martes, 28 de septiembre de 2021

Jim - Bolaño

 Roberto Bolaño

  (cuento)

 

Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim.

Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.

domingo, 29 de agosto de 2021

Funes el Memorioso

FUNES el Memorioso (cuento, texto completo) escrito por Jorge Luis Borges 


Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, solo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo.Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones. Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro. Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio. El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vii de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn. Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche. Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez. Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra. Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles. Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar

sábado, 14 de agosto de 2021

la intrusa Borges

 Jorge Luis Borges

(1899–1986)


La intrusa
(El informe de Brodie, 1970)


Reyes, i, 26.



         Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo mas prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
         En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
         Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
         Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
         Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
         Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venia con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo:
         —Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenes a la Juliana; si la queres, úsala.
         El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
         Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, mas allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
         Una tarde, en la plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
         La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
         Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serian las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
         En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia que hacer en la Capital. Cristian se fue a Moron; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
         —De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
         Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
         Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
         El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo:
         —Veni; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca.
         El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
         Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
         —A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará mas perjuicios.
         Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.


viernes, 19 de marzo de 2021

Felicidad clandestina

 Felicidad clandestina Clarice Lispector 


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos". Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría. Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija: -Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: -Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

El lago de Ray Bradbury

 Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.

Subí corriendo por la playa.

Mamá me frotó con una esponjosa toalla.

-Quédate aquí y sécate -dijo.

Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.

-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.

-Espera que vea mi carne de gallina -dije.

-Harold -dijo mamá.

Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.

Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con solo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.

Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.

Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.

Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.

Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.

-Mamá, quiero correr por la playa.

-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.

Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.

De manera que yo estaba realmente solo.

Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora… un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azúcar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.

Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió…

-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con solo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.

Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.

Grité su nombre una y otra vez.

-¡Tally! ¡Oh, Tally!

El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!

Yo solo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.

Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez solo hice la mitad. Luego me levanté.

-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.

Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.

No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.

Subí silenciosamente por la playa.

Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era solo el viento.

Salí en el tren al día siguiente.

Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.

Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.

Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.

Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.

El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.

Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.

¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.

Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.

Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.

Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.

Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y solo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.

La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.

Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, solo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Solo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.

-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.

-Pero ¿por qué?

-Quédate aquí, eso es todo…

Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.

-¿Qué es eso? -le pregunté.

El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.

-¿Qué es? -insistí.

-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.

Esperé.

-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta… mucho tiempo.

Repetí sus palabras.

-¿Mucho tiempo?

-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es… agradable.

-Abra el saco -dije, sin saber por qué.

El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.

-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.

-¡Vamos, ábralo! -grité.

-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña…

Abrió el saco lo justo.

La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.

Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.

Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.

El salvavidas ató el saco de nuevo.

Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.

-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.

Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, solo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.

Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo… y no retornaban nunca.

Entonces… me di cuenta.

-Te ayudaré a acabarlo -dije.

Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.

Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, 

viernes, 25 de septiembre de 2020

La cascada de George Saunders

 


A Morse lo sacaba de quicio cruzar los jardines Saint Jude recién acabadas las clases, porque le parecía que si sonreía a los uniformados niños católicos podían pensar que era un chiflado o un pervertido y si no sonreía podían pensar que era un viejo cascarrabias al que el mundo había convertido en un amargado, cosa que, sentía, estaba convencido de ser según ciertos criterios. A veces no estaba del todo seguro de no ser alguna clase de zumbado, aunque estaba seguro de no ser un pervertido. De eso estaba seguro. O relativamente seguro. Estar demasiado seguro, estaba relativamente convencido, era lo que al final te convertía en un chiflado. Así que lo fundamental era la humildad, hacer que su rostro adoptara lo que pensaba que podía pasar por la expresión de un hombre que piensa con cariño en su juventud, una cara desprovista de chifladura o perversión; lo fundamental era la humildad.

La escuela estaba situada entre arces sobre una ladera que descendía hasta el ancho río Taganac, que se estrechaba, adquiría velocidad y caía por la cascada Bryce, kilómetro y medio más abajo, cerca de la pequeña casa alquilada por Morse, su lastimosamente pequeña casa alquilada, a decir verdad, que sin embargo era lo mejor que podía conseguir y por la cual sabía que tenía que estar agradecido, aunque a veces no estaba nada agradecido y se preguntaba qué había fallado, aunque otras veces estaba bastante contento con su pequeña y torcida casucha cubierta de pintura azul a base de plomo que se descascarillaba y sentía mucha lástima por los pobres diablos que alquilaban precarias pocilgas aún más pequeñas que su precaria pocilga, que era como se sentía en ese momento mientras se adentraba en la soleada tarde y continuaba su agradable caminata a lo largo del verde río jalonado de caras mansiones por cuyos propietarios sentía una profunda envidia.

Morse era alto, delgado y tan gris y sepulcral como una iglesia a punto de ser declarada en ruinas. Los pantalones le quedaban demasiado cortos, y la cara adoptaba periódicamente una mueca tensa e involuntaria que enseguida desaparecía, como si acabara de sufrir un intenso dolor. En el trabajo se lo conocía por salpicar sus conversaciones con breves risas desaforadas y con rachas de entusiasmo incipiente y de posterior incomodidad expresada por una súbita introducción de las manos en los bolsillos, tras lo cual las volvía a sacar, demasiado avergonzado de su propia vergüenza para quedarse ahí un instante más haciendo muecas.

En el camino sonaron detrás de él una serie de pasos pesados y arrítmicos. Lanzó una mirada y descubrió a Aldo Cummings, un tipo mayor que, aunque casi tenía cuarenta años, todavía vivía con su madre. Cummings no trabajaba, tenía el flequillo cortado recto y llevaba pantalones cortos de deporte incluso en lo más crudo del invierno. Morse deseó que Cummings no se le pegara. Cuando Cummings no se le pegó, y de hecho lo adelantó sin devolverle siquiera su mueca nerviosa y retraída, Morse se sintió culpable por haber sospechado que Cummings quisiera pegársele, luego se picó porque Cummings, que se pegaba incluso al personal de limpieza del ayuntamiento, no hubiera intentado pegársele. ¿Había hecho algo que lo hubiera ofendido? Le preocupaba no caerle bien a Cummings y le preocupaba que se preocupara por no caerle bien a un chiflado como Cummings. ¿Es que era una especie de don angustias? Le preocupaba. Por qué tenía que preocuparse, cuando todo cuanto hacía era ir a casa para disfrutar sin inquietudes de sus hermosos hijos, aunque por otra parte estaba el recital de piano de Robert, que seguro que iba a ser un desastre, porque Robert apenas había practicado y no tenían piano y ni siquiera estaban seguros de dónde y cuándo era el recital, y Annie, bendita niña, se había comido el teclado de cartón que le había hecho a Robert para que practicara. Cuando llegara a casa le haría a Robert un teclado de cartón nuevo y le pediría que practicara. Podría incluso ordenarle que practicara. Podría incluso ordenarle que se hiciera el teclado de cartón y que luego practicara, aunque eso era poco probable, porque cuando se ponía enérgico con Robert, Robert lloriqueaba, y Morse lo quería tanto que no soportaba verlo lloriquear, aunque si no se ponía enérgico él, Robert tenía tendencia a quedarse tumbado en la cama con su guante de béisbol en la cara.

Dios Santo, qué difícil podía ser la vida, por supuesto era consciente de que sin duda podía ser peor, pero ir en semejante estado, con el pulso acelerado, la cara congestionada, muerto de preocupación porque alguien se diera cuenta de lo nervioso que uno estaba, distaba sin duda de ser ideal, y estaba seguro de que su cuerpo estaba segregando toda clase de sustancias químicas nocivas y cuanto más se preocupara por las sustancias químicas nocivas más deprisa manarían de donde fuera que salieran.

Cuando llegara a casa se sentaría en los escalones y disfrutaría de unos minutos de respiración concentrada mientras recitaba su mantra, que era «Cálmate, cálmate», antes de que salieran los niños corriendo y se le agarraran a las piernas y a veces incluso lo mordieran con bastante fuerza llevados por la excitación, y saliera Ruth para recordarle con tono enfadado que no era el único que había trabajado todo el día, y mientras caminaba contempló el hermoso Taganac en un esfuerzo por absorber algo de su serenidad, pero en vez de eso se encontró obsesionándose con el pestillo de la verja, que no cerraba bien, que teóricamente podía permitir que Annie saliera gateando del patio en dirección al río, y se imaginó sollozando en la orilla, y para erradicar ese pensamiento empezó a silbar frenéticamente «Barras y estrellas» mientras se daba palmadas en los costados.

 

 

Cummings dejó atrás con paso ligero el molino restaurado, satisfecho de haber desairado tan contundentemente a Morse, un petulante miembro de la élite dominante de ese Pueblo de conspiradores, un representante de la liga de opresivos opresores que no reconocerían la suerte del esforzado artista si la suerte del esforzado artista se alzara con atribulada dignidad y le mordiera su culo de tergal. Sobre el puente de la calle Pine había un denso nubarrón. A un entrevistador imaginario, Cummings le dijo que la posible lluvia hacía aún más magnífico y radiante el magnífico día radiante a causa de la posibilidad de su pérdida. La posibilidad de su efímera pérdida. La efímera pérdida de los fugaces tránsitos del tiempo. El orgulloso tiempo. El orgulloso tiempo naciente, ese canalla. El tiempo nos convertía a todos en derrochadores, ¿no era así?, con sus demacradas mejillas, sus ecos sepulcrales y sus exhortantes miradas con dedos huesudos. Dedos huesudos que señalaban como si exhortaran, como si dijeran: «Te exhorto a que recuerdes tu naciente muerte final, que, estando como está en camino, humano, se halla próxima. Próxima, pellejo mortal, y no creas que no extenderá su horrible paño mortuorio sobre tu arrugado entrecejo, pronto, en cuanto elija el número que tienes asignado en mi polvoriento libro con el mismo dedo huesudo con el que te estoy señalando ahora, vanidad de vanidades, concupiscente, eludidor de deberes, mientras tú vagas en pos de tus centros de placer terrenales».

Había ahí un buen material, solo con que fuera capaz de recordarlo durante lo que quedaba del paseo y la inminente tormenta, para garabatearlo con apasionada caligrafía en su bloc amarillo. Pensó con anhelante ardor en su bloc amarillo, pensó. Pensó con anhelante ardor en su bloc amarillo en blanco, en el que, en ese mismísimo día, quedaría cincelada su fama, no… en el que, en ese mismísimo día, quedarían cincelados, o más bien certificados, los exiguos garabatos iniciales que presagiarían su naciente y pujante fama, y algún día alguien desenterraría su bloc amarillo y casi gritaría eureka cuando se diera cuenta del ingente fragmento de detalles insignificantes y sin embargo cruciales que acababa de descubrir, ¡y vaya si entonces querrían conocerlo toda clase de intelectuales vestidas con pequeñas chaquetas negras!

En el futuro tenía que acordarse de llevar su bloc a todas partes.

 

La ciudad se había gastado un dineral en la orilla del río, y ahora el borboteante y tumultuoso río pasaba ya por un salón de manicura en un molino restaurado, un café en una antigua torre de carbón y una pintoresca plaza pública donde algunos estudiantes con extraños cortes de pelo intentaban meter de una patada un balón por la ventanilla medio bajada de un Colt aparcado, y lo hacían con una alegría tan beligerante y molesta que daba la impresión de que se creían los primeros muchachos que caminaban sobre la faz de la tierra, lo cual Morse encontraba preocupante. ¿Y si cuando Annie creciera aparecía por casa con uno de esos bichos raros? No uno de esos bichos raros en concreto, claro, puesto que le llevaban aproximadamente quince años, pero también cabía la posibilidad de que a los veinte llevara a casa a uno de esos bichos raros en concreto, que entonces tendría treinta y cinco años, aunque por encima del cadáver de Morse, por más que en el fondo sabía que no armaría ningún escándalo aun cuando llevara a casa a uno de los mocosos que acababan de colar la pelota en el Colt y que estaban ahora saltando alegremente y empujándose con el pecho desnudo mientras gruñían como morsas; y de hecho sabía muy bien que, en lugar de expulsar de su casa al viejo bicho raro de treinta y cinco años, era probable que le ofreciera café o un refresco en un intento de disuadirlo de corromper a Annie, quien, por el amor de Dios, era solo una niña, porque Morse sabía muy bien la clase de hombre que era en el fondo, apocado ante el conflicto, conciliador ante un defecto, lastimosamente crédulo, y con una punzada se acordó de Len Beck, que en el último año lo había engañado para que se pintara el culo de azul. Si hubiera habido de verdad un Club de Culos Azules, si pintarse el culo hubiera sido de verdad un requisito para ser admitido en él, ya habría sido bastante desastroso, pero descubrir la víspera del baile de graduación que te habías pintado el culo de azul solo para diversión de una camarilla de nadadores insensibles que a continuación mostraron ciertas fotos a tu pareja de baile, eso era demasiado; y se había alegrado, alegrado bastante en realidad, al menos al principio, cuando Beck, borracho, intentó y no pudo llegar nadando al Foley’s Snag, el árbol muerto situado en medio del río, y fue arrastrado hasta la cascada en lo profundo de la noche, la gran tragedia de su último año, una tragedia que por fortuna había eclipsado su culo azul en la memoria colectiva de la clase.

Dos niñas pelirrojas navegaban en una canoa verde, llevadas por la corriente. Le gritaban algo, y él les hizo señas. ¿Habían gritado algo insultante? Ciertamente, era posible. Ciertamente, los niños de hoy tenían poco respeto por la autoridad, aunque había que admitir que siempre estaba Ben Akbar, su vecino, un pequeño genio paquistaní que hacía que Morse mirara a veces con recelo a Robert. Ben era un violoncelista reconocido en todo el estado, pertenecía al equipo de lucha, se mostraba indefectiblemente amable con los niños más pequeños, realizaba pinturas sobre chapa y podía hacer flexiones con una mano. Ah, Ben Shmen, pensó Morse, diez Ben no valían un solo Robert, aunque no se le ocurría un solo ámbito en que Robert superara o igualara siquiera a Ben, el pequeño sabelotodo, aunque ciertamente no tenía nada contra Ben, Ben era solo un niño, pero si Ben pensaba por un minuto que el hecho de ser más competente, simpático o talentoso que Robert le daba derecho de algún modo a mangonearlo, se iba a llevar un chasco, aunque no era que Ben hubiera intentado mangonear alguna vez a Robert. Al contrario, Robert mangoneaba a menudo a Ben, o lo intentaba, aunque siempre fracasaba, porque Ben era demasiado perspicaz para ser engañado por un pequeño estafador como Robert, y la cara de Morse enrojeció al darse cuenta de que acababa de describir a su hijo como un estafador.

Vaya, vaya, qué tortura podía ser la vida. Podía llegar a meterlo a uno en un lugar extraño y oscuro en el que se descubría de pronto haciendo cosas maleducadas e imperdonables, como poner en entredicho a su amado primogénito. Si pudiera escapar de BlasCorp y hacer algo importante, como descubrir una vacuna crucial. Pero era demasiado tarde, y nunca había sido bueno en biología; en realidad la había suspendido dos veces. Ciertamente recibiría con los brazos abiertos cualquier oportunidad. Solo con que pudiera ser un prisionero de guerra torturado que no solo se niega a hablar, sino que dirige a los otros prisioneros con himnos entusiastas poniendo en grave peligro su vida. Solo con que pudiera presenciar un milagro de verdad o salvar al presidente de un asesino o ganar en la lotería y darlo todo a obras de beneficencia. Solo con que pudiera ser parte de algún gran acontecimiento histórico, como los vejetes que había visto en la PBS recibiendo golpes en los disturbios de Hay-market, o hubiera conocido a Medgar Evers o perdido a su beatífica madre en el Titanic. Sus sueños infantiles habían sido tan brillantes, había esperado tanto, que no podía ser cierto que fuera un don nadie, aunque, por otro lado, ¿qué clase de alguien se pasaba los mejores años de su vida soltando improperios a una fotocopiadora? No era que se quejara. No era que no fuera consciente de que tenía muchas cosas de las que estar agradecido. Quería a sus hijos. Le gustaba el aspecto que tenía Ruth a la luz de la vela una vez había colocado él la cesta de la ropa contra la puerta que no podía cerrarse porque la casa se desmoronaba de una forma alarmante, le gustaba la cara que ponía cuando entraba en ella, le gustaba el modo en que se tomaba en broma la historia del culo azul, aunque no le gustaba particularmente el modo en que la sacaba a relucir cuando se peleaban —por ejemplo, la espantosa noche que les habían arrebatado el piano por falta de pago— ni el modo en que achacaba su pobreza a su pasividad estando los niños cerca ni el hecho de que en el punto álgido de su encaprichamiento por el maestro Li, el monitor de kárate de Robert, había estado llevando a clase hasta seis veces por semana al pobre niño agotado. Pero la cuestión era que, a pesar de ciertas dificultades, quería de verdad a Ruth. Así que, ¿qué más daba que sus cuerpos se deterioraran y engordaran, y ellos se desvistieran a oscuras, y Robert admirara a los fornidos deportistas de la televisión mientras miraba con recelo la espalda encorvada y llena de granos de Morse? No importaba, porque algún día, cuando Robert tuviera una espalda encorvada y llena de granos, estaría agradecido a su padre, quien había supeditado sus mezquinos intereses personales al bien de su familia, aunque, Dios mediante, Robert tendría una carrera presentable por entonces y podría permitirse apuntarse a un gimnasio y visitar a un dermatólogo.

Y Morse se detuvo en seco, preguntándose qué demonios hacían dos niñas solas en una canoa que se dirigía hacia la cascada, al parecer sin remos.

 

Cummings caminaba, contemplando un mítico y oscuro Bosque arbóreo que le recordó la visión arquetípica a la que había puesto el número 114 en su «Libro de visiones arquetípicas», sobre el que su madre, esa mentecata, había derramado gaseosa de uva no hacía mucho. La visión 114 tenía que ver con estar en la linde de un antiguo y denso Bosque en el crepúsculo, con el cálido refugio de la propia morada tras uno y delante la densa Espesura, ahíta de oscuros y aterradores osos que se acercaban desde lúgubres aquelarres. ¿Qué pensaría ese esclavo asalariado lleno de tics si hundiera su corta frente en el embriagador brebaje que eran las «Visiones arquetípicas»? Morse, ja, pensó Cummings, me alegro de no ser Morse, un zopenco con pantalones de la empresa que se arrastra de vuelta a casa, hasta sus desastrados mocosos en la marga acumulada, nacidos, como el resto de su progenie, con los pies de barro hundidos en las fauces del convencionalismo, felices de trabajar alegremente como lemmings en cubículos moribundos mientras comparan sus acciones entre arrebatos de tediosas podaduras del césped, riéndose luego mientras ofrecen a sus mocosos lactantes el pecho Nintendo. Esa sí que era una imagen intensa, pensó Cummings, una imagen que podría desarrollar alguna noche de meditación hasta convertirla en un hercúleo proemio que algún capitoste de Hollywood se zamparía de un bocado de modo que podría regalarle a su madre un Lexus y largarse a París con alguna mujer exuberante y de piernas largas después de dedicar una temporada a fortalecer el cuerpo y darle algunas curvas a los brazos para cautivarla física e intelectualmente, y en París la chica de piernas largas y quizá pantalones de piel ceñidos se sentaría en una cama antigua con los hombros envueltos en un hermoso chal o una manta y lo contemplaría con ojos de gacela mientras él meditaría en el balcón sobre la lluvia parisina y demás, ¡y vaya si se cocerían en su propio jugo Morse y su ralea cuando les enviara una postal en un gesto de amabilidad!

Y vaya si no se postraría de hinojos ante él el Pueblo arrepentido cuando en los mercadillos se vendieran camisetas estampadas con ese rostro suyo ganado con tanto esfuerzo, su heráldico rostro leonino, se podría decir, y cuando él concediera audiencia en el porche ataviado con un whitmanesco traje blanco mientras su madre merodearía a sus espaldas sin comprender nada de su obra y ofreciendo inanes canapés a los múltiples admiradores; ¿acaso no sería dulce la venganza cuando antiguas estrellas de fútbol como Ned Wentz empezaran a suplicarle que les diera lecciones sobre el arte del soneto? Y todo cuanto se requería para que esas cosas sucedieran era algo de papel, unos lápices y un apabullante talento visionario como tardaría en verse otro igual, escribirían los críticos, todo lo cual poseía en abundancia, y dobló la última curva antes de la cascada, eufórico con sus propias posibilidades, y vio una canoa del color de las hojas del verano embestir el tajamar que formaba el Snag. Las niñas que iban en ella fueron arrojadas hacia delante y gritaron con todas sus fuerzas sobre las espumeantes olas que impedían que fueran oídas mientras el bote se rajaba como siguiendo una especie de costura y empezaba a llenarse de agua en rápidas y fatales cantidades. Cummings se detuvo estupefacto, el cuerpo electrificado, los pelos erizándose en la parte posterior de su estirado cuello, pensando: tengo que hacer algo, tienen la cara ensangrentada, pero qué, un agua fría tan rápida, de todos modos tengo que hacer algo, y saltó con inseguridad por encima de la berma, buscando ayuda pero sin encontrar más que un campo de elevados tallos de maíz seco.

 

Morse empezó a correr. Con toda probabilidad era una estupidez. Con toda probabilidad las niñas estaban a salvo en tierra, o si no la ayuda estaba ya en camino, aunque seguro que era posible que las niñas no estuvieran en tierra y que la ayuda no estuviera en camino y de hecho era incluso posible que la ayuda que estuviera en camino fuera él, lo cual era preocupante, porque nunca había sido bueno sometido a presión y en una crisis a menudo se quedaba debatiendo mentalmente posibles opciones con la boca abierta. Pensándolo bien, era posible, incluso probable, que el bote hubiera caído ya por la cascada o chocado contra el Snag. Se acordó de la tripulación de la barcaza Fat Chance, rescatada con un puente de cuerda en los primeros años de Reagan. Deseó que varios hombres resueltos y bañados en sudor estuvieran ya en el lugar y que uno de ellos lo enviara a llamar por teléfono, aunque, ¿y si en el camino se olvidaba del número y tenía que volver y pedirle al hombre resuelto y bañado en sudor que se lo repitiera? ¿Y si Ruth se enteraba de ese fallo y se moría de vergüenza y se divorciaba de él y le prohibía ver a los niños, que de todos modos no querrían verlo por inútil y cagueta? Ciertamente, eso era ser no positivo. Eso era ciertamente un ejemplo de convocar el fracaso por medio de la negatividad. Porque, quién sabía, a lo mejor podía estar en una hilera ayudando a los hombres resueltos y sufrir una grave quemadura con la cuerda y volver a casa como un héroe con las manos vendadas, lo cual podría hacer que Ruth lo mirara desde una óptica sexual más favorable, y permanecerían despiertos toda la noche celebrando su nueva hombría e intercambiando dulces palabras entre enérgicos arrebatos sexuales, aunque, ¿eran esas cosas en las que había que pensar en un momento en que estaba en juego la vida de unas niñas? Era malo, no cabía duda. No tenía un hueso sincero en todo el cuerpo. Las otras personas eran más sencillas y miraban el mundo con una mirada más limpia, pero él era ensimismado, poco sincero y lo estropeaba todo, porque estropear un rescate no tenía nada que ver con olvidarte de echar al correo las invitaciones para la fiesta de cumpleaños de tu hijo, cosa que le había ocurrido hacía poco, aunque ciertamente habían gastado una pequeña fortuna rectificando la situación, se pararon cuando ya solo les faltaba cargar un poni de verdad en la Visa, pero la cuestión era que eso iba en serio y que tenía que vencer. Y echando a correr con sus delgadas piernas, extrañamente inclinado a la altura de la cintura, los faldones de la camisa agitándose tras él y la rodilla mala doliéndole, se reconvino y apartó todas las dudas sobre sus capacidades y toda negatividad y se dispuso a ayudar a los hombres resueltos de la forma en que pudiera ayudarlos una vez doblara la curva y evaluara la situación.

Sin embargo, cuando dobló la curva y evaluó la situación, no encontró ningún puente de cuerda ni hombres resueltos, solo una canoa partiéndose contra la base del Snag y dos niñas con suéteres a juego intentando achicar agua con el cubo para el cebo. ¿Qué hacer? Eso era un desastre. ¿Ir por ayuda? ¿Salir corriendo hasta el centro comercial y llamar al 911 desde Knife World? No había tiempo. La canoa se hundía ante sus ojos. Las niñas se ahogarían antes de que llegara a la autopista 8. ¿Se podía nadar hasta el Snag? Desde luego que no. Nadie lo había hecho. ¿Era buen nadador? Mediocre, en el mejor de los casos. Por lo tanto, tendría que salir corriendo en busca de ayuda. Pero correr era inútil. Porque no había tiempo. Acababa de decidirlo. Y lo de nadar estaba descartado. Por lo tanto, las niñas iban a morir. Estaban ya básicamente muertas. Aunque eso no podía ser. Era demasiado triste. ¿Qué sería de la madre que esa mañana las había vestido con suéteres a juego? ¿Cómo iba a soportarlo? Pronto las niñas estarían desnudas, magulladas y muertas sobre una mesa. Eso era inconcebible. Pensó en Robert desnudo, magullado y desnudo sobre una mesa. ¿Qué hacer? Deseó violentamente estar en cualquier otro lugar. Las niñas lo vieron en ese momento y pareció que intentaban explicarle con las manos que pronto estarían muertas. Dios mío, ¿se creían que estaba ciego? ¿Se creían que era idiota? ¿Acaso era su padre? ¿Se creían que era Jesucristo? Estaban muertas. Estaban desesperadas, llamándolo, pero estaban muertas, tan muertas como los muertos antiguos, y él estaba vivo, lo necesitaban en casa, no era un descerebrado, no había manera de que alguien pudiera responsabilizarlo de eso, y emitiendo con la garganta un débil suspiro de desesperación se quitó los mocasines y arrojó su feo y largo cuerpo al agua.

© George Saunders: The Falls (La cascada). Publicado en The New Yorker, 22 de enero de 1996. Traducción de Juan Gabriel López Guix.




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