sábado, 24 de febrero de 2018

Millás Tokio

Tokio, por Juan José Millás

Por: Por Juan José Millás/El Mañana - 25 marzo 2012

  

VATIOS DE CONSUMO. En el centro de Tokio. anuncios y escaparates -algunos. auténticas instalaciones artísticas- compiten por captar la atención del público.

Allí donde el deseo viaja en asépticos trenes de alta velocidad en busca de lolitas. y los neones impiden a las estrellas salir. allí donde parece que no queda sitio para nadie, se levanta la capital de un país de otro planeta.

El viaje físico comenzó en el vuelo Madrid - Londres; el mental, de carácter alucinatorio, en el de Londres-Tokio, donde el japonés que iba a mi lado cambiaba cada poco de edad.
Lo miro ahora y tiene treinta años, pero si lo vuelvo a mirar al cabo de quince o veinte minutos tiene sesenta y siete.
Sé lo digo en voz baja a Jordi Sodas, el compañero fotógrafo, que lee El elogio de la sombra en el asiento del pasillo contiguo al mío:
-Mira, este hombre es a veces viejo y a veces joven.

Sodas confirma mi apreciación, pero duda de que sea un hombre.
Me fijo bien y, en efecto, con la edad cambia a veces también de sexo.

Viajamos en ANA (All Nipon Airlines), una compañía de allí donde, en contra de todas las probabilidades estadísticas, nos atiende una azafata gallega, Ingrid, que se alegra mucho de vernos porque tiene un novio irlandés al que enseña castellano obligándole a leer.
Ingrid es una chica afilada y dulce que al acabar Económicas, y dado que no se podía financiar un máster en Madrid, se matriculó en un curso de aviación civil de tres meses, al cabo de los cuales se enteró de que había una vacante de azafata en esta compañía japonesa.
Como es una chica lista, aprobó a la primera, así que la enviaron a Tokio para estudiar las nociones básicas de japonés necesarias a bordo, también para que aprendiera a andar, a agacharse y a levantarse de acuerdo a los rituales de la zona.
Tiene el pelo rizado, pero ha de planchárselo para no parecer demasiado occidental, y se mueve por el mundo con más soltura de la que yo me muevo por mi barrio.
Trabaja cuatro días a la semana y vive en Madrid los tres restantes, de modo que no es fácil imaginarse las relaciones existentes entre su sueño y su vigilia.
En todo caso, está muy agradecida a AH Nipon Airlines, donde cree que encontrará el modo de progresar y sacar partido a sus estudios de Económicas.
Nos cuida mucho (sopa de miso a discreción) durante un viaje que dura casi doce horas, de las que dormimos tres o cuatro gracias a los orfidales que lleva Sodas en su botiquín portátil.

Llegamos a Tokio a las 15, un desfase horario de nada comparado con el mental, debido en parte al cansancio y en parte a los cambios de edad y de identidad sexual de mi compañero/a de asiento, que por cierto no ha ido al baño una sola vez en todo el viaje.
En el momento de abandonar el avión ha devenido en una mujer de unos cincuenta años muy alta y atractiva. 

Luego resulta que, a la luz del día, Tokio no es Tokio, sino la suma desquiciada de un sinfín de ciudades tipo Dubai, Hong Kong, Barcelona o París (torre Eiffel incluida), por citar solo cuatro, aunque elevadas ala quinta o la sexta potencia cada una.

Las dimensiones son tales, que Nueva York, muy clonada también, parece Cuenca si la comparas con la capital de Japón.
En ese avispero de más de treinta millones de habitantes no verás un papel en el suelo, no digamos una mierda de perro o una monda de naranja.

Uno había estado en ciudades de semejante tamaño (México o Nueva Delhi, por poner dos ejemplos), pero la idea previa de que sus magnitudes las hadan inviables justificaba y hasta mitificaba su realismo sucio, su miseria alargada, su uralita gris, sus suburbios infinitos, su hambre feroz y todo aquello que permite, en fin, un turismo condescendiente y compasivo, cuando no de aventuras.

Tokio es la excepción a la fuerza de la gravedad, a los estatutos de la lógica, a la segunda ley de la termodinámica, es un caso monstruoso de entropía inversa donde hasta los retretes públicos tienden al orden: si entras, por ejemplo, a las ocho de la tarde en los servicios de una estación de metro por la que han pasado ya millones de viajeros, te parecerá una exposición de sanitarios recién inaugurada.

Por cierto, que gran parte de la publicidad de los vagones del metro está formada por carteles de papel o cartón que cuelgan del techo, al alcance de la mano, y que no resistirían un simple tirón.

Un tirón que nadie da porque a nadie, increíblemente, se le ocurre, ni eso ni sacár un rotulador y pintar bigotes o gafas a los personajes de esos anuncios tan vulnerables.

Créanme, en Tokio, todo es a estrenar, no hay nada de segunda mano, como si la ciudad entera se inaugurase cada día.

Por funcionar, funcionan hasta los secadores de manos, pensados, por raro que parezca, para secar las manos.


TOKIO ES UNA MAQUINARIA descomunal, productora de un orden mecánico, sin alma, que recuerda el de las piezas transportadas por las cadenas de montaje.

Cada tokiota es una de las piezas del conjunto y se mueve arrastrado por una fuerza que parece ajena a su voluntad.
Hay en el barrio de Shibuya, por ejemplo, un cruce famoso que tiene dos pasos de cebra en forma de cruz, y que siendo el más transitado del mundo resulta el menos caótico.

Cuando uno espera, junto a cientos de personas, que el semáforo cambie y ve las decenas de transeúntes que aguardan también en la acera de enfrente, piensa que el choque entre los dos ejércitos dejará innumerables heridos o muertos sobre la calzada.


Pero la verdad es que cuando el semáforo cambia a verde y las multitudes de uno y otro lado se ponen en marcha, sucede un milagro inexplicable, y es que en el momento de encontrarse, en vez de chocar, los viandantes se entretejen como átomos programados o como los hilos de un telar, formando por unos instantes un tapiz homogéneo en el que alterna el color oscuro de las nucas que van con el color claro de los rostros que vienen.

Observado desde la ventana de uno cualquiera de los edificios gigantescos que dan a ese cruce, el experimento se resuelve en un tapiz fugaz, pues se hace y se deshace a velocidad de vértigo y con una precisión que recuerda más las labores de ganchillo que las de punto.

Se trata de una experiencia urbana memorable que Sodas y yo repetíamos fascinados, de día y de noche, como que el que sube a una atracción de feria irresistible.

Nos colocábamos en primera fila y al abrirse el semáforo comenzábamos a movernos, excitados, en dirección a la masa que venía de frente sabiendo que en el instante del encuentro una mecánica ajena a nuestra voluntad nos guiaría entre los cuerpos obligándonos a colaborar en la construcción, primero, y la deconstrucción, después, de ese tejido que se forma y se deshilacha en cuestión de segundos, al modo de una instalación artística perecedera que se repite como un bucle a lo largo del día.

Hay algo vertiginosamente oscuro, morbosamente placentero, en esas fugaces pérdidas de la identidad individual durante láS que tus piernas devienen en piezas prescindibles de un artefacto colectivo superior y en las que tus pulmones se asocian al aparato respiratorio del grupo.

La experiencia del enjambre a ratos, y a ratos, la experiencia de la línea de montaje donde todos los movimientos deben estar sincronizados para que la industria funcione y funciona en todos sus niveles, pues Tokio posee una dimensión horizontal electrizante y una dimensión vertical nerviosa.

Horizontalmente se divide en prefecturas o barrios cuya vida se ordena en torno a una estación de metro o de tren que recuerda por su dinamismo el borde de un hormiguero.
Verticalmente, posee varias alturas, pues al subsuelo (con su red de alcantarillado), y al suelo (con sus edificios gigantes),.
hay que añadir los pasos elevados, las carreteras aéreas y las VÍas del metro o del tren que flotan en el aire, a veces por encima de las casas, componiendo imágenes que recuerdan las de Blade Runner, la película de Ridley Scott inspirada en esta urbe.
Sobre las aceras existe también una dimensión rugosa ininterrumpida, dedicada al bastón de los ciegos, que recorre toda la ciudad y por la que resulta más difícil extraviarse que por la de los videntes.

Si te pierdes en Tokio, cierra los ojos y sigue uno de estos carriles, perfectamente distinguibles al tacto de los pies, con la seguridad de que te conducirá a algún sitio.

En cuanto al subsuelo, y dado que las dimensiones escondidas hablan más que las que aparecen a la vista, Socías y yo tuvimos la curiosidad y el arrojo de visitar unas instalaciones subterráneas situadas en la prefectura de Saitama, que es y no es Tokio a la vez, pues se trata de una provincia vecina, aunque sin separación alguna de la capital.

Si significara algo, diríamos que estaba lejos, pero es que en Tokio todo estaba lejos, lo que quiere decir que uno mismo estaba siempre lejos.

Incluso, cuando llegabas a casa o al hotel seguías estando lejos.

Dirán ustedes que cerca y lejos son conceptos relativos (de qué o de dónde), lo que sirve perfectamente para el pensamiento occidental.

En Tokio, lejos es un valor absoluto, porque cerca ni existe.

El caso es que ubimos el metro y nos fuimos lejos, a Saitama, desde donde un taxi nos condujo a una especie de búnker de hormigón situado en medio.
de un paisaje de aspecto prehistórico.

No había dinosaurios, pero sí cientos de libélulas que volaban en formación (jamás habíamos visto nada se mejante) y que, sin dejar de ser bichos antediluvianos, parecían también robots voladores, capaces de grabar cualquier movimiento sucedido alrededor del búnker.

Poco después nos encontrábamos en lo que parecía la sala de mandos de una central nuclear, y que era, en realidad, el centro de control de una cloaca única en el mundo, y no solo por su tamaño.
Aquello era el corazón del llamado Proyecto del Río Edogawa, diseñado para evitar inundaciones en una zona que se encuentra en la ruta de al menos una docena de tifones, una zona muy deprimida e inundable en la que en tiempos hubo arrozales y donde ahora hay viviendas.
La cloaca, que empezó a construirse en 1992 y que ya funciona a pleno rendimiento, está compuesta de cinco vasos gigantes (65 metros de altura por 32 de diámetro) que desembacan en una especie de catedral inmensa y subterránea dotada de 59 columnas como 59 árboles milenarios petrificados.
Dispone, asimismo, de un sistema de turbinas capaces de arrojar 200 toneladas de agua por segundo al río Edogawa, que canaliza y reparte el exceso entre una serie de ríos y afluentes menores.
La red de túneles del conjunto supera los seis kilómetros.

EMPEÑADOS EN VISITAR las entrañas del monstruo, comenzamos a descender por las escaleras del formidable sumidero, y al llegar al fondo, cuando temíamos un ataque de claustrofobia, sentimos, dadas las dimensiones del compléjo, uno de agorafobia.
Parecíamos ratones buscando desesperadamente un agujero en medio de un templo-cloaca feroz, de una sala de columnas cruel, de una construcción gótica sin ventanas.
Si hablábamos, nuestra voz rebotaba de columna en columna, recorriendo como un hurón cada uno de los rincones de la sala monumental y oscura hasta regresar a nosotros, que apenas nos atrevíamos a movernos.
Si se nos escapaba una risa nerviosa, esta se multiplicaba ligeramente deformada, de manera siniestra, como en una sala de espejos contrahechos.
En las paredes de hormigón se abrían bocas del tamaño de los ojos impares de los cíclopes por donde escapaban, a modo de lágrimas legañosas, fugas de agua cuyo sonido constituía la música ambiente del recinto.
Parecía imposible que un templo subterráneo de aquellas características no hubiera sido erigido, bajo la coartada de evitar inundaciones, para una divinidad inversa, un monstruo mitológico, un súcubo descomunal al que nuestros pasos podrían despertar.
Porque o despertaba el monstruo o despertábamos nosotros, ya que aquello solo podía ser una pesadilla.
De hecho, y debido al calor húmedo del recinto, nos había atacado ya ese sudor disolutivo con el que empapamos las sábanas en las noches de terror.

Pero ni se despertaba el monstruo ni nos despertábamos nosotros, atrapados como nos encontrábamos aún en el viajemental, decarácter alucinatorio, iniciado en el trayecto Londres-Tokio.
La alucinación nos conducía ahora, escaleras arriba, al paisaje prehistórico, repleto de libélulas-robot, que habíamos abandonado en una vida anterior.
Una vez fuera, por decir algo, pues en Tokio siempre estás dentro de algo, y al hacer un comentario amable acerca de la arquitectura diabólica de la que acabamos de escapar, el guía japonés nos corrigió: "Aquí no hay ninguna idea de arquitectura, solo ingeniería, solo se tuvieron en cuenta requerimientos.
técnicos".
Lo que nos sonó igual que si un crítico literario hubiera dicho que en Anna Karenina no había escritura creativa, solo requerimientos técnicos.
A continuación, y sin asomo de ironía, nos preguntó por la canalización del río Manzanares, de la que tenía él más información que nosotros.

Pero nuestro sufrimiento no había acabado, pues enseguida nos invitaron a entrar en uno de los tanques que recogían las aguas del tifón para volcarlas luego sobre las naves del templo-cloaca que acabábamos de abandonar.
Ya hemos mencionado antes sus dimensiones (65 metros de altura por 30 de diámetro).
Se trataba de un vaso de hormigón del tamaño de un edificio de 15 o 20 pisos, cuyo borde interior estaba recorrido por un voladizo de metal dotado de una ligera barandilla y sujeto a la pared del vaso por un conjunto de escuadras que no parecían suficientemente sólidas.


Asomarse al fondo del tanque desde esa galería era como asomarse al infierno.
El agua de los tifones caía en estos vasos como un conejo en una trampa, y desde allí era canalizada hasta la sala de columnas a través de las cuencas vacías de los ojos de los cíclopes.
Luego, discurría por una red de túneles donde unas turbinas potentísimas se encargaban de arrojarla al río.
Las turbinas, que también visitamos, pues habíamos decidido apurar la experiencia hasta las heces, eran en realidad cuatro motores de avión, los que, sumados, daban lugar a la potencia de despegue de dos Boeing 737.
Imaginen la vibración y el ruido que pueden organizar cuatro motores de ese tamaño atrapados en un bloque de hormigón y funcionando a pleno rendimiento.

ES LO MISMO ESTAR DENTRO de una cloaca gigantesca que llevar dentro una cloaca gigantesca.
Ahora, mientras regresábamos al centro de Tokio, estábamos fuera, pero la llevábamos dentro, incrustada en la conciencia a la manera en que las turbinas permanecían presas dentro del hormigón del colector infernal.
El metro de regreso, medio vacío debido a la hora, tiene completamente abiertas las puertas que comunican un vagón con otro, convirtiéndose así el tren entero en una especie de larguísimo intestino flexible y sinuoso que en las curvas provoca suaves movimientos peristálticos y antiperistálticos con los que vamos siendo digeridos a medida que llegamos a nuestro destino.
Al otro lado de los cristales discurre sin solución de continuidad un Japón de clase media que vamos horadando, unas veces a la altura de sus azoteas, otras a la de las ventanas del tercer o cuarto piso, lo que nos permite contemplar fugaces escenas domésticas que se suceden como un conjunto de fotogramas que forman parte de la misma película.
Somos las bacterias de un gusano de acero enorme que se dirige al corazón de ciudad, que es también el corazón de la manzana de Eva.
Nada de poesía, pura ingeniería, solo requerimientos técnicos.
Durante el viaje, la megafonía no cesa de impartir instrucciones o consejos que, aun sin entenderlos, calan eficazmente en lo que nuestra cabeza tiene de mero disco duro, instándonos a un modo de obediencia a las normas ajeno a nuestros hábitos.

Ya hemos aprendido, por ejemplo, a salir del metro, y a entrar en él, lo que requiere ciertas nociones de formación militar.
Encontrar tu sitio en una fila no es como encontrar tu sitio en el mundo, pero casi.
Cierto grado de descolocación, sobre todo si obedece a alguna pauta, se tolera, pero hay límites que no debes traspasar.
Tranquilo, estés donde estés, siempre habrá una voz impartiendo instrucciones, señalándote lo que tienes que hacer o la dirección que debes tomar.
A medida que el tren avanza hacia la noche, pues el viaje es largo, los vagones se van llenando de japoneses que están lejos de su casa, lejos de ti (aunque los tengas pegados), pero sobre todo, y a juzgar por sus expresiones ausentes, lejos de sí mismos.

Ya decíamos que el Tokio de verdad, al menos el Tokio que uno lleva en la cabeza, es el que se manifiesta por la noche, sobre todo en los barrios del centro, donde a estas horas la ciudad hierve como una cazuela de luciérnagas.
Parece un amanecer eléctrico, todo'él a base de neón y de pantallas gigantes de televisión que cuelgan de los rascacielos y que emiten pura psicodelia a velocidad de dibujo animado.
Tú mismo, si logras evitar el ataque de epilepsia propio de este tipo de estímulos eléctricos, te conviertes en un dibujo animado que recorre con asombro las calles que durante el día parecían calles y que ahora han devenido en meros callejones oscuros del alma a los que los parpadeos del neón fulminan espiritualmente como fuegos artificiales procedentes de otro mundo.
Y aunque tampoco en esta versión nocturna de la ciudad (en esta versión Hyde, podríamos decir) se puede escupir ni arrojar papeles al suelo, hayal alcance de la mano transgresiones que compensan de largo no poder hacerlo.

Pongamos que caes en el barrio de Shinjuku, donde se encuentra la estación de trenes más utilizada del mundo (unos tres millones de pasajeros diarios) y que constituye una mezcla rara de comercio furioso y administración reposada.
Aquí está, por ejemplo, el hotel Park Hyatt Tokio, que aparece en Lost in Translation, la película de Sofia Coppola.
Si eliges para pasear el lado este del barrio, experimentarás emociones morales que en ningún otro barrio chino del mundo vivirías.
Aquí, todo tiene carácter industrial también, nada de literatura o amor, solo ingeniería, requerimientos técnicos.
Este barrio es el escenario de innumerables historias de animación y manga, tantas, que ocupa más espacio en la ficción que en la realidad, por eso mismo, tú tampoco eres real cuando caminas, confuso, por el centro de una cualquiera de·sus calles, pasmado ante la cantidad de establecimientos cuyas puertas parecen labios pintados que se abren y cierran pronunciando tu nombre, invitándote a entrar.
De vez encuando, roza tu cuerpo el cuerpo de una prostituta arregladísima que, como el conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas, corre sobre sus zapatos de tacón de aguja hacia un agujero de bordes fluorescentes por el que se pierde invitándote a seguirla.
Algunas de estas chicas van vestidas incluso como Alicia, pues hay en Tokio una extraña pasión por la prostituta niña, una pulsión desasosegante hacia la pederastia de ficción, de la que hallaremos abundantes muestras a lo largo de este viaje mental, de carácter alucinatorio.

DE SÚBITO, EN MEDIO DE ESA NOCHE oscura del alma, pasas junto a un establecimiento de donde procede un ruido estremecedor, como si en la gran cloaca que llevas dentro de la cabeza desde la visita al proyecto del río Edogawa estuviera entrando a gran presión una tromba de agua.
y si te asomas al interior del establecimiento, descubres a cientos de japoneses de todas las edades sentados frente a unos raros artefactos recreativos en los que introducen compulsivamente bolitas de acero que en el interior del artefacto giran a gran velocidad antes ser enviadas, unas, hacia el interior de la máquina, y otras, hacia el exterior.
Se trata del Pachingo, uno de los juegos más populares de Japón.
Las bolitas obtenidas se pueden canjear por premios de distinta naturaleza, aunque también por dinero.
El caso es que si permaneces dos minutos de pie en el interior de una de estas salas, dejándote penetrar pasivamente por el estruendo de los rodamientos, llega un instante en el que no solo escuchas el ruido el acero, sino que lo respiras y lo exhalas trece veces por minuto, como si el nitrógeno, el oxígeno, el argón y demás componentes de la atmósfera hubieran sido sustituidos por este estruendo que acaba introduciéndose también en tu torrente sanguíneo para ser distribuido a través de él por toda tu geografía corporal.



No hay cálculos sobre las toneladas de bolitas de acero o semen que Shinjuku produce cada noche, ni información sobre el modo en que son canalizadas y hacia dónde.
Al sexo le viene bien un poco de misterio, de desinformación, de oscuridad, incluso, por eso, la mayoría de los restaurantes que alternan en estas calles con los burdeles y las salas de espectáculos resultan un poco lóbregos también.
Si has leído El elogio de la sombra, de Tanizaki, libro que muchos consideran de lectura imprescindible antes de visitar Japón, llevas en la cabeza todos los matices del claroscuro Y conoces, por tanto, el grado de luminosidad atenuada con el que conviene acercarse a los labios una taza de sopa de miso.

Entretanto, se ha ido haciendo tarde y llevas sobre tus espaldas un cambio horario importante, además de un desfase mental de categoría y muchas horas de tren, de metro, de zapatos que empiezan a quejarse de la jornada laboral a la que los has sometido.
Si tienes, como nosotros, la suerte de vivir en Shibuya, que se encuentra al sur de Shinjuku, llegas en un santiamén, pero cuando llegas te repugna la idea de meterte en el hotel porque no es fácil salir del tripi en el que andas metido.
Todavía te apetece repetir la experiencia del famoso cruce y callejear con el rostro alucinado, pues Shibuya, de noche al menos, es el barrio más tokiota de Tokio, y el más joven.
El que marca tendencia, por tanto.
La actividad comercial es tal, que, si te dejas llevar, todavía puedes deambular un par de horas entrando y saliendo de sus establecimientos' sean grandes almacenes, bares, clubes o restaurantes.

Finalmente, si creías que dormir en una habitación del piso décimo de un hotel y ver pasar el metro a la altura de tu ventana era una cosa de película, Tokio es una película, porque sucede eso 'y mucho más, así que mientras te cepillas los dientes para darle su tiempo al orfidal descorre la cortina de la ventana y espera: tarde o temprano escucharás un traqueteo y enseguida pasará por delante de tus ojos un tren con sus vagones encendidos en cuyo interior la gente cabecea.
Sobre la cama, planchado, hallarás siempre una especie de camisón que no debes ponerte.

Pero, si te lo pones, no deberías ceder a la tentación de mirarte en el espejo, porque son camisones como de manicomio, o sea, camisones de loco que acentúan la sensación de viaje alucinante.
En algunos hoteles, como cortesía de la dirección, colocan sobre estos pijamas un muñequito de papel que recuerda a los unicornios del cazador de replicantes de Blade Runner.
Sobra decir que esa noche nos tomamos doble ración de orfidaly que nos metimos en la cama aterrados y felices, todo a la vez, aun sin necesidad de habernos puesto el camisón de loco.

EN TOKIO TIENES QUE MADRUGAR porque ya hemos dicho que las distancias son las que son y se te hace de noche todo el rato.
Pongamos que te levantas a las seis de la mañana.
Pensarás que hay tiempo para todo.
Pues no, depende, por ejemplo, del que gastes jugando, antes de meterte en la ducha, con la tapadera de la taza del retrete, que está completamente robotizada.
Algunas se abren al verte entrar en el cuarto de baño y se cierran cuando te marchas, como el que hace una reverencia.
Poseen estas tapas'para e trasero tanto cerebro, que sin darte cuenta les das los buenos días y las buenas noches, además de las gracias por tener siempre la temperatura ideal para tus muslos.
Sin nece'sidad de leer ningún libro de instrucciones, solo fijándote en sus mandos, situados a la derecha del sedente, y aplicando el sentido común, puedes obtener de estas tapaderas prestaciones, de carácter escatológico, que no detallaremos aquí.
Solo Se trataba de advertir que el tiempo, si no pierdes detalle de cuanto te rodea, se escurre entre los dedos como el agua por el sumidero.

Pongamos que caes en el barrio de Shinjuku, donde se encuentra la estación de trenes más utilizada del mundo (unos tres millones de pasajeros diarios) y que constituye una mezcla rara de comercio furioso y administración reposada.
Aquí está, por ejemplo, el hotel Park Hyatt Tokio, que aparece en Lost in Translation, la película de Sofia Coppola.
Si eliges para pasear el lado este del barrio, experimentarás emociones morales que en ningún otro barrio chino del mundo vivirías.
Aquí, todo tiene carácter industrial también, nada de literatura o amor, solo ingeniería, requerimientos técnicos.
Este barrio es el escenario de innumerables historias de animación y manga, tantas, que ocupa más espacio en la ficción que en la realidad, por eso mismo, tú tampoco eres real cuando caminas, confuso, por el centro de una cualquiera de·sus calles, pasmado ante la cantidad de establecimientos cuyas puertas parecen labios pintados que se abren y cierran pronunciando tu nombre, invitándote a entrar.
De vez encuando, roza tu cuerpo el cuerpo de una prostituta arregladísima que, como el conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas, corre sobre sus zapatos de tacón de aguja hacia un agujero de bordes fluorescentes por el que se pierde invitándote a seguirla.
Algunas de estas chicas van vestidas incluso como Alicia, pues hay en Tokio una extraña pasión por la prostituta niña, una pulsión desasosegante hacia la pederastia de ficción, de la que hallaremos abundantes muestras a lo largo de este viaje mental, de carácter alucinatorio.



Entretanto, se ha ido haciendo tarde y llevas sobre tus espaldas un cambio horario importante, además de un desfase mental de categoría y muchas horas de tren, de metro, de zapatos que empiezan a quejarse de la jornada laboral a la que los has sometido.
Si tienes, como nosotros, la suerte de vivir en Shibuya, que se encuentra al sur de Shinjuku, llegas en un santiamén, pero cuando llegas te repugna la idea de meterte en el hotel porque no es fácil salir del tripi en el que andas metido.
Todavía te apetece repetir la experiencia del famoso cruce y callejear con el rostro alucinado, pues Shibuya, de noche al menos, es el barrio más tokiota de Tokio, y el más joven.
El que marca tendencia, por tanto.
La actividad comercial es tal, que, si te .
dejas llevar, todavía puedes deambular un par de horas entrando y saliendo de sus establecimientos' sean grandes almacenes, bares, clubes o restaurantes.

Entre unas cosas y otras, se ha hecho de día y tú mismo te miras en el espejo y eres de nuevo el respetable señor J ekyll.
Estás recién duchado y recién peinado y te haspuesto ropa limpia, tu madre estaría orgullosa de ti si te viera por el ojo de una cerradura.
Así que bajas, pletórico, a desayunar, y si el restaurante es muy japonés, como el nuestro, solo te ofrecen desayunos japoneses que, al ser analfabeto en ese idioma, has de elegir de entre una carta donde aparecen fotografiados, Eliges este, que resulta ser un tazón de arroz blanco caldoso con un huevo escalfado por encima.
Esoyun té verde, que en Japón es verde de verdad, y con el estómago reconfortado sales a la calle y te dices: Vamos a ir, por ejemplo, a Omotesando, por la cosa de la arquitectura de vanguardia, pues es sabido que ni siquiera desde la cultura se presta demasiada atención a este mundo.
Tu madre estaría muy orgullosa también de que dedicaras la mañana a esta actividad tan poco peligrosa en apariencia para el alma.

Omotesando es el escaparate arquitectónico más importante del mundo.
Vale la pena ir solo por ver el edificio de Prada, diseñado por los suizos Herzog y de Meuron, y formado por facetas de vidrio que le dan un aspecto de joya gigantesca tallada a mano.
No es necesario que averigües enseguida si te gusta o no, incluso no es necesario que lo averigües nunca.
Si quieres disfrutar, procura olvidarte de estas categorías pequeño-burguesas relacionadas con el gustar y el no gustar.
El edificio de Prada, por decirlo rápido, es la hostia, tanto de día, que parece una alhaja, como de noche, que parece una lámpara descomunal, aunque por la noche posee ese toque Hyde que se coloca también en la mirada del espectador, en la tuya, y que consigue que entre el edificio y tú se establezca una comunicación misteriosa, como si durante unos segundos fuerais novios o algo semejante.

Ser novio de un edificio da mucho miedo, porque tiene que haber mucha locura en el edificio o en ti, cuando no en los dos, para que eso suceda.
Pues bien, en Omotesando te enamoras de un edificio detrás de otro, y ellos se enamoran de ti, lo notas, sabes que es así, aunque no puedas demostrarlo, lo que te coloca directamente en el interior de una novela de Stephen King, o de varias, porque lo lógico es que salgas de uno y que entres en otro como en una orgía de enamoramientos sucesivos.
Están construidos por los mejores arquitectos del mundo, incluido nuestro Bofill, responsable del de Gucci, y en ellos se refugian las mej ores marcas de moda, y las más caras: Cartier, Prada, Yamamoto .
.
.
Arquitectura y lujo, pues, todo junto y en unos grados que le hacen a uno recordar aquel verso de Rilke según el cual la belleza no es más que ese grado de lo terrible que todavía soportamos, La zona, de día al menos, es más parisina que tokiota (una de sus calles es conocida como Les Champs Elisées), lo que enloquece lo suyo también, pues no se puede viajar tantas horas para llegar a la vuelta de la esquina.


HEMOS LLEGADO A UN MUNDO, en fin, en el que las pastelerías parecen joyerías, y las peluquerías, galerías de arte.
Yen el que las iglesias católicas de mentira parecen iglesias católicas de verdad.
Decirnos esto porque en nuestro paseo alucinante por aquella pequeña Europa nos salió de repente al paso una iglesia de intenciones góticas cuya presencia resultaba chocante hasta que nos explicaron que se trataba, en efecto, de una falsa iglesia católica donde se efectuaban falsas bodas católicas cuyo objetivo era fotografiarse luego en las escalinatas, al estilo de las parejas europeas que vemos en las revistas de papel satinado.
Les gustan formalmente nuestras bodas, aunque no crean en su sustancia, pero cuando a un japonés le gusta formalmente algo, lo copia, mejorándolo, y se lo queda.
En la medida en que contenido y forma sean asuntos separables, ellos Viven tan presos de las formas como nosotros de los contenidos.
Son todos expertos en diseño porque aprender su escritura equivale a hacer una carrera universitaria de arte.
Mientras los artistas occidentales, incluidos los modistos, se' mueren por entrar en los museos, los artistas japoneses sacan el museo a la calle, que es en sí misma una galería de arte.
Hay museos, claro, pero están unos dentro de otros, como las cajas chinas.


Y bien, lo que llamaba la atención de nuevo en este barrio, Omotesando, era que todo estuviese a estrenar.
¿Nos encontrábamos acaso en una ciudad que no envejecía? Envejecía, claro, como todas las ciudades del mundo, pero se renovaba continuamente.

Ese templo budista, por ejemplo, de no sabemos cuántos siglos de antigüedad, no está intacto porque se conserve bien, sino porque se ha derribado varias veces y sobre sus cimientos se ha construido otro idéntico.
Nos lo explicó Toyo Ita, un conocido arquitecto:
-Ustedes -dijo- vienen de la piedra, y nosotros, de la madera.
Además, levantamos nuestros edificios sobre terrenos sísmicos.
Nosotros, arquitectónicamente hablando, pertenecemos a una cultura de lo efímero.

-Pero el terremoto del 11 de marzo -le decimos- ha demostrado que la tecnología antisísmica funciona.
En Tokio, donde la tierra se movió lo suyo, no hay un edificio con una sola fisura.

-Sí, el 11- M fue un test para la tecnología antisísmica, pero no creo que eso haya cambiado la idea de los japoneses respecto a la arquitectura.
Para nosotros, los edificios son obras efímeras que cada 10 años se cambian, aunque el terreno sobre el que están hechos losedificios sea hereditario y no cambie de propiedad.
Tenemos asumido como algo natural el cambio de imagen de la ciudad, que conlleva la renovación periódica de los edificios.

-¿Aunque pudieran durar siglos?
-En Tokio ha habido muchos edificios provistos de tecnología antisísmica que fueron derribados para dar paso a otros nuevos.
La renovación no tiene que ver con la resistencia antisísmica, sino con razones, por ejemplo, de orden económico.
Los japoneses no comparten la idea de que los edificios se deban restaurar para seguir utilizándolos.

-Cuesta creer que el hermoso edificio diseñado por usted en Omotesando (nos referimos al de Tod' s) vaya a ser demolido en 10 o 15 años.

- El edificio de Prada, que está muy cerca, tiene una gran reputación desde el punto de vista arquitectónico, pero al año de ser construido cambió de dueño y no se sabe qué va a suceder.


LA IDEA DE QUE AQUEL EDIFICIO tan desequilibrado psíquicamente y del que nos habíamos enamorado pudiera ser demolido, víctima de esa pasión por lo efímero, nos convenció de que Tokio, al menos de momento, era demasiado Tokio para los que veníamos de la cultura de la piedra, de modo que, ya que había salido a relucir el asunto del terremoto, decidimos hacer las maletas y poner rumbo a Fukushima, donde la central nuclear ardía casi un año después de aquel funesto 11 de marzo y más de 60 años después de Hiroshima y Nagasaki.

AHÍ NOS TIENEN, EN EL COCHE recién alquilado, donde, además de Jordi Socías y un servidor de ustedes, va Gonzalo Robledo, un colombiano que lleva 30 años en Japón y que, aparte de conocer el idioma, sabe conducir por la izquierda.
Gonzalo es esa clase de guía que se queda fuera cuando un grupo de locos se toma un ácido.
Nosotros no nos habíamos tomado ningún ácido, apenas el orfidal de cada noche, para coger el sueño, pero el "viaje continuaba siendo más mental (y siempre de carácter alucinatorio) que físico.
El coche era un Toyota o un Honda, ahora no caigo, en cuyo salpicadero habíamos colocado, como todo el mundo (nadie se fiaba ya de los datos del Gobierno), un contador Geiger, para medir la radiactividad a la que nos expondríamos una vez alcanzada la zona del desastre, que se encontraba a unos 300 kilómetros.
Cogimos mucha lluvia porque nuestro trayecto, para que al tripi no le faltara de nada, coincidió con el de un tifón, quizá el de los jueves, o el de los sábados, no recordamos ahora qué día de la semana era.

En medio de aquel desorden mental y físico, con las ráfagas de lluvia golpeando furiosamente el techo del automóvil y la pantalla del Geiger parpadeando como el reloj de un microondas trastornado, repasamos nuestras notas y resultó que había en Japón 54 centrales nucleares, de las que en aquellos momentos solo funcionaban 12, sin que se advirtiera por parte alguna síntomas de restricciones eléctricas (el Tokio nocturno era una llama de neón).
¿Por qué tantas, entonces, aparte del negocio gigantesco que representan su instalación y mantenimiento?
La radiactividad, como la tensión alta, es un asesino silencioso.
No duele cuando la respiras, ni cuando entra en el torrente sanguíneo a través de las verduras o el pescado.
Tú vas tranquilamente (es un decir) en el coche, y cuando oyes que el contador Geiger se pone a pitar no sientes nada aparte de un temor mitológico que te lleva a respirar más despacio, como si de ese modo tragaras menos veneno.
En el caso de Fukushima, aparte de los efectos que la radiación tenga en el futuro sobre la salud física, ha provocado ya efectos nocivos sobre la salud mental, pues ha abierto fisuras entre la población y sus políticos, de quienes se piensa que mintieron.
El arquitecto Toyo Ita, en la conversación antes citada, señaló:

-Creo que los políticos japoneses son una vergüenza grande, y en esta, que es la mayor crisis de los últimos años, los partidos y los políticos solo se preocupan de pelear por sus intereses.
Por eso mucha gente está decepcionada.
No se sabe hasta qué punto el gobierno ha ocultado información o ha dicho lo correcto.
En el caso de fukushima, por ejemplo, no sabemos si estamos ante una situación de alta peligrosidad o no.
No hayun criterio sobre el que basarse para tomar una decisión correcta.

-¿Cree que podría haber entrado la radiactividad en la cadena alimentaria?
-Es posible, pero no sé hasta qué punto.

Hasta ahora, el gobierno ha difundido mucha información falsa y hemos llegado al punto en el que no sabemos qué creer.
Cuando vaya thoku llevo mi contador geiger para medir la radiactividad.

- ¿Es partidario de la energía nuclear?
-Creo que se debería abolir cuanto antes.

La desconfianza de ita era general.
Mucha gente evitaba ya comprar alimentos procedentes del norte de la isla.

A mitad del camino (ydel tifón) hicimos un alto en un bar de carretera con aspecto de guardería.
Las mesas y las sillas, más bien ·bajas para nuestras costumbres, estaban pintadas en tonos pasteles, y los saleros y las vinagreras parecían de juguete.
Había también muchos muñequitos por aquí y por allí (los japoneses son los inventores de helio kitty, que, más que una muñeca, es la muñequez misma).
La luz, abundante y alegre, resaltaba los colores llamativos de los dulces y pasteles puestos a la venta, que parecían también versiones platónicas del objeto pastel.
Otra vez la alucinación, pensamos con inquietud, hasta que nos explicaron que se trataba de un tipo de bar de carretera muy frecuente en japón.

En un ambiente como el descrito, yatendidos por un personal de una amabilidad extrema, dotado de unas excelentes articulaciones lumbares, resultaba casi imposible no volverse un poco niño, de modo que nos pusimos a curiosear con espíritu infantil cada uno de los rincones del establecimiento hasta que tropezamos con una estantería repleta de cómic s manga, de la que sacamos uno al azar para hojearlo allí mismo, de pie, cándidamente.
Pero cuando nos hallábamos en pleno goce de aquella atmósfera inofensiva y
Protectora, nos arrancó de ella, con la violencia de un puñetazo en el estómago, una viñeta del cómic en la que se violaba con toda naturalidad a una niña de 13 o 14 años, con las manos atadas a la espalda, una niña que lloraba y gemía, no quedando claro si de dolor o de placer.
Con el corazón en la garganta, abandonamos el cómic cuidadosamente en el sitio de donde lo acabábamos de sacar, nos limpiamos instintivamente los dedos en los pantalones y regresamos a nuestra mesa de colorines para observar a vista de pájaro aquel entorno de guardería, comprobando que se trataba de un establecimiento familiar, pues había padres y madres merendando inocentemente con sus niños, algunos de ellos muy cerca de la estantería de los tebeos manga.
El té verde era gratis.

De vuelta al coche, y mientras avanzábamos en medio del tifón y de nuestro desorden mental, gonzalo robledo hizo un comentario sobre la furia de la naturaleza al que el compañero fotógrafo, jordi so cías, respondió con una frase curiosa:
-Yo siempre he estado en contra de la naturaleza y nunca me he subido a.
Una montaña.

En ese mismo instante, el contador geiger empezó a emitir una especie de gruñido continuo, acompañado del parpadeo agobiante de unas luces rojas.
Acabábamos de entrar en una zona de radiactividad baja (0,11 según el monitor) que iría aumentando a medida que nos acercáramos a la poblaoión de fukushima.
Como la radiactividad subía y bajaba en función de la zona que atravesábamos y quizá de la dirección del viento, decidimos eliminar del aparato la función del pitido, que era muy alarmante, y llegamos al hotel tarde y agotados, retirándonos enseguida a nuestras habitaciones.

Esa noche, para colocarme a la altura de las circunstancias, me puse el camisón de loco, cortesía de la dirección, sobre el que había una papiroflexia de blade runner, de modo que me acosté un poco replicante y un poco asustado, pues no había logrado comprender el plano con las rutas de evacuación del hotel para el caso de que hubiera un terremoto durante la noche.
Pusimos los despertadores a las cinco de la mañana, pero servidor de ustedes abrió los ojos espontáneamente a las 4.
50, Después de haber soñado profusamente con puertas de emergencia detrás de las cuales siempre había otra puerta de emergencia.

Al abandonar el hotel, el geiger marcaba ya 0,63 de radiactividad (microcyberpor hora, la unidad de medida estándar, nos dijeron).
Los efectos de la radiactividad son acumulativos, por lo que los niños de las escuelas con los que nos cruzábamos llevaban colgado del cuello, al modo de un escapulario, un dosímetro individual dotado de una memoria que registraba el historial radiactivo del crío.

Abandonado el centro urbano de la ciudad de fukushima, pusimos rumbo a minamisoma (siempre dentro de la prefectura de fukushima), que se encontraba a 25 kilómetros de la central nuclear, casi en la frontera de la llamada zona de exclusión.
Bastó recorrer 200 metros en esa dirección para que el contador subiera a 0,70.

Minamisoma, centro de la provincia, resultó ser umi ciudad de casas bajas que, según nos explicaron, venía viviendo hasta el desastre nuclear de.
La agricultura y de la manufactura (componentes de motor, alta tecnología, energía solar .

La noche había sido lluviosa, por el tifón, y aún chispeaba.

Gonzalo robledo conducía despacio por sus calles para que viéramos el panorama y socías d~cidiera si había algo fotografiable, pero lo cierto es que la gente parecía llevar una vida normal.

Había grupos de estudiantes detenidos disciplinadamente frente a los semáforos en rojo o junto a las paradas de los autobuses.
Dentro del coche, el contador geiger emitía un gruñido como de mal humor.

Nos dijeron que había aquí una discusión permanente acerca de las cantidades de radiactividad que podía soportar un ser humano' de forma prolongada sin sufrir daños a medio o largo plazo.
Más de 0,7, según algunos, ya era peligrosa, pero no se sabría con seguridad hasta dentro de algunos años.

Por si acaso, la agricultura de la zona sufría continuas revisiones, a fin de vigilar si sus niveles de cesio (la partícula radiactiva que penetra en la cadena alimentaria) eran los adecuados.

La alarma había surgido por el estudio de unas muestras de carne de vacuno.
En todo caso, no había una posición definida.

Unos decían galgos y otros podencos, mientras el enemigo invisible avanzaba .
.

En un momento dado, ya en las afueras de la ciudad, el geiger empezó a marcar 0,84.
Allí nos cruzamos con un colegio entero de niños provistos de mascarillas.
Luego, tras atravesar un río que despedía vapores de niebla, dejamos atrás la ciudad, y la carretera empezó a discurrir por un hermoso valle, de un verde muy estimulante, que recordaba los paisajes del norte de España.

Un edén sometido a una radiactividad que en aquellos instantes era ya de 1,81.

Daba pena pensar que la gente tuviera que mirarse aquí todos los días la radiactividad acumulada como el que se mira una herida abierta, pero no quedaba otro remedio porque el suelo y la vegetación absorben mucha radiación.
Toda aquella hierba de aspecto tan saludable ya no se podía consumir, y los animales que la habían probado estaban bajo sospecha.

El gigante que quiso ser grande



El gigante que quiso ser grande

Leila Guerriero
18 FEB 2007



No. Esta no es una tierra extraordinaria. La provincia de Formosa, en el noreste argentino, es una planicie sin elevaciones con una vegetación que fluctúa entre el verde discreto de las zonas húmedas y los campos agrios de la sequía. No hay lagos ni montañas ni cascadas ni animales fabulosos. Apenas el calor del trópico mezclado con el polvo en una de las regiones más pobres del país. Y sin embargo, allí un pueblo de nombre El Colorado -donde 17.000 personas viven del trabajo en la Administración pública y la cosecha del algodón- tiene, entre todas sus criaturas, a una criatura extraordinaria: El Colorado es la tierra del gigante.

Son las dos de la tarde de un día de noviembre. Las calles del pueblo se revuelven a 43 grados de calor y en el hotel Jorgito una mujer joven, de andar cansado, dice pase, le muestro su cuarto. Los cuartos son así: cama, el baño. Cuando la mujer se va suena el teléfono y una voz honda -la excrecencia del eco de una catedral o de una bóveda- dice:

-Al fin. Ahora estás en mi territorio.

Desde su casa, a cinco cuadras del mejor hotel del pueblo, Jorge González, el gigante, se ríe.

Un resumen diría lo que sigue: que Jorge González nació el 31 de enero de 1966 en El Colorado, hijo del matrimonio de Mercedes y Felipe, ama de casa ella, empleado de la construcción él, y que vivió con esa familia compartiendo lo poco que compartir se podía: un cuarto con sus hermanos (Plácida, Zunilda, Ricardo, Omar) y apenas la comida. Diría también que después de iniciarse a los nueve años en trabajos de los brutos -cosechar algodón, desmontar monte cerrado- a los 16 le propusieron integrar un equipo de baloncesto en un club de la vecina provincia de Chaco y él dijo sí. Que jugó en la selección argentina, fue elegido en el draft de la NBA, devino estrella de la lucha libre, viajó por treinta países, participó en la serie Los vigilantes de la playa, y que hoy vive en el pueblo que lo vio nacer sin poder caminar, solo y diabético. Y diría también que todo eso le sucedió a Jorge González por ser una criatura extraordinaria de dos metros y treinta y un centímetros de alto -un gigante-, y que a eso -a esa altura- le debe toda su suerte. Le debe toda su desgracia.

El aire está asediado por una tormenta líquida que durará tres días con sus noches, pero por la calle de Salta -de tierra, a cinco cuadras del centro- todavía se puede caminar. El barrio es humilde, y allí, bajo la galería de una casa, junto a una camioneta Ford Bronco roja y vieja, sentado en un enorme sillón de madera, fumando, Jorge González hace lo de todos los días: espera, intenta hacer sus bromas.

-Ya me viniste a molestar. Pasá.

Después se pone de pie y se aferra a la silla de ruedas de construcción casera que usa como andador -negra, de hierro- y queda claro que 2,30 metros es la altura de una casa.

En el living hay un ordenador, fotos de antiguas glorias de la NBA. Hacia el fondo, una cocina sin ventanas, el cuarto de Carlitos -medio hermano de Jorge, de ocho años, hijo del segundo matrimonio de su padre- con un televisor siempre encendido.

Jorge González empezó a construir esta casa el mismo día en que se fue de El Colorado, cuando tenía planes de volver e instalarse aquí con Mercedes, su madre. Ahora, a un lado y otro viven sus hermanos: Omar, de 32 años, empleado de un taller mecánico, y Ricardo, de 33, desocupado, padre de Valentino, un niño de dos.

-Carlitooo.

-Quéee.

-¿Me traés la insulina, papi?

Carlitos aparece con los aplicadores de las 150 unidades de insulina diarias que necesita su hermano mayor. Jorge se levanta la camiseta, apoya un aplicador en la cintura, duda un segundo, aprieta.

-Carlitos vive acá desde que murió mi viejo, en agosto pasado. Sabe que no lo necesito, pero que para quedarse acá tiene que cumplir mis reglas.

-¿Y cuáles son tus reglas?

-No te las voy a decir.

Después asegura que solo tiene buenos recuerdos de su infancia.

-Cuando uno no es consciente de la miseria, lo pasa bien.

Jorge González creció sabiendo qué cosa eran los lujos: todo lo que él y su familia no podían hacer. Ir al cine, comprar ropa, tomar gaseosas, un helado: "Éramos muy pobres, pero yo tenía un gran alivio cuando llegaba a casa. Mi mamá era todo para mí".

Empezó a trabajar a los nueve años vendiendo diarios, cosechando algodón, y aunque a los seis parecía de 14 y a los 15 calzaba un 56, nadie -ni él ni su madre ni su padre- vio en eso nada extraño. Hasta la mañana del 21 de septiembre de 1982, cuando -16 años, 2,18 metros- entró a aquel bar y lo vio un viajante que se quedó mudo.

-Me dijo que iba a hablar con los dirigentes del Hindú Club de Resistencia, un club de baloncesto. Dos días después vinieron dos tipos y me preguntaron si quería probarme. Y fui.

-¿Te gustaba el baloncesto?

-Era un trabajo. ¿A quién le gusta su trabajo?

Y así, sin vocación, Jorge se fue.

-Se fue por nosotros -dirá después su hermano Omar-. Si hubiera sido por él, no se habría ido nunca. Pero no pensó en él.

Aquel septiembre, el hijo de Felipe y de Mercedes tuvo una ambición desmesurada: no la de hacerse rico, sino la de salvar a un pequeño grupo de personas: Felipe, Mercedes, Plácida, Zunilda, Ricardo y Omar. Sus padres, sus hermanos.

Llegó al Resistencia con lo puesto -un jean, una camisa- y empezó a aprender las reglas de ese deporte que ignoraba.

La noticia del enorme jugador de aquel club de provincias no tardó en esparcirse. Ese mismo año fue contratado por el Gimnasia y el Esgrima de La Plata, una ciudad a más de mil de kilómetros de su pueblo natal; en 1985 pasó al Sport Club de Cañada de Gómez, y al poco tiempo fue convocado por la selección nacional.

-Empecé a viajar por todo el mundo y en diciembre de 1987 fuimos a España con la selección para jugar el torneo de Navidad. Tuvimos que quedarnos a pasar el 24 de diciembre en Madrid. Fue la mejor Navidad de mi vida. La pasé solo, en el hotel, comida, champán. Por la ventana se veía el paseo de la Castellana, nieve, luces en los árboles…

Y mientras él comía y brindaba y veía la nieve caer, en Estados Unidos un hombre llamado Richard Kane, cazatalentos de los Atlanta Hawks, equipo de baloncesto del emporio de Ted Turner, miraba un vídeo de la selección argentina durante el torneo de Navidad en Madrid y se relamía con eso que no parecía posible: un increíble hombre ágil de 2,30 metros.

Y ese fue el principio del fin.

Es de noche y la calle de Salta es un vórtice oscuro. En el living, Jorge fuma despacio. Sobre la silla negra hay cigarrillos, un mate, sus boquillas.

-Pidamos pizza.

La silla oficiará de mesa para los vasos, la pizza, la gaseosa. Carlitos, sentado a espaldas de su hermano, comerá cinco porciones mirando al suelo. Jorge, ninguna.

-Yo nunca ceno.

-¿Eso es bueno para tu diabetes?

Se encogerá de hombros con desprecio. Mirará la calle, una víscera brillante y resbalosa.

-Nunca va a parar de llover.

Cada año, la NBA realiza su 'draft', una selección de jugadores que implica un contrato provisorio con el equipo. Aquella Navidad de 1987, Richard Kane había visto jugar a Jorge González en España y pensado que valía la pena apostar por él. El draft de 1988 se realizó en junio y Jorge quedó seleccionado: tercera ronda, puesto número 54. En enero de 1989 viajó a Atlanta para hacerse pruebas y regresó a Argentina con instrucciones que incluían la de bajar de peso. Si las cumplía, jugaría en la NBA desde la temporada siguiente. Pero Fernando Bastide, su representante durante años, asegura que las posibilidades en la NBA siempre fueron remotas.

-Un año después del viaje de Jorge me llamó Richard Kane y me preguntó por sus condiciones físicas. Le respondí que estaba igual, y me dijo que entonces las posibilidades de la NBA eran remotas, si le interesaba hacer lucha libre en la compañía del grupo Turner. Llamé a Jorge, y él preguntó: "¿Hay plata?". Le respondí que para saber teníamos que viajar a Atlanta. Ya en el avión me dijo que por lo menos quería 2.000 dólares por mes para terminar su casa en El Colorado. Él no tenía idea de las cantidades.

El contrato está fechado en 1990, entre Jorge González y la WCW (World Championship Wrestling) y promete un pago de 150.000 dólares el primer año, 225.000 dólares el segundo y 350.000 el tercero. Jorge vio esos números, regresó a Buenos Aires, se despidió del baloncesto, volvió a Atlanta y debutó el 20 de mayo de 1990 con un sobrenombre obvio: El Gigante.

-¿Te gustaba la lucha?

-Era un trabajo. ¿A quién le gusta su trabajo?

Empezó a viajar por Estados Unidos a razón de 27 pueblos en 30 días y sin descanso. Tenía chófer, hoteles de cinco estrellas, dicen que mujeres y regresaba cada tanto a El Colorado, portando maletas repletas de ropa para dejarlas allí, en esa casa donde tenía previsto su futuro.

Pero el 9 de febrero de 1992, a los 45 años, Mercedes, su madre, murió por una dolencia cardíaca. Jorge llegó tres días después del entierro.

-Desde ese momento -dice Jorge- me quedé sin planes y no creí más en nada. Mi mamá era todo para mí.

Después de aquella muerte, su padre empezó amores con quien sería madre de Carlitos; sus hermanas se fueron del pueblo, y Omar y Ricardo, los hermanos de 15 y 16, quedaron solos. Jorge se quedó en El Colorado más tiempo del que la compañía le había permitido, y cuando regresó a Estados Unidos se encontró con el contrato rescindido por incumplimiento. Así, como si nunca hubieran existido, los 350.000 dólares por el tercer año de trabajo se desvanecieron en el aire.

La puerta está abierta y la casa exuda un silencio ominoso, amenazante.

-¿Puedo pasar?

-No -retumba la voz calculada: descortés.

La lluvia ha colapsado este pueblo sin cloacas, y el baño de la casa del hombre que estuvo en hoteles de cinco estrellas rebosa humanas inmundicias. Ese día, todo el día, delegaciones de estudiantes se acercarán para preguntar si pueden tomarse fotos, pero él dirá que no, que está ocupado.

-Soy el oso del circo. Vienen a ver al monstruo de 2,30 metros. Mañana vas a tener que venir temprano porque tengo que mirar la carrera de fórmula 1.

Carlitooo… A veces pasa noches así: los pies le arden como si tuviera clavos y se levanta con humores perros. Un Nerón déspota, enloquecido.

Después de la muerte de su madre, la carrera de Jorge no se detuvo. En 1993 firmó contrato con otra compañía de lucha, participó en un capítulo de Los vigilantes de la playa e hizo series como Trueno en el paraíso I y II, en las que fue enemigo del rubio de bigotes Hulk Hoogan. En las fotos de esos años aparece en Florida, musculado, sonriente, junto a un Ferrari o a muchachas en biquini.

-Cuando nos quedamos solos, Jorge empezó a darnos plata -dice su hermano Omar-. Pero nosotros teníamos 15 años, y sin un adulto que nos ponga límites fue un descontrol. Despilfarramos mucho.

Mientras, en Japón y en Florida, en México y en Atlanta, Jorge hacía su trabajo: golpear y dejarse golpear. Fueron tres años de masacre sobre un cuerpo castigado. Porque aunque él dice no saber que era diabético, se retiró de la lucha en 1996 después de una pelea en Japón, asustado por una lipotimia que lo derribó del ring, sus hermanos aseguran que en 1996 hacía cuatro años que Jorge lo sabía.

-Él tuvo un coma diabético en Estados Unidos después de la muerte de mi madre -dice su hermana Zunilda- y desde entonces se empezó a aplicar insulina.

Después de aquella pelea en Japón, Jorge abandonó la lucha para siempre y regresó a su pueblo natal.

-Quería vivir seis meses en Nueva York y seis meses en El Colorado.

Pero jamás volvió a salir de allí.

La camioneta -la Ford Bronco roja, vieja- se desliza bajo la lluvia. Para apretar el acelerador o el freno, Jorge levanta la pierna derecha con la mano y la arroja sobre el pedal. Mientras conduce, señala los negocios pujantes, los que no, los que podrían ser suyos.

-Aquel hijo de puta me debe 600 dólares. Yo podría tener un departamento en Buenos Aires. Pensar que tenía una American Express y trajes carísimos.

Cada tanto, la camioneta se detiene frente a una verdulería, un quiosco, y un verdulero o un quiosquero se acercan y Jorge grita:

-Dos kilos de bananas, cuatro alfajores.

Son las cinco y media de la tarde cuando se detiene frente a una carnicería, y está a punto de abrir la puerta -de bajar a hacer sus compras- cuando se acuerda.

-Ah, no, cierto -dice.

Un hombre con delantal de carnicero se acerca, pregunta qué va a llevar, y Jorge imperturbable dice:

-Un pollo.

En 1996, cuando regresó al pueblo, ningún club de baloncesto mostró interés por un hombre con el cuerpo resentido por la lucha, y un año después, lleno de dolor por un pinzamiento de las vértebras, Jorge viajó a Buenos Aires para hacerse estudios más completos. Y fue allí, en el hospital Italiano, donde escuchó por primera vez el diagnóstico que nunca había sospechado: el de una enfermedad llamada gigantoacromegalia, con una prevalencia de tres personas por millón, producida por el exceso de una hormona de crecimiento llamada IGF-1, cuyos síntomas, además del crecimiento descontrolado del cuerpo, son pérdida de la visión, agrandamiento de las vísceras abdominales y del corazón, impotencia sexual y, claro, diabetes. Para cuando supo que la suya era una enfermedad que debió haberse tratado en la infancia, llevaba dos décadas sacándole provecho al atributo que lo estaba aniquilando, y cuando volvió a su pueblo, las cosas se pusieron peor.

-Un día se me durmió un pie, después el otro, y ya no pude caminar. Es una neuropatía provocada por la hiperglucemia.

Entonces mandó construir esa silla de ruedas negra y chirriante, no volvió a caminar, empezó a vivir de ahorros y a gastar, exactamente, 200 euros al mes.

Hace mucho que la vida se transformó en esto que es: supervivencia.

Son las seis de la tarde y no ha comido nada desde el día anterior.

-Pensé que la mujer de Ricardo me iba a cocinar, pero no pudo. Y no me gustan las cosas recalentadas.

-¿Y Carlitos?

-Él tampoco comió, me quiere acompañar.

Esa noche comprará cinco hamburguesas con huevo, mayonesa, lechuga, tomate, mostaza y ketchup. Comerá dos; Carlitos, tres.

Será una noche rara. Hablará durante horas y, cuando termine, habrá dejado de llover, la calle será una alfombra de insectos bajo la luz lechosa de los faroles, y al día siguiente habrá un sol incendiario. Interminable.

Empezará hablando de sus sueños.

Que una vez soñó con serpientes, dirá. Que soñó que estaba en una cama llena de serpientes y que no podía hacer nada. Y que otra vez soñó que se había muerto y que lo llevaban en su cajón al cementerio. Que recuerda los viajes por Estados Unidos con el chófer y el Cadillac y Willie Nelson en el radiocasete, y que nadie puede acostumbrarse a haber estado así y estar como está él: preso de sí, encerrado. Que de todos modos, si es que existe algo santo y grande y poderoso, lo que le pasó es todo bendición, porque antes de ser lo que fue era un chico que plantaba melones y sandías y después conoció grandes hoteles y mujeres y autos de lujo. Que no se quiere morir, pero que igual se muere. Que si tuviera muchísimo dinero arreglaría su Ford Bronco viejo y rojo e intentaría que sus hermanos no tengan apuros económicos. Que si alguien le hubiera dicho en su momento cuál era la diferencia entre 1.000, 10.000 y 100.000 dólares, habría hecho otras cosas. No sabe cuáles: otras.

-Pero los deportistas pobres no tenemos masters en economía.

En el silencio claro de la noche -el aire blando todavía de humedad- se agacha sobre las rodillas, se mira los pies inútiles.

-Qué pena que esto me pasó ahora. Si hubiera sido a los 50… Pero ahora…

Desde el cuarto de Carlitos llegan las risas, los ruidos de una película de Jackie Chan.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de febrero de 2007

viernes, 16 de febrero de 2018

Scott Fitzgerald


Libros  

Cuentos perdidos de F. Scott Fitzgerald

Día libre de amor

Es casi un milagro que, 80 años después de su muerte, aún podamos descubrir obra inédita de Scott Fitzgerald. Pero así es. Con edición y prólogo de la mayor especialista en su obra, Anne Margaret Daniel, Anagrama publicará dentro de unos días Moriría por ti y otros cuentos perdidos, que reúne una veintena de historias escritas por el autor estadounidense en los años de la Gran Depresión, y generalmente por pura supervivencia. Está aquí el guionista de cine y el colaborador de revistas literarias, el hombre que había devorado su vida a tragos y que luchaba por sobrevivir a la fama y la autodestrucción. Abrimos hoy nuestras páginas literarias con uno de estos cuentos perdidos.


FRANCIS SCOTT FITZGERALD | 16/02/2018 |  Edición impresa


F. Scott Fitzgerald
La tarde que decidieron casarse paseaban por el bosque, sobre un manto húmedo de agujas de pino, cuando Mary, no muy decidida, propuso su plan.

-Pero ahora te veo todos los días -se quejó Sam.
-Solo esta última semana -lo corrigió Mary-. Era para comprobar si podíamos pasar juntos todo el tiempo sin... sin...
-Sin volvernos locos -Sam la ayudó a terminar-. Querías ver si aguantabas.
-No -protestó Mary-. Las mujeres no se aburren lo mismo que los hombres. Pueden dejar de prestar atención, pero siempre saben cuándo los hombres se aburren. Por ejemplo, conozco a una chica a quien los matrimonios le duraban exactamente hasta el día en que descubría que le estaba contando a su marido una historia que ya le había contado. Entonces iba a Reno. No podemos hacer lo mismo... Estoy segura de que me repito. Y somos los dos los que tenemos que aguantar.

Incluso en ese momento repetía un gesto que a él le encantaba, una especie de tirón a la falda como si dijera: “Apriétate el cinturón, chica. Que vamos... quién sabe adónde”. Y Sam Baetjer quería que lo repitiera con el mismo vestido siempre: el vestido de lana gris claro y, a juego, los labios y el chaleco escarlata con cierre de cremallera.

De repente Sam sospechó algo. Era de esos hombres que parecen eternamente impasibles, incluso distraídos, y de pronto anuncian el resultado de una operación matemática hasta el último dígito.

-Es por tu primer matrimonio -dijo-. Yo pensaba que nunca volvías la vista atrás.
-Solo para que me sirva de advertencia -dudó Mary-. Pete y yo estábamos tan unidos que... Tres años, hasta el día de su muerte. Yo era él y él era yo... Y al final eso sirvió de poco: yo no podía morirme con él. -Dudaba otra vez, insegura del suelo que pisaba-. Creo que una mujer debe tener en su interior un lugar al que dirigirse..., semejante a la ambición en los hombres.

Así que siempre habría un día libre de amor, un día a la semana en el que llevarían vidas geográficamente separadas. Y no hablarían de esos días: nada de preguntas.

-¿Tienes un hijo secreto? -bromeó Sam-. ¿Un hermano gemelo en la cárcel? ¿Eres la agente X9? ¿Me enteraré algún día?

Cuando llegaron a su destino, una fiesta en una de esas “cabañas” exuberantes que salpican las colinas de Virginia, Mary se quitó el chaleco escarlata y, de pie ante la chimenea, en un aparte, les contó a sus amigas de la infancia que se iba a casar de nuevo. Llevaba un cinturón plateado con estrellas troqueladas que, así, estaban sin estar del todo, y, mirándolas, Sam comprendió que aún no había acabado de encontrar a Mary. Por un instante anheló no haber tenido tanto éxito personal, y que Mary no fuera tan deseable. Anheló que los dos se sintieran un poco lastimados, que no quisieran separarse ni un momento. Pasó la tarde un poco triste, sin dejar de mirar las estrellas intangibles que se movían de acá para allá a través de los amplios salones.

Mary tenía veinticuatro años. Hija de un catedrático, tenía la apariencia deslumbrante de una corista: pelo de bronce, ojos verdeazulados y un rubor perpetuo que casi le daba vergüenza. El contraste entre sus cualidades sociales y físicas le causó muchos problemas en la pequeña universidad local. Se había casado con un catedrático con el que no tenía ninguna razón especial para casarse, y logró que el matrimonio fuera un éxito: tanto que estuvo a punto de morirse con su marido y, solo al cabo de dos años, reencontró las noches sin fantasmas y el azul de los cielos. Pero ahora, casarse con Baetjer, un joven excepcional que reorganizaba minas de carbón a lo largo de Virginia Occidental, parecía tan natural como respirar. Contaba con la materia prima, Mary lo sabía, sopesando las cosas con las dos manos. Y el amor es lo que tú haces con él.


Cuaderno del escritor con el original del cuento Día libre de amor
Al martes siguiente volvió al pueblo de la montaña, capital del condado: la plaza de los juzgados, con un soldado de la Confederación de hierro, un cine, los habitantes, hombres y mujeres en ropa vaquera azul, y los montes de Blue Ridge elevándose como telón de fondo en tres de sus lados. Esa vez tenía la sensación de haber agotado prácticamente las posibilidades de aquel lugar: el aspecto puramente físico de su desaparición se impondría cuando ese otoño Sam ocupara su escaño en el Congreso. El pueblo había sido, en otro tiempo, un humilde balneario. Había un sanatorio en una de las colinas limítrofes y, un poco más arriba, el edificio central de lo que en 1929 iba a convertirse en un complejo hotelero. Preguntó por el hotel y le dijeron que habían robado las camas, que el mobiliario había ido desapareciendo poco a poco. Volvió a contemplar la estructura blanca y vacía en su magnífico emplazamiento y, al final de la tarde, subió en coche por pasar el rato.

-... de todas formas, en opinión de una pobre viuda -le decía al desconocido, en el Simpson's Folly.
-En teoría -dijo el desconocido-, solo en teoría, ese tal Simpson podría haber convertido esto en el mayor complejo hotelero del país.
-Fue la Depresión -dijo Mary, que observaba la estructura vacía, elevándose sobre el risco, un caparazón del que los montañeses se habían llevado hasta las tuberías.
-También usted tuvo su depresión -aventuró el desconocido-, y mírese ahora, tan llena de confianza y esperanza, como si solo fuera cuestión de proponérselo. Y en su primer día libre, incluso en vísperas de casarse, conoce a un hombre, o a lo que queda de él. Suponga que nos enamoramos y que sube a encontrarse aquí conmigo todas las semanas. Ese día cobraría entonces más importancia que los seis días que pasara con su marido. ¿Qué me dice entonces de su plan?

Estaban sentados, con las piernas colgando, en una balaustrada llena de grietas. Un aire cálido y primaveral soplaba desde el valle y Mary dejaba que sus tacones se balancearan y chocaran contra la piedra caliza.

-Ya le he dicho demasiado -dijo.
-¿Lo ve? Está interesada. Por lo pronto soy el hombre al que le ha contado demasiadas cosas. Es una situación peligrosa: partir de una confianza que la gente tarda semanas en ganarse.
-Llevo diez años viniendo aquí a pensar -protestó Mary-. Con quien hablo es con el viento.
-Eso creo -admitió el desconocido-. Es un viento terrible que favorece el descaro, sobre todo de noche.
-¿Vive usted aquí? -preguntó, sorprendida.
-No... Estoy de visita -respondió él, titubeando-. He venido a visitar a un joven.
-Que yo sepa, aquí no vive nadie.
-No, no vive nadie. El joven es... o, más bien era, yo. -Se interrumpió-. Se acerca una tormenta.

Mary lo miraba con curiosidad. Tendría unos treinta y cinco años y superaba el metro ochenta de estatura, un hombre muy delgado, que hablaba despacio. Llevaba unas botas altas con cordones y una cazadora de ante a juego con unos ojos marrones que tenían algo de implacables. Cuando encendió un cigarrillo con dedos temblorosos, su aspecto recordaba la expresión cadavérica que deja una larga enfermedad.

Diez minutos después dijo:

-Su coche no arranca y arreglarlo llevará cuatro horas. Puede bajar andando hasta el garaje que hay al pie de la colina. Yo la llevaré a la ciudad.

No hablaron en el camino. Un día de ausencia voluntaria se había convertido en un largo periodo de tiempo, y Mary sentía una punzada de duda cuando pensaba en su plan. Incluso ahora, cuando se dirigían en coche a casa de su padre por la calle principal, solo eran las seis y tenía casi toda la tarde a su disposición.

Pero se dio ánimos a sí misma: el primer día era el más difícil. Y hasta miraba de vez en cuando a las aceras, con la esperanza pícara de que Sam la viera. Por lo menos el desconocido tenía un toque de misterio.

-Pare en el bordillo -dijo de pronto. Acababa de ver enfrente el descapotable de Sam, que reducía la velocidad. Y, cuando los dos coches se detuvieron, se dio cuenta de que Sam no estaba solo.
-Ahí está mi amor -le dijo al desconocido-. Parece que también él se ha tomado el día libre.

El desconocido miró, obediente.

-La chica preciosa que lo acompaña es Linda Newbold -dijo Mary-. Tiene veinte años y ya intentó ligárselo hace un mes.
-¿Le preocupa? -preguntó el desconocido con curiosidad.
Mary negó con la cabeza.
-Los celos no son lo mío. Dispongo, eso sí, de una dosis extra de vanidad.