lunes, 27 de marzo de 2017

Volveré con mis perros

Volveré con mis perros

Ednodio Quintero
EL ALIENTO DE LA BALLENA ENLOQUECE. Se trata solo de una frase, una frase que no me pertenece, pero me envuelve y me sacude, me enceguece el brillo de tus labios cuando se agitan para pronunciarla. La repetiste varias veces mientras desnudo en el balcón dejabas que la brisa de la noche refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. La tarde del domingo habías batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo y luego sin poder soportar el aliento enloquecedor de la ballena decidiste escapar, el calor te abrasaba las entrañas y, sudoroso y fatigado buscaste refugio en el extremo sur del balcón, allí donde la brisa mitigara el ardor de las caricias. Desde lejos te observaba y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa como una palmera. Tu cabellera oscura brillaba como una lámpara tranquila.
Empiezo a engañarme pues cuando el sol se apague ya nada habré de recordar, nada, nada, ni el canto de algún pájaro triste ni el color oscuro de tu cabellera ni siquiera la rabia de tus perros de presa.
De espaldas al cielo. Azul. De un azul malva, amoratado. Mi rostro macerado hundido en un pantano de cenizas. Aferrado a la inquietante convicción de que no veré el final de la tarde trato de rescatar alguna imagen borrosa de mi infancia. El perfume asqueroso de mi madre. La sonrisa sesgada de mi padre. Mi largo vestido azul celeste (ya hablaré de la foto). Sentado en el poyo de la ventana contemplo la lluvia que cae allá afuera, y adentro, alrededor de una mesita, las amigas de mi madre toman café y charlan como pajarracos. El oso de juguete. La visita del señor obispo. La mecedora. Los ojos amarillos de la maestra de segundo grado. Sutiles, horrendas, a veces dolorosas, ninguna de esas imágenes logra levantarse más arriba de la más insignificante imagen que pueda conservar del más pequeño acto en el que, en una u otra forma, tú y yo, hubiésemos participado juntos.
Al descubrir la foto marchita guardada entre las páginas de un libro de historia te burlaste cariñosamente. Travesuras de nuevos amantes. Dijiste que a pesar del blanco y negro y de la fecha (primeros años de la década del veinte) podías imaginar el color del vestido. Azul celeste. Y refiriéndote al simbolismo de aquella prenda argumentaste que ella como una segunda piel se había adherido a mi cuerpo, moldeándolo y deformándolo, rescatando su condición original. Audaz regreso a la vagina. Luego hiciste una pausa y señalando la foto hablaste como si leyeras una antigua inscripción tatuada en alguna zona oscura de mi cuerpo:  “La naturaleza es sabia pero a veces suele equivocarse. Sin embargo busca los medios de rectificar. Así, tu madre no fue más que un ciego instrumento destinado a corregir o al menos mitigar las consecuencias de aquel craso error. Psicólogo de porquería.
El aliento de ballena enloquece y esta tarde, más que nunca, el sol aviva esa podredumbre. Lamento que ya no puedas contemplar los últimos estertores de mi cuerpo, lo lamento sí pero lo acepto: es tu voluntad y sabes que en mi vida jamás moví un dedo para contrariarte. Al negarme tu presencia pretendes cerrar la ventana que daba paso al viento de la locura. Crueldad sin límite. Alguien que durante años ha permanecido hundido entre miasmas y detritus un día descubre que sus manos están sucias y corre presuroso a lavárselas en la fuente más cercana.
Las uñas de tus perros han surcado mi espalda. Ahora levantan los pesados garrotes y los dejan caer una y otra vez sobre mi cráneo y mis costillas, metódicamente, con saña, hasta que mis gritos no son más que muecas silenciosas y mi boca una espesa masa rojiza abriéndose y cerrándose como una flor cansada. Manos limpias, te alejas rumbo a la ciudad acompañado de tus dogos.
Hablo para ti, sólo para ti (pues nunca creí en la existencia de tus dogos: tres hermosos perros de ojos amarillos, altos, macizos, babeantes, asesinos) y mi voz como mi aliento te acosará en tus tardes del futuro cuando vaciles entre aturdirte de gritos y cerveza en el partido de fútbol o acompañado de tus dogos salir de cacería de ratas por los basureros del muelle o acaso acercarte hasta el mercado de flores y comprar un ramo de claveles para obsequiarlo a esa extraña mujer que te has empeñado en llamar madre. Hablo para ti porque he aprendido que tu sinceridad y depravación son más que suficientes para moverte a escribir el final de mi tragedia, sin modificar su aspecto lúdico y ritual ni atreverte a negar tu decidida participación. Mi aniquilación resolvía tu pasado, ello explica tus deseos de destruirme, lo que no puedo admitir (mis sentidos se cierran ante tal idea) es que la ceniza del tiempo silencie estas palabras, pues ellas forman el tejido de esa historia horrenda y hermosa que ahora tratas de escribir. No olvides describir una escena en la que aparezcamos desnudos, revolcándonos en el piso de la sala como dos pájaros felices, habitantes voluntarios de la misma jaula.
Hay algo, sin embargo, a lo que nunca ni en los sueños más absurdos lograré encontrarle explicación: y es esa forma tan particular de asumir la crueldad, la saña sin medida de tus actos reflejada en la mirada de tus ojos verdes-agua animando los movimientos de tus perros de presa. La revelación sorprendente de aquella cualidad (que no podría asociar a tu naturaleza) me permitió dimensionar el tamaño de mi sumisión, mi entrega, demasiado tarde, olvidé cerrar alguna puerta; y así a pesar del brutal desmoronamiento de tu imagen te fui fiel hasta el final, pude soportar los golpes como un animal manso y resignado, y en ningún momento me volví contra ti, no por temor a tus perros de presa, sino por ese terco afán de mantener intacta mi decisión de no desagradarte.
Acepto que quisieras destruirme, entiendo que te valieras de tus perros de presa pues tus manos no podían tocar mi cuerpo para hacerle daño, te entiendo sí, coño, sabes que te entiendo, mas tu crueldad superó tu propia manera de ser cruel, y dejaste que tus dogos, rabiosos, hurgaran en mi espalda, una y otra vez, turnándose, hasta el agotamiento, mientras tú como un ángel guardián fumando vigilabas desde el automóvil. Sumergido en un charco de semen y cenizas buscaba anular cualquier motivo que me moviera hacia el desprecio, y aturdido me decía a mí mismo, intentando confundirme: si nunca le hice daño, si los hilos que me ataban a su cuerpo eran puros como los sueños de un recién nacido, si sus ojos verdes-agua -a través de los cuales me asomaba como un pájaro inquieto- eran dos ventanas tibias abiertas hacia la locura, no es posible, no, sus manos no pueden acercarse para atormentarme, alguien ha usurpado su identidad, sí, sí, el sol crea en mi mente absurdos espejismos, es otro sí, él nunca, nunca.
Soy por naturaleza un ser tranquilo, sosegado. Abomino de los cambios repentinos, los relojes de arena y los cuartos sin ventanas. Mi única ambición (si es que alcanza a merecer este calificativo) era la de continuar vivo hasta la hora de mi muerte, respirar sin temor a envenenarme, regar mis flores en la terraza del apartamento, tejerte un suéter o una bufanda, seguir durante horas los caprichosos movimientos de mis peces de colores, dejarme llevar por la furia tranquila del jazz, y las tardes de domingo esperar alegre tu llegada y juntos tomar té y jugar a las cartas hasta que la noche como un gallo negro batiera sus alas frente a la ventana. Pero mi tiempo estaba por llegar y había olvidado cerrar alguna puerta. Y así, como aves que se desprenden de un cielo azul, sanguinolento, llegaron tus tres dogos. Sus cuerpos altos proyectaban sombras asquerosas. Intuí de golpe que en mi mundo se abría un agujero y que un chorro de luz negra lo rebasaba ahogando los vestigios de mi antigua vida.
Cuando algún pájaro extraviado o la lluvia o el ojo implacable de Dios o las primeras moscas descubran los despojos de mi cuerpo, se habrán ya borrado todos los recuerdos. Quién sabe si una masa blanquecina -nubes de tiza, ríos de azucenas- flote todavía intacta en mi memoria. Mientras tanto arrastraré hasta la última esquina el azul de mi vestido y la sonrisa sesgada de mi padre. Elijo estas imágenes pues tú te encargaste de desenterrarlas, a partir de ellas reconstruiste la ubuesca escena, con tu habitual manera de menospreciar lo superfluo centraste la atención en el azul del vestido y en el ángulo de la sonrisa, te afincaste en esos detalles, al parecer simples e insignificantes, y buceaste sin fatiga hasta encontrar fondo, arena, solo algas podridas. Para ti la foto constituía un símbolo revelador, te asomabas a ella como a un cuarto de seis espejos y, poco a poco, un chorro de palabras tibias acudía a tus labios: “no se necesita ser un mago de dientes de jade y ojos de azabache, no es necesario inventar hienas voladoras ni caballos de seis patas, todo es claro y transparente como el agua de esta pecera, apartemos los símbolos, volvamos al origen, retrocedamos más allá de la vagina; existe en principio un sueño largamente acariciado y la no realización de ese sueño creó en tus padres un sentimiento de culpa compartida, comenzaron entonces a mirarte como a un pájaro sin plumas, un infeliz pájaro que nunca aprendería a volar, no lograban resignarse y recurrieron a las alas de cartón representadas en el vestido azul celeste, y así el uso reiterado, aparentemente fuera de lugar de aquella prenda quería corregir la equivocación de la naturaleza, y el osito de juguete y las primeras muñecas así como tu inclinación por el bordado te ayudaban a conseguir el camino”. No me sorprendía tu lucidez freudiana. A tus escasos diecinueve años tu caótica visión del mundo no ofrecía ventanas al asombro. Sin embargo quedaban dentro de ti los vestigios del niño que fuiste en otro tiempo, y a ratos, confuso y desamparado, buscabas refugio en el calor de mi espalda y como a un ciego te iba conduciendo, poco a poco hasta encontrar el portillo, cuidando de no desbaratar el juego, tranquilos, dejándonos llevar por el vaivén de la corriente, ¡viaje maravilloso! Y al final del camino te detenías como un perro alucinado, sin voluntad girabas revolviendo las sábanas, hundías tu rostro sudoroso entre la almohada y te quedabas quieto, todos tus sentidos afinados como la presa que siente en el aire la presencia de la bestia destinada a arrancarle el corazón. Entonces me acercaba y te acariciaba el cabello, me acercaba más y te besaba el cuello, me acercaba aún más y con rabia emprendíamos el camino de regreso. Y así agregábamos otro eslabón a la cadena iniciada en la tarde de un luminoso domingo de abril cuando coincidimos en la única mesa vacía del café La Escalera y después de las primeras miradas y el humo azul de un cigarrillo trepando rápido hacia el techo dejaste deslizar la palabra “azar”, y le diste un sentido tan sutil, tan extraño, de manera que el desconcierto hiciera presa fácil en los abismos de mi mente, y después hablaste como si observaras el interior de una bola de cristal, hablaste de
los cuatro jinetes del apocalipsis
la asamblea anual de los subastadores de lluvia
el gallo desplumado de Diógenes y la oreja izquierda de Vincent van Gogh, la sonrisa de un niño sin brazos, que ayer tarde, aprovechando el viento del sur, daba cuerda a su cometa rojo la carrera frenética de un anciano desnudo, perseguido por sus propios recuerdos, a través de un campo de trigo
y en ningún momento hiciste alusión a la existencia de tus perros de presa -acaso aquel momento era demasiado hermoso para ensuciarlo con el recuerdo de futuros ladridos. Y al rato un pesado y herrumbroso candado colgaba de tus labios, y en aquel repentino arrebato de silencio descubrí mi oficio de buzo aleteando en aguas muy profundas y entre la maraña de peces, corales e hipocampos pude vislumbrar los maravillosos e insospechados alcances de nuestro encuentro. Y al final de la tercera cerveza, ocultando quizá una sonrisa aceptaste mi azorada invitación a tomarnos un té en la pequeña terraza -recuerdo que más tarde insististe en llamarla balcón- del apartamento. Disponíamos de tiempo suficiente para escuchar varios discos de jazz y hojear con calma alguno de mis libros de historia. Y así, sin darnos cuenta, emprendimos la primera etapa de una veloz carrera que nos alejaba de nosotros mismos. Mientras atravesábamos las calles en dirección a lo que habría de ser nuestro tibio refugio, pensaba que nada había hecho para merecer tanta felicidad, y como si quisiera de pronto despertar de aquel hermoso sueño te di una oportunidad de escapar: “En mayo cumplo cincuentisiete años, soy un géminis degenerado”, así hablé, y como si no entendieras el sentido premonitorio de la frase o como si lo entendieras demasiado, dijiste: “Mayo es el mes de las flores”, y sin pausa alguna agregaste: “El zodíaco es un espejo mentiroso”. Y ya nadie pudo contener la nave. Impulsados por un viento atroz remamos alternando los gritos y el silencio, y en cada nueva jornada, poseídos de una habilidad ajena a nuestra naturaleza, sorteábamos zonas de peligro, agotados alcanzábamos la orilla, y nos despedíamos sin hablar como dos mendigos que han compartido un pedazo de pan.
Y un día dijiste me voy hasta luego mi madre me espera en la casa de la playa gracias por el sweter lástima que no pueda usarlo sino después de vacaciones el yodo y el sol lo dañarían te dejo los discos de jazz un beso azul celeste y mis apuntes de novela hasta luego ballenita déjate de lágrimas regreso el sábado veinticuatro de octubre. Tu ausencia me dejó en los labios un sabor a cenizas y por primera vez pensé con preocupación en tus perros de presa (“Guardo tres dogos en el solar de mi casa. Cada mañana los alimento con una ración de soledad y otra de rabia. Acostumbran dormir a los pies de mi cama y babeantes me siguen en cada una de las etapas de mi sueño. Algunas veces, sobresaltados por el ruido lejano de una campana o por el canto de algún gallo madrugador, ladran furiosamente. Entonces me levanto y abro la puerta que da al patio. Orino a la luz de las estrellas. La sal los tranquiliza. Regreso dispuesto a reanudar mi sueño interrumpido. Temprano me despierto y abro de par en par las ventanas para dejar que el viento fresco barra los olores de la noche. Mi cuerpo se desliza en dirección al baño y el chorro de agua fría me limpia la mirada: por primera vez percibo la luz como una mancha en los cristales o como un destello tenue en la superficie de los azulejos. En silencio atravieso la sala rumbo al pequeño comedor donde mi madre envuelta en su bata seda-rosa espera mi llegada, al inclinarme junto a ella siento en mi mejilla el calor de sus labios y después del hola hijo hola madre corre presurosa a ofrecerme una taza de café. Los dogos, inquietos, dan vueltas en el patio“). En reiteradas ocasiones amenazaste soltar tus perros de presa: nunca presté atención a aquellas amenazas, quizá por esa empecinada incredulidad me sorprendió, cómo negarlo, la violenta irrupción de tus perros en la tranquilidad dominguera de mi apartamento. Llegaron como un viento podrido. Derriban los muebles, aúllan y dan vueltas en la sala saltando sin compás como torpes aprendices de una danza de anticipación y de muerte. Con orgullo satánico sacuden sus garrotes fálicos y las puntas de sus botas viajan buscando mis costillas. Sin decir palabra me arrastran como a un muñeco de trapo, a empujones me meten en el ascensor, y el descenso, lento y sostenido, no es más que el inicio del calvario. La soledad del domingo es el cuarto perro. Y al llegar al garaje pude ver la silueta azul celeste del auto que esperaba y pude ver en el fondo de aquella acción desesperada la huella inconfundible de la mujer que te has empeñado en llamar madre. ¿Quién sino ella era capaz de librar de las cadenas a tus tres perros de presa? Y al reconocer el origen de los golpes tuve compasión de ti, y en medio de la confusión que se apoderaba de mis sentidos imaginé la terrible escena allá en la casa de la playa. Tú te acercas desnudo, te hincas y le lames las rodillas. Ella descansa sentada en una silla de cuero de buey, con mirada lejana se contempla las uñas de la mano izquierda. Toma un vaso lleno de ron y te lo ofrece. “Hijo, el primer tercio de la línea de tu vida está interrumpido por un río asqueroso. Deberás cruzarlo con las manos atadas a la espalda. Acepta este cáliz que te ofrezco. Mañana muy temprano subirás a la ciudad y antes de que el sol se retire de este corredor regresarás con tus manos manchadas de sangre. Con agua de rosas te las lavaré y luego te las cubriré de besos. No temas, la sombra de los tres perros te protegerá. Levántate hijo, es hora ya de ir a descansar“. Y así mi tiempo estaba por llegar: había  olvidado cerrar alguna puerta. El auto se deslizaba veloz por la avenida diecisiete, huyendo de la ciudad, saltando ahora sobre la carretera sin asfalto, deteniéndose en un paraje solitario allá en la cima de las primeras colinas. Ningún cometa rojo daba vueltas en el cielo. Mientras tus amigos, jubilosos, se pasaban la botella de ron, tú encendiste un cigarrillo y poco a poco te alejaste en dirección al auto. En el aire giraban los garrotes fálicos y mi cuerpo como un ovillo de rabia se enredó en el viento y en el alambre de púas de los recuerdos. Tuve compasión de mí mismo y me refugié detrás de la alambrada y en el último instante de lucidez, extraño consuelo, inventé esta historia que ahora tú tratas de escribir.
Me duele reconocer la abominable falsedad de este monólogo. Pero es más doloroso todavía tener que abandonarte. Y si me fuese dado prolongar la permanencia del aire en mis pulmones lo haría sólo por ti: viviría para la realización del sueño que he concebido en el último minuto de mi vida.  Sí, porque esta angustiosa escalada fue sólo producto del delirio y lo único real es mi muerte a manos de tus perros de presa. Y la realidad anterior se reducía a un extraño día de veinte horas en el que hubimos de cumplir un itinerario fijado mucho antes de nuestro nacimiento, dibujado en perfiles de rocas que hoy son estatuas o polvo, grabado finalmente en las líneas de tu mano izquierda de tal forma que en el tiempo se confundiese con las aguas del asqueroso río anunciado por tu madre (cruzaste el río con las manos atadas a la espalda). Y hube de deformar esa realidad hasta el extremo de suponer que en una página que desechaste habías escrito: “Y de la tristeza de no poderme contemplar en el doble espejo de tus ojos verde-agua nació esta historia absurda, falsa, sin sentido”. Y fui más lejos cuando pensé que habías desechado la idea al recordar que el color de tus ojos estaba muy alejado de aquella definición. Y si ahondamos aún más en el sentido de la deformación llegaríamos al otro extremo: el de negar mi muerte -incluso mi existencia- y suponer que un sábado en la tarde mientras contemplaba distraído las uñas de mi mano izquierda pasaste frente a mí como una sombra luminosa, y fue apenas una sola mirada, un ruido oscuro agitándose delante de mis ojos. Y admitir que aquel gesto desolado marcaba el inicio y el final de la tragedia no es más que regresarme al aire fresco del balcón y desde allí, pájaro al borde del abismo, contemplar los autos que abajo, treinta metros, se deslizan furiosos sobre las calles de la ciudad en la que nunca, ni en sueños (quién sabe), nos encontraremos.
Es cierto que ningún cometa rojo aletea en lo alto de la colina, cielo malva, sin nubes. Sin embargo, sería inútil negar la existencia del café La Escalera: lugar de cita de los desesperados. Y así, ayer tarde, al encontrarnos por primera vez, entre el murmullo de voces y el latir apresurado de mi corazón, sentí cómo un viento extraño me impulsaba hacia ti. Sin que te lo hubieras propuesto estabas destinado a obstruir el asqueroso portillo de mi soledad. El zodiaco y las flores de mayo actuaron como un puente. Embrutecido de alcohol caíste en el piso, largo y hermoso como una palmera, y te gocé en cada agujero, y hurgué dentro de ti como perro hambriento en montón de basura. Y me empeñé en alcanzar el limite presintiendo que era mi última jornada. Y no supe la hora en que te fuiste, avergonzado de tu cuerpo, arrebatado de asco y de rencor. Y no escuché el golpe de la puerta ni la amenaza brotando de tus labios como una maldición: “Volveré con mis perros, viejo maricón”.

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