domingo, 24 de septiembre de 2017

¿No oyes ladrar a los perros?


NO OYES LADRAR LOS PERROS 

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. 

—No se ve nada. 
—Ya debemos estar cerca. 
—Sí, pero no se oye nada. 
—Mira bien. 
—No se ve nada. 
—Pobre de ti, Ignacio. La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
 —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. 
—Sí, pero no veo rastro de nada. 
—Me estoy cansando. 
—Bájame. El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces. 
— ¿Cómo te sientes? 
—Mal. Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba: 
— ¿Te duele mucho? 
—Algo —contestaba él. Primero le había dicho: «Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra. 
—No veo ya por dónde voy —decía él. Pero nadie le contestaba. El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo. —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado. Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo. 
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme que ves, tú que vas allá arriba, Ignacio? 
—Bájame, padre. 
—¿Te sientes mal? 
—Sí. 
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean. Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse. 
—Te llevaré a Tonaya. 
—Bájame. Su voz se hizo quedita, apenas murmurada: —Quiero acostarme un rato. 
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado. La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo. 
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas. Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar. 
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!» Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ese no puede ser mi hijo.» 
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo. 
—No veo nada. 
—Peor para ti, Ignacio. 
—Tengo sed. 
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír. 
—Dame agua. 
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo. 
—Tengo mucha sed y mucho sueño. 
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porqué ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas. 
— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: «No tenemos a quién darle nuestra lástima.» ¿Pero usted, Ignacio? 
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros. 
— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza. 

Juan Rulfo, El llano en llamas, 1953

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Cuánto se divertían de I. Asimov

Cuánto se divertían

[Cuento - Texto completo.]
Isaac Asimov

Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha encontrado un libro de verdad!”.
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
-Caray -dijo Tommy-, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.
-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía trece-. ¿En dónde lo encontraste?
-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.
-¿De qué trata?
-De la escuela.
-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.
El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio -y acarició de nuevo la cabeza de Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo.
Así que le dijo a Tommy:
-¿Quién querría escribir sobre la escuela?
Tommy la miró con aire de superioridad.
-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años -y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.
Margie se sintió dolida.
-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -leyó el libro por encima del hombro de Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.
-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?
-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
-Un hombre no es lo bastante listo.
-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.
-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.
Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.
-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.
Tommy soltó una carcajada.
-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos iban allí.
-¿Y todos aprendían lo mismo?
-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.
-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:
-¡Margie! ¡Escuela!
Margie alzó la vista.
-Todavía no, mamá.
-¡Ahora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.
-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.
-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular. La pantalla estaba iluminada.
-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…
La pantalla del maestro automático centelleó.
-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto se divertían.
FIN

“The Fun They Had”, 1951

La última pregunta (the last question)

La última pregunta

[Cuento - Texto completo.]
Isaac Asimov

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:
Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso -kilómetros y kilómetros de rostro- de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante solo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.
Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.
Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.
La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación -de un kilómetro y medio de diámetro- que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.
Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clics satisfechos y perezozos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.
Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.
-Es asombroso, cuando uno lo piensa -dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior-. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.
Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.
-No para siempre -dijo.
-Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.
-Entonces no es para siempre.
-Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
-Veinte mil millones de años no es “para siempre”.
-Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?
-También la superarán el carbón y el uranio.
-De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.
-No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.
-Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros -dijo Adell, malhumorado-. Se portó muy bien.
-¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años, pero … ¿y luego? -Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro-. Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.
Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios solo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.
De pronto Lupov abrió los ojos.
-Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?
-No estoy pensando nada.
-Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ese es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.
-Entiendo -dijo Adell-. No grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.
-Por supuesto -murmuró Lupov-. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
-Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía -dijo Adell, tocado en su amor propio.
-¡Qué vas a saber!
-Sé tanto como tú.
-Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.
-Muy bien. ¿Quién dice que no?
-Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste “para siempre”.
Esa vez le tocó a Adell oponerse.
-Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.
-Nunca.
-¿Por qué no? Algún día.
-Nunca.
-Pregúntale a Multivac.
-Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.
Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto:
¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aun después de que haya muerto de viejo?
O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como esta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
Multivac enmudeció. Los lentos resplandores cesaron, los clics distantes de los transmisores terminaron. Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
-No hay respuesta -murmuró Lupov.
Salieron apresuradamente. A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.
*
Jerrod, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla visora mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.
-Es X-23 – dijo Jerrod con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos. Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:
-Hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado…
-Tranquilas, niñas -dijo rápidamente Jerrodine-. ¿Estás seguro, Jerrod?
-¿De qué hay que estar seguro? -preguntó Jerrod, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo.Tenía la misma longitud que la nave.
Jerrod sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
Jerrod y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.
Cierta vez alguien le había dicho a Jerrod, que el “ac” al final de “Microvac” quería decir “computadora analógica” en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.
Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.
-No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
-¿Por qué, caramba? -preguntó Jerrod-. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado-. Luego agregó, después de una pausa reflexiva: -Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado los viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.
-Lo sé, lo sé -respondió Jerrodine con tristeza. Jerrodette I dijo de inmediato:
-Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.
-Eso creo yo también -repuso Jerrod, desordenándole el pelo.
Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrod estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados.
Solo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar solo la mitad del espacio disponible.
Jerrod se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje interespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.
-Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos-. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
-No siempre -respondió Jerrod, con una sonrisa-. Todo eso terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.
-¿Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II con voz aguda.
-Entropía, querida, es solo una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot radio-teléfono, ¿recuerdas?
-No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
-Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.
Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.
-No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.
-Mira lo que has hecho -susurró Jerrodine exasperada.
-¿Cómo podía saber que iba a asustarla? -respondió Jerrod también en un susurro.
-Pregúntale a la Microvac -gimió Jerrodette I-. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
-Vamos -dijo Jerrodine-. Con eso se tranquilizarán.
Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también. Jerrod se encogió de hombros.
-Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.
Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:
-Imprimir la respuesta.
Jerrod retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
-Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.
Jerrodine dijo:
-Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.
Jerrod leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba exactamente delante.
*
VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:
-¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.
-Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.
Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas esbeltas.
-Sin embargo -dijo VJ-23X- me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
-Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
-El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.
-Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito.
¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego solo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años…
VJ-23X lo interrumpió:
-Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.
-Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La Galáctica AC nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras soluciones.
-Sin embargo, no creo que desees abandonar la vida.
-En absoluto -saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato-. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?
-Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
-Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene la galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
VJ-23X dijo:
-Como problema paralelo está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.
-Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.
-La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.
-De acuerdo, pero aun con una eficiencia de un cien por ciento, solo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.
-Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.
-¿O con calor disipado? -preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
-Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a Galáctica AC.
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.
-No me faltan ganas -dijo-. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.
Miró sombríamente su pequeño contacto AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la humanidad y, a su vez era parte integral suya.
MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver a Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de submesones ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.
Repentinamente MQ-17J preguntó a su contacto AC:
-¿Es posible revertir la entropía?
VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:
-Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.
-¿Por qué no?
-Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.
-¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J.
El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto AC en el escritorio. Dijo:
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
VJ-23X dijo:
-¡Ves!
Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.
*
La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad… una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.
¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero,¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.
Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.
-Soy Zee Prime. ¿Y tú?
-Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
-Solo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
-Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?
-Porque todas las galaxias son iguales.
-No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.
Zee Prime dijo:
-¿En cuál?
-No sabría decirte. La Universal AC debe de estar enterada.
-¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.
Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado, vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.
Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
-¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?
La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.
Zee Prime solo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y solo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
-¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? -había preguntado Zee Prime.
-La mayor parte -fue la respuesta- está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.
Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día –y eso Zee Prime lo sabía- en que algún hombre tuvo parte en construir la Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.
La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.
Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
ESTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:
-¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
La Universal AC respondió:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.
-¿Los hombres que la habitaban murieron? -preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.
La Universal AC respondió:
COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO A TIEMPO.
– Sí, por supuesto -dijo Zee Prime, pero aun así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos.
No quería volver a verla.
Dee Sub Wun dijo:
-¿Qué sucede?
-Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.
-Todas deben morir. ¿Por qué no?
-Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.
-Llevará billones de años.
-No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?
Dee Sub Wun dijo, divertido:
-¿Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.
Y la Universal AC respondió:
TODAVÍA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.
Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.
*
El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
-El Universo está muriendo.
El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.
Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también estas llegarían a su fin.
El Hombre dijo:
-Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC, la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de años. Pero aun así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.
El Hombre dijo:
-¿Es posible revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC.
La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía un sentido comprensible para el Hombre.
-Cósmica AC -dijo el Hombre- ¿cómo puede revertirse la entropía?
La Cósmica AC dijo:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
El Hombre ordenó:
-Recoge datos adicionales.
La Cósmica AC dijo:
LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
-¿Llegará el momento -preguntó el Hombre- en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
La Cósmica AC dijo:
NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.
El Hombre preguntó:
-¿Cuándo tendrás suficientes datos para responder a la pregunta?
La Cósmica AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
-¿Seguirás trabajando en esto? -preguntó el Hombre.
La Cósmica AC respondió:
SÍ.
El Hombre dijo:
-Esperaremos.
*
Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste. Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia. La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que solo incluía la borra de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
-AC, ¿es este el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
La última mente del Hombre se fusionó y solo AC existió en el hiperespacio.
*
La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.
Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.
Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.
Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.
Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.
Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta -por demostración- se ocuparía de eso también.
Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.
Cuidadosamente, AC organizó el programa.
La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el Caos. Debía hacerse paso a paso.
Y AC dijo:
¡HÁGASE LA LUZ!
Y la luz se hizo…
FIN

“The Last Question”, 1956