martes, 18 de diciembre de 2018

tabú - Enrique Anderson Imbert

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
—¿Zangolotino? —pregunta Fabián azorado.
Y muere.

Alberto García-Teresa

Huyendo


Salió de la ciudad de madrugada, dejando tras de sí familia, amigos y una prometedora carrera como trititero ambulante. Montó su caballo enloquecidamente, día y noche, bajo el sol o la lluvia. Cabalgó y cabalgó hasta abandonarlo exhausto y, aún así, continuó cabalgando. Cuando llegó al fin del mundo, resopló, echó la vista atrás y comprobó horrorizado que, después de todo, su sombra aún le seguía.






Posguerra 

Cuidaba al cuco del reloj del salón con mimo. Escamoteaba el mejor alpiste para él, le llevaba agua fresca de la fuente y limpiaba su cajita con esmero y dedicación. Sin embargo, el hambre acuciaba, y un día no tuvo más remedio que echarlo a hervir al puchero.

La herencia - Leon Tolstoi

Un hombre tenía dos hijos.
—Cuando muera, lo partiréis todo a medias —les dijo en una ocasión.
El padre se murió y los hijos comenzaron a discutir sobre la herencia.
Finalmente, le pidieron a un vecino que les aconsejara, y este les preguntó:
—¿Cómo dijo vuestro padre que dividierais la herencia?
Los hermanos contestaron:
—Nos recomendó que la partiéramos a medias.
—Entonces —dijo el vecino—, cortad en dos los trajes, romped la vajilla por la mitad, y partid en dos cada cabeza de ganado.
Los hermanos siguieron el consejo del vecino y se quedaron sin nada.

Sueño triangular Fernando Pessoa

La luz se había tornado de un amarillo exageradamente lento, de un amarillo sucio de lividez. Habían crecido los intervalos entre las cosas, y los sonidos, mas espaciados de una manera nueva, se producían inconexamente. Cuando se oían, terminaban de repente, como cortados. El calor, que parecía haber aumentado, parecía estar, siendo calor, frío. Por la leve rendija de las contraventanas se veía la actitud de exagerada expectativa del único árbol visible. El silencio le había entrado con el color. En la atmósfera se habían cerrado pétalos. Y en la propia composición del espacio una interrelación diferente de algo como planos había alterado y roto el modo como los sueños, las luces y los colores usan la extensión.

Desiste - Franz Kafka

Todavía era muy temprano, las calles estaban limpias y vacías; yo iba hacia la estación. Al comparar el reloj de una torre con el mío, vi que era mucho más tarde de lo que pensaba, no tenía tiempo que perder.
El susto provocado por este descubrimiento me hizo dudar del camino, todavía no estaba muy a gusto en esta ciudad. Felizmente había un policía por allí cerca, corrí hacia él y le pregunté, ahogado, por el camino. Él sonrió y dijo:
—¿Y es a mí al que vienes a preguntar por el camino?
—Sí —respondí yo—, porque no soy capaz de encontrarlo solo.
—Desiste, desiste —dijo él y giró sobre sí mismo con un movimiento largo y brusco, como el que realizan las personas que desean quedarse a solas con su sonrisa.

Un timo - Antón Chéjov





En la vieja Inglaterra, los delincuentes condenados a muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma lo legaban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, preso por un crimen horrible, llamó a la cárcel a un médico y, tras regatear hasta el hartazgo, le vendió su propio cuerpo por dos guineas. Pero al recibir el dinero, de pronto, empezó a reírse a carcajadas.
—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.
—¡Usted me compró el cuerpo creyendo que yo iba a ser colgado —dijo el delincuente sin parar de reír—, pero yo lo timé! ¡Voy a ser quemado!

El francotirador Antonio Macchia

El relato ganador: "El francotirador"
Todos los días, mientras esperaba el ómnibus, un niño me apuntaba desde un balcón con el dedo, y gatillaba como un rito su arma imaginaria, gritándome “¡bang, bang!”. Un día, solo por seguirle el rutinario juego, también yo le apunté con mi dedo, gritándole “¡bang, bang!”. El niño cayó a la calle como fulminado. Salí corriendo hacia él, y vi que entreabría sus ojitos y me miraba aturdido. Desesperado le dije “pero yo solo repetí lo mismo que tú me hacías a mí”. Entonces me respondió compungido: “sí señor, pero yo no tiraba a matar”

El suicidio de Dios - Antonio Cebrián

Harto de vagar solo durante una eternidad, Dios decidió quitarse la vida.
—¡Hágase la nada absoluta! —gritó.
Pero la orden no pudo cumplirse. A medida que menguaba su infinita magnitud camino de la desaparición, el poder de su mandato también lo hacía y el proceso se detuvo en el punto medio.
—¡Hágase la nada absoluta! —gritó de nuevo.
Y volvió a reducirse a la mitad.
Dio la orden una y otra vez y fue mermando por mitades hasta hacerse infinitamente pequeño.
Cuando alcanzó un tamaño tan diminuto que rebasó lo tolerable para el propio concepto de “existencia”, un último pensamiento cruzó por su mente en el instante mismo de la desaparición y toda la energía que aún quedaba en su interior quedó abandonada a su suerte en un punto indefinido en medio de la nada.
Había comenzado el Big Bang.

Adolfo Bioy Casares (mini)


La cocinera

La cocinera dijo que no se casó porque no tuvo tiempo. Cuando era joven trabajaba con una familia que le permitía salir dos horas cada quince días. Esas dos horas las empleaba en ir en el tranvía 38, hasta la casa de unos parientes, a ver si habían llegado cartas de España, y volver en el tranvía 38.


La salvación


Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" —sin duda estaba pensando el tirano— "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría.
—Por humildes que sean —dijo indicando al pájaro— hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros.

Desconfianza (Alejandra Pizarnik)



Desconfianza


Mamá nos hablaba de un blanco bosque de Rusia...
—Y hacíamos hombrecitos de nieve y les poníamos sombreros que robábamos al bisabuelo...
Yo la miraba con desconfianza. ¿Qué era la nieve? ¿Para qué hacían hombrecitos? Y ante todo, ¿qué significaba un bisabuelo?

Arthur Conan Doyle

Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Cuesta Abajo



Adelanto primer capítulo de Cuesta Abajo.

Aquel que encuentre
la mentira que necesita
la multitud,
será el rey del mundo.

Roberto Arlt, Los Siete Locos.

El secuestro

El escenario donde transcurre esta historia es el barrio porteño de La Boca.

Este hecho ocurrió un caluroso viernes de enero cerca del amanecer. No corría una gota de viento y el riachuelo estaba cubierto de una delgada nube densa y pestilente.

La historia tiene una imagen primera: el cuerpo de una joven flotando al costado de una barcaza, hinchado y mutilado, acorralado de botellas de plástico y basura dando vueltas en las aguas turbias y pesadas del riachuelo. Este hecho fue un comienzo, también, porque por azar o descuido yo estaba ahí, borracho, mirando la salida del sol, sentado sobre un amarre de la dársena en el borde del río con una cerveza en una mano y en la otra un telegrama de despido; pero de esto hablaremos cuando sea necesario, más adelante, en algún otro momento, no cuando yo quiera, sino cuando esta historia así lo pida.

Considero que determinados hechos, por el momento, no pueden decirse sin la descripción poco simétrica, pero seguramente honesta, de cómo las cosas sucedieron, contra todo pronóstico, confusas, traicioneras e invisibles. Ahora, recién ahora, me doy cuenta de que nada es lo que parece. Al menos, si los crímenes quedasen sin castigo, no voy a desaparecer sin antes advertir su morfología infame, sin haber dejado constancia de su artilugio, su crueldad y su patetismo.

Me encuentro en un pequeño departamento, humilde y agradable; no me falta nada. Mi nombre es Agustín, si sirve de algo mencionarlo. Tengo casi setenta años y una acumulación de derroteros de los cuales me hago cargo solo de una cuarta parte. Toda historia comienza con un hecho, aunque para mí este hecho no sea nada más que un resultado, una consecuencia difusa de los impunes movimientos de un monstruo que tiene la forma especular de la hipocresía y la traición.

En este punto urbano con el lejano y melancólico recuerdo de un pasado pintoresco, conviven ahora muchas clases sociales; pero el abanico más amplio pertenece a una vasta lista de personajes, historias y secretos que el tiempo ha depositado, lentamente, entre las paredes de chapa de los conventillos. Ya no es el espíritu del inmigrante el que respira el barrio, sino el silencio secundario de un tugurio, la resaca clandestina de un destierro o el abrumado encuentro entre la pobreza y la soledad famélica de alguna necesidad primaria.
En algún momento, La Boca vivió a sus anchas degustando los placeres de ser una parte importante de la gran Capital Federal: un centro comercial, veredas sanas, cines, un barrio con espíritu de capital. Ahora, todo estaba erosionado. Ya no eran las aguas cenagosas del río, sino la proximidad con el Polo Petroquímico ubicado en la otra ribera, del lado de la provincia de Buenos Aires, a un kilómetro y medio de distancia, más o menos. Ahora, provincia y capital estaban separadas por un delicado cordón tumefacto llamado Riachuelo. 
Cuando los vientos soplan del sudeste, arrastran los gases que las destilerías emanan desde sus enormes chimeneas. Los tóxicos llegan en forma invisible, constantes, sembrando día a día la zona de un peligro latente. Aparecen cánceres, afecciones respiratorias y problemas epidérmicos de todo tipo. Parte de los desechos van por aire y otra parte termina en las aguas del Río de la Plata a través de las tuberías. Cuando alguna destilería reviente y gran parte de Capital Federal se vea afectada, los habitantes de La Boca serán los primeros perjudicados, porque es por este barrio por donde primero pasará, de manera fulminante, la muerte convertida en un cóctel de químicos descontrolados.
Por Caminito (lugar de tránsito turístico del gringaje, que llega desde la mañana en pequeños y grandes ómnibus con el tiempo de consumo contado, dejándose estafar contentos por artificios de algún malandrín chamuyero y rápido de manos) Catalina, hasta hace unos meses, trabajaba soltando algún que otro paso milonguero. Lo hacía realmente bien, tenía un par de bares arreglados con un amigo que le secundaba esa milonga ajustada a un repertorio de temas más o menos conocidos.

Pero yo tuve la desgracia de conocerla flotando sin vida en el Riachuelo, toda deformada y ausente de sus curvas. Yacía su cuerpo impertérrito y más silenciosas e inmutables aún eran las huellas de su muerte. Nadie hablaba del asunto, por cábala tal vez, simple desconfianza. Catalina era una bailarina de milongas y algún que otro tango clásico. Hermosa, joven, desenfadada. Ganaba aplausos, piropos y alguna sobrevaluada moneda extranjera con invitaciones prometedoras al dorso del souvenir que ofrecían multiplicar sus propinas en alguna noche pasajera. Catalina, la hija del Chino Benítez, la morocha más cotizada de la zona, tenía solo diecinueve años.
Antes de seguir hablando de Catalina me interesaría contarles algo acerca del Chino, mezcla adulterada de puntero político, barra brava, traficante de influencias y pequeñas cantidades de droga, esquivo al trabajo, definido defensor de los insultos, las riñas callejeras y el sexo con menores.
Tuve el agrado o el traspié de conocer al Chino como se conoce la vida, casi por descuido. Desde aquel día en que descubrí los restos de Catalina, una duda premonitoria me sacudió al percibir el desinterés en el accionar temeroso con el que la policía sobrellevó el caso. Más allá, a lo lejos, sentado en los escalones de la entrada al puente Nicolás Avellaneda, un hombre miraba la escena. Tenía los pelos revueltos y le colgaba una botella en la mano, que cada tanto se llevaba a la boca. Ese era el Chino Benítez. No sé si fue intuición o simplemente curiosidad lo que me llevo hasta él. Cuando me di cuenta, ya me encontraba a su lado y, entre trago y trago, echó la confesión esquivando lágrimas de que el cuerpo encontrado era el de su hija. 
A la semana y media fuimos hasta un bar, bebimos y charlamos largas horas, comenzando así una pequeña amistad que duró días, semanas y meses. Mi memoria se obstina en tener una idea clara del paso del tiempo que sentencia inoportuno al universo. Misteriosamente, lo perdí de vista; meses más tarde, la fatalidad nos volvió a cruzar. 
Tenía HIV. Confesaba, con la convicción de un evangelista en ruinas, que no iba a morir de eso, que todo estaba en la cabeza, que era, esto de la enfermedad, una gran mentira pensada para que se muriesen los débiles y raquíticos, para que quedasen los fuertes, la gente que no se cae por cualquier cosa. Que no anda con mariconadas, que acepta la vida así tal cual es, como le vino dada y como se la van a quitar. Esas personas, decía el Chino, son conscientes de su destino, y así, de esta manera, todo es más fácil, se anda con menos culpa y se aprende a contentarse con lo que se consigue.
La carga viral de Benítez en su último chequeo en el hospital era alta, cualquier paciente estaría al borde del patatús El, en cambio, estaba perfecto, bebiéndose sus tres botellas de vino por la noche, tomando cocaína y fumando un par de atados.
Quién diría que la vida se convertiría, de aquí en más, en un calvario, en un remolino ilógico de acontecimientos. Para Benítez también era de tal manera: lo perseguía una deuda, un hijo que había aparecido recientemente, la presión de los dirigentes del club por la muerte de un hincha en un partido, hecho que lo hizo caer en la mira de la policía, y la salud de su madre, delicada y efímera como esa relación que los unía y ahora arrastraba hacia una pendiente solitaria y fría.
En algún momento, Benítez me había contado algo. Nos vimos en un bar. Estaba destruido por la ausencia de su hija. Me hablaba con los ojos puestos en ningún lado:
—Esto pasó a fines de diciembre, uno de esos días calurosos y húmedos en los que el barrio apesta, es un infierno. Estaba borracho, había tomado demasiada cerveza en la cantina con unos amigos. Después, cuando se acabó la cerveza, alguien dijo que tenía una caja de botellas de ron. Fue hasta su casa y volvió, puso la caja sobre la mesa y pidió vasos al cantinero, que cerró las puertas y se acercó a la mesa. Felipe se metió la mano en las medias y tiró sobre la mesa diez gramos de merca, una piedra redonda, un tubo boliviano. La noche empezó así. En días como esos terminas medio trastocado. A eso de las diez de la mañana, fui para casa-. 
Los gestos de Benitez se precipitaron tristes. A medida que su relato avanzaba su cara se iba modificando hacia un cóctel de gesticulaciones que podían rozar la melancolía, palabra que seguramente el Chino no conocía. Tomó aire por la nariz y miróhacia un costado con un enfado repentino y seco, como quien se anoticia por una tragedia injusta. 
-Yo sabía que Catalina se había ido temprano a lo de una amiga. Entré como pude, tomé agua y me tiré en la cama así como venía; todo me daba vueltas. Las ventanas estaban cerradas, pero detrás de la puerta alguien apareció fumando un cigarro. No decía nada, sólo me miraba. Le pregunté si sabía quién era yo para aparecerse de esa forma. No dijo nada, fumaba y me miraba quieto desde la oscuridad. En un momento dio un paso hacia delante y un rayo de sol que entraba por la persiana rota le pegó en la cara. Nunca vi nada igual. No eran cicatrices, era otra cosa, algo como de él, como si fuese de otra especie-
En cuestión de segundos, pocos, un par tal vez, cambió hasta la postura de su cuerpo sobre esta parte de su confesión. Se puso recto, sus puños se cerraron y los ojos tomaron la forma de la sorpresa, cerrando, apenas, uno más que el otro.
-No jodo, en serio, no sé cómo explicarlo; lo único que recuerdo es que se acercó a la cama, yo le tiré una trompada y él hizo un movimiento y esquivó la piña sin mirarme, sacó un papel de su bolsillo y lo dejó en la mesa de luz, me miró por última vez y me dijo: “Si no venís, son boleta, vos y tu hija”, y se fue-.
De cualquier manera, Benítez tenía sus relaciones. Un viejo amigo que se dedicaba a asuntos inmobiliarios estaba manejando la inteligencia de dos bandas que depositaban cocaína en la isla. Roque Velázquez era su nombre y tendría unos sesenta años. El tiempo no lo había tratado mal, sólo que al caer la noche padecía de cierta languidez rayana en la tristeza que ahogaba en caña y ginebra. Era bastante corpulento, de cuello grueso como un toro, mirada ceñida, labios finos y nerviosos, una frente chiquita y un bigote trabajado y obsesivo. 
En algún momento de su vida se había dedicado al boxeo, por eso esa nariz chata y austera. ¿Cuál era su trabajo? Difícil es precisarlo, de alguna forma sabía todos los movimientos de la policía, conocía a los encargados de las empresas que tenían sus galpones, manejaba a la pequeña mafia barrial. En fin, era un verdadero profesional, alguien a quien se podía dejar la muerte en las manos.
Roque había sido el hermano menor de cinco hermanas, el benjamín resignado de una familia humilde. A diferencia de la hipótesis común sobre el destino psicológico de cualquier persona que crece entre ese universo femenino. Fue padre de sí mismo. Su propio padre lo sabía, el miedo siempre había sido la futura homosexualidad de su hijo, el amaneramiento inevitable de sus gestos, la conversión final de sus rasgos en un posible travestismo. Con el correr del tiempo, demostró una masculinidad sinceramente imprevista, que era quizá una necesidad inconsciente de congraciarse con su padre y demostrar su conducta cada día en medio de ese matriarcado eventual. El boxeo a los dieciocho años lo consagró como ícono de virilidad masculina en la zona. Empezó su carrera en un pequeño club de barrio, se batió en cada callejón y esquina donde pudiera, se hizo amigo de los peores, y los mejores lo bancaban con guita. A los veinte, como era de esperarse, entró en la droga. La merca es así. Una línea, de a poco, que parece como si nada, hasta que todo comienza a irse de los carriles y cuando te querés acordar estás hasta las pelotas, sin un peso y vendiendo el alma para no pasar la noche sin ese polvo blanco. 
Así empezó su carrera, así fue que se convirtió en guardaespaldas de muchos menos de sí mismo. Así fue compañero de Benítez en mil infiernos. Así decidió jugar una noche a una suerte de ruleta rusa que Benítez quiso improvisar. Tenían unos cuarenta años. La idea: cogerse a una puta con sida y ver quién se lo pescaba. Era la amistad y, en esos pequeños suicidios, la manera de afianzarla. 
Es absurdo estar presenciando esta arena, carpa o coliseo sin fraternizar o amigarse, mirando todo sin intervenir, ahí, desde lejos, los días callejeros de orfandad compartida, las veredas que se convierten en piel, la piel descuidada de esa ternura que se convierte en ternura inexplicable y que se calma con el olor a noche. Otra vez, noche querida pero ausente y verdugo. Otra vez, noche descuidada que abre grietas imperceptibles debajo de tus pies, de los míos y de todas las historias, las de Benitez, las de Roque, todas, pero todas, merecen que las cuente a lo largo de este sueño que dejó de ser vida, que no es más que la confesión de alguien que no sabe morir, que creyó estar a salvo de la locura, pero que cayó como un tonto en la promesa ingrávida, promesa final, de no abandonarse a sí mismo.

Después de esta visita, Benítez creo que siguió las indicaciones que había en el papel. La cita que le habían marcado era en la Isla Maciel, ese pedazo de tierra que se encuentra frente a La Boca. La otra ribera, el origen gris y marginal de la provincia, el reducto histórico del malandraje, la madriguera huérfana de meretrices y travestis. En síntesis, un pequeño antro sin fronteras claras a simple vista, pero traicionero en sus bordes como una tela de araña.

Estaba por oscurecer, la hora se acercaba, el lugar era un viejo depósito abandonado pegado al río, solitario. El trato era que Benítez estuviera en el lugar indicado y Roque le cuidara las espaldas desde las ventanas escondidas de una vieja casa de chapa. Los últimos colores del atardecer se hacían cada vez más sombríos y cada vez más presentes las pocas luces de la zona. Benítez esperaba quieto y ansioso mirando cada tanto la escena de ese atardecer negro para los costados. Se escuchó un motor de lancha, el río estaba despejado, sigiloso. 
El rumor concibió un rosario de pasmosos augurios para Benítez. Asomaba un lanchón, venía avanzando desde un brazo que comunica una dársena con la cuenca viciada del Riachuelo, con tres hombres sentados en la cubierta. Benítez tuvo la sensación del frío que recorre la espalda como el filo de un cuchillo. Esa sensación que demora el mundo en los segundos, y los segundos se quedan crudos, terribles, tras los ojos gastados como lijas invisibles. Tan invisibles que ni siquiera se dan cuenta de que el tiempo no tiene ojos y, sin embargo, ve las cosas desde sus entrañas.
La lancha atracó y los tres hombres bajaron. Uno se quedó parado al borde del río mientras los otros caminaban despacio hacia Benítez. Uno de ellos traía un arma en la mano; el otro, un bolso de cuero negro con un pañuelo rojo atado. 
Benítez intuyó lo peor: algo de ese bolso le resultaba familiar. Cuando los hombres se pararon a un par de metros de distancia y arrojaron el bolso a sus pies, Velásquez, agazapado, tropezó con una silla y tiró un par de latas de pintura que golpearon contra la pared de chapa haciendo un ruido que se escuchó en el silencio de la tarde entrada ya en noche. Uno de los hombres, el de la pistola, casi sin sorpresa, sin esfuerzo, con un movimiento decidido y lento, levantó el arma, apuntó con precisión a las chapas e hizo fuego. La bala perforó la rodilla de Velásquez que cayó seco en el piso sujetándose la pierna e intentando no hacer ni un ruido más. El hombre del arma levantó su rostro, como sintiendo los ruidos imperceptibles en el aire pesado de la dársena. Sin mucho esfuerzo movió la pistola por debajo y apretó el gatillo otra vez, como sí supiera. La bala cruzó como un viento filoso cerca de las caderas del Chino, atravezó una delgada chapa que protegía a Velásquez y le perforó el cráneo. Benítez miró el bolso en el piso y preguntó:
— ¿Dónde carajo está mi hija?
—Bien.
— ¡Pregunté dónde!
—Bien.
— ¿Qué quieren?
El hombre que cargaba el bolso sacó de su bolsillo una foto y un papel, se lo extendió a Benítez, y le dijo:
—Sin preguntas. Aparte de la vida de su hija, elija usted la cantidad de dinero.
Benítez sin entender tomó la foto y el papel, los revisó con detenimiento y habló:
—No soy un asesino a sueldo.
—Nosotros tampoco, pero ahora Catalina depende de usted.
— ¡Hijos de puta!
—En un mes, en este mismo lugar, a esta hora.
Los hombres saludaron con un gesto enfático y caminaron hacia la lancha sin dar vuelta la vista.
No recuerdo con exactitud cuántas veces más encontré al Chino después de haberme relatado lo sucedido esa tarde en la Isla Maciel, pero de algo creo estar seguro: su ausencia y la muerte de su hija hicieron que esta percepción de pavor o miedo se prolongue alentando mi curiosidad hacia un laberinto entreverado.

martes, 23 de octubre de 2018

Hebe Uhart


Yendo de la cama a casa
Hebe Uhart siguió escribiendo hasta pocos días antes de su muerte, sucedida la semana pasada. Este texto que se publica aquí fue escrito en un cuaderno durante una internación el pasado mes de agosto. Luego ella lo pasó a máquina y les pidió a sus alumnos del taller literario que lo escaneen. A partir de ahí se compartió entre los talleristas, los amigos, los cercanos. En este texto, Uhart, fiel a su estilo cotidiano, sutil y humorístico, traza un retrato de la vida hospitalaria que transcurre entre una dosis de realismo mechada por no pocas pinceladas de absurdo.
Por Hebe Uhart

(Imagen: Nora Lezano)

Estoy internada en una sala de terapia intensiva, estoy en un sanatorio chico. Las camas están contra la pared llenas de aparatos que suenan todo el día, hay dos que dialogan, “dum, dum” y el otro contesta “Piff”. Por el pasillo central que pasa frente a mi cama, como si fuera una calle, pasa cualquier cantidad de gente: residentes colombianos, varones y chicas, kinesiólogos, radiólogos, repositores de mercadería de hospital, psicólogos, gente de la limpieza, otros que no recuerdo. En la cocina los enfermeros pican algo con energía y yo me hago la ilusión de que pican remolacha y cebolla, vana ilusión, el ruido es a vidrio molido. Muchas veces no ponen biombo cuando un paciente está con la chata o cambiándose los pañales y una vez me pasó que estaba cambiándome el pañal sin biombo, y justo enfrente tenía a un residente colombiano utilizando la computadora, mientras una multitud pasaba por esa calle. Ese pasillo se parecía a un cuadro del Bosco donde aparece el loco de la carretilla, otro tiene un chancho atado, más allá bailan. Yo pensaba, este lugar parece en antón pirulero o “con el culo al aire y sin careta”.

La sala es mixta de modo que hay pacientes varones y mujeres en las camas, y a una la puede bañar un enfermero varón, por ejemplo José, que me bañaba de noche con mucha suavidad, mejor que la enfermera María, me parece que ella me tenía bronca. Una vez empujé una almohada porque hacía ejercicios para fortalecer los pies en la cama y me dijo, de mal modo:



–Tiraste la almohada

Y yo, como los chicos dije:

–¿Y ahora, qué hice? Se me cayó.

A ella no le gustaba que yo estirase las piernas dentro de la cama, como si fuese un hecho antiestético y malo. Creo que tenía un pensamiento platónico: lo que es feo de ver, es a la vez malo. 

Yo pensaba que dentro de mi cama podía hacer lo que quisiera, pero se ve que no. Mi cama era mi patria, mi identidad, yo le llamaba frontera al espacio cercano donde estaba la mesita.

Un día la enfermera María se dulcificó y me preguntó si yo iba a bailar cuando era joven. Le dije que sí, pero pasó tanto tiempo... Me preguntó:

–¿Qué música te gusta? ¿Te gusta Vicentico?

–Sí, cómo no, y también Calamaro.

Ella conocía a Calamaro y le gustaba. Yo, que no sé nada de rock nacional me sentí orgullosa de haber coincidido con María, así le dejaba una mejor imagen mía.

Se escuchan gritos de uno que se llama Juan, le rocían la espalda con un aparatito. Hace un escándalo bien grande, a mí me parece que no vale la pena gritar tanto por esa pavada, pero a lo mejor le duele. Grita: “¡Noo, eso no se le hace a una persona, son muy mala gente, los voy a denunciar, ya van a ver, van a ver lo que les va a pasar!”

La enfermera le dice:

–Calmate, Juan. 

Cuando terminan de rociarle la espalda, Juan cambia el tono de voz completamente, le habla en tono amistoso.

A unos pasos de mi cama (no sé cómo llegué a verlos porque todavía no caminaba con autonomía) hay unos seres que están como echados, no emiten ningún sonido, salvo una señora que se queja muy suavemente y después lanza una carcajada. Cuando llegué yo escuchaba que la enfermera decía, “Maxu, mi amor, arriba, ¿qué dice Evangelina, está contenta?”. Y yo pensaba: “Entraron nenes”, y no, eran las enfermeras que trataban así, como si fueran nenes, a esos seres que estaban durmiendo.

Vino a visitarme una alumna con la que tengo confianza desde hace muchos años y le dije que me daba vergüenza que me vieran con el culo al aire y sin careta. Coca me dijo, sentenciosamente:

–Hebe, todos tenemos culo.

Es una verdad socrática, que corresponde al momento en que Sócrates buscaba consenso absoluto antes de seguir avanzando.

Efectivamente, Sócrates, todos tenemos culo.

Andrea, la enfermera, le dice a un paciente mudo que tiene la cara color caoba, parece una cara de madera, “Ahora nos vamos a sacar toda esa barba, sos mi náufrago”. No hay respuesta y le vuelve a hablar: “Cumplí nueve años de madre de hijo”. Silencio en la noche.

La psicóloga Marcelina viene todos los días a charlar conmigo una media hora. Es de facciones suaves y es hermosa, con una belleza que no se capta de entrada porque predomina en ella como un abandono de sí, ningún control en sus ojos azul claro, ninguna mirada pinchuda. Su marido la debe amar en silencio. Los médicos residentes son en su mayoría colombianos y por el pasillo que está frente a mi cama pasa constantemente el médico José, es un hombre de escaso tamaño pero grande es la extensión de su marcha. Recorre todo el piso con su paso de viejito (andará por los treinta y pocos). Nada lo asombra. Lo he visto computar largo y tendido frente a mi cama mientras yo hacia gimnasia con pantalones colorados. Es como si recorriera el piso con pasión científica llevando carpetas de historias clínicas de aquí para allá. Se peina raro, un chufa triangular sale de su cabeza maya. Seguro que es de la etnia maya. No hace amistad con nadie. Está casado con una médica colombiana muy seria y chiquita como él. No lo imaginaba casado, una persona casada se vuelve más flexible, cambia el tranco, varía. Él no parece tener más ilusión que ser herramienta de la ciencia, retiene con fuerza contra su pecho su preciosa carga de carpetas, a la altura del corazón. Se acerca a los otros médicos colombianos que apenas las miran y las dejan en un sofá o por ahí, como diciendo “Lista esta mierda”. Ellos no aprecian la devoción de José, le recriminan cosas, y después se van a hacer chistes con Ervin, un enfermero que se pasa la tarde divirtiéndose. Una vez estábamos Ervin, Marcela, su compañera de turno que siempre lo anda buscando porque él se va a hacer chistes a otra sala. Estabamos Ervin, Marcela con sus botitas diminutas de gnomo, el kinesiólogo, JuHo y yo. Y se armó un debate con relación al lenguaje que se usa ahora, “Elles” “Nosotres”. Julio me preguntó:

–¿Qué te parece el uso de “Elles”?

Como para muchas otras cosas, ni tengo respuesta, mas bien no me suena a nada pero para no parecer retrógrada o poco informada, digo:

–Es muy nuevo

Ervin dice:

–Habiendo tantas cosas importantes para ocuparse mirá que pensar en esa pavada.

Pero Marcela, con sus botas de gnomo dijo:

–Y acá somos cuatro en este conjunto, dos y dos, y no podríamos decir “Nosotras” porque vale “nosotros”, lo hicieron valer los hombres.

Al kinesiólogo Aldo le gustan otros oficios que no son el suyo, siempre está presente cuando los médicos hacen la ronda de pacientes, es aprendiz de cosas nuevas.
Los principios y los pañales

Las enfermeras muy principistas son personas drásticas que ajustan mucho los pañales y no me permiten caminar si no está el kinesiólogo. Yo puedo caminar un poquito nomás, con un cable de oxígeno. Siempre dentro de la sala, voy visitando a cada uno de los internados. A uno que esta mas allá del bien y del mal, la enfermera le dice:

–Juan ¡tosé en forma más elegante!

A otro le dijeron:

–Vos tenés las venas muy marquetineras, pura pinta y no se dejan pinchar.

Cerca de mí hay una mujer que tiene la cabeza ladeada, su cabeza es como autonómica. Le están haciendo un electro, dice “iAy, me duele!” y la enfermera le dice: “Doblá la cabeza, basta, ya está, tenés mugre desde que te bañaron las monjas en el hogar”.

–Enfermera, me voy a caer.

–En la limpieza vas a caer. Abrí la boca, no seas tan renegada.

Esa enferma tiene su cabeza hacia la derecha y se la quieren enderezar pero me parece que a ella le da lo mismo el mundo visto de costado que de frente. No hay coherencia en las observaciones de las enfermeras, pueden decir “Te tengo que Iimpiar la lengua que está toda verde” o “Abrí la boca, no seas tan mentirosa”, y a continuación le dice “Estás preciosa” .

Estoy leyendo mientras veo y escucho todo esto Biografías de hombres ilustres. Carlomagno, Goethe. Está escrito por Thomas de Quincey. Aunque en teoría pienso que la vida de Goethe fue interesante, siempre me aburrió leer su vida. Thomas de Quincey dice en su biografía: “No existe una forma mas triste de deslealtad que la que cuestiona los atributos morales del gran ser en cuyas manos se encuentra el destino moral de todos nosotros”. 
Hagan algo

Hay personas que cuando ven inconvenientes o inacción a su alrededor dicen: “Hagan algo”. Antes yo repudiaba ese pensamiento pero cuando estuve confinada en mi cama todo el dia, lo entendí. Uno en una cama de hospital se convierte en un tirano incomprendido, que quiere que le alcancen los anteojos que se le cayeron, que alguien retire los restos del desayuno, que alguien me alcance la crema (para hacer algo), que me Ileven de la mano a alguna parte, que me tapen el pie que se me destapó y me queda lejos, que venga alguien a conversar sobre política nacional e internacional, o sobre cualquier cosa. Yo debo ser una tirana pero me conviene ser una tirana astuta, o sea que si está cerca la enfermera debo pedirle dos o tres cosas juntas pero no al mismo tiempo, con calma y mesura. Si de entrada digo quiero esto, esto y lo otro le parece mucho pedir. Aparte me volví un poquito nazi, porque las enfermeras curan primero a esas personas que son como plantas, no responden o apenas lo hacen, y yo estoy bien, cuando tardaba la enfermera en venir y estaba atendiéndolos a ellos, yo sentia que tenía mas derechos que ellos. No me dejaban parar sin permiso, temen una caida. La cama estaba bloqueada por dos puertas, para desbloquearla necesitaba que venga la enfermera. Una tarde pasó el doctor Angel, colombiano, tiene grandes ojos oscuros y pícaros, tiene una voz que avanza a borbotones que parece brotar de un lugar mas profundo que la garganta, viene a ser como una voz de la selva, muy agradable. Hablamos de política nacional e internacional.

Mucho tiempo uno pasa allí esperando. Que venga la comida, que venga la visita, que pase la hora, uno mira por décima vez la hora en el celular. Todo gira alrededor de un mundo limitado, repetido, de corto alcance. Me hace acordar ese mundo al de la sibila Cumana y el brujo Titonio, parece que pidieron a los dioses larga vida pero se olvidaron de pedir eterna juventud. Entonces cada uno da vueltas cortas alrededor de si mismos, haciendo siempre las mismas pavadas.

Yo estaba esperando ansiosamente a la neumonóloga. No la conocía, hablaban de ella como si pudiese aparecer a cualquier hora del día o de la noche. Me prepararon para su visita sin comer en todo el dia, y a las siete de la tarde cayó como una tromba. Tenía la potencia de una locomotora y los movimientos de una maga, en dos segundos embutió su pelo de ondas gruesas como Iianas en una gorra vieja. Empezó a explicar de aquí para allá, se puso a escribir en un pizarrón cercano y en dos segundos tenía a tres discípulos rodeándola, les explicaba algo a toda velocidad, a los tres al mismo tiempo. Todo eso tenía algo de puesta teatral. Me dio a tomar dos remedios de un sabor inconcebible y por la nariz me puso una sonda que lIegaba hasta los pulmones. Yo tenía la garganta dormida y no sentí nada. Ella me dijo que yo era muy valiente, yo más bien quería saber si todo estaba en orden en mis pulmones. No le pregunté nada sobre los pulmones, después de todo, ser valiente era una cosa buena.
Cambio de sala

Todo el tiempo que estuve en terapia intensiva me lo pasaba pensando en el baño, dónde estaría. Pensaba en el baño como si se tratara de Londres o París y ahora que me cambiaron a terapia intermedia, cerca de mí hay un cartel que dice “Salida” y ahí está el baño, una gran felicidad. Sentí que me ascendieron de categoría y además empecé a caminar por un pasillo exterior, con varios metros de cable. Podía hablar con las personas que andaban por el pasillo, lIegaba hasta la cocina y le preguntaba a la cocinera qué había para comer ese día. 

Esta sala de terapia intermedia por una parte era mejor que la otra, y por otra, peor. Era mejor porque en esta había gente que gritaba de dolor, que por lo menos emitía sonidos. Se ve que también lo mudaron a Juan a esa sala porque gritaba “Los voy a denunciar”. Cerca de mí lIegó una paciente que gritaba como un bicho alarmado, le ponían la sonda y la enfermera le preguntó:

–¿Hace cuánto que no comés nada?

–Dos meses.

Dijo con voz de loca. La enfermera le dijo:

–Si te sacás la sonda tengo cincuenta sondas más, vos sos jodida pero yo te gano, soy jodida y media. Mejor que te tranquilices porque se te pudre el rancho.

Esta sala es peor que la otra o me gusta menos, parece un hospital del siglo XIX, con largas cortinas blancas que cierran la mayoría de las camas. Me imagino que van a aparecer enfermeras de pollera larga hasta el suelo y cofia con volados. La sala de antes parecía un despelote por ese pasillo por el que pasaba todo el mundo, pero era un despelote del siglo XXI. A esta sala viene siempre el jefe de enfermeros, un playboy muy morocho que tiene dos hermosos pullóveres, uno rojo y uno azul. 

Cuando él está presente y yo creo que ella no lo ve, la loca Justa no hace ruidos feos, está como moderada. Cuando se va el jefe de enfermeros, ella hace ruidos de alcantarilla.

Estoy leyendo unos cuentos de Bryce Echenique, fin del 2014, de ahora, que es ya mayor. Varios Iibros de Bryce me han gustado por su uso del lenguaje, se lo siente muy libre y a veces logra expresiones felices, pero este último libro no me gustó;es como si hubiera usado unas mañas de zorro para alargar los textos, me sonó un poco forzado. Prefiero mirar a mi alrededor.
Mis vecinos de cama

Casi en el centro de Ia sala, no se por que no tiene cortinas, esta el dueño de un micro escolar, dice que el hijo le vendió el micro por 20.000 pesos y que él lo va a denunciar a Ia policía. A cada rato dice que va a ir a Ia comisaría. Se lo dice a Alfredo, que está en una cama cercana. Alfredo es menudito, prudente, si hubiera nacido en Ia selva peruana lo lIamarían “Ratón asustao”. Jamas lo escuché emitir un juicio de valor y eso que los kinesiólogos lo dejaban esperando horas antes de acompañarlo a caminar. ÉI busca palabras desconocidas en el diccionario y se entretiene. ¿Por qué no lIamará al kinesiólogo para que se fije en su persona? ¿Por que no dice nada cuando Aldo se le escapa? Dice que va a buscar un andador y tarda como si hubiera ido al lejano Oriente. ¿Creerá en Ia palabra eficaz, como en el pensamiento magico religioso? Pensará: “Si pienso mal de Aldo no me va a venir a buscar, debo mandar buenas ondas.” EI colectivero Osvaldo le cuenta a ratón asustao lo del colectivo, habla con un vozarrón de matón pero se le entiende poco, tuvo un ACV. Entonces don Alfredo chiquito y tímido le dijo:

–Y además por el valor afectivo del colectivo.

Osvaldo lo miró con cara neutra.

A Ia madrugada, como a las cuatro, nos hacían a todos un electro y Osvaldo que estaba delirando con el colectivo y Ia estafa del hijo, de repente empezó a gritar:

–iEnfermeras hijas de puta! ¿Están locas que a las cuatro me hacen un electro? ¡Chiche, Coco, vengan que me tengo que presentar en Ia comisaria, voy a poner una denuncia!

Enfermera: 

–Chiche no viene. ¿No ves que no viene?

EI día anterior yo le había dicho a Ia enfermera que me pusiera un biombo, que ese hombre me estaba mirando y yo en pañales. Ella me dijo:

–¿Cómo te vas a preocupar por un hombre que no sabe ni quién es ni por qué esta aquí?

Otra vez pasó un residente colombiano y le dijo a Osvaldo:

–Usted vocalice bien. ¿No ve que no se le entiende lo que dice?

Y una enfermera que lo escuchó dijo del médico:

–Y sí, hay que decirle tambien a él que vocalice bien.

Despues lIegó a Ia sala una señora de 96 años que se lIamaba Ogarina Pia Romana y su cama estaba ubicada justo enfrente de Ia mía. Su cabeza funcionaba muy bien y decía:

–Estoy obsesionada con Ia ropa. ¿Cómo es que mi hijo no me trajo? En mi casa tengo colchón de plumas.

Contaba que era profesora de dibujo y que dibujó hasta el año anterior; pintó el cuadro de San Martín pensativo antes de Ia batalla de Maipú. De su cabeza surgía todo el movimiento de los ejércitos. Despues Ia señora Ogarina se fue y en Ia misma cama pusieron una señora de 102 años que decía: “Estoy sorda de esta oreja y de Ia otra también”. También cantaba canciones de Alberto Castillo, esa “Siga el baile, siga el baile al compás del tamboril”. Ella discurría en la cama, hacía una especie de balance de su vida. Una vez le dijo a la enfermera:

–Curame con palabras.
La enfermera Sara

Una mañana, Sara llamó a su controlador por teléfono y le dijo:

–Señor Marini, hoy no tengo ayudante, avisó que no va a venir.

Despues se volvió hacia todos nosotros y nos dijo:

–Que nadie camine, nadie ambulante molestando.

Claro, éramos como diez pacientes para ella sola y con algunos tenía que hacer muchas cosas, darles de comer en la boca, que la sonda, que la higiene. Nos miró de nuevo y añadió:

–Y hoy no se baña nadie.

Cuando se acercó a mi cama con una pastilla, yo, creyendo que era una señora muy obediente y de comportamiento ejemplar, le dije:

–Yo ya me bañe a la madrugada

Ella me dijo:

–¿Y a mi que me importa?

Y puso unas trabas a mi cama para que no se me ocurriera caminar o alguna otra idea absurda. Eso fue cuando estaba la señora de 102 años justo enfrente de mi cama. Sara, que ya se habia dulcificado un poco se puso a hablar con la señora. Le dijo:

–¿Vos viniste de Roma?

–¿Quien sos vos?

–Soy la enfermera que te cuida quedate tranquila, descansa.

–Dame el beso de Ias buenas noches
La vuelta a casa

A mi me internó un escritor amigo, Eduardo, una tarde en que me visitó y le dije que tenía pocas fuerzas. Me dijo “¿Te parece que lIamemos a la guardia?”. Yo pensé que íbamos y volvíamos enseguida. Ahí me internaron y Eduardo también me desinternó, me acompañó hasta mi casa de vuelta. Nunca le pude tomar el punto al doctor Arenas, que autorizó mi salida. El presidía la visita a los pacientes que hacía junto a los residentes colombianos, ellos le planteaban cada caso y él escuchaba, pero parecía no importarle nada, cuando ellos hablaban él tocaba la consistencia del sofá como si hubiera preferido estar en otra parte, o ejercer otro oficio, Yo pensaba que iba a estar toda la vida en una cama y me daba un poco de ansiedad volver a casa, vaya a saberse cómo era esa etapa nueva. Llegamos a la ambulancia, me senté frente a Eduardo y el hecho de ir sentada en una silla y no en camilla me parecía un ascenso. No estaba tan contenta por Ia vuelta ese primer día porque a mí lo nuevo siempre me asustó. La ambulancia se tomó su tiempo para lIegar porque habia mucho tráfico, pero si hubiera tardado mas yo igual hubiera estado conforme. De repente vi una pared de piedra amarillenta y dije “Yo a esta pared la conozco”. Era de la casa de enfrente.

Cuando entré a mi casa, me estaban esperando mis queridos alumnos y habían hecho modificaciones. A mí siempre me ha gustado ver cosas distribuidas de manera distinta, veo la marca de otra mano, como cuando una señora que limpiaba le puso un sombrerito a la tetera y le colgó una flor. En mi casa pusieron un sofá cama para la persona que me acompañe, me esperaba también el oxígeno y alguien me había ordenado en el placard las sábanas y las toallas. Yo las tiro así nomás y como caen quedan, lanzándolas como desde dos metros. Acá había dos pilas perfectamente discernibles de sábanas y toallas. Y les serví a todos un poquito de vino reservado.

domingo, 15 de julio de 2018

Enoch Soames


Cuento de Max Beerbohm: Enoch Soames

Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban todos los demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o solo recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.

De ahí que la omisión descubierta por mí fuese la evidencia más cabal de que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la literatura de su década.

Creo que soy la única persona que lo notó… ¡tan lamentable había sido el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera conquistado algún mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como los demás, para retornar tan solo al llamado del historiador. Es cierto que si las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría celebrado el pacto que yo le vi celebrar… ese extraño pacto cuyos resultados le otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis recuerdos. No obstante, es de esos mismos resultados de donde se desprende en toda su claridad cuánto hubo en él de lamentable.

No es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa a escribir sobre él. Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no mojar la pluma en el tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero, ¿cómo escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo disimular la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o temprano deberé escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga ahora.

Durante los cursos del verano de 1893 un prodigio del cielo cayó sobre Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo. Profesores y alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De dónde venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein. ¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era urgente. Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C habían “posado” humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que jamás consintieran en dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a aquel extranjero menudo y dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Usaba lentes que centelleaban increíblemente. Era un hombre de ingenio. Desbordante de ideas. Conocía a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los conocía a todos de memoria. Era París en Oxford. Se murmuraba que apenas despachara su selección de profesores, incluiría a unos pocos alumnos de los últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo el día en que yo fui incluido. La simpatía que me inspiraba Rothenstein no era menor que el miedo que me infundía; sin embargo, nació entre nosotros una amistad que a medida que transcurrieron los años se hizo cada vez más cálida y más valiosa para mí.

Al término del curso, Rothenstein se estableció o más bien irrumpió meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera vez ese pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía de Rothenstein hice mi primera visita a The Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la inteligencia y la audacia, el salón de dominó del Café Royal. Ahí, aquella tarde de octubre, en una exuberante perspectiva de dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre simétricos espejos y erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se elevaba incesante hacia el pintado cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones presumiblemente cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para mis adentros:

—Esto, sin duda, es la vida.

Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes solo lo conocían de nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar la atención de Rothenstein. Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época —y yo estaba seguro de que este lo era— trataban de singularizarse por su aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a ser romántica. Arribé a la conclusión de que “borroso” era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.

El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.

—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva. Rothenstein lo miró vivamente.

—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.

—Enoch Soames —dijo Enoch.

—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí. En el Café Groche.

—Y una vez yo fui a su estudio.

—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.

—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros, ¿recuerda?… Tengo entendido que ahora reside en Chelsea.

—Sí.

Me extrañó que después de este monosílabo el señor Soames no siguiera de largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso, como un asno que mira por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me ocurrió que hambriento era quizá le mot juste para él. Pero, ¿hambriento de qué? No parecía apetecer gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque no lo invitara a Chelsea, le pidió que se sentara y bebiera algo. Una vez sentado, pareció más seguro de sí mismo. Echó atrás las alas de la capa con un gesto que —si la capa no hubiera sido impermeable— podía interpretarse como un desafío lanzado al mundo en general. Y pidió un ajenjo.

—Je me bens toujours fidéle —le dijo a Rothenstein— à la sorcière glauque.

—Le hará mal —respondió secamente Rothenstein.

—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce monde il n’y a ni de bien ni de mal.

—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere decir?

—Lo expliqué todo en el prefacio de Negaciones.

—¿Negaciones?

—Sí. Le di un ejemplar.

—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted, por ejemplo, que no hay diferencia entre buena y mala gramática?

—No —dijo Soames—. Naturalmente, en el arte existen el bien y el mal. Pero en la Vida… no. Liaba un cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas, no del todo limpias, con las puntas de los dedos manchadas por la nicotina.

—En la Vida existe la ilusión del bien y del mal, pero…

Su voz decreció a un murmullo en que las palabras vieux jeu y rococo fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco, pensaba que no se estaba haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein señalara las falacias de su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y dijo:

—Parlons d’autre chose.

¿Creen ustedes que era un tonto? A mí no me pareció. Yo era joven y me faltaba la claridad de juicio que ya poseía Rothenstein. Soames era cinco o seis años mayor que cualquiera de nosotros. Además, había escrito un libro.

Haber escrito un libro era algo portentoso.

Si Rothenstein no hubiera estado presente, yo habría reverenciado a Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de reverenciarlo, en verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro. Le pregunté si podía saberse qué clase de obra era.

—Mis poemas —respondió.

Rothenstein le preguntó si ese sería el título del libro. El poeta meditó la sugerencia, pero al fin dijo que pensaba no ponerle título alguno.

—Si un libro vale por sí mismo… —murmuró, moviendo el cigarrillo en semicírculo. Rothenstein objetó que la falta de título podría perjudicar la venta.

—Si yo entro en una librería —explicó— y digo sencillamente: “¿Tienen ustedes?”, o bien: “¿Tienen un ejemplar de?” ¿cómo sabrán lo que quiero?

—Oh, desde luego, haré poner mi nombre en la tapa —replicó Soames seriamente—. Y me gustaría —añadió mirando con fijeza a Rothenstein—, me gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.

Rothenstein admitió que era una excelente idea, y agregó que pensaba viajar al campo, donde pasaría una temporada. Después miró su reloj, comprobó, con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la adición y se marchó conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a la hechicera glauca.

—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar su retrato?

—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a un hombre que no existe?

—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein repitió que Soames era inexistente.

Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le pregunté a Rothenstein si había leído Negaciones. Admitió haberlo hojeado.

—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo entender nada de literatura.

Reserva muy característica de la época. Los pintores de entonces se negaban a admitir que alguien, fuera de su propia cofradía, tuviese el derecho de opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en las tablillas que trajo Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas limitaciones. Si otras artes distintas de la pintura no eran completamente incomprensibles para quienes no las practicaban, la ley se venía abajo; la doctrina Monroe, por decirlo así, perdía su validez.

De ahí que ningún pintor arriesgara una opinión sobre un libro sin advertir, por lo menos, que su opinión carecía de valor. Nadie es mejor juez literario que Rothenstein; pero en aquella época habría sido imprudente recordárselo; y yo comprendí que no podía esperar su ayuda para formarme un juicio sobre Negaciones.

En aquellos días, no comprar un libro a cuyo autor acababa de conocer personalmente, habría sido para mí un imposible renunciamiento. Cuando regresé a Oxford para los cursos de Navidad, me había procurado un ejemplar de Negaciones. Solía dejarlo despreocupadamente sobre la mesa de mi cuarto, y cada vez que alguno de mis amigos lo levantaba para preguntarme de qué trataba, le respondía:

—Oh, es un libro bastante notable. Lo ha escrito un hombre a quien conozco. Pero nunca alcancé a explicar exactamente “de qué trataba”. Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni pies ni cabeza. En el prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo laberinto del texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.

“Inclínate hacia la vida. Inclínate, muy cerca… más cerca.

“La vida es tela, y en ella ni trama ni urdimbre se encuentran, sino solamente la tela. “Es por esto que soy Católico en la iglesia y en el pensamiento, pero dejo que el veloz Capricho teja lo que la lanzadera del Capricho quiere.” Estas eran las frases iniciales del prefacio, pero las que seguían eran aún más difíciles de entender. A continuación venía “Stark”, un cuento sobre una midinette que, según alcancé a entender, había asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Parecía un cuento de Catulle Mendès en que el traductor hubiera salteado o eliminado una frase de cada dos. Luego, un diálogo entre Pan y Santa Úrsula, que en mi opinión carecía de “chispa”. Después, algunos aforismos (titulados aforismata).

En conjunto, a decir verdad, había una gran variedad de formas. Y esas formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era más bien el contenido lo que se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté, algún contenido? Ahora sí pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio! Pero enseguida nació una hipótesis contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté por darle a Soames el beneficio de la duda. Yo había leído L’Après-midi d’un faune sin extraerle una pizca de significado. Y sin embargo Mallarmé —por supuesto— era un Maestro. ¿Cómo sabía yo que Soames no era otro? Su prosa tenía cierta musicalidad, que sin duda no alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé, tuviera la facultad de persistir en la memoria y, acaso, un significado tan profundo como la del mismo Mallarmé. Por lo tanto, me resolví a esperar sus poemas con ánimo libre de prejuicios. Y después de encontrármelo por segunda vez, los aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde de enero. Al entrar en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la cual estaba sentado un hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la vista, y yo lo miré por encima del hombro, con la vaga sensación de que debía haberlo reconocido. Me volví para saludarlo. Después de cambiar unas palabras, dije echando un vistazo al libro abierto:

—Veo que lo he interrumpido.

Y estaba por seguir mi camino, pero Soames respondió con su voz inexpresiva:

—Prefiero ser interrumpido.

Me indicó con un gesto que me sentara, y yo obedecí.

Le pregunté si a menudo leía en ese lugar.

Sí. Esta clase de cosas las leo aquí —respondió, señalando el título del libro: Poemas de Shelley.

—¿Es algo que usted realmente…? —Iba a decir ¿”admira”? Pero cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me alegré, porque él dijo con inusitado énfasis:

—Es algo de segunda categoría.

Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:

—Desde luego; es muy desigual.

—Yo diría que lo malo es justamente su igualdad. Una igualdad mortal, Por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar quiebra el ritmo. Aquí es tolerable. Soames alzó el libro y lo Hojeó. Se echó a reír. La risa de Soames era un sonido breve, aislado y desprovisto de alegría que brotaba de la garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos se iluminarán.

—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre la mesa—. ¡Y qué país! —añadió.

Le pregunté, con cierta nerviosidad, si en su opinión Keats no había superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el espacio. Admitió que “había algunos pasajes en Keats”, pero no los mencionó. De “los viejos”, como los llamaba, el único que le gustaba era Milton. “Milton —dijo— no era sentimental.” Y además: “Milton tenía una oscura visión interior”. Y por fin:

—Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.

—¿La sala de lectura?

—Del Museo Británico. Voy todos los días.

—¿De veras? Yo solo estuve una vez. Me pareció un lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que… que le resta vitalidad a uno.

—Así es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la propia vitalidad, tanto más sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente grande. Yo vivo cerca del Museo. Alquilo un departamento en la calle Dyott.

—¿Y va a la sala de lectura para leer a Milton?

—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton —certificó— quien me convirtió al Diabolismo.

—¿Al Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con esa vaga incomodidad y ese intenso deseo de ser cortés que experimenta uno cuando un hombre le habla de su propia religión—. ¿Usted… adora al Demonio?

Soames meneó la cabeza.

—No se trata de adoración —calificó, sorbiendo su ajenjo—, sino más bien de confianza mutua.

—Ah, sí… Pero yo creí entender por el prefacio de Negaciones que usted era… católico.

—Je t’étais á cette époque. Quizá lo sea aún. Sí, soy un Diabolista Católico.

Hizo esta profesión de fe con tono casi precipitado. Advertí que lo que prevalecía en su espíritu era el hecho de que yo había leído Negaciones. Sus ojos opacos habían brillado por primera vez. Tuve la impresión de que iba a ser examinado, viva voce, sobre el tema en que me sentía más flojo. Le pregunté apresuradamente cuándo se publicarían sus poemas.

—La semana próxima —me dijo.

—¿Y sin título?

—No, por fin encontré uno. Pero no se lo diré —añadió, como si yo hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no sé si me satisface del todo. Pero es el mejor que he podido encontrar. En cierto modo, sugiere la naturaleza de los poemas… Extrañas vegetaciones, naturales y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y llenas de ponzoña.


Le pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó aquel bufido que era su risa, y dijo que “Baudelaire era un bourgeois malgré lui”. Francia solo tenía un poeta: Villon, “y dos tercios de Villon eran simple periodismo”. Verlaine era un “épicier m algré lui”. Con cierta sorpresa comprobé que, en conjunto, apreciaba menos la literatura francesa que la inglesa. Había “algunos pasajes” en Villiers de l’Isle Adam.

—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia.

Ya verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.

Pero, llegado el momento, no vi tal cosa. Pensé que el autor de Fungoides debía bastante —inconscientemente, desde luego— a los jóvenes decadentes de París, o a los jóvenes ingleses que a su vez debían algo a aquéllos. Aún pienso lo mismo. El librito —que compré en Oxford— está ante mí en este momento, mientras escribo. Su cubierta de bocací gris pálido y sus letras de plata no han sobrellevado muy bien el paso del tiempo. Su contenido tampoco.

Lo he examinado nuevamente, con melancólico interés. No es gran cosa. Cuando se publicó, abrigué la vaga sospecha de que lo fuera. Supongo que es mi fe en ella la que se ha debilitado, y no la obra del pobre Soames…



TO A YOUNG WOMAN

Thou art, who hast not been!

Pale tunes irresolute

And traceries of old sounds

Blown from a rotted flute

Mingle with noise of cymbals rouged with rust

Nor not strange forms and epicene

Lie bleeding in the dust,

Being wounded with wounds.

For this it is

That in thy counterpart

Of age-long mockeries

Thou hast not been nor art! (1)

Me pareció que había cierta contradicción entre la primera y la última línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver esta discordancia. Pero no consideré mi fracaso como totalmente incompatible con un significado en la mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la profundidad del significado? En cuanto a la técnica, “enrojecidos por la herrumbre” me parecía un hallazgo, y las palabras “nor not” en lugar de “and” eran extrañamente felices. Me pregunté quién era la joven, y qué había sacado en limpio de todo eso. Me asalta la triste sospecha de que Soames no habría sido capaz de encontrarle más sentido que ella. Sin embargo, aún ahora, si no trata uno de comprender el poema, y se conforma con atender al sonido, advierte cierta gracia en el ritmo. ¡Soames era un artista… en la medida en que existía, pobre diablo! Cuando leí Fungoides por primera vez, me pareció, extrañamente, que su veta diabolista era lo mejor de Soames. El Diabolismo parecía una influencia alegre y aun saludable dentro de su vida.

NOCTURNE

Round and round the shutter’d Square

I stroll’d with the Devil’s arm in mine.

No sound but the scrape of his hoofs was there

And the ring of his laughter and mine.

We had drunk black wine.

I scream’d: “I will race you, Master!”

“What matter”, lie shriek’d, “tonight

Which of us runs the faster?

There is nothing to fear tonight

In the foul moon’s light!

Then I look’d him in the eyes,

And I laugh’d full shrill at the lie he told

And the gnawing fear he would fain disguise.

It was true, what I’d time and again been told:

He was old – old. (2)

Aquella primera estrofa, pensé, tenía mucho ímpetu: un acento retozón y jovial de camaradería. La segunda, quizá, era algo histérica. Pero la tercera me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aun con respecto a los dogmas de la extraña secta de Soames! ¡Nada de “confianza mutua” en esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al Demonio como a un mentiroso, y riéndose “a gritos”, era un personaje muy alentador. Eso fue lo que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más tarde, ninguno de sus poemas me deprime tanto como el “Nocturno”.

Busqué los comentarios de los periódicos metropolitanos. Se dividían en dos clases: los que decían muy poco, y los que no decían nada. La segunda era mucho más numerosa, y los términos en que se expresaba la primera eran fríos. A tal punto que el mejor elogio que pudo presentar el editor de Soames en sus anuncios publicitarios era este:

Un acento de modernismo desde el principio hasta el fin… Un ritmo ágil. –Preston Telegraph.

Yo abrigaba la esperanza de poder felicitar al poeta (cuando lo viese) por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría que no estaba tan seguro de su grandeza intrínseca como aparentaba. Pero cuando en efecto nos encontramos, solo atiné a decir con voz ronca: “Espero que Fungoides se venda muy bien”. Me miró a través de su vaso de ajenjo y me preguntó si había comprado un ejemplar. Según su editor, solo se habían vendido tres. Me reí, como si fuese una broma.

—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con algo parecido a un gruñido.

Desestimé la idea. Añadió que no era un comerciante. Dije humildemente que yo tampoco, y murmuré que un artista que daba al mundo cosas realmente nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho tiempo a que se le tributara el debido reconocimiento. Contestó que ese reconocimiento no le importaba un sou. Y yo admití que el acto de la creación era su propia recompensa. Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su mal humor me habría alejado. Pero, ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley no me habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva empresa que estaba en marcha The Yellow Book? ¿Y acaso Henry Harland, como jefe de redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no aparecía en el mismísimo primer número? En Oxford yo estaba todavía in statu pupillari. Pero en Londres me consideraba con todo derecho un egresado, a quien ningún Soames podía abochornar. En parte con fines de ostentación, y en parte por pura buena voluntad, le dije a Soames que debía colaborar en el Yellow Book. De su garganta brotó un sonido despreciativo destinado a esa publicación.

Uno o dos días más tarde, sin embargo, le pregunté a Harland, para sondear el terreno, si sabía algo de la obra de un tal Enoch Soames. Harland se detuvo en mitad de su característico paseo alrededor de la habitación, alzó las manos al techo y gimió que a menudo había visto a “ese absurdo individuo” en París, y que esa misma mañana había recibido de él algunos poemas manuscritos.

—¿No tiene talento? —pregunté.

—Tiene una renta. No necesita nada.

Harland era el más jovial de los hombres y el más generoso de los críticos, pero detestaba hablar de algo que no lo entusiasmara. Por consiguiente, abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía una renta mitigó mi preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y fallecido librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta anual de trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este mundo. Materialmente, pues, “no necesitaba nada”. Pero aun así, había en él un “pathos” espiritual, agudizado ahora a mis ojos por la posibilidad de que aun el Preston Telegraph no le hubiese dedicado sus elogios si el padre de Soames no hubiera sido un vecino dé Preston. Tenía una especie de débil obstinación que yo no podía menos de admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo; pero él insistía en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregaran los jeunes féroces de las artes, en cualquier restaurante de Soho que acabaran de descubrir, en cualquier music-hall que prefiriesen, ahí estaba Soames entre ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero inevitable. Nunca trataba de captarse la simpatía de sus colegas escritores, jamás deponía un ápice de su arrogancia, cuando se trataba de su propia obra, o de su desprecio, cuando se trataba de los demás. 

Con los pintores se mostraba respetuoso, y aun humilde; mas para los poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy, jamás tuvo una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico tuvieran alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta vez por cuenta propia) su tercer libro, su último libro, nadie pronunció una palabra de elogio o de censura. Yo tuve intención de comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo, cuando se publicó el libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me parecía en realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia de su obra acabaría realmente por matarlo.

Rothenstein se burló. Dijo que yo alardeaba de un buen corazón que en verdad no poseía; y quizá era así. Pero unas semanas más tarde, en la exposición privada del Nuevo Club Inglés de Arte, vi un retrato al pastel de “Enoch Soames, Esq.” Se le parecía mucho, y el haberlo ejecutado era característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda la tarde cerca del cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable. Cualquiera de sus conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato. Pero quien no lo conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de la imagen; esta “existía” mucho más que él; era inevitable. Además, no tenía esa expresión de vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el rostro de Soames. El hábito de la fama lo había rozado. En el transcurso de aquel mes fui dos veces más al Club de Arte, y en ambas oportunidades vi a Soames exhibiéndose en persona. Pensándolo bien, creo que la clausura de aquella exposición fue virtualmente el fin de su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la fama… pero tan tarde y por tan poco tiempo… y al no sentirlo más, cedió, sucumbió, se derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable, ahora tenía un aspecto espectral, era una sombra de la sombra que antaño había sido. Aún frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo perdido el deseo de provocar curiosidad, ya no leía libros en ella.

—¿Ahora solo lee en el Museo? —le pregunté, aparentando jovialidad. Me contestó que ya no iba allí.

—No hay ajenjo en el Museo.

Era una de esas cosas que antaño habría dicho para llamar la atención; ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no fuera más que un factor de la “personalidad” que tan laboriosamente trataba de construirse, se había convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba “la sorcière glauque”. Había renunciado a todas las expresiones en francés. Se había convertido en un hombre de Preston, sencillo y sin barniz.

El fracaso, aun cuando sea un fracaso total, sencillo y sin barniz, aun cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre consigo cierta dignidad. Yo rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar.

Por aquella época John Lane había publicado dos libritos míos, que tuvieron un agradable éxito de crítica. Yo era una “personalidad”… una personalidad menor, pero bien definida. Frank Harris me había contratado para que “pataleara” en el Saturday Review, Alfred Harmsworth me permitía hacer lo mismo en The Daily Mail. Yo era justamente lo que no era Soames. Él proyectaba una sombra de vergüenza sobre mi triunfo. Si yo hubiera sabido que él creía firme y verdaderamente en la grandeza de lo que realizara como artista, quizá no habría evitado su presencia. No se puede decir que ha fracasado por completo un hombre que no ha perdido su vanidad. La dignidad de Soames era una ilusión mía. Un día de la primera semana de junio de 1897 esa ilusión desapareció. Pero en la noche de ese día también desapareció Soames.

Yo había estado afuera la mayor parte de la mañana, y como se me hizo tarde para almorzar en casa, fui al “Vingtième”. Este pequeño local —cuyo nombre completo era “Restaurant du Vingtième Siècle”— había sido descubierto por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue abandonado, o poco menos, en beneficio de algún hallazgo posterior.

Creo que no subsistió lo bastante para justificar su nombre; mas por ese entonces estaba aún en Greek Street, a pocos pasos de Soho Square, y casi enfrente de esa casa donde en los primeros años del siglo una chiquilla, y junto con ella un muchacho llamado De Quincey, pernoctaban hambrientos en la oscuridad, entre el polvo y las ratas y viejos pergaminos legales. El “Vingtième” no era más que un saloncito blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina. El propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur Vingtième; las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la comida, en verdad, era buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan juntas que cabían en número de doce, seis de cada pared.

Cuando entré, solo las dos más próximas a la puerta estaban ocupadas. Una, por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico, a quien yo solía ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros lugares. En la otra estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un extraño contraste: Soames, demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que jamás le viera quitarse, y este otro, este hombre intensamente vital, ante cuya presencia volvía a preguntarme, con más insistencia que nunca, si era un mercader de diamantes, un ilusionista o el jefe de una agencia de detectives privados. Estoy seguro de que Soames no deseaba mi compañía; sin embargo, le pregunté si podía acompañarlo —no hacerlo habría sido una desconsideración atroz— y me senté frente a él. Fumaba un cigarrillo. Había dejado el plato sin probar y tenía a su lado una botella semivacía de Sauterne. Callaba con cierta obstinación. Dije que Londres estaba imposible, con los preparativos del jubileo (a decir verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme inmediatamente, hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a tono con su melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su comportamiento me ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El pasillo entre las dos hileras de mesas del “Vingtième” tenía apenas dos pies de ancho (Rose y Berthe, al servir, se rozaban siempre, riñendo en voz baja), y cualquiera que estuviera sentado a la mesa contigua compartía prácticamente la que uno ocupaba.

Pensé que mi fracasada tentativa de interesar a Soames divertía a mi vecino, y como no podía explicarle que mi insistencia era simplemente un acto de caridad, guardé silencio. Podía verlo perfectamente sin necesidad de volver la cabeza. Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese menos vulgar que el suyo, en contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de que no era inglés; pero, ¿cuál era realmente su nacionalidad? Aunque tenía el cabello (negro como el azabache) cortado en brosse, no me pareció francés. A Berthe, que lo atendía, le hablaba en francés con soltura, pero sin el acento y los coloquialismos nativos. Supuse que era su primera visita al “Vingtième”, pero Berthe lo atendía sin formalidades. Él no le había causado buena impresión. Sus ojos eran atrayentes, pero —como las mesas del “Vingtième” demasiado angostos y juntos. Tenía una nariz de ave de rapiña, y las guías del bigote, que se prolongaban a ambos lados de las fosas nasales, le estereotipaban la sonrisa. Decididamente, era siniestro. Y el chaleco escarlata —tan fuera de temporada en el mes de junio—, que le ceñía ajustadamente el pecho amplio, intensificaba la sensación de incomodidad que me producía su presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado por el calor. Era, no sé por qué, inadecuado en sí mismo. No se habría justificado en una mañana de Navidad.

Habría sido una nota discordante la noche del estreno de Hernani. Yo estaba tratando de explicarme lo que había en él de incongruente, cuando Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.

—¡Dentro de cien años…! —murmuró, como si estuviera en trance.

—No estaremos aquí —repuse, pronta y fatuamente.

—Nosotros no estaremos. No —zumbó—, pero el Museo estará en el mismo lugar donde ahora está. Y la sala de lectura, en el mismo lugar de ahora. Y la gente irá a leer.

Aspiró bruscamente el humo, y un espasmo de auténtico dolor le deformó el rostro. Me pregunté qué encadenamiento de ideas había estado siguiendo el pobre Soames. Pero él no aclaró mis dudas cuando dijo, después de una larga pausa:

—Usted cree que no me ha importado.

—¿Que no le ha importado qué, Soames? 

—El olvido. El fracaso.

—¿El fracaso? —dije calurosamente—. ¿El fracaso? —repetí vagamente—. El olvido, sí, quizá; pero eso es algo completamente distinto. Desde luego, usted no ha sido… apreciado. Pero, ¿qué importa? Cualquier artista que… que da… Lo que yo quería decir era esto: “Cualquier artista que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe esperar mucho tiempo a que se le tribute el debido reconocimiento”; pero el halago se negaba a salir: a la vista de aquella congoja, una congoja tan genuina y desembozada, mis labios no querían pronunciar las palabras.

Y entonces… fue él quien las dijo por mí. Me sonrojé.

—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad? — preguntó.

—¿Cómo lo sabe?

—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se publicó Fungoides.

Me sonrojé aún más Innecesariamente, porque él prosiguió:

—Es lo único importante que le he oído decir. Y nunca lo he olvidado. Es cierto. Es una terrible verdad. Pero… ¿recuerda lo que yo le contesté? Le dije: “El reconocimiento no me importa un sou”. Y usted me creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo eso. Usted es superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre como yo? Usted imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en el veredicto de la posteridad, eso basta para hacerlo feliz… Usted nunca ha adivinado la amargura y la soledad, el… —su voz se quebró; pero luego prosiguió con una fuerza que yo nunca le viera—: ¡La posteridad! ¿De qué me sirve a mí? Un muerto no sabe que la gente visita su tumba, que acuden al lugar donde nació, que le ponen placas conmemorativas, que descubren estatuas suyas. Un muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. ¡Así que pasen cien años! ¡Piense en eso! Si yo pudiera volver a la vida entonces… unas pocas horas, si yo pudiese ir a la sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si ahora, en este momento, pudiera proyectarme a ese futuro, a esa sala de lectura, nada más que por esta tarde! ¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y alma al Demonio! Piense: páginas y más páginas del catálogo:

“SOAMES, ENOCH”, interminablemente… interminables ediciones, comentarios, prolegómenos, biografías…

—Al llegar aquí lo interrumpió un brusco y penetrante crujido de la silla colocada ante la mesa contigua. Nuestro vecino se había levantado a medias de su asiento. Se inclinaba hacia nosotros, tratando de disculpar su intromisión.

—Perdonen ustedes… permítanme —dijo suavemente—. Me ha sido imposible no oír. ¿Puedo tomarme esta libertad? En este pequeño restaurant sans-façon —extendió las manos en amplio gesto—, ¿puedo, como suele decirse, meter las narices? No me quedó más remedio que manifestar nuestra conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la cocina, creyendo que el desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un movimiento del cigarro, y un instante después se había sentado junto a mí, frente a frente de Soames.

—Aunque no soy inglés —explicó—, conozco a Londres muy bien, señor Soames. Su nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm) me son muy conocidos. Ustedes Se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente por encima del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.

No pude evitarlo: me reí. Traté de no hacerlo; sabía que no había motivo de risa, pues mi propia descortesía me avergonzaba, pero me reí cada vez más fuerte. La serena dignidad del Diablo, la sorpresa y el fastidio de sus cejas enarcadas solo aumentaron mi hilaridad. Me reí hasta desternillarme, y al final me apoyé, dolorido, en el respaldo de la silla. Me comporté deplorablemente.

—Soy un caballero —dijo él con intenso énfasis— y creía estar en presencia de caballeros.

—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por favor!

—¿Curioso, nicht war? —oí que le decía a Soames—. Hay cierta clase de personas para quienes la sola mención de mi nombre es… ¡oh, tan terriblemente graciosa! En vuestros teatros, al más torpe comediante le basta decir: “¡El Diablo!” para provocar enseguida “la risa altisonante que delata a los espíritus vacíos”. ¿No es así? Yo había recobrado el aliento, lo suficiente para ofrecer mis excusas. Él las aceptó, pero fríamente, y volvió a dirigirse a Soames.

—Soy un hombre de negocios —dijo—, y siempre me ha gustado ir derecho al grano, como dicen en los Estados Unidos. Usted es un poeta. Les affaires… usted los detesta. Pero conmigo negociará, ¿verdad? Lo que acaba de decir me infunde furiosas esperanzas.

Soames no se había movido, salvo para encender un nuevo cigarrillo. Estaba agazapado, con los codos sobre la mesa y la cabeza al ras de las manos, mirando fijamente al Demonio.

—Siga —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.

A mí ya no me quedaban ganas de reír.

—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo— será tanto más agradable cuanto que usted… si no me equivoco, es un diabolista.

—Un diabolista católico —dijo Soames.

El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.

—Usted —prosiguió— quiere visitar ahora, esta tarde, la sala ele lectura del museo Británico, ¿verdad? Pero tal como será dentro de cien años, ¿eh? Parfaitement. El tiempo… una ilusión. El pasado y el futuro… están siempre tan presentes como el presente, o al menos, por decirlo así, a la vuelta de la esquina. Yo lo sintonizo con cualquier época. Yo lo proyecto… ¡puf! ¿Usted quiere hallarse en la sala de lectura, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997? ¿Quiere encontrarse, de pie, en esa sala, más allá de las puertas giratorias, en este mismo instante, eh? ¿Y quedarse ahí hasta que cierren? ¿No es así? Soames asintió.

El Diablo miró su reloj.

—Las dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese entonces, será la misma de ahora: las siete. Tendrá usted casi cinco horas. A las siete —¡puf! se encontrará nuevamente aquí, sentado ante esta mesa. Esta noche ceno dans le monde —dans le high life. Con eso termina mi presente visita a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo aquí, señor Soames, en el camino de regreso a mi hogar.

—¿Su hogar? —repetí.

—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo despreocupadamente el Demonio.

—Está bien —dijo Soames.

—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le movió un músculo.

El Diablo estiraba la mano a través de la mesa para tocar el antebrazo de Soames; pero interrumpió el ademán.

—Dentro de cien años, como ahora —dijo sonriendo—, no se permite fumar en la sala de lectura, Por lo tanto será mejor que…

Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en su vaso de Sauterne.

—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no puede…

Pero el Diablo ya había estirado la mano a través de la mesa, y la dejó caer lentamente… sobre el mantel. La silla de Soames estaba vacía. Su cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No quedaban más rastros de él.

Durante algunos instantes el Diablo dejó descansar la mano en el sitio donde la había apoyado, mirándome con el rabillo del ojo, vulgarmente triunfal. Me asaltó un escalofrío. Me dominé con esfuerzo y me levanté de la silla.

—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero, ¿no cree usted que La Máquina del Tiempo es un libro delicioso? ¡Tan original!

—Usted se complace en el sarcasmo —dijo el Diablo, que también se había puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca de una máquina imposible, y otra muy distinta ser una Potencia Sobre natural.

Sin embargo, comprendí que se sentía ofendido. Berthe se acercó al oír que nos levantábamos. Le expliqué que habían llamado al señor Soames, pero que tanto él como yo cenaríamos allí por la noche. Recién cuando salí al aire libre empecé a sentirme mareado. Solo tengo un vaguísimo recuerdo de lo que hice, de los lugares por donde ambulé bajo el sol ardiente de aquella tarde interminable. Recuerdo el sonido de los martillos de los carpinteros, a lo largo de Piccadilly, y el aspecto desnudo y caótico de los “stands” a medio construir. ¿Fue en Green Park o en Kensington Gardens, dónde fue que me senté en una silla debajo de un árbol y traté de leer un periódico vespertino? El artículo de fondo traía una frase que siguió repitiéndose en mi fatigado cerebro: “Son pocas las cosas que escapan a esta augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado”. Recuerdo haber concebido, en mi desesperación, una carta (que debía ser llevada a Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la respuesta). SEÑORA: Sabiendo perfectamente que Su Majestad está llena de sabiduría atesorada en sesenta años de Reinado, me atrevo a solicitar su consejo en este delicado asunto. El señor Enoch Soames, cuyos poemas quizá usted conozca…

¿No había manera alguna de ayudarlo, de salvarlo? Un pacto era un pacto, y yo habría sido el último en ayudar o respaldar a alguien que tratara de rehuir una obligación razonable. No habría movido un dedo para salvar a Fausto. ¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar sin tregua un precio eterno por nada más que una infructuosa búsqueda y una amarga desilusión…

Me parecía extraño y siniestro que él, Soames, en carne y hueso, con su capa impermeable, estuviera en aquel momento viviendo en la última década del siguiente siglo, escudriñando libros que aún no se habían escrito, viendo y siendo visto por hombres que aún no habían nacido. Y aún más siniestro y singular que esta noche y para siempre estaría en el infierno. Sí, sin duda la verdad es más extraña que la ficción.

Aquella tarde fue interminable. Casi deseé haber acompañado a Soames; no para permanecer en la sala de lectura, desde luego, sino para salir a dar un excitante paseo por un Londres desconocido. Me alejé, inquieto, del parque donde había descansado.

Inútilmente traté de imaginar que yo era un ardiente turista del siglo dieciocho. La tensión de los minutos lentos y vacíos era intolerable. Mucho antes de las siete regresé al “Vingtième”.

Me senté a la misma mesa que había ocupado en el almuerzo. El aire entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi espalda. De tanto en tanto, Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había dicho que no pediría la cena hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a sonar un organillo, ahogando abruptamente el vocerío de unos franceses que disputaban en la calle. Cada vez que terminaba una canción, se oía nuevamente la algarabía de la pelea. En el camino yo había comprado otro periódico vespertino. Lo abrí. Pero mis ojos se apartaban incesantemente de él, para consultar el reloj de pared colocado sobre la puerta de la cocina… ¡Faltaban cinco minutos para la hora! Recordé que en los restaurantes los relojes están cinco minutos adelantados. Concentré mi mirada en el periódico. Juré no volver a levantar los ojos. Alcé el periódico y lo desplegué en todo su ancho, pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa… ¿Temblaba acaso la hoja? Una corriente de aire, me dije.

Una gradual rigidez se apoderaba de mis brazos. Me dolían. Pero no podía bajarlos… ahora. Me asaltó una sospecha, me asaltó una certeza. Y bien, ¿entonces qué?… ¿Para qué otra cosa había venido? Sin embargo, seguí aferrándome enérgicamente a esa barrera del periódico. Solo el ruido de los ágiles pasos de Berthe, que venía de la cocina, me permitió, me obligó a dejarlo caer y murmurar:

—¿Qué cenaremos, Soames?

—II est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames? —preguntó Berthe.

—Solo está… cansado.

Le pedí que trajera vino —Borgoña— y cualquier comida que estuviese lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa, exactamente en la misma posición en que lo viera por última vez. Como si no se hubiese movido… él, que había viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos veces, en el transcurso de la tarde, se me había ocurrido, por un instante, que tal vez su viaje no sería infructuoso, que acaso todos nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Enoch Soames. Pero de su aspecto se desprendía con atroz claridad que estábamos atrozmente en lo cierto.

—No se desanime —balbucí—. Quizá usted no… no eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro de dos o tres siglos…

—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.

—Y ahora… ¡ocupémonos ahora del futuro más inmediato! ¿Dónde piensa ocultarse? ¿Qué le parece si toma el expreso de París, en Charing Cross? Tiene casi una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais. Radíquese en Calais. Jamás se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.

—Es mi destino —dijo— pasar mis últimas horas en la tierra en compañía de un asno. —Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno traidor —añadió extrañamente, lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que tenía en la mano. Eché un vistazo a lo que traía escrito… una especie de jerigonza, al parecer, y lo aparté con impaciencia.

—¡Vamos, Soames! ¡Serénese! Esto no es solo un asunto de vida o muerte. ¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se quedará aquí, resignadamente, hasta que el Diablo venga a buscarlo?

—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra alternativa.

—¡Vamos! ¡La “confianza mutua” llevada al colmo! ¡Su diabolismo ha perdido el seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente, ahora que usted ha visto a esa bestia. . .

—Es inútil injuriarlo.

—Pero usted debe admitir, Soames, que no tiene nada de miltoniano.

—No niego que sea algo distinto de lo que yo esperaba.

—Es un hombre vulgar, un plebeyo, de esa clase de individuos que despojan a las damas de sus joyas en los pasillos de los trenes que van a la Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento presidido por él!

—No creerá usted que lo espero con ansia, ¿verdad?

—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?

Una y otra vez llené su vaso, que él vaciaba mecánicamente. Pero el vino no encendía en su interior la más pequeña chispa de iniciativa. No comía, y yo apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo no creía que la fuga pudiera salvarlo. La persecución sería instantánea, la captura cierta. Pero todo era preferible a esta espera pasiva, humilde, miserable. Le dije a Soames que el honor de la raza humana le exigía alguna manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza humana por él.

—Además —dijo—, ¿no comprende que estoy en su poder? Usted lo vio tocarme, ¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad. Estoy sellado. Hice un gesto de desesperación. Él siguió repitiendo la palabra sellado. Empecé a comprender que el vino le había nublado el cerebro. ¡No era extraño! Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún estaba sin comer. Lo insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era enloquecedor pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.

—¿Qué le pareció todo… más allá? —pregunté—. ¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.

—Serían un excelente “argumento”, ¿verdad?

—Lo siento mucho por usted, Soames, y me hago cargo de lo que le sucede; pero, ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo utilizaría como “argumento”? El pobre se llevó las manos a la frente.

—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún motivo…

Trataré de recordarlo.

—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un poco más de pan. ¿Qué aspecto tenía la sala de lectura?

—Más o menos el de siempre —murmuró por fin.

—¿Mucha gente?

—Como de costumbre.

—¿Cómo eran?

Soames trató de visualizarlos.

—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto.

Mi espíritu dio un salto atroz.

—¿Todos vestidos con mallas?

—Sí. Creo que sí.

—¿Una especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con un número, quizá? ¿Un número en un gran disco metálico cosido a la manga izquierda? ¿DKF 78.910, por ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres, parecían muy bien alimentados? ¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a ácido fénico? ¿Y todos completamente calvos?

Mis previsiones resultaron exactas. El único punto acerca del cual Soames no estaba muy seguro era si los hombres y las mujeres eran calvos o estaban rapados.

—No tuve tiempo para examinarlos muy detenidamente —explicó.

—No, desde luego. Pero…

—Ellos sí que me miraban. Llamé mucho la atención. —¡Al fin había llamado la atención! Creo que más bien los atemoricé. Me rehuían cuando me aproximaba. Los hombres que ocupaban el escritorio circular en el centro de la sala parecían asaltados del pánico cada vez que me acercaba para hacer alguna averiguación.

—¿Qué hizo usted cuando llegó?

Desde luego, se había encaminado directamente al catálogo, a los volúmenes marcados con la letra S, y se había detenido largamente ante el SNSOF, incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón latía tan apresuradamente… Al principio, dijo, no se sintió defraudado —pensó, simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se dirigió a la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los libros del siglo veinte. Supo que aún no había más que un solo catálogo. Buscó nuevamente su nombre, contempló las tres tirillas engomadas que había conocido tan bien. Después fue a sentarse, y largo rato permaneció sentado…

—Y por fin —dijo con voz parecida al zumbido de un abejorro— consulté el Diccionario Biográfico Nacional y algunas enciclopedias… Regresé a la mesa central y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo diecinueve. Me dijeron que el libro del señor T. K. Nupton era considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo, y llené el correspondiente formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no estaba en el índice, pero… ¡Sí! —dijo cambiando abruptamente de tono—. Eso es lo que había olvidado. ¿Dónde está ese pedacito de papel? Démelo.

Yo también había olvidado aquel jeroglífico. Lo encontré caído en el suelo y se lo alcancé. Él lo alisó, meneando la cabeza y mirándome con una sonrisa desagradable.

—Eché un vistazo al libro de Nupton —prosiguió—.

No es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos los libros modernos que vi eran fonéticos.

—Entonces no quiero saber más nada, Soames, por favor.

—En cambio, todos los nombres propios parecían escritos a la antigua. De lo contrario, quizá no habría advertido el mío.

—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames, cuánto me alegro!

—Y el suyo.

—¡No!

—Pensé que esta noche usted me esperaría aquí. Por eso me tomé la molestia de copiar el pasaje. Léalo.

Le arranqué el papel de las manos. La escritura de Soames era característicamente borrosa. Debido a esto, a mi emoción y a la ruidosa ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir T. K. Nupton. El documento se halla ante mis ojos en este momento. Es extraño que las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las haya copiado para mí dentro de setenta y ocho años…

De la página 234 de Literatura inglesa 1890-1900, por T. K. Nupton, publicación del Estado, 1992. “Por ejemplo, un escritor de la época, llamado Max Beerbohm, que aún vivía en el siglo veinte, escribió un cuento en el que retrató a un personaje imaginario llamado “Enoch Soames”, un poeta de tercera categoría, que se cree un gran genio y hace un pacto con el Diablo para saber qué pensaría de él la posteridad. Es una sátira algo artificiosa, pero no carente de valor, en cuanto demuestra hasta qué punto se tomaban en serio los jóvenes de mil-ochonoventa.

Ahora que la profesión literaria ha sido organizada como un departamento de servicios públicos, los escritores han encontrado su verdadero nivel y han aprendido a cumplir su deber sin pensar en el mañana. ‘El obrero gana su salario’, y eso es todo. Felizmente, los Enoch Soames no existen hoy entre nosotros.” Advertí que pronunciando las palabras en alta voz (recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a comprenderlas, poco a poco. Cuanto más inteligibles se volvían, tanto más crecían mi azoramiento, mi congoja y mi horror. Era una pesadilla. Por un lado, a lo lejos, el vasto y siniestro panorama de lo que aguardaba a las infortunadas letras; por el otro, aquí, sentado a la mesa, mirándome con una mirada que parecía quemarme, el pobre hombre a quien, a quien evidentemente… pero no: por mucho que se envileciera mi carácter en los años venideros, yo jamás sería tan bestia como para… Examiné nuevamente el manuscrito. “Imaginario”… pero allí estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!— que yo. Y “labud”… ¿qué diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he descifrado esa palabra.)

—Todo esto es muy… desconcertante —balbucí por fin.

Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de mirarme.

—¿Está usted seguro —contemporicé—, completamente seguro de que copió bien el párrafo?

—Completamente.

—Bueno, entonces es este maldito Nupton que debe de haber cometido —que cometerá— un estúpido error… ¡Escúcheme, Soames! Usted me conoce demasiado para suponer que yo… Al fin y al cabo, el nombre “Max Beerbohm” no es tan raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por ahí… o, más bien, “Enoch Soames es un nombre que podría ocurrírsele a cualquiera que escribiese un cuento. Además, yo no escribo cuentos: soy un ensayista, un observador, un cronista… Admito que es una coincidencia extraordinaria. Pero usted debe comprender…

—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente.

Y añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad que yo nunca le había conocido-:

Parlons d’ autre chose.

Acepté de prisa esta sugestión. Y volví directamente al futuro inmediato. Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en renovadas súplicas a Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte. Recuerdo haberle dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a escribir sobre él, aquel presunto “cuento” podría, por lo menos, tener un epílogo feliz. Soames repitió esas tres palabras finales con expresión de intenso desprecio.

—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que importa es un epílogo inevitable.

—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas de las que en realidad abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.

—Usted no es un artista —dijo con voz áspera—. Y su incapacidad artística es tan irremediable que, no pudiendo imaginar algo y darle realidad, logrará que una cosa verdadera parezca inventada. Es un miserable chapucero. ¡Maldita suerte la mía! Protesté que el miserable chapucero no era yo —no iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y sostuvimos una discusión bastante acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de pronto que Soames admitía su error: lo vi físicamente anonadado. Pero me pregunté por qué —y lo adiviné enseguida, con un escalofrío—, por qué miraba de esa manera algo que estaba a mi espalda.

El portador de aquel “final inevitable” llenaba el vano de la puerta.

Logré girar en mi asiento y decir, con cierta despreocupación:

—¡Ah, adelante?

En verdad, su absurdo aspecto de villano de melodrama apaciguaba en algo mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su pechera, la forma en que se retorcía el bigote, y en particular la magnificencia de su sonrisa, todo parecía atestiguar que sólo estaba allí para ser burlado.

De una zancada llegó a nuestra mesa

—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir esta pequeña reunión…

—No la interrumpe, la completa —le aseguré—. El señor Soames y yo deseamos conversar con usted. ¿Quiere sentarse? El señor Soames no ha obtenido nada, absolutamente nada, con su viaje de esta tarde. No pretendemos insinuar que todo este negocio no ha sido más que una estafa… una vulgar estafa. Por el contrario, creemos que usted ha procedido de buena fe. Pero, desde luego, en tales circunstancias, el pacto queda rescindido.

El Diablo no contestó verbalmente. Se limitó a mirar a Soames y señalarle la puerta con el índice rígido. Soames se levantaba penosamente de la silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán, me apoderé de dos cuchillos que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en cruz.

El Diablo retrocedió abruptamente contra la mesa que tenía a su espalda, desviando el rostro y estremeciéndose.

—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz sibilante.

—Yo no —repuse sonriendo.

—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un lacayo, pero sin volver el rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!

—El señor Soames —dije enfáticamente, al tiempo que intentaba refrenar a mi amigo con un gesto imperativo— es un diabolista catódico. Pero mi pobre amigo cumplió el mandato del Diablo y no el mío; y cuando los ojos del maestro volvieron a clavarse en él, se levantó y salió arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien habló.

—Haga lo posible —fue la plegaria que me dirigió en el preciso instante en que el Diablo lo sacaba bruscamente por la puerta—, haga lo posible por hacerles saber que yo he existido. Un segundo después salí yo también. Me quedé mirando a todos lados, a derecha, a izquierda, adelante. Vi la luz de la luna, vi la luz de los faroles, pero Soames y el otro habían desaparecido.

Aturdido, me quedé allí. Aturdido, volví por fin al reducido local: y supongo que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi almuerzo, y también los de Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví al “Vingtième”. Desde aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron muchos años antes de que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue allí, esa misma noche, donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación de esperanza que incita a un hombre a no alejarse del lugar donde ha perdido algo… “En torno a la plaza de cerrados postigos anduve y anduve…” Aquella línea me volvía a la memoria, en mi solitaria ronda, y junto con ella toda la estrofa, repicando en mi cerebro y haciéndome ver cuán trágicamente distinto de lo imaginado por él había sido el encuentro del poeta con ese príncipe de quien, más que de todos los príncipes, debemos desconfiar.

Sin embargo —es extraño cómo ambula y divaga la mente de un ensayista, por conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido ante un amplio portal preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de Quincey yacía enfermo y débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban sus piernas en dirección a Oxford Street, esa “madrastra de corazón de piedra”, y regresaba con el “vaso de oporto y especias” sin el cual, según él, quizá habría muerto. ¿Era este el mismo portal que de Quincey solía visitar en su ancianidad a manera de homenaje? Medité sobre el destino de Ann y la causa de su repentina desaparición de la guarida de su amigo; y luego me reproché amargamente por dejar que el pasado desplazara al presente. ¡Pobre Soames, desaparecido! Y también empecé a sentirme preocupado por mí mismo. ¿Qué debía hacer?

¿Se produciría acaso un gran escándalo? ¿” La Misteriosa Desaparición de un Escritor”, etc.? Había sido visto, por última vez, almorzando y cenando en mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un coche y fuera inmediatamente a Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y al cabo, dije para tranquilizarme, Londres es una ciudad muy grande, y un solo ser humano, muy oscuro por añadidura, puede fácilmente desaparecer sin que nadie lo advierta… especialmente ahora, en el deslumbramiento del próximo jubileo. Lo mejor, pensé, era no decir nada.

Y estaba en lo cierto. La desaparición de Soames no produjo el menor ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que yo sepa— observara que ya no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta, algún prosista, haya preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre Soames?, pero yo no oí jamás esa pregunta. Cabe suponer que el procurador que le entregaba su renta anual realizara averiguaciones, pero no trascendió ningún eco de las mismas. Había algo atroz, para mí, en ese desconocimiento general del hecho de que Soames había existido, y más de una vez me sorprendí preguntándome si Nupton —ese nonato— tendría razón al suponer que Soames era fruto de mi fantasía.

En ese extracto del repulsivo libro de Nupton hay un detalle que quizá os ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo he mencionado aquí por su nombre y he citado las mismas palabras que él ha de escribir, no advertirá el evidente corolario de que yo no he inventado nada? La respuesta solo puede ser la siguiente: Nupton no habrá leído los últimos pasajes de esa crónica. Semejante falta de escrupulosidad es un pecado grave en quien emprende un trabajo de investigación. Y espero que estas palabras sean descubiertas por algún rival contemporáneo de Nupton y lo lleven a la ruina.

Me agrada pensar que en algún momento dado, entre los años 1992 y 1997, alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto al mundo las inevitables y sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y tengo motivos para creer que así ocurrirá. Ustedes comprenden que la sala de lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en todos sus aspectos, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997. Comprenderán, por lo tanto, que esa tarde, cuando el tiempo la traiga, estará allí la misma gente, y estará allí, puntual, el mismo Soames, y tanto él como ellos harán exactamente lo que antes hicieron.

Recuerden ahora que, según Soames, su arribo produjo sensación. Alegarán ustedes que la sola peculiaridad de su atuendo bastaba para causar sensación en aquella multitud uniformada. Pero no dirían tal cosa si alguna vez lo hubieran visto. Les aseguro que en ninguna época Soames podría dejar de ser oscuro. El hecho de que ellos lo mirarán con fijeza, y lo seguirán de un lado a otro, y aparentemente le tendrán miedo, solo puede explicarse suponiendo que, de algún modo, estarán preparados para su espectral aparición. Habrán estado aguardando con ansia para comprobar si realmente aparecía. Y cuando llegue de verdad, el efecto, por supuesto, será… terrible.

Un fantasma auténtico, garantizado, demostrado, pero —¡ay!— nada más que un fantasma. Nada más. En su primera visita, Soames era un ser de carne y hueso, mientras que los seres en cuyo ámbito fue proyectado no eran, según creo, más que fantasmas… fantasmas sólidos, palpables y parlantes, pero inconscientes y automáticos fantasmas en un edificio que era apenas una ilusión. La próxima vez ese edificio y esos seres serán verdaderos. Soames será la apariencia. Ojalá pudiera creerlo destinado a regresar al mundo, verdadera, física, conscientemente.

Ojalá le estuviera reservada esta breve y única fuga, este único y pequeño placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está donde está, y para siempre. Los moralistas rígidos podrán decir que es el único culpable de su suerte. Por mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo rigor. Está bien que la vanidad sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch Soames era superior a lo corriente y merecía un tratamiento especial. Pero no había necesidad de ensañarse. Dirán ustedes que él se comprometió a pagar el precio que está pagando. Sí; pero yo sostengo que fue inducido por medios fraudulentos. Bien informado de todas las cosas, el Diablo debía saber que mi amigo nada ganaría con su visita al futuro. Todo este asunto no ha sido más que una vilísima treta. Cuanto más pienso en ello, tanto más detestable me parece el Diablo.

Lo he visto varias veces, en distintos lugares, después de aquella tarde en el “Vingtième”. Pero solo en una oportunidad se puede decir que nos encontramos. Fue en París. Caminaba yo una tarde por la rue d’Antin cuando advertí que se acercaba desde opuesta dirección… llamativamente vestido, como de costumbre, balanceando un bastón de ébano y comportándose, en suma, como si toda la calle le perteneciera. Al pensar en Enoch Soames y en los millares de seres que sufren eternamente bajo el dominio de esta bestia, me llenó una fría cólera y me erguí en toda mi estatura. Pero… en fin, uno está tan acostumbrado a saludar y a sonreír en la calle a cualquier conocido, que esos gestos se vuelven casi independientes de uno mismo; para evitarlos, es menester un esfuerzo muy intenso y una gran presencia de ánimo. Y así, al pasar frente al Diablo, advertí con zozobra que yo lo saludaba y le sonreía. Y mi vergüenza se hizo luego más profunda y candente porque él —sí, señor— me miró con la mayor altivez y no me devolvió el saludo. Ser desairado —deliberadamente— ¡y por él! ¡Es para sacar de sus casillas a cualquiera!

Max Beerbohm