domingo, 6 de mayo de 2018

Sin cola no hay yegua

Sin cola no hay yegua

[Cuento - Texto completo.]
Giovanni Boccaccio

El año pasado hubo en Barletta un cura llamado don Gianni de Barolo el cual, porque tenía una iglesia pobre, para sustentar su vida comenzó a llevar mercancía con una yegua acá y allá por las ferias de Apulia y a comprar y a vender. Y andando así trabó estrechas amistades con uno que se llamaba Pietro de Tresanti, que aquel mismo oficio hacía con un asno suyo, y en señal de cariño y de amistad, a la manera apulense no lo llamaba sino compadre Pietro; y cuantas veces llegaba a Barletta lo llevaba a su iglesia y allí lo albergaba y como podía lo honraba.
Compadre Pietro, por otra parte, siendo pobrísimo y teniendo una pequeña cabaña en Tresanti, apenas bastante para él y para su joven y hermosa mujer y para su burro, cuantas veces don Gianni por Tresanti aparecía, tantas se lo llevaba a casa y como podía, en reconocimiento del honor que de él recibía en Barletta, lo honraba. Pero en el asunto del albergue, no teniendo el compadre Pietro sino una pequeña yacija en la cual con su hermosa mujer dormía, honrar no lo podía como quería; sino que en un pequeño establo estando junto a su burro echada la yegua de don Gianni, tenía que acostarse sobre la paja junto a ella.
La mujer, sabiendo el honor que el cura hacía a su marido en Barletta, muchas veces había querido, cuando el cura venía, ir a dormir con una vecina suya que tenía por nombre Zita Carapresa de Juez Leo, para que el cura con su marido durmiese en la cama, y se lo había dicho muchas veces al cura, pero él nunca había querido; y entre las otras veces una le dijo:
-Comadre Gemmata, no te preocupes por mí, que estoy bien, porque cuando me place a esta yegua la convierto en una hermosa muchacha y me estoy con ella, y luego, cuando quiero, la convierto en yegua; y por ello no me separaré de ella.
La joven se maravilló y se lo creyó, y se lo dijo al marido, añadiendo:
-Si es tan íntimo tuyo como dices, ¿por qué no haces que te enseñe el encantamiento para que puedas convertirme a mí en yegua y hacer tus negocios con el burro y con la yegua y ganaremos el doble? Y cuando hayamos vuelto a casa podrías hacerme otra vez mujer como soy.
Compadre Pietro, que era más bien corto de alcances, creyó este asunto y siguió su consejo: y lo mejor que pudo comenzó a solicitar de don Gianni que le enseñase aquello. Don Gianni se ingenió mucho en sacarlo de aquella necedad, pero no pudiendo, dijo:
-Bien, puesto que lo queréis, mañana nos levantaremos, como solemos, antes del alba, y os mostraré cómo se hace; es verdad que lo más difícil en este asunto es pegar la cola, como verás.
El compadre Pietro y la comadre Gemmata, casi sin haber dormido aquella noche, con tanto deseo este asunto esperaban que en cuanto se acercó el día se levantaron y llamaron a don Gianni; el cual, levantándose en camisa, vino a la alcobita del compadre Pietro y dijo:
-No hay en el mundo nadie por quien yo hiciese esto sino por vosotros, y por ello, ya que os place, lo haré; es verdad que tenéis que hacer lo que yo os diga si queréis que salga bien.
Ellos dijeron que harían lo que él les dijese; por lo que don Gianni, cogiendo una luz, se la puso en la mano al compadre Pietro y le dijo:
-Mira bien lo que hago yo, y que recuerdes bien lo que diga; y guárdate, si no quieres echar todo a perder, de decir una sola palabra por nada que oigas o veas; y pide a Dios que la cola se pegue bien.
El compadre Pietro, cogiendo la luz, dijo que así lo haría. Luego, don Gianni hizo que la comadre Gemmata se desnudase como su madre la trajo al mundo, y la hizo ponerse con las manos y los pies en el suelo de la manera que están las yeguas, aconsejándola igualmente que no dijese una palabra sucediese lo que sucediese; y comenzando a tocarle la cara con las manos, comenzó a decir:
-Que esta sea buena cabeza de yegua.
Y tocándole los cabellos, dijo:
-Que estos sean buenas crines de yegua.
Y luego tocándole los brazos dijo:
-Que estas sean buenas patas y buenas pezuñas de yegua.
Luego, tocándole el pecho y encontrándolo duro y redondo, despertándose quien no había sido llamado y levantándose, dijo:
-Y sea este buen pecho de yegua.
Y lo mismo hizo en la espalda y en el vientre y en la grupa y en los muslos y en las piernas; y por último, no quedándole nada por hacer sino la cola, levantándose la camisa y cogiendo la herramienta y rápidamente metiéndola en el surco hecho para ella, dijo:
-Y esta sea buena cola de yegua.
El compadre Pietro, que atentamente hasta entonces había mirado todas las cosas, viendo esta última y no pareciéndole bien, dijo:
-¡Oh, don Gianni, no quiero que tenga cola, no quiero que tenga cola!
Había ya el húmedo radical que hace brotar a todas las plantas sobrevenido cuando don Gianni, retirándolo, dijo:
-¡Ay!, compadre Pietro, ¿qué has hecho?, ¿no te dije que no dijeses palabra por nada que vieras? La yegua estaba a punto de hacerse, pero hablando has estropeado todo, y ya no hay manera de rehacerlo nunca.
El compadre Pietro dijo:
-Ya está bien: no quería yo esa cola. ¿Por qué no me decíais a mí: «Pónsela tú»? Y además se la pegabais demasiado baja.
Dijo don Gianni:
-Porque tú no habrías sabido la primera vez pegarla tan bien como yo.
La joven, oyendo estas palabras, levantándose y poniéndose en pie, de buena fe dijo a su marido:
-¡Bah!, qué animal eres, ¿por qué has echado a perder tus asuntos y los míos?, ¿qué yeguas has visto sin cola? Bien sabe Dios que eres pobre, pero sería justo que lo fueses mucho más.
No habiendo, pues, ya manera de poder hacer de la joven una yegua por las palabras que había dicho el compadre Pietro, ella doliente y melancólica se volvió a vestir y el compadre Pietro con su burro, como acostumbraba, se fue a hacer su antiguo oficio; y junto con don Gianni se fue a la feria de Bitonto, y nunca más tal favor le pidió.
FIN

Novena Jornada, Narración décima, El decameró

Anastasio

Anastasio

[Cuento - Texto completo.]
Giovanni Boccaccio

Había en Rávena, antigua ciudad de la Romaña, muchos gentiles hombres, entre los que se hallaba un mozo de nombre Anastasio degli Onesti, muy rico por herencia de su padre y de su tío. Y estando sin mujer, se enamoró de una hija de micer Pablo Traversari. Era la joven más noble que él, mas él esperaba con su conducta atraerla para que lo amase. Pero esas obras, por hermosas que eran, solo lograban enojar a la joven, porque ella solía manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que ella poseía una belleza singular o a su altiva nobleza. En resumen, a ella nada de él la complacía, lo que para Anastasio resultaba doloroso de soportar, y cuando le dolía demasiado pensaba en matarse.
Otras veces, cuando reflexionaba, se hacía a la idea de dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él. Pero todo resultaba en vano: cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su amor. Y, perseverando el joven en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les pareció que él y su hacienda iban a agotarse de consumo.
Por lo cual, muchas veces le rogaron que se fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver si lograba disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel consejo, pero ellos insistían en su solicitud y al fin decidió complacerles, y mandó organizar tantas maletas como si se fuese a España o a Francia o a cualquier otro lugar remoto; montó en su caballo y, en compañía de sus amigos, partió de Rávena y se fue a un sitio que dista de Rávena tres millas y se llama Chiassi. Una vez hubo llegado, mandó armar las tiendas y dijo a quienes le acompañaban que se devolviesen, pues pensaba quedarse donde estaba. Y ellos regresaron a Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más magnífica vida que jamás se conociera, invitando a tales o cuales a comer o cenar como era su costumbre. 
Y sucedió que, llegando primeros de mayo, y haciendo buenísimo tiempo y él siempre pensando en su cruel amada, mandó a todos lo suyos que le dejasen solo para poder meditar más a sus anchas, y a pie se trasladó, reflexionando, hasta el pinar. Pasaba la quinta hora del día, y habiéndose él adentrado en el pinar como una media milla, sin acordarse de comer ni de nada, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y quejas de una mujer. Interrumpido así en sus dulces pensamientos, alzó la cabeza para ver lo que fuese, y se extrañó de hallarse en pleno pinar. Y, además, mirando ante sí, vio venir, saliendo de un bosquecillo muy denso de zarzas y realezas, y corriendo hacia donde él se hallaba, una bellísima mujer desnuda, toda arañada de las zarzas y matorrales, que lloraba y pedía piedad a gritos.
Dos grandes y fieros mastines corrían tras ella, y cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás. sobre un negro corcel, un caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano, amenazando de muerte a la joven con terribles y ofensivas palabras. Aquella puso a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven, y sintió compasión de la desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de tal angustia. Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a guisa de garrote, y fue a hacer frente a los canes y al caballero. El cual, reparando en ello, le gritó de lejos:
-No intervengas, Anastasio, y déjanos a los perros y a mí hacer lo que esa mala hembra ha merecido. 
En esto, los perros, aferrando con fuerza por las caderas a la mujer, la detuvieron y el caballero se apeó del corcel. Y Anastasio, acercándosele, le dijo:
-No sé quién eres que así me conoces, pero te digo que es gran vileza que un caballero armado quiera matar a una mujer desnuda y echarle los perros detrás como a una bestia del bosque. Por cierto ten que la defenderé. 
El caballero respondió entonces:
-Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras rapaz pequeño cuando yo, a quien llamaban micer Guido degli Anastagi, me enamoré tanto de esa mujer como tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y crueldad de tal modo causaron mi desgracia, que un día, con el estoque que ves en mi mano, desesperado me maté y fui condenado a penas infernales No pasó mucho tiempo sin que esta. que de mi muerte se sintió desmedidamente contenta, muriese, y por el pecado de su crueldad y de la alegría que le causó mi muerte, no habiéndose arrepentido, fue también condenada a las penas del infierno. Mas cuando a él bajó por castigo, a los dos nos fue dado el huir siempre ella ante mí, mientras yo, que tanto la amé, habría de perseguirla como a mortal enemiga, no como a mujer amada. Y siempre que la alcanzo, con este estoque con que me maté, la mato, y la abro en canal, y ese corazón duro y frío en el que nunca amor ni piedad pudieron entrar, le arranco con las demás vísceras, como verás pronto, y lo doy a comer a estos perros. Y, según voluntad de la justicia y potencia de Dios, no pasa mucho tiempo sin que, como si muerta no estuviera, resucite, y otra vez comience su dolorosa fuga de los perros y de mí. Y cada viernes, sobre esta hora, aquí la alcanzo y hago en ella el estrago que verás. Mas no creas que descansamos los demás días, pues entonces también la sigo y la alcanzó en otros parajes donde cruelmente pensó y obró contra mí. Y, convertido de amante en enemigo, como ves, he de seguirla así durante tantos años como ella se portó rigurosamente conmigo. Dejemos, pues, ejecutar a la divina justicia, y no te opongas a lo que no puedes evitar. 
Anastasio, al oír tales palabras, quedó tímido y suspenso, con todos los cabellos erizados, y retrocediendo y mirando a la mísera joven, comenzó temeroso a esperar lo que hiciere el caballero, el cual. acabando su razonamiento, como un can rabioso corrió estoque en mano hacia la mujer (que, arrodillada y sostenida con fuerza por los dos mastines, le pedía perdón) y con todas sus fuerzas le atravesó el pecho de parte a parte. Y cuando la mujer recibió el golpe, cayó de bruces, siempre llorando y gritando, y el caballero, poniendo mano a un cuchillo, le abrió los riñones y le sacó el corazón con cuanto lo circuía, y echólo a los dos mastines, que lo devoraron afanosamente. Casi en el acto, la joven, como si ninguna de aquellas cosas hubiere sucedido, se levantó y huyó hacia el mar, perseguida y desgarrada por los perros. Y el caballero, volviendo a montar a caballo y a requerir su estoque, la comenzó a seguir y en poco rato tanto se distanciaron, que ya Anastasio no les pudo ver.
Habiendo contemplado tales cosas, gran rato estuvo entre complacido y temeroso, y después le vino a la memoria la idea de que el suceso podría valerle de mucho, ya que acontecía todos los viernes. Y, así, habiéndose fijado bien en el paraje, se volvió con su gente y cuando le pareció hizo llamar a los más de sus parientes y amigos y les dijo:
-Durante largo tiempo me habéis incitado a que deje de amar a mi enemiga y ceje en mis gastos. Estoy dispuesto a hacerlo, siempre que una gracia me concedáis. Y es que hagáis que el viernes venidero micer Pablo Traversari, con su mujer e hija y todas las mujeres de su parentela, y las demás que os plazcan, vengan a almorzar conmigo. Entonces veréis por qué quiero eso. Parecióles a sus amigos que no era cosa difícil de hacer y, al regresar a Rávena, cuando llegó el momento, invitaron a los que Anastasio deseaba. Y, aunque mucho costó convencer a la mujer a quien amaba Anastasio, al fin ella fue con las otras.
Hizo Anastasio que se aderezase un magnífico yantar y dispuso que se colocasen las mesas bajo los pinos, junto al lugar donde presenció la agonía de la cruel mujer. Y una vez que hizo sentarse a todas las mesas hombres y mujeres, mandó que su amada fuese puesta frente al sitio donde debía acontecer el hecho.
Y habiendo llegado el último manjar, el desesperado clamor de la joven perseguida empezóse a oír. Mucho se maravillaron todos, y preguntaron qué era, y no lo supo decir nadie. Levantándose, pues, para averiguar qué sería, vieron a la doliente mujer, y al caballero y los canes, y en un momento todos estuvieron a su lado. Alzóse gran vocerío contra los perros y el caballero y muchos se adelantaron para ayudar a la joven. Pero el caballero, hablándoles como habló a Anastasio, no solo les forzó a retroceder, sino que les espantó y les llenó de pasmo. E hizo lo que la otra vez hiciera, y las mujeres presentes allí (muchas de las cuales, parientes de la joven o del caballero, no habían olvidado su amor y la muerte de él) míseramente lloraron, como si ellas mismas hubieran sufrido lo mismo. Acabó, en fin, el lance, y desaparecieron mujer y caballero, y los que aquello habían visto entregáronse a muchos y variados razonamientos. 
Pero entre los que más espanto tuvieron figuró la cruel joven amada por Anastasio. Porque habiéndolo visto y oído todo muy claramente, y conociendo que a ella más que a nadie tales cosas atañían, ya le parecía estar huyendo de la ira de él y tener los perros a los talones. Y tanto miedo de esto le sobrevino que, para no incurrir en lo mismo, en breve ocurrió (tan en breve que aquella misma tarde fue) que, mudado su odio en amor, secretamente mandó a la estancia de Anastasio una camarera de su confianza, rogándole que fuese a verla, porque estaba dispuesta a complacerle en todo. Resolvió Anastasio que ello le satisfacía mucho, y que si a ella le placía, haría con ella lo que le pluguiese, pero, para honor de la dama, tomándola por mujer. La joven, sabedora que solo por su culpa no era ya esposa de Anastasio, mandó contestar que estaba acorde. Y luego, sirviéndose de mensajera a sí misma, dijo a sus padres que quería ser mujer de Anastasio, lo que mucho les contentó. Y al domingo siguiente casó Anastasio con ella, e hiciéronse bodas, y mucho tiempo jubilosamente convivió con ella. Y no solo el temor de la dama fue factor de aquel bien, sino que todas las mujeres altivas se tornaron medrosas, y en lo sucesivo mucho más que antes se plegaron al placer de los hombres.



El cocinero Chichibio

El cocinero Chichibio

[Cuento - Texto completo.]
Giovanni Boccaccio

Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero.
Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando:
-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí.
Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:
-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así.
Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla. tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció.
Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse:
-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo.
Amoscado entonces Currado, opuso:
-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que esta?
-Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo  demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio.
Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero le dijo:
-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había  reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi nombre.
Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día.
-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.
Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies.
Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pie, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo:
-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que  las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquellas.
-Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y,  acercándoseles algo más, gritó-: ¡Jojó!
Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:
-¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas?
Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó:
-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como estas han hecho.
A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo:
-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho.
Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y hacer las pases con su señor.
FIN

Sexta Jornada – Narración cuarta, El decamerón

Buena moneda - Boccaccio

Buena moneda

[Cuento - Texto completo.]
Giovanni Boccaccio

Siendo obispo de Florencia micer Antonio de Orsi, valioso y sabio prelado, vino a Florencia un noble catalán llamado micer Diego de la Ratta , mariscal del rey Roberto, el cual, siendo apuestísimo en su persona y muy gran galanteador, sucedió que entre las otras damas florentinas le gustó una que era mujer muy hermosa y era sobrina de un hermano del dicho obispo. Y habiendo sabido que su marido, aunque de buena familia era muy avaro y malvado, arregló con él que le entregaría cincuenta florines de oro y que él le dejaría dormir una noche con su mujer; por lo que, haciendo dorar popolinos de plata, que entonces se usaban, acostándose con la mujer, aunque contra el gusto de ella, se los dio. Lo que, corriéndose luego por todas partes, llenó al mal hombre de burlas y de escarnio y el obispo, como prudente, fingió no haber oído nada de todo esto.
Por lo que, tratándose mucho el obispo y el mariscal, sucedió que el día de San Juan, montando a caballo uno al lado del otro mirando a las mujeres por la calle por donde se corre el palio, el obispo vio a una joven a quien la pestilencia presente nos ha quitado ya siendo señora, cuyo nombre fue Nonna de los Pulci, prima de micer Alesso Rinucci y a quien vosotras todas habéis debido conocer; la cual, siendo entonces una lozana y hermosa joven y elocuente y de gran ánimo, poco tiempo antes casada en Porta San Pietro, la enseñó al mariscal. Luego, acercándose a ella, poniéndole al mariscal una mano en el hombro, dijo:
-Nonna, ¿qué piensas de él? ¿Crees que le vencerías?
A Nonna le pareció que aquellas palabras en algo iban contra su honestidad o que la mancharían en la opinión de quienes las oyeron, que eran muchos; por lo que, no preocupándose de limpiar esta mancha sino de devolver golpe por golpe, rápidamente contestó:
-Señor, él tal vez no me vencería a mí, que necesito buena moneda.
Cuyas palabras oídas, el mariscal y el obispo, sintiéndose igualmente vulnerados, el uno como autor de la deshonrosa cosa con la sobrina del hermano del obispo y el otro como el que la había recibido en la sobrina del propio hermano, sin mirarse el uno al otro, avergonzados y silenciosos se fueron sin decir aquel día una palabra más. Así pues, habiendo sido atacada la joven, no estuvo mal que atacase a los otros con ingenio.
FIN

Jornada sexta, narración tercera, El decamerón

El cordel del dedo

El cordel del dedo

[Cuento - Texto completo.]
Giovanni Boccaccio

En nuestra ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio Berfinghieri, el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los mercaderes, pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a una joven señora noble (que mal le convenía) cuyo nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal como hacen los mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se enamoró de un joven llamado Roberto que largamente la había cortejado; y habiendo llegado a tener intimidad con él, y teniéndola menos discretamente porque sumamente le deleitaba, sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como quiera que fuese) que se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó de ir de viaje y todos sus demás negocios, y toda su solicitud la había puesto en guardar bien a aquella, y nunca se hubiera dormido si no la hubiese sentido antes meterse en la cama; por la cual cosa la mujer sintió grandísimo dolor, porque de ninguna manera podía estar con su Roberto.
Pero habiendo dedicado muchos pensamientos a encontrar algún modo de estar con él, y siendo también muy solicitada por él, le vino el pensamiento de hacer de esta manera: que, como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se había dado cuenta muchas veces de que a Arriguccio le costaba mucho dormirse, pero que después dormía profundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a la puerta de su casa a medianoche e ir a abrirle y estarse con él mientras su marido dormía profundamente. Y para sentir ella cuándo llegaba de manera que nadie se apercibiese, inventó echar una cuerdecita fuera de la ventana de la alcoba que por uno de los extremos llegase cerca del suelo, y el otro extremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta su cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella estuviese en la cama atárselo al dedo gordo del pie; y luego, mandando decir esto a Roberto, le ordenó que, cuando viniera, tirase de la cuerda y ella, si su marido durmiese, lo soltaría e iría a abrirle, y si no durmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de que él no esperase. La cual cosa agradó a Roberto; y habiendo ido muchas veces, alguna le sucedió estar con ella y alguna no.
Por último, continuando con este artificio de esa manera, sucedió una noche que, durmiendo la señora, y estirando Arriguccio el pie por la cama, dio con este cordel; por lo que, llevando a él la mano y encontrándolo atado al pie de su mujer, se dijo a sí mismo: «Por cierto que esto debe ser algún engaño».
Y dándose cuenta luego de que el cordel salía por la ventana lo tuvo por cierto; por lo que cortándolo quedamente del dedo de la mujer, lo ató al suyo, y estuvo atento para ver qué quería decir esto. No mucho después vino Roberto, y tirando del cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió; y no habiendo sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado fuertemente y habiéndose quedado con el cordel en la mano, entendió que debía esperar; y así hizo.
Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo sus armas, corrió a la puerta para ver quién era aquel y para hacerle daño. Ahora, Arriguccio era, aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuerte; y llegado a la puerta, y no abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y Roberto, que esperaba, sintiéndolo, se dio cuenta de que era quien era, es decir, que quien abría la puerta era Arriguccio; por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccio a perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran trecho y no cesando él de seguirlo, estando también Roberto armado, sacó la espada y se volvió hacia él, y comenzaron el uno a querer herir al otro y a defenderse.
La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, desvelándose y encontrándose cortado el cordel del dedo, al instante se dio cuenta de que su engaño estaba descubierto; y sintiendo que Arriguccio había corrido tras de Roberto, levantándose prestamente, dándose cuenta de lo que podía suceder, llamó a su criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que la puso en su lugar en la cama, rogándole que, sin darse a conocer, los golpes que le diera Arriguccio recibiese pacientemente porque ella se los devolvería con tamaña recompensa que no tendría razón de quejarse.
Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue de allí y, escondida en un lugar de la casa, se puso a esperar lo que iba a suceder. Siguiendo la riña entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del barrio, sintiéndola y levantándose, comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido, sin haber podido saber quién fuese el joven ni herirlo de alguna manera, airado y de mal talante, dejándolo en paz, se fue hacia su casa; y llegando a la alcoba, airadamente comenzó a decir:
-¿Dónde estás, mala mujer? ¡Has apagado la luz para que no te encuentre, pero te equivocas!
Y yendo a la cama, creyendo coger a la mujer, cogió a la criada, y cuando pudo menear las manos y los pies tantos puñetazos y tantas patadas le dio que le marcó toda la cara, y por último le cortó los cabellos, diciéndole siempre las mayores injurias que jamás se han dicho a una mala mujer. La criada lloraba mucho como quien tenía de qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por el amor de Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rota por el llanto y Arriguccio tan ciego de furor que no podía distinguir que aquella fuese de otra mujer que la suya.
Apaleándola, pues, y cortándole los cabellos, como decimos, dijo:
-Mala mujer, no entiendo tocarte de otro modo, sino que iré por tus hermanos y les contaré tus buenas obras; y luego que vengan por ti y que hagan lo que crean que corresponde a su honor y te lleven de aquí, que en esta casa ten por cierto que no estarás nunca más.
Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por fuera y se fue él solo. Cuando doña Sismonda, que todo había oído, sintió que el marido se había ido, abrió la alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda machacada que lloraba fuertemente; a la cual, como mejor pudo la consoló y la llevó a su alcoba, donde después ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de Arriguccio mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta. Y cuando a la criada hubo llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de la suya y la arregló toda y la puso en orden, como si ninguna persona se hubiera acostado allí esa noche, y volvió a encender la lámpara, y se vistió y arregló, como si todavía no se hubiese acostado; y encendiendo un candil y tomando sus telas, se fue a sentar arriba de la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba aquello.
Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que pudo se fue a la casa de los hermanos de la mujer, y allí tantos golpes dio que le sintieron y le abrieron. Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su madre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron todos, y haciendo encender las luces vinieron a su encuentro y le preguntaron qué iba buscando a aquella hora y tan solo. A quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había encontrado atado al dedo del pie de doña Sismonda hasta lo último que encontrado y hecho había, se lo contó; y para darles entero testimonio de lo que había hecho, los cabellos que creía haberle cortado a su mujer se los puso en las manos, añadiendo que viniesen por ella y que le hiciesen lo que creyeran que correspondía a su honor, porque él no pensaba tenerla más en casa.
Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían oído y teniéndolo por cierto, contra ella enardecidos, hechas encender antorchas, con intención de jugarle una mala partida, con Arriguccio se pusieron en camino y fueron a su casa. Lo que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a uno ora al otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente sin ver ni saber nada más, porque el marido podía por alguna razón estar enojado con ella y haberle hecho daño, y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo, diciendo además que ella se maravillaba mucho de cómo podía haber sucedido aquello porque conocía bien a su hija, como quien la había criado desde pequeñita, y muchas otras cosas semejantes.
Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando dentro, comenzaron a subir las escaleras; y oyéndolos venir doña Sismonda, dijo:
-¿Quién anda ahí?
A quien uno de los hermanos repuso:
-Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.
Dijo entonces doña Sismonda:
-¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor, ayúdame!
Y poniéndose en pie, dijo:
-Hermanos míos, sed bien venidos; ¿qué andáis buscando a esta hora los tres aquí dentro?
Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y sin ninguna marca en el rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio había dicho que la había dejado machacada, algo al primer embite se maravillaron y refrenaron el ímpetu de su ira, y le preguntaron cómo había sido aquello de lo que Arriguccio se quejaba de ella, amenazándola mucho si no les decía todo.
La mujer dijo:
-No sé qué deba deciros, ni de qué tenga que haberse quejado de mí Arriguccio.
Arriguccio, al verla, la miraba como estupidizado, acordándose de que le había dado tal vez mil puñetazos en la cara y la había arañado y le había hecho todas las maldades del mundo, y ahora la veía como si no hubiera pasado nada de aquello. En resumen, los hermanos le dijeron lo que Arriguccio les había dicho del cordel y de los golpes y de todo.
La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:
-¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo? ¿Por qué haces tenerme por mala mujer para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombre malo y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo me pegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo.
Arriguccio comenzó a decir:
-¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a la cama juntos anoche? ¿No he vuelto luego, después de haber estado corriendo tras tu amante? ¿No te he dado muchos golpes y cortado los cabellos?
La mujer repuso:
-En esta casa no te acostaste anoche tú, pero dejemos esto, que no puedo dar otro testimonio que mis palabras verdaderas, y vengamos a lo que dices que me pegaste, y cortaste los cabellos. A mí no me has pegado nunca, y cuantos hay aquí y tú también, fijaos en mí, si en todo el cuerpo tengo alguna señal de paliza; ni te aconsejaría que fueses tan atrevido que me pusieses la mano encima que, por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni tampoco me cortaste los cabellos, que yo lo haya sentido o lo haya visto, pero tal vez lo hiciste sin que me diese cuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.
Y quitándose los velos de la cabeza, mostró que cortados no los tenía, sino enteros; las cuales cosas viendo y oyendo los hermanos y la madre, comenzaron a decirle a Arriguccio:
-¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya lo que nos viniste a decir que habías hecho; y no sabemos cómo puedes probar lo que queda.
Arriguccio estaba como quien soñase, y quería hablar; pero viendo que lo que creía que podía probar no era así, no se atrevía a decir nada.
La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:
-Hermanos míos, veo que ha andado buscando que yo haga lo que no querría haber hecho nunca, esto es, que os cuente sus miserias y su maldad; y lo haré. Creo firmemente que lo que os ha contado le haya pasado, y oíd cómo. Este hombre de pro, a quien por mi mal me disteis por mujer, que se dice mercader y que quiere ser respetado y que debería tener más templanza que un religioso y más honestidad que una doncella, pocas son las noches que no vaya emborrachándose por las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con aquella enredándose; y a mí se me hace hasta medianoche y a veces hasta el amanecer esperándole de la manera que me habéis encontrado. Estoy segura de que, estando bien borracho, se fue a la cama con alguna mujerzuela y a ella, al despertarse, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías que dice, y por último volvió a ella y le pegó y le cortó los cabellos; y no habiendo vuelto en sí todavía, se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía, que estas cosas me las había hecho a mí; y si os fijáis bien en su cara, todavía está medio borracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, no quiero que se lo toméis en cuenta más que como a un borracho; y que como yo le perdono lo perdonéis vosotros también.
Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a alborotarse y a decir:
-Por la cruz de Cristo, hija mía, eso no debía hacerse sino que debía matarse a ese perro fastidioso y desconsiderado, que no es digno de tener una tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese recogido del fango! Mal rayo le parta si debes aguantar las podridas palabras de un comerciantucho en heces de burro que vienen del campo y salen de las pocilgas vestidos de pardillo con las calzas de campana y con la pluma en el culo y en cuanto tienen tres sueldos quieren a las hijas de los gentileshombres y de las buenas damas por mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi casa hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen seguido mi consejo, que tan honorablemente te podían colocar en casa de los condes Guido por un pedazo de pan; y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú la mejor moza de Florencia y la más honesta, no se ha avergonzado de decir a medianoche que eres una puta, como si no te conociésemos; pero a fe que si me hiciesen caso se le haría un escarmiento que lo pudriese.
Y volviéndose a sus hijos, dijo:
-Hijos, bien os decía yo que esto no podía ser. ¿Habéis oído cómo vuestro cuñado trata a vuestra hermana, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto? Que, si yo fuese vosotros, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y haciendo lo que hace, no estaría contenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quitado de en medio; y si yo fuese hombre en vez de mujer no querría que otro en mi lugar lo hiciese. ¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene vergüenza!
Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas, volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores injurias que nunca se le han dicho a ningún malvado, y por último dijeron:
-Te perdonamos esta porque estás borracho, pero cuida de que en toda tu vida de aquí en adelante no oigamos más noticias de estas, que si alguna nos viene a los oídos por cierto que nos la pagarás por esta y por aquella.
Y dicho esto, fueron.
Arriguccio, que se quedó como estúpido, no sabiendo él mismo si lo que había hecho era verdad o si lo había soñado, sin decir una palabra más dejó a su mujer en paz; la cual no solamente con su sagacidad escapó al peligro inminente sino que se abrió el camino para poder hacer en el tiempo por venir todos sus gustos sin tener miedo al marido nunca más.
FIN

Séptima Jornada, Narración octava,
El decamerón, 1353