajo entre dos tablas del suelo mientras se rascaba el lomo debajo de la vivienda. Bevel saltó sobre él, pero el perro, experimentado, se retiró antes de que sus pies tocaran el suelo.

Las paredes estaban llenas de fotografías y calendarios. Había dos retratos circulares de un hombre y una mujer viejos, con la boca hundida, y otra foto de un hombre cuyas cejas sobresalían como matas de pelo que chocaban entre sí sobre el caballete de la nariz; el resto de su cara era un peñasco desnudo del cual uno pudiera caerse.

—Ese es el señor Connin —explicó la señora Connin, que se apartó un momento de la cocina para admirar con él ese rostro—, pero ya no se le parece.

Bevel apartó la vista de la foto del señor Connin para mirar un cuadro de colores sobre la cama que mostraba a un hombre vestido con una larga sábana. Tenía el pelo largo y un círculo dorado alrededor de la cabeza y estaba serrando una tabla mientras algunos niños lo miraban. Iba a preguntar quién era cuando entraron los tres chicos y le indicaron con gestos que los siguiera. Pensó en arrastrarse bajo la cama y aferrarse a una de las patas, pero los tres niños se quedaron allí, pecosos y en silencio, esperando, y al cabo de un segundo los siguió a corta distancia hasta el porche y dobló tras ellos la esquina de la casa. Caminaban por un campo de hierbajos amarillos y retorcidos hacia la porqueriza, un cuadrado con tablones de dos metros, lleno de cochinillos, donde lo pensaban arrojar. Cuando llegaron allí, dieron media vuelta y esperaron en silencio, apoyados contra la valla.

Bevel se acercaba muy despacio, entrechocando deliberadamente los pies como si le costara caminar. Una vez le habían dado una paliza en el parque unos chicos a los que no conocía cuando su niñera estaba despistada, pero no supo lo que iba a suceder hasta que todo hubo terminado. Empezó a oler el fuerte aroma de la basura y a oír los ruidos de un animal salvaje. Se detuvo a unos pasos de la porqueriza, pálido pero obstinado.

Los tres chicos no se movieron. Parecía haberles ocurrido algo. Miraban por encima de la cabeza de Bevel como si vieran venir algo detrás de él, pero no se atrevió a volverse para mirar.

Sus pecas habían palidecido y tenían los ojos fijos y grises como el cristal. Tan solo sus orejas se crisparon levemente. No pasó nada. Al final, el que estaba en el medio dijo: «Nos matará»; se volvió, desanimado y abatido, se sentó en los tablones de la porqueriza y miró al interior.

Bevel se sentó en el suelo, aturdido y aliviado, y les sonrió.

El que estaba sentado sobre la valla le miró muy serio.

—Eh, tú —dijo, al cabo de un instante—, si no puedes subir pa ver los cerdos, levanta el tablón de abajo y mira.

Lo dijo como si fuera un acto de generosidad.

Bevel nunca había visto un cerdo de verdad, solo uno en un libro, pero sabía que eran animales de color rosa, pequeños y gordos, con la cola enroscada, la cara redonda y sonriente, y una pajarita en el cuello. Se inclinó y tiró el tablón con entusiasmo.

—Tira más fuerte —dijo el niño más pequeño—. Es fácil, está podrío. Saca ese clavo.

Arrancó el clavo herrumbroso de la madera blanda.

—Ahora levanta la tabla y pon la cabeza en... —comenzó a decir una voz calma.

Pero ya lo había hecho, y otra cara, gris, húmeda y huraña, empujó la suya y lo derribó al salir por debajo del tablón. Algo bufó encima de él y volvió a embestirle haciéndolo rodar y empujándolo por detrás, hasta que echó a correr chillando por el campo amarillo, mientras aquello seguía resoplando.

Los tres Connin observaron la escena sin moverse. El que estaba sentado sobre el redil colocó en su sitio, con el pie, el tablón desprendido. Sus caras hoscas no se iluminaron, pero daban la impresión de sentirse menos ansiosos, como si una gran necesidad hubiera sido parcialmente satisfecha.

—A mamá no le va gustar que haya dejao salir el cerdo —dijo el menor.

La señora Connin, que estaba en el porche trasero, agarró a Bevel cuando llegó a la escalera. El cerdo corrió bajo la casa y se detuvo, jadeando. El chico lloró durante cinco minutos. Cuando la mujer logró por fin calmarle, le dio el desayuno y lo sentó en su regazo para que comiera. El puerco subió los dos escalones del porche y se quedó fuera junto a la puerta mosquitera, mirando huraño hacia el interior con la cabeza gacha. Tenía las patas largas, el lomo encorvado y parte de una oreja arrancada.

—¡Fuera! —gritó la señora Connin—. Ese cerdo se parece al señor Paradise, el de la gasolinera —dijo—. Ya lo verás hoy en la curación. Tiene un cáncer en la oreja. Siempre viene por aquí pa que veamos que no está curao.

El puerco se quedó mirando unos segundos más y luego se retiró lentamente.

—No quiero ver a ese señor —decía Bevel.

Caminaron hasta el río, la señora Connin y Bevel al frente, seguidos por los tres chicos, en fila, y Sarah Mildred, la larguirucha, al final para avisar si uno de ellos se salía de la carretera. Parecían el esqueleto de un viejo barco con dos extremos puntiagudos que navegara con lentitud por el arcén. El blanco sol dominical los seguía a corta distancia, trepando deprisa a través de una espuma de nubes grises como si quisiera rebasarlas. Bevel caminaba por el lado de fuera, de la mano de la señora Connin, con la vista fija en el badén naranja y púrpura que descendía desde el pavimento.

Pensó que esta vez había tenido suerte al encontrar a la señora Connin, que te sacaba a pasear, no como las niñeras corrientes, que se sentaban allí donde vivías o te llevaban al parque.

Hay todo un mundo por descubrir cuando uno abandona la casa donde vive. Por la mañana, por ejemplo, había descubierto que lo había creado un carpintero llamado Jesucristo.

Hasta entonces creía que había sido un médico llamado Sladewall, un hombre gordo con un bigote amarillo que le ponía inyecciones y que pensaba que su nombre era Herbert, pero eso debió de ser una chanza. Gastaban muchas bromas donde él vivía.

Siempre había supuesto que Jesucristo era una palabra como «diablos», «oh» o «Dios», o tal vez alguien que en alguna ocasión los había estafado. Cuando preguntó a la señora Connin quién era el hombre cubierto por la sábana del cuadro que colgaba sobre la cama, ella lo había mirado durante un rato con la boca abierta. Después le había dicho: «Ese es Jesús», y siguió mirándolo.

Al cabo de unos minutos ella se había levantado y le llevó un libro del otro cuarto. «Mira —le dijo mientras lo abría—, era de mi tatarabuela. No me separaría d’él por na del mundo.» Luego deslizó el dedo por una línea escrita en marrón sobre la página manchada. «Emma Stevens Oakley, mil ochocientos treinta y dos. ¿No es algo qu’hay que tener? Y cada palabra es una verdad com’el Evangelio.»

Pasó una página y leyó el título: «La vida de Jesucristo para lectores menores de doce años». Luego le leyó el libro. Era un librito con la cubierta marrón claro y bordes dorados, y olía a masilla vieja. Estaba lleno de dibujos, había uno del carpintero sacando un montón de cerdos de un hombre. Cerdos de verdad, grises y de aspecto hosco, y la señora Connin le explicó que Jesús los había sacado a todos de ese hombre. Cuando terminó la lectura, lo dejó sentarse en el suelo y mirar de nuevo las ilustraciones.

Justo antes de partir para la curación, se las había arreglado para esconder el libro dentro del forro de su abrigo sin que ella se diera cuenta. Por eso ahora el abrigo le caía un poco de un lado. Mientras caminaban, su cabeza se iba poblando de sueños, y, cuando dejaron la carretera para enfilar un largo camino de arcilla roja que serpenteaba entre hileras de madreselvas, comenzó a dar saltos y a tirar de la mano de la señora Connin como si quisiera echar a correr para atrapar el sol, que rodaba delante de ellos en ese momento.

Anduvieron un rato por el camino de tierra y luego cruzaron un campo salpicado de hierbajos purpúreos y entraron en las sombras de un bosque cuyo suelo estaba cubierto de gruesas agujas de pino. Nunca había estado en un bosque, y caminó con cuidado, mirando a uno y otro lado, como si estuviera adentrándose en un país desconocido. Siguieron por un sendero de herradura que serpenteaba ladera abajo entre hojas rojas que crujían, y en una ocasión, al agarrarse a una rama para no resbalar, vio dos ojos de un dorado verdoso, fríos, en la oscuridad del agujero de un árbol. Al pie de la colina el bosque se abría súbitamente para dar paso a un pastizal, salpicado aquí y allá por vacas negras y blancas, que descendía formando terrazas hacia un ancho río naranja con el reflejo del sol engastado como un diamante.

Había un grupo de gente en la ribera cercana, cantando.

Detrás de ellos habían colocado mesas largas, y unos cuantos coches y camiones estaban estacionados en una carretera que discurría junto al río. Cruzaron el pastizal presurosos, porque la señora Connin, protegiéndose los ojos con una mano, vio que el predicador ya estaba de pie en las aguas. Dejó su cesta en una mesa y empujó a los tres chicos dentro del círculo de gente para que no se quedaran al lado de la comida. Mantuvo a Bevel de la mano y se abrió paso hacia delante.

El predicador había avanzado unos tres metros en el río, y el agua le llegaba hasta las rodillas. Era un joven alto, con pantalones remangados por encima del agua, una camisa azul y un pañuelo rojo en el cuello. No llevaba sombrero, tenía el pelo claro y unas patillas que se curvaban hacia el hueco de sus mejillas. El rostro era puro hueso, enrojecido por el fulgor que reflejaba el río.

Daba la impresión de tener tan solo diecinueve años. Cantaba con una voz nasal y fuerte, que se oía por encima del canto de los reunidos en la ribera, tenía las manos a la espalda y la cabeza inclinada hacia atrás.

Terminó el himno con una nota alta y se quedó en silencio mirando el agua y moviendo los pies en ella. Luego miró a las personas congregadas en la orilla. Estaban apiñadas, esperando; los rostros eran solemnes pero expectantes, y todos estaban pendientes de él. Movió de nuevo los pies.

—Tal vez sepa por qué habéis venido —dijo con su voz gangosa—, tal vez no. Si no venís por Jesús, no venís por mí. Si venís solo para ver si podéis dejar vuestro dolor en el río, no venís por Jesús. No podéis dejar vuestro dolor en el río —añadió—. Yo nunca he dicho eso a nadie.
Se interrumpió y bajó la vista hacia sus rodillas.

—¡Una vez le vi curar a una mujer! —gritó de repente una voz aguda entre la gente—. ¡Vi a esa mujer levantarse y caminar erguida aunque antes cojeaba!

El predicador levantó un pie y luego el otro. Parecía a punto de sonreír, pero no llegó a hacerlo.

—Podéis iros a vuestras casas si habéis venido por eso —dijo.

Luego alzó la cabeza y los brazos y exclamó:

—¡Escuchad lo que tengo que decir! No existe más que un único río y es el Río de la Vida, hecho de la sangre de Jesús. En ese río debéis dejar vuestro dolor, en el Río de la Fe, en el Río de la Vida, en el Río del Amor, en el rico y rojo río de la sangre de Jesús.

Su voz se tornó suave y musical.

—Todos los ríos nacen de ese único Río y vuelven a él como si fuera el mar, y si creéis podéis dejar vuestro dolor en ese Río y libraros de ellos, porque ese es el Río que fue hecho para lavar los pecados. Es un Río lleno de dolor, él mismo es dolor, que avanza hacia el Reino de Cristo para ser limpiado, lenta, lentamente, como este viejo río rojo que baña mis pies.

»¡Escuchad! —cantó—, ¡leo en Marcos la historia de un hombre sucio, leo en Lucas la historia de un hombre ciego, leo en Juan la historia de un hombre muerto! ¡Oh, escuchad! La misma sangre que enrojece este río limpió al leproso, dio vista al ciego, hizo levantar al hombre muerto. ¡Vosotros, gente con tribulaciones —gritó—, dejadlas en este Río de Sangre, dejadlas en este Río de Dolor, y observad cómo se alejan lentamente hacia el Reino de Cristo!

Mientras predicaba, Bevel miró distraído los lentos círculos que describían dos pájaros silenciosos en el aire. Al otro lado del río había un bosquecillo rojo y dorado de sasafrás, y, detrás, montes de árboles de un azul intenso y algún que otro pino que se elevaba sobre la línea del horizonte. Más allá, en la lejanía, la ciudad se alzaba como un montón de verrugas sobre la ladera de la montaña. Los pájaros descendieron en círculos, se posaron levemente en la copa del pino más alto y se sentaron encorvados como si estuvieran sosteniendo el cielo.

—Si es en este Río de la Vida donde queréis dejar vuestro dolor, entonces acercaos —prosiguió el predicador— y dejad aquí vuestro pesar. Pero no penséis que este es su fin, porque este viejo río no termina aquí. Este viejo torrente rojo de sufrimientos continúa lentamente hasta el Reino de Cristo. Este viejo río rojo es bueno para bautizarse, para hacer descansar vuestra fe, para dejar vuestro dolor, pero no es esta agua turbia lo que os salvará. He recorrido de una punta a otra este río durante esta semana —explicó—. El martes estuve en el lago Fortune, al día siguiente en Ideal, el viernes mi mujer y yo nos acercamos a Lulawillow para ver a un hombre enfermo. Esa gente no vio curaciones —añadió, y por un segundo su rostro se encendió aún más—. Nunca dije que las verían.

Mientras hablaba, una figura temblorosa había comenzado a avanzar con una especie de movimiento de mariposa, una vieja que agitaba los brazos y cuya cabeza se bamboleaba tanto que parecía a punto de caerse en cualquier momento. Consiguió agacharse en la orilla y dejó que sus brazos se movieran en el agua. Luego se inclinó más y hundió la cara en el agua, y por último se levantó chorreando; todavía temblorosa, dio un par de vueltas en una especie de círculo ciego hasta que alguien se adelantó y la introdujo en el grupo de nuevo.

—Esa mujer lleva trece años así —gritó una voz áspera—.

Pasad el sombrero y dadle a este muchacho el dinero. Para eso ha venido.

El grito, dirigido al muchacho del río, provenía de un viejo grandote que estaba sentado como una piedra corcovada sobre el parachoques de un anticuado coche gris. Llevaba puesto un sombrero gris, ladeado sobre una oreja para que se le pudiera ver sobre la otra un bulto purpúreo en la sien izquierda. Estaba inclinado hacia delante, con las manos entre las rodillas y los ojillos entrecerrados.

Bevel lo miró una vez, luego se metió entre los pliegues del abrigo de la señora Connin y se escondió.

El muchacho del río se volvió enseguida hacia el viejo y levantó el puño.

—¡Creed en Jesús o en el Diablo! —gritó—. ¡Dad testimonio de uno o de otro!

—Yo lo sé por propia experiencia —exclamó una voz misteriosa de mujer desde el grupo de gente—, sé que este predicador puede curar. ¡Mis ojos fueron abiertos! ¡Doy testimonio de Jesús!

El predicador elevó los brazos rápidamente y empezó a repetir lo que había dicho antes sobre el Río y el Reino de Cristo, mientras el viejo sentado en el parachoques le miraba fijamente con los ojos entrecerrados. De vez en cuando Bevel le echaba un vistazo desde detrás de la señora Connin.

Un hombre vestido con un mono y un abrigo marrón se adelantó, sumergió la mano en el agua con rapidez, la agitó y se volvió; una mujer llevó a un bebé hasta la orilla y le mojó los pies con la mano. Un hombre se alejó un corto trecho, se sentó, se quitó los zapatos y caminó hasta entrar en el agua; se quedó allí de pie con la cara vuelta hacia atrás tanto como podía, luego chapoteó hasta la orilla y se calzó. Durante todo ese tiempo el predicador continuó cantando, sin dar señales de percatarse de cuanto estaba ocurriendo.

Tan pronto como dejó de cantar, la señora Connin levantó a Bevel y dijo:

—Escuche, predicador, tengo un niño de la ciudad al que estoy cuidando. Su mamá está enferma y él quiere que usté rece por ella. ¡Y da la casualidad de que se llama Bevel! ¡Bevel! —repitió dándose la vuelta para mirar a la gente que había a su espalda—. Igual que usté. Qué coincidencia, ¿no?

Se oyeron algunos murmullos y Bevel se volvió y sonrió a los rostros que lo observaban.

—Bevel —dijo en voz alta, con desparpajo.

—Escucha —le dijo la señora Connin—, ¿estás bautizao?

El niño se limitó a sonreír.

—Me parece que ni siquiera está bautizao —explicó la señora Connin alzando las cejas ante el predicador.

—Acércamelo —pidió el; dio un paso adelante y cogió al crío.

Sentó a Bevel en el hueco de su brazo y miró el rostro sonriente. Bevel puso los ojos en blanco de una manera cómica y acercó su cara a la del predicador.

—Me llamo Bevvvvvl —dijo con voz alta y profunda, y dejó que la punta de su lengua se deslizara por la boca.

El predicador no sonrió. Su rostro huesudo estaba rígido y el cielo casi incoloro se reflejaba en sus ojillos grises. El hombre sentado en el parachoques soltó una sonora carcajada y Bevel se agarró al cuello de la camisa del predicador y lo asió con firmeza.

La sonrisa había desaparecido de su cara. Tuvo la súbita impresión de que esto no era una broma. En su casa, todo era una broma. Por la cara del predicador, supo de inmediato que nada de lo que este pudiera hacer o decir era broma.

—Mi madre me puso ese nombre —dijo rápidamente.

—¿Estás bautizado? —preguntó el predicador.

—¿Qué es eso? —murmuró.

—Si te bautizo —dijo el predicador—, podrás ir al Reino de Cristo. Te bañarás en el Río del Sufrimiento, hijo, e irás por el profundo Río de la Vida. ¿Quieres?

—Sí —respondió el chico, y pensó: «Así no tendré que volver al apartamento, me hundiré en el río».

—Ya no serás el mismo —afirmó el predicador—. Se te tendrá en cuenta.

A continuación se volvió hacia la gente y comenzó a predicar y Bevel miró por encima de su hombro los trozos de sol blanco esparcidos en el río. De pronto, el predicador dijo:

—Muy bien, te voy a bautizar ahora.

Y sin otra advertencia lo agarró más fuerte, le dio la vuelta y hundió su cabeza en el agua. Lo dejó sumergido mientras decía las palabras del bautismo y luego lo sacó y miró con severidad al niño, que estaba sin aliento. Bevel tenía los ojos oscuros y muy abiertos.

—Ahora se te tiene en cuenta —aseguró el predicador—. Antes ni siquiera eso.

El pequeño estaba demasiado atónito para llorar. Escupió el agua turbia y se frotó los ojos y la cara con la manga húmeda.

—No olvide a su madre —dijo la señora Connin—. El crío quiere que usté rece por su mamá. Está enferma.

—Señor —dijo el predicador—, oramos por alguien que sufre y no está aquí presente para dar testimonio. ¿Está tu madre enferma en el hospital? —preguntó—. ¿Es presa del dolor?

El pequeño le miró.

—Todavía no se ha levantado —respondió con voz aguda y aturdida—. Tiene resaca.

El aire estaba tan quieto que Bevel oyó cómo los trozos rotos del sol golpeaban el agua.

El predicador quedó sorprendido y enojado. Su cara había perdido todo color y el cielo parecía oscurecerse en sus ojos. Se oyó una gran risotada en la orilla y el señor Paradise gritó:

—¡Ay, curad a esa mujer que sufre una resaca! —Y empezó a golpearse la rodilla con el puño.

—Ha sido un día largo —dijo la señora Connin, que estaba con él en la puerta del apartamento y miraba con expresión severa hacia la habitación donde tenía lugar la fiesta—. Supongo qu’hace rato que el niño debería estar en la cama.

Bevel tenía un ojo cerrado y el otro entrecerrado; le moqueaba la nariz, tenía la boca abierta y respiraba por ella. El abrigo de cuadros escoceses estaba mojado y pingaba por un lado.

«Debe de ser esa —dedujo la señora Connin—, la de los pantalones negros (largos pantalones de satén), sandalias abiertas y las uñas de los pies pintadas de rojo.» Estaba tumbada ocupando la mitad del sofá, con las rodillas cruzadas en el aire y la cabeza apoyada en el brazo. No se levantó.

—Hola, Harry —dijo—. ¿Te lo has pasado bien? —Tenía la cara larga, tersa e inexpresiva, y llevaba el pelo, lacio y de color de batata, peinado hacia atrás.

El padre fue a buscar el dinero. Había otras dos parejas. Uno de los hombres, rubio y con unos ojillos de un azul violáceo, se estiró en su sillón y dijo:

—Bueno, Harry, pequeño, ¿te has divertido?

—No se llama Harry. Se llama Bevel —afirmó la señora Connin.

—Su nombre es Harry —dijo ella desde el sofá—. ¿Quién ha oído alguna vez que alguien se llamara Bevel?

El niño, que parecía haberse quedado dormido de pie, con la cabeza caída, la levantó de pronto y abrió un ojo; el otro seguía cerrado.

—Esta mañana me dijo que se llamaba Bevel —explicó la señora Connin con tono de estupefacción—. Igual que nuestro predicador. Hemos pasao el día en la predicación y curación en el río. Dijo que se llamaba Bevel. Igual que el predicador. Eso me dijo.

—¡Bevel! —exclamó la madre—. ¡Dios mío, qué nombre!

—El predicador se llama Bevel y no hay otro como él —dijo la señora Connin—. Además —agregó con tono desafiante—, ha bautizao al niño esta mañana.

La madre se incorporó.

—¡Qué cara! —murmuró.

—Además —prosiguió la señora Connin—, hace curaciones y oró pa que usté se curase.

—¡Curarme! —casi gritó la madre—. ¿Curarme de qué, por Dios?

—De su aflicción —respondió la señora Connin fríamente.

El padre había vuelto con el dinero y estaba de pie cerca de la señora Connin esperando para dárselo. Tenía los ojos bordeados de rojo.

—Continúe, continúe —dijo—, quiero oír más acerca de su aflicción. Se me escapa la naturaleza exacta de... —Agitó el billete y su voz se fue apagando—. Sanar mediante la oración es baratísimo —murmuró.

La señora Connin permaneció quieta un segundo, mirando la habitación, con el aspecto de un esqueleto que lo ve todo.

Luego, sin coger el dinero, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí. El padre giró sobre sus talones, sonrió vagamente y se encogió de hombros. Los demás estaban mirando a Harry. El niño se encaminó hacia su cuarto arrastrando los pies.

—Ven aquí, Harry —dijo la madre. Automáticamente el crío se dirigió hacia ella sin abrir el ojo—. Cuéntame qué ha sucedido hoy —añadió cuando llegó a ella, y comenzó a quitarle el abrigo.

—No lo sé.

—Claro que lo sabes —repuso. Notó que el abrigo pesaba más por un lado. Abrió la cremallera del forro y cogió el libro y el pañuelo sucio justo cuando caían al suelo—. ¿De dónde has sacado esto?

—No lo sé. —Trataba de cogerlos—. Son míos. Me los dio ella.

La madre tiró el pañuelo al suelo y alzó el libro hasta una altura a la que él no podía llegar y comenzó a leerlo. Un segundo después su rostro adquirió una expresión exageradamente cómica.

Los otros la rodearon y lo miraron por encima de su hombro.

—Por Dios —dijo alguien.

Un hombre lo observó con atención desde detrás de sus gafas de lentes muy gruesas.

—Es valioso —comentó—. Es una pieza de colección. —Lo cogió y se retiró a otro sillón.

—No dejéis que George se vaya con eso —dijo su amiga.

—Os digo que este libro es valioso —insistió George—. Mil ochocientos treinta y dos.

Bevel volvió a encaminarse hacia la habitación donde dormía.

Cerró la puerta tras de sí, se movió con lentitud en la oscuridad hasta la cama, se quitó los zapatos y se metió bajo las mantas. Al cabo de un minuto, un rayo de luz dibujó la alta silueta de su madre. Cruzó de puntillas la habitación y se sentó en el borde de la cama.

—¿Qué ha dicho de mí el imbécil del predicador? —susurró—. ¿Qué mentiras ha estado contando hoy, querido?

El niño cerró el ojo y oyó su voz desde una gran distancia, como si estuviera bajo el río y ella en la superficie. La madre le sacudió por el hombro.

—Harry —dijo inclinándose para acercar la boca a su oído—, cuéntame qué ha dicho.

Le levantó hasta dejarlo sentado y él se sintió como si lo hubieran sacado desde el fondo del río.

—Cuéntame —murmuró, y su aliento amargo cubrió el rostro de Bevel.

El niño vio el óvalo pálido cerca de él en la oscuridad.

—Ha dicho que ya no soy el mismo —musitó—. Me tienen en cuenta.

Al cabo de un segundo ella lo volvió a depositar, sujetándole de la pechera, en la almohada. Se quedó a su lado un momento y le acarició la frente con los labios. Luego se levantó y se alejó contoneando las caderas levemente a través del rayo de luz.

Bevel no se despertó temprano, pero el apartamento todavía estaba oscuro y cerrado. Se quedó un rato acostado hurgándose en la nariz y frotándose los ojos. Luego se sentó en la cama y miró por la ventana. El sol entraba, un gris pálido y sucio, por el vidrio. Enfrente, en el hotel Empire, una mujer de la limpieza negra miraba la calle desde la ventana de un piso alto, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados. Bevel se levantó, se puso los zapatos, fue al baño y luego a la sala. Se comió dos galletitas saladas untadas con pasta de anchoas que encontró sobre la mesa, bebió un poco de ginger ale que quedaba en una botella y buscó su libro en la habitación pero no dio con él.

El apartamento estaba en silencio. Solo se oía el leve zumbido del refrigerador. Fue a la cocina y encontró un par de rebanadas de pan de pasas, los untó con medio tarro de mantequilla de cacahuete, se encaramó al alto taburete de la cocina y comió el emparedado lentamente, limpiándose la nariz de vez en cuando en el hombro. Cuando terminó, encontró un poco de batido de chocolate y se lo bebió. Hubiera preferido el ginger ale, pero habían dejado los abrebotellas donde él no los podía alcanzar. Observó un rato lo que había en la nevera: algunas verduras ya pasadas que ella habría olvidado que estaban allí y un montón de naranjas marrones que había comprado y no había exprimido; tres o cuatro clases de queso y algo de pescado en una bolsa de papel; el resto eran huesos de cerdo. Dejó abierta la puerta de la nevera, regresó a la sala oscura y se sentó en el sofá.

Pensó que no darían señales de vida hasta la una y que luego tendrían que salir a comer en un restaurante. Todavía no era lo bastante alto para llegar a la mesa y el camarero le traería una trona, pero era demasiado grande para la trona. Se sentó en medio del sofá, y empezó a golpearlo con los talones. Luego se levantó y caminó por la habitación mirando las colillas en los ceniceros como si fuera una costumbre. En su habitación tenía libros con ilustraciones y piezas de madera para construir cosas, pero casi todo estaba medio roto; había descubierto que la mejor manera de hacerse con juguetes nuevos era romper los viejos.

Había muy pocas cosas que hacer, salvo comer; sin embargo, no era un niño gordo.

Decidió vaciar unos cuantos ceniceros en el suelo. Si solo vaciaba unos pocos, ella pensaría que se habían caído. Vació dos y esparció las cenizas con cuidado sobre la alfombra con el dedo. Luego estuvo un rato tumbado en el suelo estudiando sus pies mientras los tenía en el aire. Los zapatos todavía estaban húmedos y comenzó a pensar en el río.

Muy lentamente cambió su expresión como si poco a poco viera aparecer algo que no sabía que estuviera buscando. Entonces, de pronto, supo lo que quería hacer.

Se levantó, fue de puntillas hasta la habitación de sus padres y se quedó allí, en la luz mortecina, buscando el bolso de su madre.

Pasó la mirada por el largo brazo pálido de esta, que colgaba al borde de la cama, por encima del montículo blanco que formaba su padre y de la cómoda atestada de cosas, hasta que la posó en el bolso que colgaba del respaldo de la silla. Sacó unas fichas para el tranvía y medio paquete de caramelos Life Savers.

Luego salió del apartamento y tomó el tranvía en la esquina. No había cogido una maleta porque no había nada que deseara llevarse de su casa.

Se apeó al final de la línea y echó a andar por la carretera que él y la señora Connin habían cogido el día anterior. Sabía que no habría nadie en la casa porque los tres chicos y la chica iban a la escuela y la señora Connin le había dicho que ella salía a hacer limpieza. Pasó junto a la casa y siguió el camino que los había llevado al río. Las casas de cartón estaban muy separadas entre sí y al cabo de un rato terminó el camino de tierra y hubo de andar por el arcén de la carretera. El sol era de un amarillo pálido, estaba alto y calentaba.

Pasó junto a una choza con un surtidor de gasolina delante, pero no vio al viejo plantado en la puerta con la vista perdida. El señor Paradise estaba bebiendo una naranjada. La terminó lentamente mientras, con los ojos entrecerrados, miraba por encima de la botella la pequeña figura con abrigo de cuadros escoceses que desaparecía por el camino. Luego dejó la botella vacía sobre un banco y, todavía con los ojos entrecerrados, se pasó la manga por la boca. Entró en la choza y cogió un pirulí de menta, de treinta centímetros de largo y cinco de ancho, del anaquel de los caramelos, y se lo guardó en el bolsillo. Luego subió al coche y condujo lentamente por la carretera en pos del niño.

Cuando Bevel llegó al campo salpicado de hierbajos purpúreos, estaba lleno de polvo y sudoroso, y lo cruzó al trote para llegar a la arboleda lo más rápido posible. Una vez allí, fue de un árbol a otro, tratando de encontrar el sendero que habían tomado el día anterior. Por fin dio con una senda entre las agujas de los pinos y la siguió hasta que vio el abrupto camino que serpenteaba entre los árboles.

El señor Paradise había dejado su coche junto a la carretera y había caminado hasta el lugar donde solía ir a sentarse casi todos los días, con una caña de pescar sin cebo en la mano mientras miraba el río pasar. Cualquiera que lo hubiera visto desde lejos habría visto un viejo canto rodado medio escondido entre la maleza.

Bevel no lo vio. Tan solo veía el río, resplandeciente con un amarillo rojizo. Se metió en él saltando, con los zapatos y el abrigo puestos, y tomó una bocanada de agua. Tragó un poco y escupió el resto y luego se quedó allí parado, con el agua hasta el pecho, mirando alrededor. El cielo era de un azul claro y pálido, de una sola pieza —salvo por el agujero que hacía el sol—, y orlado abajo con las copas de los árboles. El abrigo flotaba en la superficie y lo rodeaba como una extraña y alegre hoja de nenúfar mientras él sonreía al sol. No quería volver a hacer el tonto con un predicador, sino bautizarse a sí mismo y dejarse llevar esta vez hasta encontrar el Reino de Cristo en el río. No quería perder más tiempo. Metió la cabeza en el agua y empujó hacia abajo.

De inmediato comenzó a jadear y a escupir y su cabeza reapareció en la superficie; lo intentó de nuevo y sucedió lo mismo.

El río lo rechazaba. Hizo otro intento y volvió a salir, sin aliento.

Lo mismo le había ocurrido cuando el predicador lo sumergió: había tenido que luchar contra algo que le empujaba la cara para echarlo. Dejó de moverse y de pronto pensó: «Es otra broma, ¡no es más que otra broma!». Meditó sobre lo lejos que había venido para nada y empezó a golpear y a salpicar y a patear el inmundo río. Sus pies ya no tocaban nada. Soltó un gritito de indignación y dolor. Luego oyó un chillido, volvió la cabeza y vio algo como un cerdo gigante que avanzaba hacia él, saltando y agitando un palo rojo y blanco, sin dejar de chillar. Se sumergió una vez más y ahora la plácida corriente lo tomó como una mano larga y gentil y lo empujó rápidamente hacia delante y hacia abajo. Por un momento, le sobrecogió la sorpresa; después, como se movía deprisa y sabía que iba a alguna parte, toda la furia y el miedo le abandonaron.

La cabeza del señor Paradise aparecía de vez en cuando en la superficie. Finalmente, lejos, corriente abajo, el viejo se irguió como un antiguo monstruo marino y se quedó con las manos vacías, mirando con sus ojos opacos la línea del río hasta donde alcanzaba su mirada.