domingo, 18 de junio de 2017

El otro pie - Bradbury

EL OTRO PIE 
http://www.ddooss.org/libros/Ray_Bradbury.pdf


Cuando oyeron las noticias salieron de los restaurantes y los cafés y los hoteles y observaron el cielo. Las manos oscuras protegieron los ojos en blanco. Las bocas se abrieron. A lo largo de miles de kilómetros, bajo la luz del mediodía, se extendían unos pueblitos donde unas gentes oscuras, de pie sobre sus sombras, alzaban los ojos. Hattie Johnson tapó la olla donde hervía la sopa, se secó los dedos con un trapo, y fue lentamente hacia el fondo de la casa. -¡Ven, Ma! -¡Eh, Ma, ven! -¡Te lo vas a perder! -¡Eh, Ma! Los tres negritos bailaban chillando en el patio polvoriento. De cuando en cuando miraban ansiosamente hacia la casa. -Ya voy -dijo Hattie, y abrió la puerta de tela de alambre-. ¿Dónde oísteis la noticia? -En casa de Jones, Ma. Dicen que viene un cohete. Por primera vez después de veinte años. -¡Y con un hombre blanco dentro! -¿Cómo es un hombre blanco, Ma? Nunca vi ninguno. -Ya sabrás cómo es -dijo Hattie-. Sí, ya lo sabrás, de veras. -Dinos cómo es, Ma. Cuéntanos, por favor. Hattie frunció el ceño. -Bueno, han pasado muchos años. Yo era sólo una niñita, ¿sabéis? Fue en 1965. -¡Cuéntanos del hombre blanco, Ma! Hattie salió al patio, y miró el cielo marciano, claro y azul, con las tenues nubes blancas marcianas, y más allá, a lo lejos, las colinas marcianas que se tostaban al sol. Y dijo al fin: -Bueno, ante todo tienen manos blancas. -¡Manos blancas! Los chicos se rieron lanzándose manotones. -Y tienen brazos blancos. -¡Brazos blancos! -Y caras blancas. -¡Caras blancas! ¿De veras? -¿Blanca como ésta, Ma? -El más pequeño de los negritos se arrojó un puñado de polvo a la cara y lanzó un estornudo-. ¿Así de blanca? -Más blanca aún -dijo la negra gravemente, y se volvió otra vez hacia el cielo. Tenía como una sombra de inquietud en los ojos, como si esperara una tormenta y no pudiese verla-. Será mejor que entréis, chicos. -¡Oh, Ma! -Los negritos la miraron asombrados-. Tenemos que verlo, Ma. No va a pasar nada, ¿no? -No sé. Tengo un mal presentimiento. -Sólo queremos ver el cohete, e ir al aeródromo, y ver al hombre blanco. ¿Cómo es el hombre blanco, Ma? -No lo sé. No lo sé de veras -murmuró la mujer, sacudiendo la cabeza. -¡Cuéntanos algo más! -Bueno, los blancos viven en la Tierra, el lugar de donde vinimos todos nosotros hace veinte años. Salimos de allí y nos vinimos a Marte y construimos las ciudades, y aquí estamos. Ahora somos marcianos y no terrestres. Y ningún hombre blanco vino a Marte en todo este tiempo. Eso es todo. -¿Por qué no vinieron, Ma? -Bueno, porque... Apenas llegamos, estalló en la Tierra una guerra atómica. Pelearon entre ellos, de un modo terrible. Se olvidaron de nosotros. Cuando terminaron de pelear, no tenían más cohetes. Sólo hace poco pudieron construir algunos. Y ahora vienen a visitarnos después de tanto tiempo. -La mujer miró distraídamente a sus hijos, y se alejó unos metros-. Esperad aquí. Voy a ver a Elizabeth Brown. -Bueno, Ma. La mujer se alejó calle abajo. Llegó a la casa de los Brown en el momento en que todos se subían al coche. -Eh, Hattie, ¡ven con nosotros! -¿A dónde van? -dijo la mujer, sin aliento, corriendo hacia ellos. -¡A ver al hombre blanco! -Eso es -dijo el señor Brown, muy serio-. Mis chicos nunca vieron uno, y yo casi no me acuerdo. -¿Qué van a hacer con el hombre blanco? -les preguntó Hattie. -¿A hacer? Vamos a verlo, nada más. -¿Seguro? -¿Y qué podíamos hacer? -No sé -dijo Hattie vagamente, algo avergonzada-. ¿No van a lincharlo? -¿A lincharlo? -Todos se rieron. El señor Brown se palmeó una rodilla-. ¡Dios te bendiga, criatura! Vamos a estrecharle la mano. ¿No es cierto? Todos nosotros. -¡Claro, claro! Otro coche se acercó corriendo. Hattie lanzó un grito: -¡Willie! -¿A dónde piensan ir? ¿Dónde están los chicos? -les gritó agriamente el marido de Hattie, mirándolos con furia-. Se van como idiotas a ver a ese blanco... -Exactamente -asintió el señor Brown, sonriendo. -Bueno, llévense sus armas -dijo Willie-. Yo voy a buscar la mía ahora mismo. -¡Willie! -¡Entra en este coche, Hattie. -El negro abrió la puerta, y así la sostuvo, hasta que la mujer obedeció. Sin volver a hablar con los otros, se lanzó por el camino polvoriento. -¡Willie, no tan rápido! -No tan rápido, ¿eh? Ya lo veremos. -Willie miró el camino que se precipitaba bajo el coche-. ¿Con qué derecho vienen aquí después de tantos años? ¿Por qué no nos dejan tranquilos? ¿Por qué no se habrán matado unos a otros en ese viejo mundo, permitiéndonos vivir en paz? -Willie, no hablas como un cristiano. -No me siento como un cristiano -dijo Willie furiosamente, asiendo con fuerza el volante-. Me siento malvado. Después de hacernos, durante tantos años, todo lo que nos hicieron... A mis padres y a los tuyos... ¿Recuerdas? ¿Recuerdas cómo colgaron a mi padre en Knockwood Hill, y cómo mataron a mamá? ¿Recuerdas? ¿O tienes tan poca memoria como los otros? -Recuerdo -dijo la mujer. -¿Recuerdas al doctor Phillips, y al señor Burton, y sus casas enormes, y la cabaña de mi madre, y a mi viejo padre que seguía trabajando a pesar de sus años? El doctor Phillips y el señor Burton le dieron las gracias poniéndole una soga al cuello. Bueno -dijo Willie-, todo ha cambiado. El zapato aprieta ahora en el otro pie. Veremos quién dicta leyes contra quién, quién lincha, quién viaja en el fondo de los coches, quién sirve de espectáculo en las ferias. Vamos a verlo. -Oh, Willie, no hables así. Nos traerá mala suerte. -Todo el mundo habla así. Todo el mundo ha pensado en este día, creyendo que nunca iba a llegar. Todos pensábamos: «¿Qué pasará el día que un hombre blanco venga a Marte?» Pues bien, el día ha llegado, y ya no podemos retroceder. -¿No vamos a dejar que los blancos vivan aquí en Marte? -Sí, seguro. -Willie sonrió, pero con una ancha sonrisa de maldad. Había furia en sus ojos-. Pueden venir y trabajar aquí. ¿Por qué no? Pero para merecerlo tendrán que vivir en los barrios bajos, y lustrarnos los zapatos, y barrernos los pisos, y sentarse en la última fila de butacas. Sólo eso les pedimos. Y una vez por semana colgaremos a uno o dos. Nada más. -No hablas como un ser humano, y no me gusta. -Tendrás que acostumbrarte -dijo Willie. Se detuvo frente a la casa y saltó fuera del coche-. Voy a buscar mis armas y un trozo de cuerda. Respetaremos el reglamento. -¡Oh, Willie! -gimió la mujer, y allí se quedó, sentada en el coche, mientras su marido subía de prisa las escaleras y entraba en la casa dando un portazo. Al fin Hattie siguió a su marido. No quería seguirlo, pero allá estaba Willie, agitándose en la buhardilla, maldiciendo como un loco, buscando las cuatro armas. Hattie veía el salvaje metal de los caños que brillaba en la oscura bohardilla, pero no podía ver a Willie. ¡Era tan negro! Sólo oía sus juramentos. Al fin las piernas de Willie aparecieron en la escalera, envueltas en una nube de polvo. Willie amontonó los cartuchos de cápsulas amarillas, y sopló en los cargadores, y metió en ellos las balas, con un rostro serio y grave, como ocultando una amargura interior. -Déjennos solos -murmuraba, abriendo mecánicamente los brazos-. Déjennos solos. ¿Por qué no nos dejan? -Willie, Willie. -Tú también... tú también. Y Willie miró a su mujer con la misma mirada, y Hattie se sintió tocada por todo ese odio. A través de la ventana se veía a los niños que hablaban entre ellos. -Blanco como la leche, dijo Ma. Blanco como la leche. -Blanco como esta flor vieja, ¿ves? -Blanco como una piedra como la tiza del colegio. Willie salió de la casa. -Chicos, adentro. Os encerraré. No habrá hombre blanco para vosotros. No hablaréis de él. Nada. -Pero, papá El hombre los empujó al interior de la casa, y fue a buscar una lata de pintura y un pincel, y sacó del garaje una cuerda peluda y gruesa, en la que hizo un nudo corredizo, con manos torpes, mientras examinaba cuidadosamente el cielo. Y luego se metieron en el coche, y se alejaron sembrando a lo largo de la carretera unas apretadas nubes de polvo. -Despacio, Willie. -No es tiempo de ir despacio -dijo Willie-. Es tiempo de ir de prisa, y yo tengo prisa. Las gentes miraban el cielo desde los bordes del camino, o subidas a los coches, o llevadas por los coches, y las armas asomaban como telescopios orientados hacia los males de un mundo en agonía. Hattie miró las armas. -Has estado hablando -dijo acusando a su marido. -Sí, eso he hecho -gruñó Willie, y observó orgullosamente el camino-. Me detuve en todas las casas, y les dije que debían hacer: sacar las armas, buscar la pintura, traer las cuerdas, y estar preparados. Y aquí estamos ahora: el comité de bienvenida, para entregarles las llaves de la ciudad. ¡Sí, señor! La mujer juntó las manos delgadas y oscuras, como para rechazar el terror que estaba invadiéndola. El coche saltaba y se sacudía entre los otros coches. Hattie oía las voces que gritaban: -¡Eh, Willie! ¡Mira! -y veía pasar rápidamente las manos que alzaban las cuerdas y las armas, y las bocas que sonreían. -Hemos llegado -dijo Willie, y detuvo el automóvil en el polvo y el silencio. Abrió la puerta de un puntapié, salió cargado con sus armas, y se metió en los campos del aeródromo. -¿Lo has pensado, Willie? -No he hecho otra cosa en veinte años. Tenía dieciséis años cuando dejé la Tierra. Y muy contento. No había nada allí para mí, ni para ti, ni para ninguno de nosotros. Jamás me he arrepentido. Aquí vivimos en paz. Por primera vez respiramos a gusto. Vamos, adelante. Willie se abrió paso entre la oscura multitud que venía a su encuentro. -Willie, Willie, ¿qué vamos a hacer? -decían los hombres. -Aquí tienen un fusil -les dijo Willie-. Aquí otro fusil. Y otro. -Les entregaba las armas con bruscos movimientos-. Aquí tienen. Una pistola. Un rifle. La gente estaba tan apretada que semejaba un solo cuerpo oscuro, con mil brazos extendidos hacia las armas. -Willie, Willie. Hattie, erguida y silenciosa, apretaba los labios, con los grandes ojos trágicos y húmedos. -Trae la pintura -le dijo Willie. Y la mujer cruzó el campo con una lata de pintura, hasta el lugar donde en ese momento se detenía un ómnibus con un letrero recién pintado en el frente: A LA PISTA DE ATERRIZAJE DEL HOMBRE BLANCO. El ómnibus traía un grupo de gente armada que salió de un salto y corrió trastabillando por el aeródromo, con los ojos fijos en el cielo. Mujeres con canastas de comida; hombres con sombreros de paja, en mangas de camisa. El ómnibus se quedó allí, vacío, zumbando. Willie se meció en el coche, instaló las latas, las abrió, revolvió la pintura, probó un pincel, y se subió a un asiento. -¡Eh, oiga! -El conductor se acercó por detrás, con su tintineante cambiador de monedas-. ¿Qué hace? ¡Fuera de aquí! -Vas a ver lo que hago. Espera un poco. Y Willie mojó el pincel en la pintura amarilla. Pintó una B y una L y una A y una N y una C y una O y una S con una minuciosa y terrible aplicación. Y cuando Willie terminó su trabajo, el conductor arrugó los párpados y leyó: BLANCOS: ASIENTOS DE ATRÁS. Leyó otra vez: BLANCOS. Guiñó un ojo. ASIENTOS DE ATRÁS. El conductor miró a Willie y sonrió. -¿Te gusta? -le preguntó Willie descendiendo. Y el conductor respondió: -Mucho, señor. Me gusta mucho. Hattie miraba el letrero desde afuera, con las manos apretadas contra el pecho. Willie volvió a reunirse con la multitud. Esta aumentaba con cada coche que se detenía gruñendo, y con cada ómnibus que llegaba tambaleándose desde el pueblo cercano. Willie se subió a un cajón. -Nombremos a unos delegados para que pinten todos los ómnibus en la hora próxima. ¿Hay voluntarios? Las manos se alzaron. -¡Adelante! Los hombres se fueron a pintar. -Nombremos a unos delegados para separar con cuerdas los asientos de los cines. Las dos últimas filas para los blancos. Más manos. -¡Adelante! Los hombres corrieron. Willie miró a su alrededor, transpirado, fatigado por el esfuerzo, orgulloso de su energía, con la mano en el hombro de su mujer. Hattie miraba el suelo con los ojos bajos. -Veamos -anunció Willie-. Ah, sí. Tenemos que votar una ley esta misma tarde. ¡Se prohíben los matrimonios entre razas de distinto color! -Eso es -dijeron algunos. -Todos los lustrabotas dejan hoy su empleo. -¡Ahora mismo! Algunos de los hombres arrojaron al suelo unos trapos que habían traído del pueblo, aturdidos por la excitación. -Votaremos una ley sobre salarios mínimos, ¿no es cierto? -¡Seguro! -Se les pagará, por lo menos, diez centavos por hora. -¡Eso es! El alcalde de la ciudad se acercó corriendo. -Oye, Willie Johnson. ¡Bájate de ese cajón! -Alcalde, nada podrá sacarme de aquí. -Estás provocando un tumulto, Willie Johnson. -Justo. -Cuando eras chico, odiabas todo esto. No eres mejor que esos blancos que ahora atacas. -Las cosas han cambiado, alcalde -dijo Willie, desviando la vista y mirando los rostros que se extendían ante él: algunos sonrientes, otros titubeantes, otros asombrados, y otros que se alejaban disgustados y temerosos. -Te arrepentirás, Willie -dijo el alcalde. -Haremos una elección y tendremos otro alcalde -dijo Willie, y volvió los ojos hacia el pueblo, donde, calles abajo y calles arriba, se colgaban unos letreros recién pintados: EL ESTABLECIMIENTO SE RESERVA EL DERECHO DE NO ACEPTAR A ALGÚN CLIENTE. Willie mostró los dientes y golpeó las manos. ¡Señor! Y se detuvo a los ómnibus y se pintaron de blanco los últimos asientos, como para sugerir quiénes serían los futuros ocupantes. Y unos hombres alegres invadieron los teatros y tendieron unas cuerdas, mientras sus mujeres los miraban desde las aceras, sin saber qué hacer. Y algunos encerraron a sus niños en las casas, para apartarlos de esas horas terribles. -¿Todos listos? -preguntó Willie Johnson, alzando una soga bien anudada. -¡Listos! -gritó media multitud. La otra mitad murmuró y se movió como figuras de una pesadilla de la que deseaban huir. -¡Ahí viene! -dijo un niño. Como cabezas de títeres, movidas por una sola cuerda, las cabezas de la multitud se volvieron hacia arriba. En lo más alto del cielo, un hermoso cohete lanzaba un ardiente penacho anaranjado. El cohete describió un círculo amplio y descendió, y todos lo miraron con la boca abierta. El campo ardió, aquí y allá, y luego el fuego se fue apagando. El cohete inmóvil descansó unos instantes. Y al fin, mientras la multitud esperaba en silencio, en un costado de la nave se abrió una puerta y dejó escapar una bocanada de oxígeno. Un hombre viejo apareció en el umbral. -Un blanco, un blanco, un blanco... Las palabras corrieron por la expectante multitud. Los niños se hablaron al oído, empujándose suavemente; las palabras retrocedieron en ondas hasta los últimos hombres y hasta los ómnibus bañados por la luz y golpeados por el viento. De las abiertas ventanillas salía un olor a pintura fresca. El murmullo se alejó lentamente, y al fin dejó de oírse. Nadie se movió. El hombre blanco era alto y esbelto, pero llevaba en el rostro las huellas de un profundo cansancio. No se había afeitado ese día, y sus ojos eran tan viejos como pueden serlo los ojos de un hombre todavía vivo. Eran ojos incoloros, casi blancos. Las cosas que había visto en su vida habían destruido la mirada. El hombre era delgado como un arbusto en invierno. Le temblaban las manos, y mientras miraba a la multitud buscó apoyo en los quicios de la puerta. El hombre blanco sonrió débilmente, y extendió una mano, y la dejó caer. Nadie se movió. El hombre observó atentamente los rostros, y quizá vio, sin verlos, los fusiles y las cuerdas, y quizá olió la pintura. Nadie llegó a preguntárselo. El hombre blanco comenzó a hablar. Comenzó lentamente, dulcemente, como si no esperase ninguna interrupción. Nadie lo interrumpió Su voz era una voz fatigada, vieja y uniforme. -No importa quién soy -les dijo-. De todos modos, no sería más que un nombre para vosotros. Yo tampoco sé vuestros nombres. Eso vendrá más tarde. -Se detuvo, cerró los ojos un momento, y luego continuó-: Hace veinte años dejasteis la Tierra. Han sido años tan largos, tan largos... Pasaron tantas cosas... Son más de veinte siglos. Cuando os fuisteis estalló la guerra. -El hombre asintió con un lento movimiento de cabeza-. Sí, la gran guerra, la tercera. Duró mucho. Hasta el año pasado. Bombardeamos todas las ciudades. Destruimos Nueva York y Londres, y Moscú, y París, y Shanghai, y Bombay, y Alejandría. Lo arruinamos todo. Y cuando terminamos con las grandes ciudades, nos volvimos hacia las más pequeñas, y lanzamos sobre ellas nuestras bombas atómicas... Y el hombre nombró ciudades y lugares y calles. Y mientras los nombraba un murmullo se elevó de la multitud. -Destruimos Natchez... Un murmullo. -Y Columbus, Georgia... Otro murmullo. -Quemamos Nueva Orleans... Un suspiro. -Y Atlanta... Un nuevo suspiro. -Y no quedó nada de Greenwater, Alabama. Willie Johnson alzó la cabeza y abrió la boca. Hattie vio el gesto de Willie y los recuerdos que le venían a los ojos. -No quedó nada -dijo el viejo, hablando lentamente-. Ardieron los algodonales. -¡Oh! -dijeron todos. -Los molinos de algodón cayeron bajo las bombas... -¡Oh! -Y las fábricas, radiactivas; todo radiactivo. Los caminos y las granjas y los alimentos, radiactivos. Todo. El hombre nombró otras ciudades y pueblos. -Tampa. -Mi pueblo -dijo alguien. -Fulton. -El mío -murmuró otro. -Memphis. Una voz indignada: -¿Memphis? ¿Quemaron Memphis? -Memphis saltó en pedazos. -¿La calle Cuatro de Memphis? -Toda la ciudad -dijo el viejo. La multitud comenzó a agitarse. Una ola los llevaba al pasado. Veinte años. Los pueblos y las plazas, los árboles y los edificios de ladrillo, los carteles y las iglesias y las tiendas familiares. Todo volvía a la superficie entre las gentes del aeródromo. Cada nombre despertaba un recuerdo, y todos pensaban en algún otro día. Todos eran, excepto los niños, suficientemente viejos. -Laredo. -Recuerdo Laredo. -Nueva York. -Yo tenía una tienda en Harlem. -Harlem, bombardeado. Las palabras siniestras. Los lugares familiares. El esfuerzo de imaginar todo en ruinas. Willie Johnson murmuró: -Greenwater. Alabama. El pueblo donde nací. Lo veo aún. -Destruido. Todo. Destruido. Todo. Así decía el hombre. Y el hombre continuó: -Destruimos todo y arruinamos todo, como estúpidos que éramos y somos todavía. Matamos a millones. No creo que los sobrevivientes pasen de quinientos mil. Y de todo ese desastre salvamos un poco de metal, construimos este único cohete, y vinimos a Marte, a pediros ayuda. El hombre se detuvo y miró hacia abajo, y escrutó los rostros como para ver qué podía esperar. Pero no estaba seguro. Hattie Johnson sintió que el brazo de su marido se endurecía y vio que sus dedos apretaban la cuerda. -Hemos sido unos insensatos -dijo el hombre serenamente-. Destruimos la Tierra y su civilización. No vale ya la pena reconstruir las ciudades. La radiactividad durará todo un siglo. La Tierra ha muerto. Su vida ha terminado. Vosotros tenéis cohetes. Cohetes que no habéis intentado usar, pues no queríais volver a la Tierra. Yo ahora os pido que los uséis. Que vayáis a la Tierra a recoger a los sobrevivientes y traerlos a Marte. Os pido vuestra ayuda. Hemos sido unos estúpidos. Confesamos ante Dios nuestra estupidez y nuestra maldad. Chinos, hindúes, y rusos, e ingleses y americanos. Os pedimos que nos dejéis venir. El suelo marciano se mantiene casi virgen desde hace innumerables siglos. Hay sitio para todos. Es un buen suelo... Lo he visto desde el aire. Vendremos y trabajaremos la tierra para vosotros. Sí, hasta haremos eso. Merecemos cualquier castigo; pero no nos cerréis las puertas. No podemos obligaros ahora. Si queréis subiré a mi nave y volveré a la Tierra. Pero si no, vendremos y haremos todo lo que vosotros hacíais... Limpiaremos las casas, cocinaremos, os lustraremos los zapatos, y nos humillaremos ante Dios por lo que hemos hecho durante siglos contra nosotros mismos, contra otras gentes, contra vosotros. El hombre calló. Había terminado. Se oyó un silencio hecho de silencios. Un silencio que uno podía tomar con la mano, un silencio que cayó sobre la multitud como la sensación de una tormenta distante. Los largos brazos de los negros colgaban como péndulos oscuros a la luz del sol, y sus ojos se clavaban en el viejo. El viejo no se movía. Esperaba. Willie Johnson sostenía aún la cuerda entre las manos. Los hombres a su alrededor lo observaban atentamente. Su mujer Hattie esperaba, tomada de su brazo. Hattie Johnson hubiese querido entrar en el interior de aquel odio, y examinarlo hasta descubrir una grieta, una falla. Entonces podría sacar un guijarro o una piedra, o un ladrillo, y luego parte de una pared, y pronto todo el edificio se vendría abajo. Ahora mismo ya estaba tambaleándose. ¿Pero dónde estaba la piedra angular? ¿Cómo llegar a ella? ¿Cómo sacarla y convertir ese odio en un montón de ruinas? Hattie miró a su marido, hundido en el silencio. No entendía qué pasaba, pero conocía a su marido, conocía su vida, y de pronto comprendió que él, Willie, era la piedra angular. Comprendió que sin él todo caería en pedazos. -Señor... -Hattie dio un paso adelante. No sabía cómo empezar. La multitud le clavó los ojos en la espalda. Sintió esas miradas-. Señor... El hombre se volvió hacia Hattie con una débil sonrisa. -Señor -dijo Hattie-, ¿conoce usted Knockwood Hill en Greenwater, Alabama? El viejo le habló por encima del hombro a alguien que estaba dentro de la nave. Un momento después le alcanzaban un mapa fotográfico. El hombre esperó. -¿Conoce el viejo roble en la cima de la colina, señor? El viejo roble. El sitio donde habían baleado al padre de Willie, donde lo habían colgado. El sitio donde lo habían descubierto, balanceado por el viento del alba. -Sí. -¿Todavía está? -preguntó Hattie. -No -dijo el viejo-. Saltó en pedazos. Toda la colina ha desaparecido, y el árbol también. ¿Ve? -Señaló el lugar en el mapa. -Déjeme ver -dijo Willie adelantándose y mirando la fotografía. Hattie parpadeó ante el hombre blanco. El corazón se le salía del pecho. -Hábleme de Greenwater -dijo rápidamente. -¿Qué quiere saber? -El doctor Phillips, ¿vive todavía? Pasó un momento. Encontraron la información en una máquina tintineante, en el interior del cohete... -Muerto en la guerra. -¿Y su hijo? -Muerto. -¿Qué pasó con la casa? -Se incendió. Como todas las casas. -¿Y qué pasó con aquel otro viejo árbol de Knockwood Hill? -Todos los árboles murieron. -¿Aquel árbol también? ¿Está usted seguro? -preguntó Willie. -Sí. El cuerpo de Willie pareció aflojarse. -¿Y qué pasó con la casa del señor Burton, y el señor Burton? -No quedó en pie ninguna casa. Murieron todos los hombres. -¿Y la cabaña de la señora Johnson, mi madre? El sitio donde la habían matado. -Desapareció también. Todo desapareció. Aquí están las fotografías. Usted mismo puede verlo. Allí estaban las fotografías. Podía tenerlas en la mano, mirarlas, pensar en ellas. El cohete estaba lleno de fotografías y respuestas. Cualquier pueblo, cualquier edificio, cualquier sitio. Willie se quedó, allí, inmóvil, con la cuerda en las manos. Estaba recordando la Tierra, la Tierra verde y el pueblo verde donde había nacido y crecido. Y pensaba en ese pueblo, hecho pedazos, destruido, arruinado, y en todos sus lugares, en todos aquellos lugares relacionados con algún mal, y en todos sus hombres muertos, y en los establos, y las herrerías, y las tiendas de antigüedades, los cafés, las tabernas, los puentes, los árboles con sus ahorcados, las colinas sembradas de balas, los senderos, las vacas, las mimosas, y su propia casa, y las casas de columnas a orillas del río, esas tumbas blancas en donde mujeres delicadas como polillas revoloteaban a la luz del otoño, distantes, lejanas. Esas casas en donde los hombres fríos se balanceaban en sus mecedoras, con los vasos de alcohol en la mano, y los fusiles apoyados en las balaustradas del porche, mientras aspiraban el aire del otoño y meditaban en la muerte. Ya no estaban allí, ya nunca volverían. Sólo quedaba, de toda aquella civilización, un poco de papel picado esparcido por el suelo. Nada, nada que él, Willie, pudiese odiar... ni la cápsula vacía de una bala, ni una cuerda de cáñamo, ni un árbol, ni siquiera una colina. Nada sino unos desconocidos en un cohete, unos desconocidos que podían lustrarle los zapatos y viajar en los últimos asientos de los ómnibus o sentarse en las últimas filas de los cines oscuros. -No tienen por qué hacer eso -murmuró Willie Johnson. Su mujer le miró las manos. Los dedos de Willie estaban abriéndose. La cuerda cayó al suelo y se dobló sobre sí misma. Los hombres corrieron por las calles del pueblo y arrancaron los letreros tan rápidamente dibujados y borraron la pintura amarilla de los ómnibus, y cortaron los cordones que dividían los teatros, y descargaron los fusiles, y guardaron las cuerdas. -Un nuevo principio para todos -dijo Hattie, en el coche, al regresar. -Sí -dijo Willie al cabo de un rato-. El Señor ha salvado a algunos: unos pocos aquí y unos pocos allá. Y el futuro está ahora en nuestras manos. El tiempo de la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprendí en seguida al oír a ese hombre. Comprendí que los blancos están ahora tan solos como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la teníamos. Somos iguales. Podemos empezar otra vez. Somos iguales. Willie detuvo el coche y se quedó sentado, inmóvil, mientras Hattie hacía salir a los chicos. Los chicos corrieron hacia el padre. -¿Has visto al hombre blanco? ¿Lo has visto? -gritaron. -Sí, señor -dijo Willie, sentado al volante, pasándose lentamente la mano por la cara-. Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco... Lo he visto de veras, claramente.

sábado, 17 de junio de 2017

El laberinto



EL LABERINTO
Rafael Pinedo
Argentina





I.

Salgo de El Refugio.


Cuarenta y siete pasos. Giro a la izquierda. Otros cuarenta y siete pasos. Otro giro a la izquierda.






Otra vez. Nuevo giro. Los últimos cuarenta y siete.


Vuelta. Esta vez los giros son a la derecha. Los pasos son los mismos: cuatro veces cuarenta y siete.


Todos los ángulos fueron rectos.


Todos los pasos fueron iguales.


Nunca llegué al mismo lugar.


II.

Hubo otros laberintos, un Dédalo, un Minotauro.

Este no es otro, este es El Laberinto.

Inevitablemente,

El Laberinto es siempre igual.

Siempre cambiante.


III.

Apenas lo crucé, el portal se cerró con un ruido sordo.

Reconozco el lugar, ya estuve, aunque ahora entré por otro lado.

Recorro nuevamente esa galería de jaulas con rótulos,

y extraños seres ocupándolas.

Me detengo frente a una vacía, que lleva mi nombre.

Releo el cartel con la descripción.

Una sombra me cae como una llovizna.

El texto cuenta todo lo que hice desde la última vez que lo leí.


IV.

El aire se iba tornando más denso.

Congoja. La presión había bajado, la tristeza y la temperatura aumentaban.

Estaba llorando. Su nariz moqueaba y goteaba. La cantidad de lágrimas no guardaba relación con su estado.

Transpiraba. Mucho.

Un ruido extraño lo sobresaltó: gotas sobre un hierro candente.

Eran sus lágrimas, su sudor, que deshacían, disolvían lo que tocaban. No podía retener los líquidos.

Cada vez lloraba más, sudaba más, meaba, cagaba.

Podrían ocurrir dos cosas: se deshidrataba o, mucho antes, el suelo se desintegraría bajo sus pies.

Y caería. Vaya a saber dónde.

Trató de agarrarse a la pared: se derretía al contacto de su mano mojada.

Retroceder no era posible. Comenzó a avanzar.

Corría. Todo se derrumbaba detrás suyo con un ruido ensordecedor.

Un trapecio delante, lejos, más cerca, cada vez más cerca.

Saltó, los brazos estirados hacia la barra. No se deshizo al tocarla.

Menos mal. Agotado, se sentó.

Todo se derrumbó a su alrededor.

La emisión de líquidos se detuvo.

Solo quedó él, sentado en la barra del trapecio, sintiéndose ridículo.


V.

Caen afiladísimas espadas. Son intolerables. Intolerables. Las esquiva.

Duda si abrir los ojos o lanzarse de cabeza por el agujero de la pared.

Se tira, sin saber que hay mas allá.

Más allá no hay nada, salvo esas luces desesperantes, desesperadas, que más que iluminar, queman.

Tienen una regularidad que hace fácil eludirlas.

Esta vez no hay agujero en la pared.


VI.

No se lucha con El Laberinto

Solo se sobrevive


VII.

Por la escalera llegó a una oficina. Entró y caminó tranquilo hasta su escritorio de siempre.

Se sentó frente a los papeles y aceptó un café. Sumó en su máquina.

Todo era muy simple. No recordaba haber hecho nunca otra cosa.

Un par de horas después volvió el dolor de la espalda.

Recordó el consejo del médico: caminar cinco minutos cada hora, aunque sea dentro de la oficina.

Se levantó, doblándose un poco hacia atrás con las manos en la cintura.

Deambuló lentamente. Sus compañeros ya estaban acostumbrados.

Se acercó a la ventana. Miró el cielo, límpido, y luego hacia abajo.

No encontró la calle tranquila de siempre: había un charco lleno de formas gelatinosas que se movían.

Recordó. El Laberinto puede tomar cualquier forma.

Abrió la ventana y saltó con asco: era la única salida.


VIII.

Se incorporó instintivamente, sintiendo una mirada.

De pronto la vio. Dudó. Era ella, otra vez.

Estaba igual, apenas cubierta por un taparrabos. Un cuchillo colgaba de su cintura.

Inmóvil y sorprendida, no dio señales de reconocerlo.

La presencia humana en El Laberinto era desconcertante.

Una mujer.

No pudo emitir sonido alguno, la garganta como llena de arena seca y caliente.

Ella podría no escuchar ni reconocer palabras.

Podría ser un animal, bello pero salvaje.

Se quedó quieto.

Un leve movimiento y ella saltó lejos. Huyó.

Gritó. Aceleró su carrera.

Corrió detrás. Era mas rápido, no más joven, pero más rápido.

El recinto era rectangular, desnudo, sin salida.

Necesitaba agarrarla.

Ella iba, vertiginosa, hacia la pared lisa. Él se acercaba.

Ella llegó al borde. Saltó con los pies para adelante. Desapareció.

Por más que buscó no descubrió ninguna marca en la pared.


IX.

Tocó un portón más alto que él. Al apoyarse, este cedió y se abrió.

Una ovación. Encandilado cerró los ojos. Intentó ver.

Un círculo de tierra, grande. Tribunas con figuras difusas, algunas vagamente humanas.

Algo parecido a una mesa viene hacia él. Con un frasco. Silencio.

Latido en un párpado. Al girar la cabeza siente los músculos como de cuero. La boca seca. Las rodillas quieren temblar.

Le tiran objetos. Levanta el frasco. Nuevo silencio.

Se queda quieto. Un grito, dos, muchos. Vuelven a caer cosas. Algo como una lanza.

No tiene otra alternativa. Bebe del frasco.

Se le nubla la vista. Asco. Arcadas. Quema. No quiere morirse.

En el otro lado de la arena una figura hace lo mismo.

Un calor le sube. El terror vira hacia otra cosa, no sabe qué.

Pierde la conciencia, no cae.


Está tirado a un costado del círculo. Los espectadores se retiran.

Sucio. Le cuesta enfocar la vista. Alrededor hay manchas, objetos que parecen armas.

La figura del otro lado no está. No sabe dónde pueda estar.

Mira su cuerpo, sus manos chorreantes, los restos en las uñas. Comprende.

Se queda solo.

Llorando. Llorando por lo que hizo.


X.

Cualquier ser o cosa que esté dentro de El Laberinto le pertenece

Forma parte de Él

Pero no le importa


XI.

Se escuchaba ruido de agua.

Trepó por el túnel, buscando la luz que allá se vislumbraba.

Asomó primero el sombrero. No pasó nada. El aire olía bien.

Sacó una mano, la cabeza, miró alrededor.

El lugar se parecía mucho a un patio andaluz. Al salir quedó sentado en un reborde en el centro de una fuente. Con peces rojos.

Había visto suficiente Laberinto como para no creer en la imagen.

Se acuclilló en el borde, para ver mejor.

Lo que veía era muy bello,

Ya sabía, sin embargo, desconfiar.

Todo estaba muy, muy quieto. Todo era muy, muy bello.

Ni una mota de polvo en el piso.

No puso el pie en el agua, ni siquiera estaba seguro que lo fuera.

La fuente era lo suficientemente angosta como para salvarla de un tranco.

Juntó coraje y dio el paso que lo separaba del borde. No pasó nada.

Miró atentamente el diseño del suelo. Era muy antiguo, mudéjar, perfecto. El vértigo de la simetría.

Con cuidado apoyó su bota fuera de la fuente.

Algo crujió, como si hubiera pisado una alfombra de cucarachas.

Retiró el pie a toda velocidad.

Lo que había quedado bajo su suela estaba aplastado, segregaba un líquido blancuzco, y ya las baldosas de alrededor se habían desplazado, deglutiendo a las rotas.

Se había reacomodado, quedando todo como antes.

De su morral sacó un resto de carne, lo dejó caer.

Nuevo movimiento abajo. La carne desapareció.

Imposible salir por ahí.

Volvió al agujero por donde había entrado. Estaba anegado.

Tampoco por ese lado.

Se sentó.

Era improbable que hubiera otro peligro. No sabía por qué, pero raramente había más de un elemento de riesgo en cada espacio. Como si se anularan unos a otros.

O hubieran sido puestos con un propósito. O como si El Laberinto probara a sus criaturas con una cosa por vez.

Corría el riesgo de morir de inanición.

Pensó. Pensó mucho.

Las baldosas no cubrían la fuente.

Decidió probar el agua.

Introdujo un dedo con cuidado. No sintió nada.

Dejó caer una gota fuera.

Como si fuera ácido, se levantó un vaho.

El suelo tardó casi un minuto en volverse a cerrar.

Hizo cálculos. El lugar no era grande, pero solo tenía su sombrero para cargar líquido.

Lo llenó. Por los orificios salían chorros finos y constantes.

Salió abriendo un fétido y asqueroso camino.


XII.

El paraje era agradable, y no había peligros a la vista. La luz era suave.

Un prado con rocas de tonos pardos y ocres.

Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Relajado.

A su izquierda estaba el pasillo por el que había llegado. Podía ver cualquier cosa que apareciera por ese lado.

Disfrutaba el momento. Casi. Una sensación se le escapaba.

Una brisa lo acarició como una mano cálida.

Nunca había sentido viento en El Laberinto.

Su cuerpo pidió movimiento: caminó hacia las rocas. Trepó sigilosamente.

Todo parecía muerto.

Llegó al tope. Miró del otro lado: montones de huesos, calcinados.

El aire se calentó un poco más. Un poco más. Más.

Salió rápidamente.


XIII.

Siempre hubo El Laberinto

Su tiempo tiene que ver con otro tiempo

Con el tiempo de El Laberinto


XIV.

No vio el pozo. Cayó. Mucho tiempo. Vacío e incertidumbre. Lo inefable.

El final fue suave. Amortiguado por algo como un colchón con la consistencia del barro blando.

Oscuridad. Se quedó quieto, acostumbrando la vista.

Empezó a sentir un hormigueo suave que le subía desde las manos y los pies.

La cosquilla avanzó por sus miembros, llegó a la nuca, a la cabeza.

Se tocó el pecho. Estaba cubierto de insectos, moscas, que crujían y se rompían al apretarlas.

Avanzaron sobre él. Quiso gritar. No pudo. Lo paralizó el miedo de abrir la boca y que se le llenara de bichos.

Era una horrible manera de morir...

Sus sentidos se detuvieron.

Sin saber cuánto tiempo había pasado volvió a recuperar sus percepciones. Se sentía relajado y fresco. Percibió una tenue claridad.

De pronto recordó. Saltó. Asqueado. Nada sobre su cuerpo.

El piso y las paredes: lisos y limpios. Salir. Pronto.

Inspeccionó. Unas hendiduras en un lado servían para subir.

Escaló. Se sentía extraño, muy extraño.

La idea de que los insectos estuvieran en su interior casi lo hizo caer.

Llegó al borde. Salió. Se sentía bien. Su cuerpo parecía prestado. Era agradable.

Lo descubrió al rato, cuando tuvo ganas de hacer pis.

No le había quedado ni un rastro, ni una sombra de pelo.


XV.

Me levanto y me acerco lentamente al teclado.

Mi excitación crece, desde la base del cerebelo a los dedos.

Golpeo, cada vez más, cada vez más, más rápido, furiosamente.

Vértigo. Hay un abismo bajo mis manos que pegan, solas, a toda velocidad.

Ya no hago otra cosa que tratar de controlar el rebote de mis dedos.

Las teclas saltan. Como balas se disparan hacia mi cara.

No sé cuánto más voy a poder esquivarlas.


XVI.

En El Laberinto existen límites

Dos

Uno es la muerte

El otro es matemático


XVII.

Una especie de tobogán. Menos mal, las caídas en el vacío dan pánico.

Se deslizaba rápido.

Aterrizó violentamente sobre una plataforma que, a su contacto, comenzó a subir a toda velocidad, causándole un vacío en el estómago.

El vértigo lo hizo vomitar.

No sabe cuántas veces se repitieron las subidas y bajadas. En un momento se detuvieron y pudo seguir.


XVIII.

Durmió profundo y relajado, como hacía mucho que no podía hacerlo.

Soñó, y supo que estaba soñando.

Un húmedo recorrido desde la ingle hasta el sexo comenzó a crecer.

Un dolor al revés.

Era un juego, del que él solo participaba sintiendo placer.

Era un muñeco que devolvía goce y gemidos.

Se frotaba entre sus piernas. Lo apretaba, lo lamía, se detenía; para recomenzar.

Lo recorría, cada milímetro. La cabeza se le llenó de colores, de temperaturas, de tormentas.

Subía desde la entrepierna hasta la ingle un río de lava, que llegaba a la lengua.

El orgasmo fue violento. Eterno.

Quedó relajado. Satisfecho.

Supo que no estaba dormido, que había sido completa y totalmente real.

Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. Negándose a abrirlos.

Le aterraba ver qué cosa estaba entre sus piernas.


XIX.

El Laberinto es silencioso. Pero no tan silencioso.

Un murmullo.

Un ruido sordo, rítmico, la marcha de muchos pies.

El sudor le corrió por la espalda.

Un redoblar golpeó directamente en sus tripas.

Ahí estaban. Doblando desde la izquierda. Una masa compacta de guerreros ocupando todo el ancho del corredor.

Con paso lento y regular, casi idénticos unos a otros en su aspecto simiesco y furioso.

Sin rasgos, las caras medio cubiertas por bronces oscuros.

Marchaban. Ordenados, regulares, macizos, sincronizados, los cuerpos inmóviles.

Los enormes pectorales protegidos por algo parecido al cuero, cruzados con cintos y cuchillos.

Unos llevaban una gigantesca maza, el as de bastos de la baraja española, otros una especie de fusil de punta afilada.

La legión llenaba la galería de lado a lado. Detrás el abismo del ascensor.

Avanzaban indiferentes a todo.

Sacó el cuchillo y se paró, dispuesto a morir aplastado, perforado.

El sudor no lo dejaba ver. Un latido en la garganta.

Se acercaban. Eran multitud.

Avanzaban con precisión de máquina.

Faltaban cinco pasos. Tres. Su decisión de pelear desapareció. Cerró los ojos.

No sintió nada.

Se abrieron para rodearlo. Como si no ocuparan todo el ancho del corredor. No lo tocaron. Avanzaron. Eran miles, millones.

Cuando los últimos pasaron pudo ver como se arrojaban, sin vacilar, por el hueco del ascensor.

Se dejó caer en el suelo. Jadeando.


XX.

No se sabe, ni se puede saber si El Laberinto siente

No hay forma de averiguar si tiene conciencia de las criaturas que sobreviven en su interior


XXI.

Otra vez las luces. Otra vez.

No sabe cómo aparecieron, pero debe evitarlas.

Duelen al tocarlas.

Ahora se mueven más despacio.

Es posible avanzar entre los círculos que se reflejan en el suelo.

Con prudencia, sin rozarlos. No gritar, hablar, ni gemir. La voz humana las enloquece.

Camina, como entre desconocidos. Sabe que si lo tocan muere.


XXII.

Allí estaba. Lleno de cajoncitos labrados, con una pequeña manija de bronce cada uno.

Alrededor no había nada.

No podía ser.

Cuando se acercó se encendió una fuerte luz cenital.

Sonó un tic-tac.

No podía ser.

No podía ser una salida.

No hay nada fortuito ni que pueda evitarse.

El tic-tac se aceleró. Tenía poco tiempo.

Abrió cajoncitos desesperadamente.

Estaban vacíos, o tenían pequeños objetos. Algunos absurdos, otros incomprensibles.

No sabía qué buscaba, ni cómo iba reconocerlo cuando lo encontrara.

Podía necesitar más de uno, o ninguno.

Estaba seguro que no encontrarlo sería terrible.

Mientras hurgaba pudo ver una puerta que no había percibido antes.

Imaginó una llave. Temió haberla dejado pasar.

El tic-tac: el plazo se acortaba.

Un cajón no se abrió, forcejeó.

Corrió a la puerta.

La empujó con el hombro y la abrió. Salió. Cerró de un portazo.

Se escuchó un estrépito de destrucción.

Suspiró aliviado: a veces los lugares de El Laberinto tienen lógica, a veces no.


XXIII.

Al frente un jardín. Parecía diseñado para él: ni salvaje, ni muy cuidado.

Plantas silvestres, rosales, caléndulas, hortensias. Todo en flor.

Insectos, sonido de pájaros, un cielo completamente azul.

Colibríes, dos, tres.

No avanzó, pero no pudo evitar la sonrisa que le aleteaba en la boca.

Se quedó en la entrada un largo rato, mirando, disfrutando.

Se quedó ahí hasta que entró esa cosa y empezó por comerse a los picaflores...


XXIV.

El Laberinto está vivo

Tiene una vida diferente a la que ningún ser vivo puede imaginar

Pero respira


XXV.

No podía creerlo: un río con una pequeña cascada.

Agua. Azul, rosa, verde.

En un rincón retozaban unas criaturas pequeñas y peludas.

No había peligro. O sí.

Tomó de su bolsa un pedazo de carne y lo puso bajo el agua: no se deshizo.

Era agua.

Definitivamente todo era inocuo. Se metió.

Estar fresco, estar limpio.

Repentinamente entró en pánico.

No era la primera vez. Los ataques se anunciaban...

pero no esta vez. Fue de golpe. En su cabeza se cambió una orden por otra: enloquecer.

Era polvo. Polvo solo y consciente.

Perdido entre arena, plantas e insectos.

Veía un tumor cerebral que crecía, una ventana opaca, un animal indescriptible.

Buscó un tren, una puerta.

Buscó los genes suicidas que lo movían.

No los encontró. Estaban ahí. Una cascada del tiempo. Un sol que se está apagando.

Lo insoportable, como siempre, era el dolor.


XXVI.

Comenzó a deslizarse. Las manos se le estaban por despellejar cuando la soga, por milagro, se llenó de nudos, que no lo dejaban resbalar.

Frenaba su ritmo, pero todo parecía estar tranquilo. Siguió bajando.

La iluminación empezó a atenuarse. Con la luz se fue la noción del tiempo.

Era lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. Lo peor era el silencio.

De tanto en tanto un ligero cambio de temperatura generaba una esperanza, pero nada modificaba la textura.

Sus pies se apoyaron. El piso cedía con el peso de su cuerpo, pero no lo dejaba hundirse.

Se agachó, colocó los dedos sobre la superficie que lo sostenía. Se aterró.

Estaba tibio. Latía.


XXVII.

El Laberinto se autojustifica,

se autoalimenta.

Existe


XXVIII.

De nuevo esa tibieza, ese placer indefinible, lo cubrió lentamente.

Por un segundo no pudo respirar. Pasó pronto.

Se aflojó, se dejó invadir por las caricias. No había manos sobre su cuerpo, sí dentro de su cabeza.

La ternura era infinita.

Su cuerpo se ablandó. Se entregó.

No sufrir, no temer, no dudar.

Los recuerdos. Solo volvían aquí. Solo aquí.

Hubo una vida anterior a El Laberinto.

La emoción es un lujo de los libres.

Es un animal que camina por adentro, que se detiene en cada orificio donde pasa el exterior, donde duele.

La primera lágrima, al recorrer su cara lo hizo pensar.

Abrió la puerta y salió, rápido.


XXIX.


Era una habitación inmensa y blanca, totalmente vacía.

La luz, como siempre, venía de algún lugar indefinible.

Las paredes desnudas resaltaban algo escrito en el lado opuesto. El tamaño del recinto era tal que tuve que caminar para alcanzar a leer lo que decía.

Era solo una frase. Una sola.

Un nudo me nació en las tripas y terminó mordiendo mi garganta.

Odié al que escribió eso, al que pudo hacerlo.

Supe, definitivamente, que nunca iba a ser capaz de decir algo así.


XXX.

Hay una sola salida a El Laberinto:

Aceptar vivir en él.


XXXI.

Ahora una selva. Detrás de unas matas se oían ruidos. Algo pasó disparado rozando su cabeza.

Corrió, lo perseguían de cerca.

Buscó una salida. No encontró.

Giró, y el pasillo terminó abruptamente, solo se abría una puerta en un costado. Detrás estaba oscuro.

No había tiempo. Entró.

Casi no se veía. A unos metros de la entrada, en el piso, ardía una vela.

Salvado.

Fue rápido, se sentó frente a ella, con las piernas cruzadas, dejando que su vista y su mente se fijaran en la llama.

Entró la horda, gritando, aullando.

Trataron de alcanzarlo desde todos lados: no lo consiguieron.

"La llama es un mundo para el solitario" ()


XXXII.

Su corazón era un trueno entre las costillas.

Llegó a un borde. Enfrente nada.

Miró hacia abajo: no se veía el fondo.

La pared era lisa y vertical.

Sin salida.

Trató de recordar si alguna vez estuvo fuera de El Laberinto.

No saltó.


XXXIII.

Los habitantes de El Laberinto solo llegan.

A veces no mueren


XXXIV.

La vi. Completamente diferente.

Pero era la entrada a El Refugio.

Paso a paso avancé. Recordando. Nada era igual.

Pero el pozo estaba, lo salté.

Me agaché en el momento preciso. Esquivé el fuego.

Evité, una a una, todas las amenazas.

Despacio. Despacio. Todo está. Nada es igual.

La clave seguía activa, porque la puerta se abrió.

El Refugio.

Miré, masticando cada objeto con los ojos.

Un pedazo de tela, Un muñeco sin un brazo.

Un mango de cuchillo. Un hueso amarronado.

Y la foto. La prueba de que existe algo afuera.

No ablandarse. Había trabajo para hacer.

Revisé: las alarmas, las trampas, el depósito.

Todo intacto.

Comida. Para mucho tiempo.

Abrigo. Confianza. Hasta libros.

Dormí. Me desperté. Comí.

Volví a dormir, a comer, a despertarme.

Y así, hasta olvidar el hambre, el sueño, el cansancio.

Cerca de la puerta estaban el morral, el cuchillo, el sombrero.

Salí.

Caminé sin contar los pasos.

El Laberinto sabía. Yo también.

miércoles, 14 de junio de 2017

Lu Sin

El diario de un loco


Lu Sin

Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba de viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Solo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.
-Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo -dijo-. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.
Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y solo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.
2 de abril de 1918

I
Esta noche hay luna muy hermosa.
Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?
Tengo mis razones para temer.

II
Esta noche no hay luna. Yo sé que esto va mal.
Esta mañana, cuando me arriesgué a salir con precauciones, Chao Güi-weng me miró con un fulgor extraño en los ojos: se habría dicho que me temía o que tenía deseos de matarme. Había además siete u ocho personas que hablaban de mí en voz baja, con las cabezas muy juntas: tenían miedo de que las viera. La más feroz de todas mostró los dientes al reírse mientras me miraba, lo que me hizo estremecerme de pies a cabeza, porque ahora sé que sus maquinaciones están a punto.
No obstante, continué mi camino sin miedo. Ante mí había un grupo de niños que discutían también sobre mi persona; sus miradas tenían el mismo fulgor que la de Chao Güi-weng y en sus rostros había la misma palidez de acero. Me pregunté qué clase de odio podían tener los niños contra mí para obrar también de esta manera. No pudiendo contenerme, grité: “¡Díganmelo!”, pero ellos huyeron.
He reflexionado. ¿Qué razones tienen Chao Güi-weng y los hombres de la calle para detestarme? Hace veinte años di un pisotón por error en un viejo libro de cuentas del señor Gu Chiu1, lo que le produjo gran contrariedad. Aunque Chao Güi-weng no conoce al señor Gu, ha debido oír hablar de este asunto y quiere sacar la cara por él; por ello se ha puesto de acuerdo contra mí con los hombres de la calle. Pero ¿por qué los niños? Cuando ocurrió este incidente ni siquiera habían nacido; entonces, ¿por qué me han mirado con ese aire extraño que revelaba miedo o deseos de matar? Todo esto me espanta, me intriga y me desconsuela.
¡Ahora comprendo! Han sabido el asunto por sus padres.

III
En la noche no consigo dormir. Para comprender las cosas, es preciso reflexionar sobre ellas.
Estos hombres han sido engrillados por el magistrado, abofeteados por el señor del lugar, han visto a sus mujeres apresadas por los alguaciles de la Corte de Justicia y a sus padres y madres suicidarse para escapar a los acreedores…, pero nunca mostraron rostros tan espantosos, tan feroces como los que les vi ayer.
Lo más extraño de todo fue esa mujer que le pegaba a su hijo en plena calle, gritándole: “¡Muchacho cochino! ¡Debería comerte unos cuantos pedazos para que se me pasara la rabia!” Al decir esto me miraba a mí. Me sobresalté, incapaz de dominar mi emoción, mientras la banda de rostros lívidos y colmillos aguzados estallaba en risas. El viejo Chen llegó de prisa y me condujo por la fuerza a la casa.
En casa, los miembros de la familia fingieron no reconocerme; sus miradas eran semejantes a las de la gente de la calle. Entré en el escritorio y ellos echaron el cerrojo, igual que cuando se encierra en el gallinero a una gallina o un pato. Este incidente es aun más inexplicable; verdaderamente no sé lo que pretenden.
Hace algunos días, uno de nuestros arrendatarios de la aldea de los Lobos, al venir a informar sobre la sequía que reina en el campo, contó a mi hermano mayor que los campesinos habían dado muerte a un conocido malhechor del lugar. Luego algunos hombres le arrancaron el corazón y el hígado, los frieron y se los comieron, para criar valor. Los interrumpí con una palabra y mi hermano y el labrador me lanzaron muchas miradas raras. Hoy comprendo que sus miradas eran absolutamente iguales a las de los hombres de la calle.
Solo de pensar en ello me estremezco de la cabeza a los pies.
Si comen hombres, ¿por qué no habrían de comerme a mí?
Evidentemente esa mujer que “quería comerse unos cuantos pedazos”, la risa del grupo de hombres lívidos con colmillos aguzados, y la historia del arrendatario, son índices secretos. Sus palabras están envenenadas, sus risas cortan como espadas y sus dientes son hileras de resplandeciente blancura; sí, son dientes de comedores de hombres.
Yo no creo ser un mal sujeto, pero desde que me metí con el libro de cuentas de la familia Gu, no estoy seguro de nada. Se diría que guardan algún secreto que yo no acierto a adivinar. Por otra parte, cuando están contra alguien, no tienen dificultad en declararlo malo. Recuerdo que cuando mi hermano me enseñaba a disertar, por más perfecto que fuera el hombre sobre el cual tenía yo que hablar, bastaba que expusiera algún argumento contra él para ganar un “bien”; y cuando era capaz de encontrar excusas para un hombre malo, mi hermano decía: “Además de originalidad, tienes un verdadero talento de litigante”. Entonces, ¿cómo puedo saber lo que piensan, sobre todo en el momento en que se proponen devorar al hombre?
Para comprender las cosas es preciso reflexionar sobre ellas. Creo que en la antigüedad era frecuente que el hombre se comiera al hombre, pero no estoy muy seguro de esta cuestión. He cogido un manual de historia para estudiar este punto, pero el libro no contenía fecha alguna; en cambio, en todas las páginas, escritas en todos sentidos, estaban las palabras “Humanitarismo”, “Justicia” y “Virtud”. Como de todas maneras me era imposible dormir, me puse a leer atentamente y en medio de la noche noté que había algo escrito entre líneas: dos palabras llenaban todo el libro: ¡”devorar hombres”!
Los tipos del libro, las palabras de nuestros arrendatarios, todos, sonreían fríamente, mirándome de un modo extraño. ¡Yo también soy un hombre y quieren devorarme!

IV
Esta mañana pasé un buen rato sentado tranquilamente. El viejo Chen me trajo mi comida: un plato de legumbres y otro de pescado cocido al vapor. Los ojos del pescado eran blancos y duros; tenía la boca entreabierta, igual que esa banda de comedores de hombres. Después de probar algunos bocados de esa carne viscosa, no sabía ya si estaba comiendo pescado o carne humana, de suerte que vomité con asco.
Dije:
-Mi viejo Chen, anda a decirle a mi hermano que me ahogo aquí y que quisiera salir a pasear por el jardín.
El viejo Chen se alejó sin responder, pero un poco después volvió a abrirme la puerta.
No me moví, preguntándome qué iban a hacer, porque sabía muy bien que no iban a dejarme libre. Efectivamente, mi hermano se acercaba con un viejo que caminaba a pasos lentos. Ese hombre tenía una mirada terrible, pero como temía que yo me diera cuenta, bajaba la cabeza hacia el suelo y me miraba a hurtadillas, por encima de sus anteojos.
-Tienes un aspecto magnífico -me dijo mi hermano.
-Sí -respondí.
-Le he pedido al señor Jo que viniera a examinarte -siguió diciendo.
Respondí:
-¡Que lo haga! -¡pero yo sabía muy bien que ese viejo no era otro que el verdugo disfrazado!
So pretexto de tomarme el pulso quería calcular mi grado de corpulencia y seguramente iban a darle un pedazo de mi carne en pago de sus servicios. Yo no tenía miedo; aunque no como carne humana, me creo más valiente que esos caníbales. Tendí ambos puños y esperé lo que iba a seguir. El viejo se sentó, cerró los ojos, me tomó largamente el pulso, permaneció un instante silencioso y luego, abriendo los ojos diabólicos, dijo:
-No se deje llevar por su imaginación. Algunos días de tranquilidad y reposo y se repondrá.
¡No dejarse llevar por la imaginación! ¡Tranquilidad y reposo! Evidentemente, cuando yo estuviera bien cebado, tendrían más que comer. Pero ¿qué ganaría yo? ¿Era eso lo que iba a “reponerme”? A esos caníbales les gusta comer hombres, pero obran en secreto, tratando de salvar las apariencias, y no se atreven a actuar directamente. ¡Es para morirse de la risa! No pudiendo aguantarme, me eché a reír a carcajadas, porque eso me divertía una enormidad. Yo sé que en mi risa vibraban el valor y la justicia. El viejo y mi hermano palidecieron, aplastados por el valor y la justicia de que yo hacía gala.
Pero justamente porque soy valiente, tendrán aun más ganas de devorarme, para adquirir parte de mi coraje. El viejo dejó mi habitación y apenas se habían alejado un poco, dijo a mi hermano en voz baja: “Engullirlo en seguida”. Mi hermano bajó la cabeza en señal de asentimiento. ¡Tú estás también en esto! Este extraordinario descubrimiento, aunque imprevisto, no me asombró, sin embargo, excesivamente: ¡mi hermano formaba parte de la banda de caníbales que quería devorarme!
¡Mi hermano es un comedor de hombres!
¡Soy hermano de un comedor de hombres!
¡Podré ser devorado por los hombres, pero no por eso dejo de ser hermano de un comedor de hombres!

V
Estos días he vuelto a mis reflexiones. Aunque ese viejo no fuera el verdugo disfrazado, aun fuera verdaderamente un médico, no es por eso menos un comedor de hombres. En el libro sobre las virtudes de las hierbas, escrito por uno de sus predecesores, Li Shi-cheng, ¿no dice acaso con todas sus letras que la carne humana puede comerse frita? Entonces, ¿cómo podría rechazar el título de caníbal?
En cuanto a mi hermano, también tengo mis razones para acusarlo. Cuando me enseñaba los clásicos, yo lo oí decir con sus propios labios: “Cambiaban sus hijos para comérselos”. Otra vez que se trataba de un hombre muy malo, dijo que merecía no solo ser muerto, sino aun que “se comieran su carne y se acostaran sobre su piel”. Yo era pequeño en esa época y al oír tal cosa mi corazón se puso a saltar muy fuerte durante largo rato. Cuando anteayer el arrendatario de la aldea de los lobos le contó que el corazón y el hígado de un hombre habían sido comidos, mi hermano no manifestó ningún asombro, limitándose a aprobar con la cabeza. Está claro que sus sentimientos no han cambiado. Si se admite que es posible “cambiar sus hijos para comérselos”, ¿qué es lo que no se podría cambiar entonces? ¿Y qué es lo que no se podría comer? Antes me había limitado a escuchar esas explicaciones sin tratar de profundizarlas, pero ahora sé que cuando me daba sus lecciones, en el borde de sus labios brillaba grasa humana y que su corazón estaba lleno de sueños caníbales.

VI
Todo está negro, no sé si es de día o de noche. De nuevo el perro de la familia Chao se ha puesto a ladrar.
Tiene la ferocidad del león, la cobardía de la liebre, la astucia del zorro…

VII
Conozco sus maniobras: no quieren ni se atreven a matarme directamente por temor a las consecuencias; por ello se las arreglan para tenderme lazos y llevarme al suicidio. A juzgar por la actitud de los hombres y mujeres de la calle el otro día, y la de mi hermano estos últimos días, la cosa es poco más o menos segura: quieren que me saque el cinturón, lo amarre a un poste y me cuelgue. Nadie los llamará asesinos y, sin embargo, verán colmados sus deseos secretos; esto los llenará de contento y les provocará una especie de risa plañidera. O bien, me dejarán morir de miedo y tristeza, y aunque este sistema hace enflaquecer, de todos modos mi muerte los dejará satisfechos.
¡Solo comen carne muerta! He leído en algún sitio que existe una fiera de mirada horrible y aspecto espantoso llamada “hiena”. Esta bestia come carne muerta y es capaz de triturar los huesos más grandes, que se engulle después de molerlos minuciosamente. ¡De solo pensar en esto da terror! La hiena está emparentada con el lobo, el lobo es de la familia de los perros. El hecho de que el perro de la familia Chao me haya mirado muchas veces anteayer, demuestra que han conseguido ponerlo de acuerdo con ellos y que forma parte del complot. En vano ese viejo baja su mirada hacia el suelo, yo no me dejo embaucar.
Lo más lastimoso es mi hermano. El también es un hombre; ¿no tiene miedo tal vez? ¿Por qué se ha unido a los que intentan devorarme? ¿Acaso porque esto se ha hecho siempre, encuentra que no hay ningún mal en ello? ¿O pone oídos sordos a su conciencia y hace deliberadamente algo que sabe que es malo?
Será el primero de los comedores de hombres a quienes maldeciré; será también el primero de los hombres a quienes trataré de curar del canibalismo.

VIII
En el fondo, deberían saber esto desde hace tiempo…
De pronto entró un hombre. Tenía unos veinte años y una cara muy sonriente, cuyos rasgos no distinguí bien. Me saludó con la cabeza y vi que su sonrisa tenía un aire falso. Le pregunté:
-¿Es justo comer hombres?
Siempre sonriendo, respondió:
-¿Por qué comer hombres, cuando no se tiene hambre?
Comprendí de inmediato que formaba parte del clan de los que aman la carne humana. Esto azuzó mi coraje e insistí neto:
-¿Es justo?
-¡Para qué hacer tales preguntas! Verdaderamente… a usted le gusta bromear… ¡Está muy hermosa la noche!
Estaba muy hermosa la noche, la luna estaba muy brillante, pero yo le pregunté:
-¿Es justo?
Tomó un aire de desaprobación y, sin embargo, respondió con voz no muy clara:
-No…
-¿No? Entonces, ¿por qué los comen?
-Eso no puede ser…
-¿No puede ser? Bueno, ¿acaso no los comen en la aldea de los Lobos? Además, está escrito en todas partes en los libros, ¡es claro como el día!
Su faz cambió de color, poniéndose pálido como un muerto. Con los ojos fuera de las órbitas, dijo:
-Tal vez tenga usted razón, esto se ha hecho siempre…
-¿Es por ello justo?
-No quiero discutir ese tema con usted. ¡Usted no debería hablar de esto, no tiene razón para hacerlo!
Di un salto, con ambos ojos muy abiertos, pero el hombre había desaparecido y yo estaba completamente mojado con el sudor. Este hombre es mucho más joven que mi hermano y ya forma parte de su clan. Seguramente se debe a la educación de sus padres. Quizás ha enseñado ya esto a su hijo. Por lo cual hasta los niños pequeños me miran con odio.

IX
Quieren devorar a los otros y temen ser devorados a su vez; por esto se estudian recíprocamente con miradas cargadas de sospechas…
Si abandonaran estos pensamientos se sentirían a sus anchas en el trabajo, en el paseo, en la comida, en el sueño. Para franquear este obstáculo solo hay que dar un paso: pero el padre y el hijo, el hermano y el hermano, el marido y la mujer, el amigo y el amigo, el profesor y el estudiante, el enemigo y el enemigo, y hasta los desconocidos, forman un clan, se aconsejan y se retienen mutuamente para que a ningún precio alguien dé este paso.

X
Temprano en la mañana fui en busca de mi hermano, que miraba el cielo desde la puerta del salón. Llegué por detrás, me situé en el alféizar de la puerta y le dije con mucha calma y cortesía:
-Hermano, tengo algo que decirte.
Se volvió rápidamente y asintió con un movimiento de cabeza.
-Habla.
-Se trata solo de algunas palabras, pero no sé cómo expresarlas. Hermano, es probable que en los tiempos primitivos los salvajes hayan sido en general algo caníbales. Al evolucionar sus sentimientos, algunos dejaron de devorar hombres, pugnaban por progresar y se convirtieron en hombres, en verdaderos hombres. Sin embargo, aún quedan devoradores de hombres… Es como entre los insectos; algunos han evolucionado, se han transformado en peces, pájaros, monos y finalmente en hombres. Ciertos insectos no han querido progresar y hasta hoy continúan en estado de insectos. ¡Qué vergüenza para un caníbal si se compara con el hombre que no come a sus semejantes! Su vergüenza debe ser muchísimo peor que la del insecto frente al mono.
“Yi Ya2 cocinó a su hijo para dar de comer a los tiranos Chie y Chou; este hecho pertenece a la historia antigua. ¿Quién habría dicho que después de la separación del cielo y la tierra por Pan Gu3, los hombres se iban a devorar entre ellos hasta el hijo de Yi Ya, y que desde el hijo de Yi Ya hasta Sü Si-ling4 y desde Sü Si-ling hasta el malhechor arrestado en la aldea de los Lobos el hombre se comería al hombre? El año pasado, cuando se ejecutaba a los criminales en la ciudad, había un tuberculoso que iba a mojar el pan en su sangre, para lamerla5.
“Quieren comerme, y por cierto que solo no puedes nada contra ellos. Pero ¿por qué unirte a ellos? Los devoradores de hombres son capaces de todo. Si son capaces de comerme, también serán capaces de comerte. Hasta los miembros de un mismo clan se devoran entre sí. Pero basta con dar un paso, basta con querer dejar esta costumbre y todo el mundo quedará en paz. Aunque este estado de cosas dura desde siempre, tú y yo podríamos empezar desde hoy a ser buenos y decir: ‘Esto no es posible’. Yo creo que tú dirás que no es posible, hermano, puesto que anteayer cuando nuestro arrendatario te pidió que le rebajaras el alquiler, tú le respondiste que no era posible.”
Al comienzo sonreía con frialdad, luego pasó por sus ojos un resplandor feroz y cuando puse al desnudo sus pensamientos secretos, su rostro se tornó lívido. En el exterior de la puerta que daba a la calle había un verdadero grupo; Chao Güi-weng se hallaba allí con su perro y todos estiraban el cuello para ver mejor. Yo no alcanzaba a distinguir los semblantes de algunos, pues se hubiera dicho que estaban velados; los otros tenían siempre el mismo tinte lívido y esos colmillos agudos y esos labios con una sonrisa afectada. Comprendí que pertenecían todos al mismo clan, que todos eran devoradores de hombres. Sin embargo, yo sabía también que existían sentimientos muy diferentes. Algunos pensaban que el hombre debe devorar al hombre porque así se ha hecho siempre. Otros sabían que el hombre no debe devorar al hombre, pero de todos modos lo hacían, temerosos de que sus crímenes fueran denunciados; por eso al oírme se llenaron de cólera, pero se limitaron a apretar los labios esbozando una sonrisa cínica.
En ese instante mi hermano adoptó un aspecto terrible y gritó con voz fuerte:
-¡Salgan todos! ¡Para qué mirar a un loco!
Muy pronto comprendí su nuevo juego. No solamente se negaban a convertirse, sino que estaban preparados de antemano para abrumarme con el epíteto de loco. De este modo, cuando me comieran, no solo no tendrían disgustos, sino que aun les quedarían agradecidos. El arrendatario nos dijo que el hombre devorado por los campesinos era un mal hombre; es exactamente el mismo sistema. ¡Siempre el mismo estribillo!
El viejo Chen entró también, muy encolerizado; pero ¿quién podría cerrarme la boca? Tengo absoluta necesidad de hablar a esos hombres.
-¡Conviértanse, conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá vivir sobre la tierra a los devoradores de nombres! Si no se convierten, todos ustedes serán devorados también. ¡Por más numerosos que sean sus hijos, serán exterminados por los verdaderos hombres, como los lobos son exterminados por los cazadores, como se extermina a los insectos!
El viejo Chen hizo salir a todo el mundo y luego me rogó que volviera a mi habitación. Mi hermano había desaparecido no sé dónde. El interior del cuarto estaba completamente negro. Las vigas y maderas se pusieron a temblar sobre mi cabeza; luego al cabo de un instante crecieron y se amontonaron sobre mí.
Pesaban mucho, yo no podía moverme. Querían matarme, pero yo sabía que ese peso era ficticio. Me debatí, pues, y me liberé, el cuerpo cubierto de sudor. Sin embargo, deliberadamente repetí:
-¡Conviértanse en seguida! ¡Conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá que sobrevivan los devoradores de hombres!…

XI
El sol no aparece más, la puerta solo se abre dos veces al día, cuando me traen mis comidas.
Mientras tomaba los palillos, volví a pensar en mi hermano mayor; ahora yo sé que fue él el causante de la muerte de mi hermana pequeña. Tenía cinco años y era tan linda que enternecía. Veo de nuevo a nuestra madre sollozando sin cesar y a mi hermano consolándola. Tal vez sentía arrepentimiento porque era él quien se la había comido. Si es todavía capaz de experimentar ese sentimiento.
Nuestra hermana ha sido devorada por mi hermano; no sé si mi madre llegó a darse cuenta de ello.
Pienso que mi madre lo sabía; si en medio de sus lágrimas no dijo nada, probablemente fue porque lo encontraba muy natural. Recuerdo que un día que me hallaba tomando el fresco ante la puerta del salón -en esa época tendría unos cuatro o cinco años- mi hermano me dijo que un hijo debe estar dispuesto a cortar un trozo de carne de su cuerpo, echarlo a cocer y ofrecerlo a sus padres si estos caen enfermos, pues es así como obra un hombre honesto. Mi madre no protestó. Si es posible comer un trozo de carne humana, evidentemente es posible comerse a un hombre entero. No obstante, cuando vuelvo a pensar en sus sollozos de entonces, no puedo evitar que el corazón se me apriete. Qué extraña cosa…

XII
Ya no puedo pensar más en ello.
Solamente hoy me doy cuenta de que he vivido años en medio de un pueblo que desde hace cuatro milenios se devora a sí mismo. Nuestra hermanita murió justamente en el momento en que mi hermano se hacía cargo de la familia. ¿No habrá mezclado su carne con nuestros alimentos para que la comiéramos sin saber que lo hacíamos?
¿Acaso sin quererlo he comido carne de mi hermana? Y ahora me llega el turno…
Si tengo una historia que cuenta cuatro mil años de canibalismo -al principio no me daba cuenta de ello pero ahora lo sé-, ¡cómo podría esperar encontrar a un hombre verdadero!

XIII
Tal vez existan niños que aún no han comido carne de hombre.
¡Salven a los niños!…
FIN

狂人日記 / 狂人日记, “Kuángrén Rìjì”, 1918

1. Gu Chiu significa antigüedad. Aquí el autor alude a la larga historia de la opresión feudal en China. (N. de los T.)
2. Cocinero célebre en la Antigüedad por haber matado a su hijo para servirlo como manjar a un tirano. (N. de los T.)
3. El primer hombre, de quien se dice separó el cielo de la tierra. (N. de los T.)
4. Revolucionario que, hacia fines de la dinastía Ching, asesinó al gobernador de Anjui. Fue cortado en pedazos y su corazón y su hígado ofrecidos en holocausto al hombre que lo mató. (N. de los T.)
5. Se trata de una superstición antigua existente en el pueblo: dice que la sangre humana es capaz de curar la tisis; por esa razón se solían comprar a los verdugos panes mojados en sangre cuando estos ejecutaban a un condenado. (N. de los T.)

sábado, 10 de junio de 2017

Mi Rulfo mío de mí.







LA MUSA HEMATÓFAGA 10 ABRIL, 2017


“Mi Rulfo mío de mí” de Eric Uribares. La historia de cómo se escribió Pedro Páramo.


Hace tiempo fui huésped de Juan Rulfo. Y cuando digo esto, lo hago en términos clínicos, no inmobiliarios. Me explico, más que vivir con él, viví de él. Soy un parásito, más exacto, un Pediculus humanus, un piojo.

Sin embargo, lo que más me gustaba de Juan Rulfo no era su sangre. Siempre fui un piojo muy diferente al resto, el único —de los ciento cincuenta huevecillos que puso mi madre— con intereses cosmopolitas y refinados. Mientras otros pueden pasar toda una vida en la misma cabeza para asegurarse el alimento diario, yo he recorrido sitios insospechados en busca de pasiones artísticas que algunos considerarían extravagantes.

No fue difícil localizar a Juan, aunque la noche en que llegué a su cabeza me agoté como nunca y embriagué hasta el cansancio. Fue durante la fiesta de cumpleaños de un escritor. Rulfo bailaba danzones con algunas jóvenes y bebía sendas copas de oporto. No tuve dificultad para encontrarlo, pero me fueron necesarios varios pasos (porque los piojos no brincamos) y posibles caídas, para llegar hasta su escasa cabellera. Me instalé en un espacio agradable, cerca de la coronilla y el remolino, donde estaban sus cabellos más robustos. Ahí aguardé varios minutos sin moverme apenas.

Era divertido. Había mucho movimiento y pronto me sentí cómodo e incrusté mis colmillos en el cuero cabelludo. Bebí hasta saciar la sed y el hambre que ocasionó el viaje. Fue cuestión de minutos para que la concentración de alcohol, que para ese momento circulaba por las venas de Juan, me hiciera efecto a mí también. Se me subieron los colores y me di valor para intentar un primer acercamiento.

Normalmente, cuando quiero que me escuchen, voy al lóbulo de la oreja y de ahí al canal auditivo, entonces entablo conversación. En mi interlocutor la reacción siempre es más o menos parecida, piensan de pronto en la locura, en Dios y en otras cuestiones metafísicas.

Rulfo estaba demasiado ebrio como para preocuparse. Tras algunos intentos fallidos, en los que estuve apunto de caerme de su cabeza–lo que hubiese resultado fatal, pues seguro no habría sobrevivido a los pisotones en pleno salón de baile— logré instalarme en su oreja. Ahí, tomé aire y aún sin saber bien a bien lo que iba decir, salieron las palabras. Señor Rulfo, señor Rulfo, ¿me escucha?

Por un instante Juan pareció detenerse, un espasmo apenas perceptible que le hizo perder el paso. Señor Rulfo, diga si puede escucharme, insistí. Entonces él se disculpó con la dama, a la que por cierto no había dejado en toda la velada, y se dirigió al sitio donde estaban las bebidas. Ahí se tomó tres whyskies. Cinco canciones más tarde tuvieron que llevarlo a casa.

Contrastaba su lucidez mental con la precariedad que caminaba Yo seguí bebiendo su sangre y me encontraba en condiciones similares. Fue entonces que ataqué de nuevo. Juan, yo sé que me escuchas, no te espantes. Tras decirlo, sentí que él dejaba de respirar. Era obvio que estaba asustado; se erizaron sus poros y la cabeza pronto comenzó a perlarse de sudor.

Entonces sucedió algo que no esperaba.



—Sí, te escucho, ¿quién eres?— me dijo y cerró los ojos, como esperando una revelación divina.

Era un momento delicado. Mi experiencia me decía que tenía que trabajar más el ambiente, no podía decirle de golpe que era un piojo. Como ya dije, aquello podría llevar a Juan al médico o al brujo. A algunos les resulta más sencillo volverse locos que aceptar la existencia de un piojo que realiza comentarios críticos a su obra o hace sugerencias de orden estético.

—¿Tiene idea de quién le habla? Pregunté para tantear los terrenos y saber en qué andaba su pensamiento.

Otra vez, para mi sorpresa, Juan respondió afirmativamente.

—Sí, creo saber— dijo arrastrando un poco la voz, sin abrir los ojos.

Apenas terminó la frase, tomó aire y mojándose los labios continuó:

—Una musa.

Al escuchar aquello estuve a nada de explotar a carcajadas. Vaya vaya, pensé.

Así es Juan, que bueno que me reconozcas, soy tu musa. Al escuchar eso, esbozó una sonrisa que fue absorbida por los gestos propios del soñador. Casi al instante, ambos nos quedamos dormidos.

Al día siguiente Rulfo despertó a mediodía con una resaca terrible. Yo tardé bastante en despabilarme y tuve que buscar el desayuno entre la cabeza de su mucama, pues la sangre de Juan aún guardaba restos de alcohol que me hubieran regresado al estado etílico.

Cuando satisfice mis necesidades más básicas, busqué a Juan, quien para entonces ya trabajaba un texto con dos aspirinas y café de por medio. Antes de continuar la conversación pendiente preferí echar una mirada a su trabajo. La hoja estaba casi en blanco, había escrito un par de renglones y batallaba seriamente para continuar la idea. Pensaba largo tiempo y apenas posaba sus dedos sobre la máquina, se arrepentía y daba pronunciados sorbos a su trago.

Entonces decidí atacar de nuevo. Juan, soy tu musa, ¿me recuerdas? Él volvió a paralizarse, como si hubiese estado esperando la confirmación de un fallo en su cordura. Se llevó las manos al rostro y se mantuvo quieto. Juan, no pasa nada, simplemente he venido platicar contigo. Tranquilo, no te asustes…mejor cuéntame, qué haces, qué escribes. ¿Es una novela eso que te tiene angustiado?

Apenas escuchó aquellas palabras, Juan Rulfo decidió suspender su trabajo frente a la máquina y el resto del día se mantuvo en cama tomando infusiones de valeriana. Yo aproveché para leer algunos de sus textos, ayudado por un imprevisto ventarrón que se coló por la ventana y dejó el estudio tapizado de hojas mecanografiadas.

Se trataba de una novela sobre un hombre que busca a su padre en un pueblo fantasma. La idea no era mala, aunque el desarrollo de la historia dejaba mucho que desear. Sin embargo, con mi ayuda, pensé, podría llevarla a buen término, y a cambio, le pediría algo simbólico.

Los días siguientes estuve en silencio. Juan pensó que necesitaba un descanso y nos fuimos de vacaciones a una cabaña en el bosque. Hacía mucho frío y él se dedicó a beber coñac y leer novelas sentado en un sofá. Yo tiritaba a la menor provocación y aproveché para recuperar calorías comiendo hasta el hartazgo. De regreso a la ciudad, Juan parecía tener nuevos bríos y se rascaba la cabeza sin pudor: las huellas de mi presencia eran evidentes

Esta vez, antes de intentar un nuevo acercamiento, dejé que Juan tomara ritmo con el texto. Había escrito sin parar durante más de tres horas. Yo, postrado en su hombro –como si fuera perico y no piojo— estaba al tanto de cada verso mal conjugado (que eran muchos), y de todas las cacofonías (que eran más).

Así, durante un arranque de desesperación (nunca he sido tolerante frente a la torpeza artística) decidí que no importaban las consecuencias, alguien tenía que componer ese legajo de imprecisiones.

¡No, Juan, no! Quita ese verbo, tacha el adjetivo, así no, mejor así, agrégale esto, pule esto otro, subraya esa idea, no vendas la trama, ¿por qué mejor no inicias así o asado? ¡Concéntrate Juan!, pule, limpia, tacha, corta, lugares comunes no, Juan por dios, qué haces, esa hoja no vale nada, todo el capítulo no vale nada, ay Juan, ay Juan…

Me escuchó sin decir palabra. No interrumpió en ningún momento. No gesticuló y, para mi sorpresa, comenzó a tomar nota de mis sugerencias. El resto de la jornada corrigió como desesperado. No había duda, hacíamos buen equipo.

Las semanas siguientes trabajamos como nunca. Juan producía diez o quince cuartillas diarias y yo corregía un noventa por ciento. Nunca ponía reparos ni cuestionaba mis decisiones. Era lógico, nadie tiene el valor de contrariar a su musa.

Sin embargo, comenzaron a suceder cosas que yo interpreté erróneamente como gajes del oficio, inherentes a la condición de ser piojo. Tan instalado estaba en el buen comer y en la elaboración de nuestra novela, que en un par de ocasiones los dedos de Juan, que para entonces ya se rascaba de manera intempestiva la cabeza, me rozaron el vientre, lo que pudo haber terminado con la parte central de mi cuerpo reventada. También, comencé a sentirme cansado en las mañanas después de que Juan se duchaba con un jabón que me retorcía las tripas.

Fueron días de adrenalina. Para el momento en que se vislumbraba el final de la historia, mis fuerzas estaban muy disminuidas. Era necesario pensar en el precio que habría de cobrarle a Juan por mis servicios. Desde luego, la mía tendría que ser una ganancia moral, por lo que decidí pedirle que me dedicara la novela. Para mi musa, esa sería mi exigencia.

Tiempo después, cuando pusimos el punto final, tenía poca fuerza para hablar. El jabón de Rulfo me quitaba el hambre, había perdido la tercera parte de mi peso. Apenas susurrando logré pedirle que escribiera la dedicatoria. Dedícamela Juan, dedícamela, para mi Calíope Juan, para mi Calíope.

Él, lo hizo. Esbozando una sonrisa construyó una frase que no tuve tiempo para asimilar.“Para este pinche piojo tan soberbio”, escribió, y de inmediato comenzó a golpearse la cabeza para reventarme la barriga.~

Este cuento pertenece al libro Ladrón de dinosaurios (Ficticia,2012).



Eric Uribares. Ciudad de México en 1979. Posee estudios en Letras Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado el libro de poesía Cartografía del miedo (Acá las letras, 2011) y el de cuentos, Ladrón de dinosaurios (Ficticia, 2012). Textos suyos han aparecido en suplementos y revistas (Nexos, Letras Libres, Confabulario, Periódico de poesía, Este país) y en diversas antologías. Ha obtenido reconocimientos en varios certámenes, entre ellos el Nacional de Narrativa Sonora y el Nacional de Cuento de Humor Negro, ambos en 2015. En 2014 fue incluido en el dossier “El nuevo cuento mexicano” de la revista Contratiempo, editada en Chicago. Fue becario del FONCA en su edición 2013-2014.

viernes, 9 de junio de 2017

sobre El monólogo de Lucky


El monólogo de Lucky



Si uno mirara todas las obras de teatro de Beckett juntas, uno notaría inmediatamente que parecen estar hechas de muy pocos elementos. Hay temas generales, como la elaboración de la memoria que aparece en textos tan distintos como Krapp’s last tape, Rough for theatre II, Ohio impromptu o Happy days, pero también hay dispositivos muy específicos que se repiten. En Happy days, por ejemplo, está la idea del personaje encerrado con la cabeza afuera, una idea que Beckett volvería a usar al año siguiente en los adúlteros atrapados en vasijas de Play y que ya había usado con los padres sin piernas de Hamm en tachos de basura de Endgame. En esa misma obra, Hamm de alguna manera conlleva una variación de esa idea: está postrado en una silla, al igual que el hombre de Rough for theatre I, la mujer de Rockaby e implícitamente quien habla en Not I. La ceguera, otra forma de confinación, está también en Endgame, puesto que Hamm es ciego, como es ciego el violinista de Rough for theatre I o Pozzo en la segunda parte de Waiting for Godot. La relación de amo y servidor que tiene Hamm con Clov tiene también correspondencias en Waiting for Godot o incluso en Catastrophe. Creo que ustedes podrían encontrar otros tantos ejemplos más.
Voy a tomar uno de estos temas: una idea que gustaba mucho a Beckett, la idea de la obra construida a partir de las palabras y no de la acción, esa idea que está en muchas obras, donde hay un hablar incesante. Ahí las palabras parecen querer cubrir un vacío esencial, como esos pacientes de Oliver Sacks con síndrome de Korsakov que hablan para no desesperar, o que cuya habla continua es una forma de desesperación menor que callar. Aún en las obras donde hay personajes que están callados todo el tiempo uno tiene la sensación de que tienen muchísimo para decir: pienso que si al Protagonista de Catastrophe, o a Croker, el suicida de Rough for theatre II, o a la mujer referida en Not I se les diera tiempo de hablar, elaborarían ese tipo de monólogo constante, desesperado, que tienen los otros personajes de Beckett (en esas obras, esos personajes tácitos son hablados por los otros, los que están juzgando o manipulándolos). Significativamente, la primera obra de ficción que publicó Beckett fue Assumption, un cuento donde un personaje se propone no hablar hasta que finalmente pierde el control y muere gritando, en una explosión de ruido y furia. Es como si Beckett dijera que hay una corriente de palabras urgente pujando tras el dique del silencio. Una posible confirmación de esta conjetura está en Lucky, de Waiting for Godot, uno de estos personajes becketteanos llamados al silencio. Lucky no habla nunca, pero cuando puede finalmente hablar, no puede parar; cuando lo silencian, como los pacientes de Sacks, cae como cuerpo muerto. Y lo que dice es en principio incomprensible, especialmente para alguien que está escuchando la obra por primera vez: es un fluir constante de palabras que parece tener muy poca conexión, hay como una liberación y una angustia en el acto de hablar y hablar, que se va viendo cada vez más claro a medida que avanza el desarrollo del discurso, la desesperación del discurso. En ese momento de Waiting for Godot está concentrada en gran parte la esencia de la obra de Beckett.
Es significativo que Beckett, cuando dirigía Waiting for Godot, empezaba los ensayos con ese punto en particular, con el discurso de Lucky, ese texto que sin dudas es deudor del discurso de Molly Bloom, como tanta otra literatura. Beckett dirigía al actor que hacía de Lucky con mucha atención al detalle, a la pronunciación de cada palabra, a la velocidad de las frases, al origen escatológico de cada nombre. Dividía el discurso en tres partes, y alguna tenía subdivisiones en sí misma. Sin necesidad de entrar a discutir el significado del discurso, por ahora solo nos basta que para Beckett ese cúmulo de frases aparentemente azarosas tenía un orden interno muy definido, de tal manera que, cuando hacía o cotejaba traducciones, cada palabra tenía su lugar específico y exacto en esa trama. Se trata de un procedimiento muy querido para Beckett: la utilización de la repetición y la variación de elementos verbales para producir un determinado efecto. En el parlamento de Lucky este procedimiento está muy compactado: repite, por ejemplo, fragmentos como for reasons unknown, I resume o in spite of cerca de diez veces, y esas obstinaciones ayudan a coagular ese sentimiento de desesperación que destila Lucky, estructuran rítmicamente los temas. En otros casos (el fragmento que comienza con the air the earth, por ejemplo), el ritmo viene impuesto desde la métrica. Y aquí es importante volver a decir que quien ve Godot en el teatro no puede saber de qué habla Lucky, no importa si luego los académicos desarrollaron teorías metafísicas: Beckett genera un caos aparente pero con un orden secreto, y la idea del orden viene dado menos en esconder una coherencia temática, como quieren esos académicos, que en la forma, en estos patrones sonoros y esos ritmos que le impone al discurso. Ahora, si uno dilata el mismo mecanismo que en el parlamento de Lucky dura unos pocos minutos en una obra de, digamos, una hora y media, el efecto es todavía más sutil, todavía más persuasivo. Cualquier obra de teatro de Beckett lo tiene: esas frases que los personajes repiten de tanto en tanto, que pasan de un personaje a otro, que son revisadas en distintos contextos, que persisten durante toda la extensión de la obra. El oído no puede registrar a primera escucha todas esas repeticiones y combinaciones, en especial en obras largas como Endgame o Happy days, porque están muy dispersas, pero se produce un juego inconfundible de resonancias y ecos, a la manera de una composición en la música clásica. Al igual que con el discurso de Lucky, es difícil que un espectador casual sepa de qué trata concretamente Endgame, Happy days o Waiting for Godot al finalizar la obra, y ahora podemos pensar que no es un problema de cuan rápido fluye el discurso, puesto que las obras largas son como el discurso de Lucky pero ralentizado. Sin embargo ese espectador no queda indiferente, como no queda indiferente a la fuerza que transmiten esos pocos minutos de Lucky hablando sin parar. Y si el discurso de Lucky es un modelo a pequeña escala de una obra cualquiera de Beckett, la obra entera de Beckett dramaturgo, como decíamos al principio, es un modelo a gran escala de ese mismo dispositivo, esas ideas que se reutilizan y se recombinan de una obra a otra, también como patrones rítmicos, como ecos.
Pareciera que la obra de Beckett tuviera un inicio y un final muy diferentes. El primer texto que publicó, un ensayo anterior a Assumption, fue un elogio al Finnegans Wake, probablemente el libro más complejo que dio la literatura, y las últimas obras fueron trabajos lacónicos, limpios, con pocas y muy elegidas palabras. Sin embargo, algo hay que no cambió entre ese inicio con libros muy joyceanos y ese final tan pulido, tan callado. Podemos volver un momento más al discurso de Lucky: no solo hay ahí una labor dedicada con las repeticiones de frases, sino también una busca consciente de una sonoridad en particular; la prueba es que ese discurso hay que escucharlo, no leerlo. Beckett lo entendía así: revisando la traducción al alemán, corrigió anthropopopometrischen Akakakakademie con Akakakakademie der Anthropopopometrie porque el ritmo no era el adecuado; trabajó arduamente con el actor alemán que iba a decir esas palabras, pronunciando cada sílaba con él, para que sonara exactamente como él quería. Le confió que la repetición de qua es porque Lucky no logra decir quaversalis; le pidió enfáticamente que se demorara en la consonante final de Mensch. Le importaba que el nombre Peterman fuera una insistencia de esa tierra abode of stones. Así Beckett parecía pensar en cada palabra que ponía en sus obras. Una vez, traduciendo A Piece of Monologue al francés cortó un párrafo porque no lograba encontrar una palabra que sonara como suena birth en inglés. Otra vez le recitó a su biógrafo cierto párrafo de Krapps last tape, para luego agregar que si se sacara una sola sílaba de esas líneas, se destruiría el sonido del agua chapoteando al costado del bote. Hay obras que son notorias por su sonido: basta con escuchar A piece of monologue o Rockaby, que además está escrita en versos como si fuera un poema, no una obra de teatro. Ahí, en esas obras, se puede apreciar a un nivel más microscópico, aún más que el discurso de Lucky, el mismo mecanismo de repeticiones y patrones y ecos, esta vez ya al nivel de las sílabas que componen las palabras.
Harold Bloom había hecho una lectura muy estimulante sobre Endgame: le parecía que Hamm podía ser Joyce y Clov, Beckett. Cuando ese joven Beckett pretendió escaparse de Joyce hacia el francés y hacia el empobrecimiento verbal, en realidad, veladamente, reforzó su inscripción en la línea joyceana. Finnegans Wake es un trabajo de variaciones de unos pocos símbolos que encuentran su encarnación en la familia de Earwicker y que están repetidos en mil historias, y este trabajo de variaciones es esencialmente un trabajo sobre la forma, que llega hasta los componentes mismos de las palabras. En una dirección aparentemente opuesta, la obra de Beckett sigue el mismo principio estético. Clov, al final de Endgame, quiere irse, dejar el refugio, pero uno nunca lo ve partir: se queda en el umbral, mirando fijamente a Hamm.