miércoles, 1 de marzo de 2017

La leche

Cuento de Jaime Panqueva: Leche

 Deja un comentario
Semillero
*Este cuento pertenece al libro El final de los tiempos, editado en 2013 por Ediciones Nortestación
¿Quién es Jaime Panqueva?
*
Era de noche y se había terminado la leche. No quedaba nada en el refri y tampoco en el cajón de la alacena donde guardábamos los empaques de tetrabrik. Aunque aquel invierno hacía mucho frío, mis hijos insistían en desayunar cereal. Cualquiera habría decidido salir rápido por un par de litros mientras ellos duermen, con mayor razón si, como yo, odian salir de madrugada a buscarla. Sólo había que ir a la planta baja, cruzar la calle, caminar unos metros y comprarla en la tienda de abarrotes. Nadie se inquietaría por dejarlos solos unos pocos minutos en los brazos de Morfeo, pero yo sí, y la probabilidad de que alguno despertara y me echara en falta me inquietaba.
Cuando estuve casado sucedió una vez durante nuestras vacaciones, dejamos dormida a nuestra hija mayor en la habitación mientras fuimos a cenar al restaurante del hotel. Ella tendría unos dos años y medio, y ya una vez conciliado el sueño dormía sin interrupciones hasta el día siguiente. En eso confiábamos mi mujer y yo, hasta que poco antes de los postres una pareja entró al restaurante con Antonia en brazos. La pobre había despertado y salido en piyama del cuarto para buscarnos. Adriana, mi mujer, con lágrimas en los ojos tuvo que aguantar parte del sermón de la pareja salvadora y cargar con la pequeña de regreso a la cama. Yo soporté el resto del regaño mientras pagaba la cuenta y me retiraba con el postre en dos platos. Desde entonces, Antonia desarrolló un complejo de pérdida que tardó algunos años y muchas terapias en diluirse, en parte porque la experiencia no volvió a repetirse, y por otra porque Adriana se convirtió en una madre obsesionada porque su hija estuviera siempre acompañada. La situación mejoró a partir del nacimiento de nuestro segundo hijo, pero tras la muerte de Adriana dos años después yo me apropié de su celo en el cuidado de mis niños.
Debía ir por leche a la tienda de la esquina, no esperaría al día siguiente pues añadiría prisas a nuestra salida a la oficina y el colegio. Me puse el abrigo, mi sombrero, y en lo que me envolvía la bufanda revisé a los niños en su cuarto para volver a cobijarlos. Había salido así un par de veces antes, pero nunca después de quedarme viudo. En las contadas ocasiones que salí de noche me aseguré siempre de que una niñera se quedara en casa o por lo menos que una de mis hermanas los acogiera en la suya. Apagué todas las luces del departamento y sólo dejé encendida la de mi cuarto. Tomé la bolsa del mandado que cuelga a la entrada y cerré la puerta sin hacer ruido. Empecé a sudar de camino al elevador. Al cruzar el portal sentí empapados mi cuello y sienes. A paso redoblado llegué a la tienda y, mientras despachaban a una muchacha que había llegado antes, me desembaracé de la bufanda y el sombrero. Pagué a la carrera y volví trotando. Cuando entré en el elevador y me enfrenté contra el espejo de la pared del fondo (no entiendo por qué siguen construyendo elevadores con espejos), tuve la sensación de que algo había cambiado en mí. No eran mis ojeras ni los pelos mal rasurados que asomaban en mi quijada, ni los rastros brillosos de mi transpiración. Sentía que algo andaba mal, que no debía abandonar a mis hijos de esa manera. Si Adriana viviera me lo recriminaría con toda seguridad, como lo hacía al aparecerse cotidianamente en mis sueños después del accidente. Al abrirse la puerta en mi piso, pensé que irrumpiría el humo de mi departamento incendiándose, o quizás otra pareja entraría al elevador llevando a mis hijos de la mano. Revisé mi reloj, mi salida no había tardado más de ocho minutos. Avancé con rapidez por el corredor, de uno de los departamentos cercanos al mío se escuchaba un televisor con algún tipo de noticiero.
Pudieron haberse despertado con eso, pensé, pero la puerta de mi hogar se hallaba tan bien cerrada, como la había dejado. Por alguna razón no la abrí de inmediato, posé mi oreja sobre ella como si temiera encontrar a los niños destruyendo la vajilla o pulverizando los controles del Guitar Hero. Nada, la madera de la puerta rezumaba silencio. Recosté mi cabeza contra ella, me reí por un momento de mis temores. Luego entré.
Las luces estaban encendidas, todas, aún las de la cocina y el bar. Aventé la bolsa con la leche en la entrada, cerré de un portazo y me abalancé hacia la habitación de mis hijos. La luz estaba apagada y ambos dormían a pierna suelta. Sus cobertores estaban como los dejé al salir. Contrariado me dirigí de nuevo a la sala y ahí lo encontré, estaba sentado en mi sillón. Un minotauro, sin duda, y aunque lo vi por pocos segundos en aquella posición, no tardé en reconocer aquella bestia. Primero pensé que se trataba de un espejismo, la sudoración que experimenté al salir bien podría ser un síntoma de fiebre. No tuve tiempo para más. Él me observó resoplando, no me concedió un segundo, se arrojó con furia para empitonarme. Le arrojé la bufanda que llevaba en la mano y apenas pude lanzarme detrás del sofá. El monstruo con el impulso que llevaba se adentró en el corredor que conducía a las habitaciones y en lo que me puse en pie regresó a la carrera bufando para intentar una nueva embestida. Corrí para esquivarlo con poca fortuna, pues rasgó mi abrigo y me empujó con el resto de su cuerpo contra la pared. Luego giró e hizo pedazos una de las mesitas de centro con sus pezuñas. Yo no quería combatirlo, el miedo me compelía sólo a salvar el pellejo, así que me pareció buena idea emplear la barra del bar como burladero. Con cada embestida las pocas botellas que quedaban estallaban y la madera crujía y se astillaba. El minotauro era inmune a mis súplicas y explicaciones, le dije que la leche se necesitaba temprano en la mañana para el desayuno de los niños, que si seguía tratando mis muebles de esa manera los pobres iban a despertarse, que tuviera alguna consideración también con mis vecinos. Pero su mitológica cabeza no hacía más que estrellarse una y otra vez contra la barrera. Me armé de valor y con una mano empuñé una de las botellas estrelladas, con la otra blandí un picahielos. Cuando la bestia se retiró para tomar impulso de nuevo, salí de detrás del bar y lo encaré. Esa vez pude verlo con más precisión; su cuerpo humano no era muy diferente del mío; además de venirle bien una liposucción no era demasiado musculoso, un adulto común y corriente, pero su ferocidad provenía de la cabeza de miura que resoplaba amenazante. Como ya había agotado las palabras, me lancé contra él como una fiera que defiende a sus cachorros, aunque creo que eso lo pensé después para justificarme porque en ese instante no sabía cómo terminaría todo. Forcejeamos primero, pero luego entre gritos y resoplidos la escaramuza se convirtió en una lucha a muerte. Cuando clavé el picahielos en su costado estaba enceguecido por la violencia. El monstruo aulló y se revolcó sobre el parquet, no me detuve hasta que se convirtió en un pedazo de carne inmóvil. Me bañé en su sangre como con seguridad lo hizo Teseo y, tras comprobar que mis hijos dormían inalterados, con cuidado de no despertarlos, les unté una de sus mejillas con una tenue mancha escarlata. Después regresé a la sala para tenderme sobre el piso junto al minotauro y descansar. Más allá de la medianoche empecé a recoger el estropicio. Limpié hasta la última gota de sangre con blanqueador. Apilé los muebles rotos y el cadáver del monstruo en el trastero. Terminé al amanecer. A la mañana siguiente inventé algunas historias para no inquietar a los niños. Tuve que cambiar los muebles de la sala y comprar un nuevo abrigo. El picahielos se convirtió en un accesorio inseparable, lo cargo a todas partes como si se tratara de una navaja suiza. Desde aquella noche mantengo una reserva de leche en la alacena que es renovada cada mes sin falta.
Remodelé la sala; la cabeza de toro disecada ocupa un lugar privilegiado. También, a partir de entonces, dejé de soñar con Adriana.

No hay comentarios: