domingo, 4 de diciembre de 2016

Poema para Matilde

Juan José Gómez Cadenas

Poema para Matilde

Yo que tantos hombres he sido, no he sido nunca, aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. J. L. Borges


Sevilla, un domingo de febrero de 1920. sea que eres de Argentina. Ya me parecía a mí que tenías un acento curioso. Y argentino universal además, tan joven y todo lo que has viajado. ¿Y hasta hace poco vivías en Ginebra? No hombre, qué va, yo en Ginebra no he estado nunca. En realidad yo no he estado en casi ninguna parte, soy uno de esos tipos sin curiosidad, a los que viajar les trae sin cuidado. He salido de mi barrio, como aquel que dice sólo una vez y fue a la fuerza. No sería más viejo que tú cuando me tuve que marchar a Barcelona, donde malviví muchos años. Pero hablábamos de ti. Así que lo tuyo es la literatura. ¿Y dices que acabas de publicar un poema al mar? Si hombre, claro que conozco la revista Grecia, ¿Cómo no la voy a conocer? Precisamente yo tengo una librería, Librería Renacimiento se llama, aunque en el barrio todavía la conoce todo el mundo como la librería del ciego, le viene del apodo de Matías, mi suegro, que fue el propietario hasta que murió, ya hace algunos años. No, qué va, no era ciego, sólo muy miope, es que a los andaluces nos gusta exagerar. Yo aprendí el oficio de él. Pero ya estamos otra vez, si me dejas hablar no tengo freno. ¿No tienes por ahí tu poema? ¿Sí? Pues claro que me encantaría que lo leyeras, adelante, no seas tímido. ¿Qué me parece? Muy bien, muy bien, tienes más imaginería que una procesión de Semana Santa, qué bonito todo eso de La Copa de Estrellas y Las Oriflamas de Faroles... Ahora, que si me permites la sinceridad, te diré que me parece que se te nota en los versos que el mar y tú no sois tan íntimos como dices. ¿Sabes? mientras leías estaba acordánO 224 Juan José Gómez Cadenas dome yo del mar. Allá en Barcelona, se puede decir que no hice otra cosa que trabajar como una bestia. Estaba pluriempleado, por las ma- ñanas corregía pruebas para la editorial Boix y por las tardes trabajaba de dependiente en la Librería Alfau, la más grande de la ciudad. Así que los días de la semana se pasaban sin sentir, menos los domingos, que se me hacían interminables. Y es que no tenía más compañía que mis libros, las cartas de Matilde y mucha amargura. A veces, para distraerme, tomaba un tren de cercanías a alguno de los pueblos vecinos. Una de aquellas veces acabé en Salou, que tiene unas playas enormes y aquel día lo pasé entero frente al mar. No hice otra cosa que pasear, mojarme los pies y echar lagrimones. Pero cuando volví a mi semisótano de la calle Muntaner me sentía menos solo y un poco menos desgraciado. Regresé al domingo siguiente y al siguiente y al otro. Así durante veinte años. Y mira, en todo aquel tiempo nunca acerté a descubrir en el mar imágenes rojas y lumínicas, ni Thulés ebrias de luz y lepra ni ninguna de todas esas cosas tan bonitas que escribes. Lo veía cambiar de color, eso sí, cuando llegaba a Salou, a eso de las siete era de un azul muy oscuro, casi gris, y conforme avanzaba la mañana se iba volviendo esmeralda y después azul otra vez, al avanzar la tarde. Cambiaba de color y cambiaba de humor también, muy temprano solía estar tranquilo y volvía a adormilarse con el crepúsculo, pero durante el día se agitaba sin cesar como si quisiera decirme algo. La playa solía llenarse de gaviotas, que parecían ángeles en el aire y diablejos sucios cuando iban saltando por la arena, buscando desperdicios para alimentarse. Yo me sentaba en las dunas, o paseaba playa arriba y playa abajo. Tomé la costumbre de contarle mis penas. Me dio por pensar que me entendía, ya ves, aunque lo único que me contestaba a todo era el poom–ta–ta– poom de las olas. Ni siquiera el día que nos despedimos cambió de conversación. Había llegado, por fin, la carta de Matilde que yo había esperado por cuatro lustros, pidiéndome que regresara. Aquel domingo tomé por última vez un tren para Salou y le leí al mar aquella carta mil veces, primero a gritos y luego con la voz ronca de tanto desgañitarme, llorando y riéndome como un demente. ¿Y sabes qué me contestaba? Poom–ta–ta–poom. Y sin embargo, después, a lo largo de los años, me he acordado de aquel mar muchas veces, el único amigo que tuve por entonces, y el único consuelo. ¿Lo ves? Ya he vuelto a desvariar. Eso es la vejez, hijo. En lugar de hacernos más sabios, con la edad se nos reblandecen los sesos. ¿De verdad que no estás molesto conmigo? Me das una alegría, los poetas jóvenes se amoscan enseguida que no les aplauden los versos y yo soy muy criticón. Lo que quería decirte es que a mí me parece que un poe- Poema para Matilde 225 ma, un auténtico poema es una cosa que tarda tiempo en gestarse, algo que se escribe cuando te han calado las experiencias, por decirlo así. Cuando te has pasado décadas acudiendo al mar y después te has olvidado de él para dedicarte a otra cosa, a vender libros, por ejemplo. Y a lo mejor todavía años más tarde, puedes sentarte frente a un papel y en unas pocas líneas expresar todo eso que has vivido y luego olvidado y vuelto a recordar y ya es más que un recuerdo, es poesía. No sé, esa poesía a la que yo me refiero sería como un brandy viejo, mientras que los versos que tú escribes son como los finos de esta tierra, que se te suben a la cabeza sin sentir y te alegran la mañana. Si acaso les falta algo son esos veinte años que todo brandy que se precie tiene que dormir en la barrica, ¿no te parece? ¿Qué si me puedes hacer una pregunta personal? Faltaría más hombre. A ver, Curro, pon otras dos manzanillas. Vinos como éstos no tendréis en Ginebra ¿verdad? Venga, a tu salud. Tú dirás. ¿Qué por qué me fui a Barcelona? ¿Y quién es Matilde? No, si ya te digo. Como no te andes con tiento acabarás por pasarte el domingo como el mar de Salou, oyéndome monologar. Matilde es mi mujer. Y mis veinte años de destierro en Barcelona, una larga historia. No, no me importa contártela, si tienes la paciencia de escucharla. ¿Estás seguro? Entonces ponte cómodo porque tenemos para un rato. Matilde era la única hija de Matías el ciego. Ella tiene tres años y medio menos que yo. Cuando empecé de aprendiz en la librería aún era una mocosa que no levantaba un palmo del suelo. Parecía una gitanilla, con su piel tiznada y el pelo oscuro como la obsidiana. Solía venir al mediodía a buscar a su padre, con el recado de que la comida estaba lista y por las tardes la madre la mandaba a traernos un café a la hora de la merienda. A veces, Matías la dejaba quedarse enredando en la tienda, cuando no había mucho trabajo. Matilde se pegaba a mí como una remorilla y yo me hacía el importante enseñándole libros raros y presumiendo de poeta porque me sabía de corrido algunos versos de don Manuel Machado. Aunque yo también hice mis pinitos como poeta, no creas, fue una carrera corta la mía, pero muy fructífera. Verás. Yo acababa de cumplir dieciocho años cuando Matilde se ausentó un tiempo, ocho o nueve meses por lo menos, se fue con la madre a cuidar a un abuelo, que estaba muy enfermo. Ya casi ni me acordaba de ella y cuando entró por la puerta de la librería, era un veinticinco de mayo, faltó poco para que me cayera muerto al suelo, no sé cómo explicarte, la miraba y no la co- 226 Juan José Gómez Cadenas nocía, yo recordaba a la chiquilla morena que me perseguía por la tienda y tenía delante una mujer como no se ha visto otra igual en Sevilla. Vaya, no te esperabas que me pusiera tan vehemente, ¿verdad? Pues si te dijera que intento no exagerar para que no pienses que chocheo. En fin, aquella misma noche empecé a escribirle versos y no paré hasta darle el primer beso. Eso sí, después no perseveré. Era primavera en Sevilla, el aire olía a jazmines y yo me desvelaba cada noche pensando en sus ojos, en sus labios, en aquel cuerpo suyo como una espiga. Perdí el apetito y tenía calentura y los pies no me tocaban el suelo, pero cada vez que intentaba traducir tantos sentimientos a palabras sólo acertaba a escribir simplezas. Así que lo dejé sin remordimientos. Mira, yo creo que deberías venirte a comer a casa y seguimos la conversación allí. Es decir, si todavía te queda paciencia. Aunque te advierto que los guisos de Matilde merecen aguantarme la charla. Pues claro que lo digo en serio, además, estoy seguro de que a mi mujer le va a encantar tu poema. ¿Qué, te decides? Estupendo. Déjame, ya pago yo. Insisto, hombre. Ya invitarás tú cuando ganes algún premio. Qué seguro que lo ganas. No, hijos no hemos tenido, por desgracia. Matilde no puede. ¿De veras quieres que siga con esa historia? Bueno, hombre, de acuerdo, a condición de que nos tomemos otro fino antes de llegar a casa, porque de estas cosas, prefiero no hablar delante de ella. ¿Por dónde iba? Nos hicimos novios. Matías me quería como un hijo y nos dio su bendición desde el principio. Lo malo es que nos veíamos venir uno de esos noviazgos eternos, a la andaluza. Nosotros, a los dos años ya no podíamos más, Matilde y yo, ya me entiendes, nos quemá- bamos con sólo mirarnos. Así que al final me armé de valor y hablé con Matías. Él empezó con lo de siempre, que éramos muy críos, que había que labrarse un porvenir, pero cuando me puse terco acabó por confesarme que el negocio no iba bien. Tú no conocerás mucho España, me imagino, pero aquí nadie gasta en libros. En este país la gente compra libros para presumir, no para leérselos y por desgracia, dan poco margen de beneficio y en aquellos años menos, así que Matías se las veía y se las deseaba para seguir tirando. Debía dinero. Unos años atrás había pedido un préstamo para hacer reformas en la librería. El pobre había sido muy optimista o no había entendido que los intereses eran abusivos o las dos cosas. Y claro, en esas condiciones no quería ni oír hablar de boda. Al final pasó lo inevitable. Murió aquel abuelo que Matilde había estado cuidando tantos meses y sus padres tuvieron que ausentarse y con las prisas no se acabaron de dar cuenta de que nos dejaban Poema para Matilde 227 solos. No te voy a contar lo que fueron aquellas tres noches, pero te aseguro que me pondría delante de un toro por recuperar una sola de ellas. El caso es que ella se quedó embarazada y, aparte del disgusto que les supuso a los viejos, nosotros nos las prometíamos tan felices, porque la única salida decente pasaba por la vicaría. Y ese sería el final de mi historia, imagino, de no haber cruzado la desgracia a Juan Urbano en nuestro camino. Según se mire, todo fue culpa de un libro. Al destino le gustan las bromas pesadas, Juan no habría sabido jamás de Matilde de no ser por la única devoción que hemos tenido en común, la de los libros viejos. Pero déjame que te cuente. La familia Urbano es una de las más pudientes de Andalucía. El padre de Juan vino de Alemania, dicen que era judío, su apellido era Urbuch, o Urbach, o algo por el estilo, pero al poco de llegar lo cambió para que sonara a cristiano. Abrió una tienda de antigüedades, que según afirman las malas lenguas no era más que una tapadera para encubrir un negocio de usura. El caso es que le fue bien, ganó dinero, aunque sus negocios eran insignificantes en comparación con los que montó su hijo tiempo después. Y sin embargo, de muy joven, Juan parecía querer salirse por peteneras, pasó unos años deambulando de un sitio para el otro, París, Viena, Madrid, dedicándose a la bohemia. Matías, que lo conoció por aquella época, aseguraba que era un mozo soñador, con talento para la música, un poco crápula. Un señorito, vamos, como hay tantos en Sevilla. Y de repente cambió de actitud, o más bien de personalidad, Matías decía que era como si fuera otro hombre distinto. Si para la música tenía talento, para los negocios resultó ser un genio. Empezó dedicándose a la compraventa de fincas, parecía tener un sexto sentido que le decía en qué tierras valía la pena invertir y en cuáles no, cuándo vender y cuándo comprar y a qué precio, luego se introdujo en el negocio del aceite como si llevara toda su vida en eso y después abrió fábricas, compró una naviera, se hizo con dos de los tres mayores bancos de la provincia. Era como el rey Midas, transformaba en oro todo lo que tocaba. En poco tiempo se convirtió en el hombre más poderoso de Sevilla. Tenía cosa de quince años más que yo. Era muy agraciado, igual que su padre. Fornido, rubio, que aquí son raros, con unos ojos muy azules, como es corriente entre los teutones. Recuerdo haberlo visto, siendo yo un mocoso, paseándose a caballo por la feria, alto y tieso como la Giralda, saludando a las damas de tronío desde lo alto de su jaca. Era un jinete de primera, y en todas las ferias se lucía en las carreras, por no decir cuando salía a la plaza a rejonear. ¿Que cómo podía destacar en 228 Juan José Gómez Cadenas tantas cosas? Eso mismo se preguntaba toda Sevilla, créeme, daba la impresión de que había pactado con Belcebú para poder desdoblarse en una docena de hombres diferentes, uno que llevaba los negocios de la familia con mano de hierro y otro que se bebía la noche en los tablaos, el que se la jugaba delante de los toros y el que entraba de vez en cuando en la librería a charlar con el ciego y a husmear catálogos, buscando libros raros, por los que tenía auténtica pasión. ¿Tomamos la última? Fue uno de esos libros, como te decía, el causante de nuestras desdichas. Matías consiguió un ejemplar de Los abismos cotidianos, de Costamagna, una obra rarísima que Juan codiciaba desde tiempo atrás. Recuerdo que me mandó a buscarlo con la noticia y que Juan se empeñó en acompañarme inmediatamente a la librería y como fuimos todo el camino conversando sobre literatura. Mal que me pese tengo que reconocer que era un erudito. Pagó un precio exorbitante por el libro, el doble de lo que Matías había sugerido, sin pestañear. Era su forma de ser. Compraba lo que se le antojaba sin importarle el precio. El viejo mandó recado para que su mujer nos bajara una botella de anís para celebrar el trato y a la pobre vieja, ¿qué iba a saber ella?, no se le ocurrió mejor idea que enviar a Matilde. Te vas a reír, pero desde el mismísimo momento en que la vi entrar por la puerta supe lo que se nos venía encima. Tenías que haber visto cómo la miraba Juan, era como si le doliera verla, como si se le fuera a partir el corazón, y a la vez la miraba como había mirado el libro de Costamagna, por un momento me pareció que se iba a arrodillar delante de ella y luego que le iba a ofrecer a Matías un precio por su hija allí mismo. Pasó una eternidad. Matilde sirviendo las copas, Juan sin quitarle la vista de encima, como si no existiera nadie más en el mundo, el ciego mascullando insensateces y yo saboreando un anís que me sabía a cicuta. Pero debieron ser tan sólo unos instantes, al cabo de los cuales Matilde se había retirado, Matías envolvía el libro y yo me envenenaba con mi propia bilis. Aquella mañana empezó nuestro Calvario. No fue sólo el mío y el de Matilde y mis pobres suegros. Juan también sufrió lo suyo. Yo creo que hasta entonces había conseguido siempre lo que se le metía entre las dos cejas. Supongo que, al principio, ni se le pasó por la cabeza que conquistar a Matilde tuviera dificultad alguna. Para qué decirte que Juan era un rompecorazones, que no había mujer en Sevilla que se le resistiera, que se contaban historias de arañazos y bofetadas y hasta alguna cuchillada por dormir en su cama. Cómo se iba a imaginar que le resultara indiferente a Matilde. La abrumó con regalos, recuerdo que Poema para Matilde 229 le mandaba cada día diecisiete docenas de rosas, una docena por cada año de ella. Después de las flores empezaron a llegar vestidos como para el ajuar de una reina, con sus etiquetas de las tiendas de París y un ejército de modistillas para ajustarle todas aquellas telas, daba igual que ella protestara, que se negara a probarse nada, que las despidiera con pocos miramientos. Al día siguiente llegaban otras vez las flores y los vestidos, y aparecía el dueño de la joyería más cara de la ciudad con unos pendientes de oro en los que brillaban unas perlas como huevos de paloma. Cuantos más regalos llegaban y más caros, más se enfurecía Matilde. Supongo que Juan no conseguía entender que una niña de diecisiete años pudiera tener el corazón tan firme, que lo desdeñara a él, que era como un príncipe en Sevilla, que prefiriera a un aprendiz de librero, que no tenía donde caerse muerto. Y sin embargo así era. Cuantos más regalos llegaban, cuanto más insistía él en cortejarla, más intentaba ella convencer a su padre para acelerar los trámites y casarnos de inmediato. Pero el pobre Matías tenía miedo de desairar al cacique y se convencía de que era mejor esperar unas pocas semanas, hasta que se le pasara la obsesión. Pero ya te imaginarás que la obsesión le iba a más cada día. Finalmente se decidió a declararse a Matilde, como no había hecho antes en su vida, según le confesó. Ella le dijo que no, por las buenas primero y por las regulares cuando él no quiso avenirse a razones y al final por las malas. Tanto le insistió que tuvo que confesarle que estaba embarazada de dos meses y que nos íbamos a casar en unas semanas. Después de lo cual le pidió sin disimulos que nos dejara tranquilos. Al día siguiente Juan hizo llamar a Matías. Ya te he dicho que el viejo debía dinero. Todo el que tiene un negocio en España debe dinero y todo el que debe en este país está acostumbrado a renegociar los pagarés vencidos. Pero en cuanto Juan dio sus órdenes, Matías se encontró con que no podía hacer frente a sus deudas. No sólo era perder el negocio. En Sevilla, los jueces también estaban en la nómina de la familia Urbano. Para el ciego no había más alternativa que doblegarse a la voluntad de Juan o enfrentar la ruina. ¿Qué hice yo? Pues a mí, que era un poco infeliz y tenía la cabeza muy caliente, me pareció que el asunto se arreglaba echándole un par de cojones. Fui a buscarlo un día, a una de sus fincas, con mi cortaplumas en el bolsillo. Todavía cojeo un poco, ya te has dado cuenta antes. Eso fue de la paliza. También las marcas debajo de los ojos y algunas costillas rotas. Juan me tenía tanta inquina como yo a él y desde luego sabía manejar los puños y también las punteras de sus botas de montar, te lo 230 Juan José Gómez Cadenas aseguro. Me pasé más de un mes en el hospital y luego otros dos entre rejas por allanamiento de morada, intento de agresión y no sé cuántas cosas más. Piénsalo. A Matilde no le quedaba otro remedio que casarse con Juan o cargar con la responsabilidad de que nos pudriéramos en la cárcel su padre y yo. Él ni siquiera se arredró porque estuviera embarazada ni porque deseara ese hijo con toda su alma. La pobre chiquilla acababa de cumplir los dieciocho el día que le hicieron la carnicería. Faltó poco para que no lo contara. Eso fue un accidente imprevisto, desde luego. Más tarde Matilde me contó que Juan estuvo a punto de estrangular con sus propias manos a la bruja que le practicó el aborto. Cuando salí de la cárcel ya se había celebrado el matrimonio. De eso me enteré por el sicario que me acompañó, por decirlo de alguna manera, a la estación de tren. Recuerdo que era un tipo bajito, jovial, muy afable y que llevaba un bulto muy aparatoso bajo la chaqueta, a la altura del sobaco. Mientras esperábamos el tren, me repitió unas cuantas veces que me convenía no volver a pisar Sevilla. Por si no lo había entendido bien, dejó que viera la culata de su revólver, cuando se abrió la chaqueta para sacar un billete de ida a Barcelona. Y así empezó mi destierro. De los primeros tiempos, prefiero no acordarme. Llevaba ya casi un año en Barcelona cuando me llegó la primera carta de Matilde. Yo no había vuelto a dar señales de vida desde que escapé de Sevilla y pensaba que nunca iba a volver a saber de ella, pero me localizó sin mucho esfuerzo gracias al dueño de la librería Alfau, donde yo trabajaba, que era amigo de su padre. Recuerdo lo que lloré con aquella primera carta, no tanto por las desgracia que nos había caí- do encima, que ya no tenía remedio, sino acordándome de la chiquilla que me perseguía entre los libros, llenando la tarde de cascabeles. Matilde acababa de cumplir los veinte años cuando me escribió aquella carta, pero lo mismo hubiera podido tener doscientos. Era una carta larga, serena, más amarga que el zumo de la mandrágora. La leí y releí hasta sabérmela de memoria y durante semanas la llevé en el pecho, como un escapulario. Por las noches me dormía llorando encima de aquellas cuartillas y las abrazaba en sueños, como si pudieran acercarme a ella. Intenté no contestar. Me parecía inútil, cruel, una forma estúpida de prolongar nuestra agonía. Pero no pude evitarlo. Y así empezó una correspondencia que duró veinte años. Yo le mandaba las cartas a la librería Renacimiento donde ella las recogía aprovechando las visitas a sus padres. Supongo que Juan no ignoraba todo aquel ir y venir de cartas, pero prefirió no darse por entera- Poema para Matilde 231 do. Yo en cambio, casi a mi pesar, empecé a mentarlo en mis cartas, aunque Matilde, al principio, se negaba a hablar de él, y las raras veces que lo hacía no usaba su nombre de pila. Se refería a su marido llamándole por el apellido alemán, como si fuera un extranjero. ¿Por qué me interesaba yo por el hombre que más me ha dañado en esta vida? Pues te confieso que, sobre todo, fue darme cuenta, cuando el rencor me dejó pensar, que no conseguía entenderlo. ¿Por qué nos había destruido a todos para casarse con una mujer que lo odiaba? Él, por quién suspiraban todas las hembras de Andalucía. Todas menos su esposa, ya te digo que al destino le gustan las bromas pesadas. Matilde me contaba en sus cartas que él nunca cejó en su empeño de ganarle el corazón, de hacerse perdonar. Ella nunca le dio una oportunidad. Quizás por aquel niño que perdió a la fuerza, quizás por los hijos que nunca podría tener. No sé. Si te soy sincero, a veces me da la impresión de que cada uno de nosotros interpretó durante décadas su papel, como actores de una tragedia que no conocieran del todo el guión de la obra. A menudo me he preguntado por qué no intenté rehacer mi vida en Barcelona, empezar de nuevo, olvidarme de un pasado que llegó a ser tan remoto como un sueño de la niñez. Cómo pude alimentarme tanto tiempo con el recuerdo de tres noches de primavera y unos ojos negros. De dónde saqué aquella fe absurda, que, a veces me da por pensar que era la misma a la que se aferraba Juan Urbano, esperando que Matilde lo perdonara. Venga, acábate eso y vámonos que se nos va a hacer tarde. ¿Qué pasó después? Pues pasó mucho tiempo. Hasta que Juan murió de cirrosis, un domingo de Pentecostés. Matilde me había contado en sus cartas que bebía mucho. Fue una enfermedad lenta y solitaria. Ella no lo perdonó ni siquiera en su lecho de muerte. A veces, cuando lo pienso, se me antoja que acabó por sufrir más que nosotros, que la tristeza lo mató más que las borracheras. Dejó entre sus papeles centenares de cartas que le había escrito en secreto. Es posible que le escribiera más que yo mismo, a lo largo de todos aquellos años. No pude vencer la tentación de leer alguna de ellas. Eran cartas de amor. Folios y folios, desesperados, hirviendo de pasión, cuajados de poemas. Si alguien, veinte años atrás me hubiera jurado delante de la Virgen que yo lloraría por Juan hubiera pensado que estaba loco. Pero así fue, no sé si llegué a compadecerme de él o fueron aquellos versos tan lúcidos, tan tristes, que Matilde nunca leyó. Cuando le di las cartas las quemó sin vacilar, sin tomarse la molestia de abrir una sola de ellas. 232 Juan José Gómez Cadenas Ya llegamos. Sube, sube, tú delante. Pasa hombre, estás en tu casa. Bueno, te voy a presentar, Matilde, este joven es poeta, lleva toda la mañana soportándome, te haces cargo, ¿verdad? He pensado que lo menos que podía hacer por él era invitarlo a comer. Venga, siéntate. A los postres nos lees otra vez ese poema tuyo tan bonito. No le hagas ningún caso a mis desvaríos de antes ¿eh? En confianza, yo creo que lo que me pasa es que me da envidia que sepas escribir todas esas cosas siendo tan joven, a mí ya me gustaría, no sé, dar con un poema para Matilde, uno que resumiera todo lo que te he contado. Lo que hablábamos hace un rato ¿verdad? Un poema que contara una vida en unas pocas líneas. A veces me da por pensar que ese poema ya lo escribió Juan Urbach y se quemó sin que nadie lo leyera. Pero no importa. Yo creo que un poema, un auténtico poema, existe para siempre en la mente de Dios y Él lo susurra de tarde en tarde al oído de los elegidos. A lo mejor, un día, te dicta a ti esos versos.


 Juan José Gómez Cadenas Valencia 

No hay comentarios: