sábado, 18 de marzo de 2017

Diego Paszkowski




Estaba sentado en el sillón del living, leía un libro. Cuando escuché el timbre me sobresalté. No esperaba a nadie: nunca espero a nadie. Pocas veces alguien toca mi timbre. Algunas mañanas el portero del edificio, cuando limpia el tablero de la puerta de entrada. A veces algún vendedor, o religiosos a quienes jamás atiendo. De modo que, en mi sillón, leía un libro, escuchaba música, tomaba un trago, una copita de licor irlandés, y escuché el sonido del timbre. Pensé en quedarme así, sentado en el sillón. Después de todo no tenía por qué atender a nadie. Era sábado por la tarde, mi día de descanso. Había trabajado toda la semana, y me quedaría allí para disfrutar de mi licor Baileys, de mi libro de Carver, del disco de Chet Baker. Pero de pronto pensé otra cosa. Fue como una revelación. Podía ser ella. Sí, podía ser ella que volvía. Podía ser ella, que volvía a buscarme, a decirme que no se había olvidado de mí. Me levanté de un salto y corrí hasta levantar el auricular del portero eléctrico. Grité “hola, hola, sí, quién es, hola”. Pero nadie respondió. Abrí la puerta y salí al pasillo. Como el ascensor no funcionaba debí bajar los tres pisos, saltar rápido los escalones de dos en dos. Abajo tampoco había nadie. Mala suerte, me dije, y emprendí el lento ascenso de los tres pisos. En casa la música se había terminado y ya no quedaba licor. Quedaba el libro, pero ya no tenía ganas de leer.
El límite de la palabra. Ed. de Laura Pollastri. Editorial Menoscuarto 2007

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