lunes, 28 de septiembre de 2020

El lago de Ray Bradbury

 Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.

Subí corriendo por la playa.

Mamá me frotó con una esponjosa toalla.

-Quédate aquí y sécate -dijo.

Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.

-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.

-Espera que vea mi carne de gallina -dije.

-Harold -dijo mamá.

Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.

Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con solo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.

Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.

Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.

Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.

Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.

-Mamá, quiero correr por la playa.

-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.

Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.

De manera que yo estaba realmente solo.

Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora… un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azúcar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.

Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió…

-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con solo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.

Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.

Grité su nombre una y otra vez.

-¡Tally! ¡Oh, Tally!

El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!

Yo solo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.

Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez solo hice la mitad. Luego me levanté.

-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.

Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.

No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.

Subí silenciosamente por la playa.

Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era solo el viento.

Salí en el tren al día siguiente.

Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.

Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.

Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.

Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.

El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.

Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.

¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.

Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.

Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.

Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.

Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y solo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.

La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.

Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, solo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Solo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.

-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.

-Pero ¿por qué?

-Quédate aquí, eso es todo…

Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.

-¿Qué es eso? -le pregunté.

El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.

-¿Qué es? -insistí.

-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.

Esperé.

-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta… mucho tiempo.

Repetí sus palabras.

-¿Mucho tiempo?

-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es… agradable.

-Abra el saco -dije, sin saber por qué.

El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.

-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.

-¡Vamos, ábralo! -grité.

-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña…

Abrió el saco lo justo.

La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.

Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.

Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.

El salvavidas ató el saco de nuevo.

Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.

-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.

Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, solo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.

Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo… y no retornaban nunca.

Entonces… me di cuenta.

-Te ayudaré a acabarlo -dije.

Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.

Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, 

viernes, 25 de septiembre de 2020

La cascada de George Saunders

 


A Morse lo sacaba de quicio cruzar los jardines Saint Jude recién acabadas las clases, porque le parecía que si sonreía a los uniformados niños católicos podían pensar que era un chiflado o un pervertido y si no sonreía podían pensar que era un viejo cascarrabias al que el mundo había convertido en un amargado, cosa que, sentía, estaba convencido de ser según ciertos criterios. A veces no estaba del todo seguro de no ser alguna clase de zumbado, aunque estaba seguro de no ser un pervertido. De eso estaba seguro. O relativamente seguro. Estar demasiado seguro, estaba relativamente convencido, era lo que al final te convertía en un chiflado. Así que lo fundamental era la humildad, hacer que su rostro adoptara lo que pensaba que podía pasar por la expresión de un hombre que piensa con cariño en su juventud, una cara desprovista de chifladura o perversión; lo fundamental era la humildad.

La escuela estaba situada entre arces sobre una ladera que descendía hasta el ancho río Taganac, que se estrechaba, adquiría velocidad y caía por la cascada Bryce, kilómetro y medio más abajo, cerca de la pequeña casa alquilada por Morse, su lastimosamente pequeña casa alquilada, a decir verdad, que sin embargo era lo mejor que podía conseguir y por la cual sabía que tenía que estar agradecido, aunque a veces no estaba nada agradecido y se preguntaba qué había fallado, aunque otras veces estaba bastante contento con su pequeña y torcida casucha cubierta de pintura azul a base de plomo que se descascarillaba y sentía mucha lástima por los pobres diablos que alquilaban precarias pocilgas aún más pequeñas que su precaria pocilga, que era como se sentía en ese momento mientras se adentraba en la soleada tarde y continuaba su agradable caminata a lo largo del verde río jalonado de caras mansiones por cuyos propietarios sentía una profunda envidia.

Morse era alto, delgado y tan gris y sepulcral como una iglesia a punto de ser declarada en ruinas. Los pantalones le quedaban demasiado cortos, y la cara adoptaba periódicamente una mueca tensa e involuntaria que enseguida desaparecía, como si acabara de sufrir un intenso dolor. En el trabajo se lo conocía por salpicar sus conversaciones con breves risas desaforadas y con rachas de entusiasmo incipiente y de posterior incomodidad expresada por una súbita introducción de las manos en los bolsillos, tras lo cual las volvía a sacar, demasiado avergonzado de su propia vergüenza para quedarse ahí un instante más haciendo muecas.

En el camino sonaron detrás de él una serie de pasos pesados y arrítmicos. Lanzó una mirada y descubrió a Aldo Cummings, un tipo mayor que, aunque casi tenía cuarenta años, todavía vivía con su madre. Cummings no trabajaba, tenía el flequillo cortado recto y llevaba pantalones cortos de deporte incluso en lo más crudo del invierno. Morse deseó que Cummings no se le pegara. Cuando Cummings no se le pegó, y de hecho lo adelantó sin devolverle siquiera su mueca nerviosa y retraída, Morse se sintió culpable por haber sospechado que Cummings quisiera pegársele, luego se picó porque Cummings, que se pegaba incluso al personal de limpieza del ayuntamiento, no hubiera intentado pegársele. ¿Había hecho algo que lo hubiera ofendido? Le preocupaba no caerle bien a Cummings y le preocupaba que se preocupara por no caerle bien a un chiflado como Cummings. ¿Es que era una especie de don angustias? Le preocupaba. Por qué tenía que preocuparse, cuando todo cuanto hacía era ir a casa para disfrutar sin inquietudes de sus hermosos hijos, aunque por otra parte estaba el recital de piano de Robert, que seguro que iba a ser un desastre, porque Robert apenas había practicado y no tenían piano y ni siquiera estaban seguros de dónde y cuándo era el recital, y Annie, bendita niña, se había comido el teclado de cartón que le había hecho a Robert para que practicara. Cuando llegara a casa le haría a Robert un teclado de cartón nuevo y le pediría que practicara. Podría incluso ordenarle que practicara. Podría incluso ordenarle que se hiciera el teclado de cartón y que luego practicara, aunque eso era poco probable, porque cuando se ponía enérgico con Robert, Robert lloriqueaba, y Morse lo quería tanto que no soportaba verlo lloriquear, aunque si no se ponía enérgico él, Robert tenía tendencia a quedarse tumbado en la cama con su guante de béisbol en la cara.

Dios Santo, qué difícil podía ser la vida, por supuesto era consciente de que sin duda podía ser peor, pero ir en semejante estado, con el pulso acelerado, la cara congestionada, muerto de preocupación porque alguien se diera cuenta de lo nervioso que uno estaba, distaba sin duda de ser ideal, y estaba seguro de que su cuerpo estaba segregando toda clase de sustancias químicas nocivas y cuanto más se preocupara por las sustancias químicas nocivas más deprisa manarían de donde fuera que salieran.

Cuando llegara a casa se sentaría en los escalones y disfrutaría de unos minutos de respiración concentrada mientras recitaba su mantra, que era «Cálmate, cálmate», antes de que salieran los niños corriendo y se le agarraran a las piernas y a veces incluso lo mordieran con bastante fuerza llevados por la excitación, y saliera Ruth para recordarle con tono enfadado que no era el único que había trabajado todo el día, y mientras caminaba contempló el hermoso Taganac en un esfuerzo por absorber algo de su serenidad, pero en vez de eso se encontró obsesionándose con el pestillo de la verja, que no cerraba bien, que teóricamente podía permitir que Annie saliera gateando del patio en dirección al río, y se imaginó sollozando en la orilla, y para erradicar ese pensamiento empezó a silbar frenéticamente «Barras y estrellas» mientras se daba palmadas en los costados.

 

 

Cummings dejó atrás con paso ligero el molino restaurado, satisfecho de haber desairado tan contundentemente a Morse, un petulante miembro de la élite dominante de ese Pueblo de conspiradores, un representante de la liga de opresivos opresores que no reconocerían la suerte del esforzado artista si la suerte del esforzado artista se alzara con atribulada dignidad y le mordiera su culo de tergal. Sobre el puente de la calle Pine había un denso nubarrón. A un entrevistador imaginario, Cummings le dijo que la posible lluvia hacía aún más magnífico y radiante el magnífico día radiante a causa de la posibilidad de su pérdida. La posibilidad de su efímera pérdida. La efímera pérdida de los fugaces tránsitos del tiempo. El orgulloso tiempo. El orgulloso tiempo naciente, ese canalla. El tiempo nos convertía a todos en derrochadores, ¿no era así?, con sus demacradas mejillas, sus ecos sepulcrales y sus exhortantes miradas con dedos huesudos. Dedos huesudos que señalaban como si exhortaran, como si dijeran: «Te exhorto a que recuerdes tu naciente muerte final, que, estando como está en camino, humano, se halla próxima. Próxima, pellejo mortal, y no creas que no extenderá su horrible paño mortuorio sobre tu arrugado entrecejo, pronto, en cuanto elija el número que tienes asignado en mi polvoriento libro con el mismo dedo huesudo con el que te estoy señalando ahora, vanidad de vanidades, concupiscente, eludidor de deberes, mientras tú vagas en pos de tus centros de placer terrenales».

Había ahí un buen material, solo con que fuera capaz de recordarlo durante lo que quedaba del paseo y la inminente tormenta, para garabatearlo con apasionada caligrafía en su bloc amarillo. Pensó con anhelante ardor en su bloc amarillo, pensó. Pensó con anhelante ardor en su bloc amarillo en blanco, en el que, en ese mismísimo día, quedaría cincelada su fama, no… en el que, en ese mismísimo día, quedarían cincelados, o más bien certificados, los exiguos garabatos iniciales que presagiarían su naciente y pujante fama, y algún día alguien desenterraría su bloc amarillo y casi gritaría eureka cuando se diera cuenta del ingente fragmento de detalles insignificantes y sin embargo cruciales que acababa de descubrir, ¡y vaya si entonces querrían conocerlo toda clase de intelectuales vestidas con pequeñas chaquetas negras!

En el futuro tenía que acordarse de llevar su bloc a todas partes.

 

La ciudad se había gastado un dineral en la orilla del río, y ahora el borboteante y tumultuoso río pasaba ya por un salón de manicura en un molino restaurado, un café en una antigua torre de carbón y una pintoresca plaza pública donde algunos estudiantes con extraños cortes de pelo intentaban meter de una patada un balón por la ventanilla medio bajada de un Colt aparcado, y lo hacían con una alegría tan beligerante y molesta que daba la impresión de que se creían los primeros muchachos que caminaban sobre la faz de la tierra, lo cual Morse encontraba preocupante. ¿Y si cuando Annie creciera aparecía por casa con uno de esos bichos raros? No uno de esos bichos raros en concreto, claro, puesto que le llevaban aproximadamente quince años, pero también cabía la posibilidad de que a los veinte llevara a casa a uno de esos bichos raros en concreto, que entonces tendría treinta y cinco años, aunque por encima del cadáver de Morse, por más que en el fondo sabía que no armaría ningún escándalo aun cuando llevara a casa a uno de los mocosos que acababan de colar la pelota en el Colt y que estaban ahora saltando alegremente y empujándose con el pecho desnudo mientras gruñían como morsas; y de hecho sabía muy bien que, en lugar de expulsar de su casa al viejo bicho raro de treinta y cinco años, era probable que le ofreciera café o un refresco en un intento de disuadirlo de corromper a Annie, quien, por el amor de Dios, era solo una niña, porque Morse sabía muy bien la clase de hombre que era en el fondo, apocado ante el conflicto, conciliador ante un defecto, lastimosamente crédulo, y con una punzada se acordó de Len Beck, que en el último año lo había engañado para que se pintara el culo de azul. Si hubiera habido de verdad un Club de Culos Azules, si pintarse el culo hubiera sido de verdad un requisito para ser admitido en él, ya habría sido bastante desastroso, pero descubrir la víspera del baile de graduación que te habías pintado el culo de azul solo para diversión de una camarilla de nadadores insensibles que a continuación mostraron ciertas fotos a tu pareja de baile, eso era demasiado; y se había alegrado, alegrado bastante en realidad, al menos al principio, cuando Beck, borracho, intentó y no pudo llegar nadando al Foley’s Snag, el árbol muerto situado en medio del río, y fue arrastrado hasta la cascada en lo profundo de la noche, la gran tragedia de su último año, una tragedia que por fortuna había eclipsado su culo azul en la memoria colectiva de la clase.

Dos niñas pelirrojas navegaban en una canoa verde, llevadas por la corriente. Le gritaban algo, y él les hizo señas. ¿Habían gritado algo insultante? Ciertamente, era posible. Ciertamente, los niños de hoy tenían poco respeto por la autoridad, aunque había que admitir que siempre estaba Ben Akbar, su vecino, un pequeño genio paquistaní que hacía que Morse mirara a veces con recelo a Robert. Ben era un violoncelista reconocido en todo el estado, pertenecía al equipo de lucha, se mostraba indefectiblemente amable con los niños más pequeños, realizaba pinturas sobre chapa y podía hacer flexiones con una mano. Ah, Ben Shmen, pensó Morse, diez Ben no valían un solo Robert, aunque no se le ocurría un solo ámbito en que Robert superara o igualara siquiera a Ben, el pequeño sabelotodo, aunque ciertamente no tenía nada contra Ben, Ben era solo un niño, pero si Ben pensaba por un minuto que el hecho de ser más competente, simpático o talentoso que Robert le daba derecho de algún modo a mangonearlo, se iba a llevar un chasco, aunque no era que Ben hubiera intentado mangonear alguna vez a Robert. Al contrario, Robert mangoneaba a menudo a Ben, o lo intentaba, aunque siempre fracasaba, porque Ben era demasiado perspicaz para ser engañado por un pequeño estafador como Robert, y la cara de Morse enrojeció al darse cuenta de que acababa de describir a su hijo como un estafador.

Vaya, vaya, qué tortura podía ser la vida. Podía llegar a meterlo a uno en un lugar extraño y oscuro en el que se descubría de pronto haciendo cosas maleducadas e imperdonables, como poner en entredicho a su amado primogénito. Si pudiera escapar de BlasCorp y hacer algo importante, como descubrir una vacuna crucial. Pero era demasiado tarde, y nunca había sido bueno en biología; en realidad la había suspendido dos veces. Ciertamente recibiría con los brazos abiertos cualquier oportunidad. Solo con que pudiera ser un prisionero de guerra torturado que no solo se niega a hablar, sino que dirige a los otros prisioneros con himnos entusiastas poniendo en grave peligro su vida. Solo con que pudiera presenciar un milagro de verdad o salvar al presidente de un asesino o ganar en la lotería y darlo todo a obras de beneficencia. Solo con que pudiera ser parte de algún gran acontecimiento histórico, como los vejetes que había visto en la PBS recibiendo golpes en los disturbios de Hay-market, o hubiera conocido a Medgar Evers o perdido a su beatífica madre en el Titanic. Sus sueños infantiles habían sido tan brillantes, había esperado tanto, que no podía ser cierto que fuera un don nadie, aunque, por otro lado, ¿qué clase de alguien se pasaba los mejores años de su vida soltando improperios a una fotocopiadora? No era que se quejara. No era que no fuera consciente de que tenía muchas cosas de las que estar agradecido. Quería a sus hijos. Le gustaba el aspecto que tenía Ruth a la luz de la vela una vez había colocado él la cesta de la ropa contra la puerta que no podía cerrarse porque la casa se desmoronaba de una forma alarmante, le gustaba la cara que ponía cuando entraba en ella, le gustaba el modo en que se tomaba en broma la historia del culo azul, aunque no le gustaba particularmente el modo en que la sacaba a relucir cuando se peleaban —por ejemplo, la espantosa noche que les habían arrebatado el piano por falta de pago— ni el modo en que achacaba su pobreza a su pasividad estando los niños cerca ni el hecho de que en el punto álgido de su encaprichamiento por el maestro Li, el monitor de kárate de Robert, había estado llevando a clase hasta seis veces por semana al pobre niño agotado. Pero la cuestión era que, a pesar de ciertas dificultades, quería de verdad a Ruth. Así que, ¿qué más daba que sus cuerpos se deterioraran y engordaran, y ellos se desvistieran a oscuras, y Robert admirara a los fornidos deportistas de la televisión mientras miraba con recelo la espalda encorvada y llena de granos de Morse? No importaba, porque algún día, cuando Robert tuviera una espalda encorvada y llena de granos, estaría agradecido a su padre, quien había supeditado sus mezquinos intereses personales al bien de su familia, aunque, Dios mediante, Robert tendría una carrera presentable por entonces y podría permitirse apuntarse a un gimnasio y visitar a un dermatólogo.

Y Morse se detuvo en seco, preguntándose qué demonios hacían dos niñas solas en una canoa que se dirigía hacia la cascada, al parecer sin remos.

 

Cummings caminaba, contemplando un mítico y oscuro Bosque arbóreo que le recordó la visión arquetípica a la que había puesto el número 114 en su «Libro de visiones arquetípicas», sobre el que su madre, esa mentecata, había derramado gaseosa de uva no hacía mucho. La visión 114 tenía que ver con estar en la linde de un antiguo y denso Bosque en el crepúsculo, con el cálido refugio de la propia morada tras uno y delante la densa Espesura, ahíta de oscuros y aterradores osos que se acercaban desde lúgubres aquelarres. ¿Qué pensaría ese esclavo asalariado lleno de tics si hundiera su corta frente en el embriagador brebaje que eran las «Visiones arquetípicas»? Morse, ja, pensó Cummings, me alegro de no ser Morse, un zopenco con pantalones de la empresa que se arrastra de vuelta a casa, hasta sus desastrados mocosos en la marga acumulada, nacidos, como el resto de su progenie, con los pies de barro hundidos en las fauces del convencionalismo, felices de trabajar alegremente como lemmings en cubículos moribundos mientras comparan sus acciones entre arrebatos de tediosas podaduras del césped, riéndose luego mientras ofrecen a sus mocosos lactantes el pecho Nintendo. Esa sí que era una imagen intensa, pensó Cummings, una imagen que podría desarrollar alguna noche de meditación hasta convertirla en un hercúleo proemio que algún capitoste de Hollywood se zamparía de un bocado de modo que podría regalarle a su madre un Lexus y largarse a París con alguna mujer exuberante y de piernas largas después de dedicar una temporada a fortalecer el cuerpo y darle algunas curvas a los brazos para cautivarla física e intelectualmente, y en París la chica de piernas largas y quizá pantalones de piel ceñidos se sentaría en una cama antigua con los hombros envueltos en un hermoso chal o una manta y lo contemplaría con ojos de gacela mientras él meditaría en el balcón sobre la lluvia parisina y demás, ¡y vaya si se cocerían en su propio jugo Morse y su ralea cuando les enviara una postal en un gesto de amabilidad!

Y vaya si no se postraría de hinojos ante él el Pueblo arrepentido cuando en los mercadillos se vendieran camisetas estampadas con ese rostro suyo ganado con tanto esfuerzo, su heráldico rostro leonino, se podría decir, y cuando él concediera audiencia en el porche ataviado con un whitmanesco traje blanco mientras su madre merodearía a sus espaldas sin comprender nada de su obra y ofreciendo inanes canapés a los múltiples admiradores; ¿acaso no sería dulce la venganza cuando antiguas estrellas de fútbol como Ned Wentz empezaran a suplicarle que les diera lecciones sobre el arte del soneto? Y todo cuanto se requería para que esas cosas sucedieran era algo de papel, unos lápices y un apabullante talento visionario como tardaría en verse otro igual, escribirían los críticos, todo lo cual poseía en abundancia, y dobló la última curva antes de la cascada, eufórico con sus propias posibilidades, y vio una canoa del color de las hojas del verano embestir el tajamar que formaba el Snag. Las niñas que iban en ella fueron arrojadas hacia delante y gritaron con todas sus fuerzas sobre las espumeantes olas que impedían que fueran oídas mientras el bote se rajaba como siguiendo una especie de costura y empezaba a llenarse de agua en rápidas y fatales cantidades. Cummings se detuvo estupefacto, el cuerpo electrificado, los pelos erizándose en la parte posterior de su estirado cuello, pensando: tengo que hacer algo, tienen la cara ensangrentada, pero qué, un agua fría tan rápida, de todos modos tengo que hacer algo, y saltó con inseguridad por encima de la berma, buscando ayuda pero sin encontrar más que un campo de elevados tallos de maíz seco.

 

Morse empezó a correr. Con toda probabilidad era una estupidez. Con toda probabilidad las niñas estaban a salvo en tierra, o si no la ayuda estaba ya en camino, aunque seguro que era posible que las niñas no estuvieran en tierra y que la ayuda no estuviera en camino y de hecho era incluso posible que la ayuda que estuviera en camino fuera él, lo cual era preocupante, porque nunca había sido bueno sometido a presión y en una crisis a menudo se quedaba debatiendo mentalmente posibles opciones con la boca abierta. Pensándolo bien, era posible, incluso probable, que el bote hubiera caído ya por la cascada o chocado contra el Snag. Se acordó de la tripulación de la barcaza Fat Chance, rescatada con un puente de cuerda en los primeros años de Reagan. Deseó que varios hombres resueltos y bañados en sudor estuvieran ya en el lugar y que uno de ellos lo enviara a llamar por teléfono, aunque, ¿y si en el camino se olvidaba del número y tenía que volver y pedirle al hombre resuelto y bañado en sudor que se lo repitiera? ¿Y si Ruth se enteraba de ese fallo y se moría de vergüenza y se divorciaba de él y le prohibía ver a los niños, que de todos modos no querrían verlo por inútil y cagueta? Ciertamente, eso era ser no positivo. Eso era ciertamente un ejemplo de convocar el fracaso por medio de la negatividad. Porque, quién sabía, a lo mejor podía estar en una hilera ayudando a los hombres resueltos y sufrir una grave quemadura con la cuerda y volver a casa como un héroe con las manos vendadas, lo cual podría hacer que Ruth lo mirara desde una óptica sexual más favorable, y permanecerían despiertos toda la noche celebrando su nueva hombría e intercambiando dulces palabras entre enérgicos arrebatos sexuales, aunque, ¿eran esas cosas en las que había que pensar en un momento en que estaba en juego la vida de unas niñas? Era malo, no cabía duda. No tenía un hueso sincero en todo el cuerpo. Las otras personas eran más sencillas y miraban el mundo con una mirada más limpia, pero él era ensimismado, poco sincero y lo estropeaba todo, porque estropear un rescate no tenía nada que ver con olvidarte de echar al correo las invitaciones para la fiesta de cumpleaños de tu hijo, cosa que le había ocurrido hacía poco, aunque ciertamente habían gastado una pequeña fortuna rectificando la situación, se pararon cuando ya solo les faltaba cargar un poni de verdad en la Visa, pero la cuestión era que eso iba en serio y que tenía que vencer. Y echando a correr con sus delgadas piernas, extrañamente inclinado a la altura de la cintura, los faldones de la camisa agitándose tras él y la rodilla mala doliéndole, se reconvino y apartó todas las dudas sobre sus capacidades y toda negatividad y se dispuso a ayudar a los hombres resueltos de la forma en que pudiera ayudarlos una vez doblara la curva y evaluara la situación.

Sin embargo, cuando dobló la curva y evaluó la situación, no encontró ningún puente de cuerda ni hombres resueltos, solo una canoa partiéndose contra la base del Snag y dos niñas con suéteres a juego intentando achicar agua con el cubo para el cebo. ¿Qué hacer? Eso era un desastre. ¿Ir por ayuda? ¿Salir corriendo hasta el centro comercial y llamar al 911 desde Knife World? No había tiempo. La canoa se hundía ante sus ojos. Las niñas se ahogarían antes de que llegara a la autopista 8. ¿Se podía nadar hasta el Snag? Desde luego que no. Nadie lo había hecho. ¿Era buen nadador? Mediocre, en el mejor de los casos. Por lo tanto, tendría que salir corriendo en busca de ayuda. Pero correr era inútil. Porque no había tiempo. Acababa de decidirlo. Y lo de nadar estaba descartado. Por lo tanto, las niñas iban a morir. Estaban ya básicamente muertas. Aunque eso no podía ser. Era demasiado triste. ¿Qué sería de la madre que esa mañana las había vestido con suéteres a juego? ¿Cómo iba a soportarlo? Pronto las niñas estarían desnudas, magulladas y muertas sobre una mesa. Eso era inconcebible. Pensó en Robert desnudo, magullado y desnudo sobre una mesa. ¿Qué hacer? Deseó violentamente estar en cualquier otro lugar. Las niñas lo vieron en ese momento y pareció que intentaban explicarle con las manos que pronto estarían muertas. Dios mío, ¿se creían que estaba ciego? ¿Se creían que era idiota? ¿Acaso era su padre? ¿Se creían que era Jesucristo? Estaban muertas. Estaban desesperadas, llamándolo, pero estaban muertas, tan muertas como los muertos antiguos, y él estaba vivo, lo necesitaban en casa, no era un descerebrado, no había manera de que alguien pudiera responsabilizarlo de eso, y emitiendo con la garganta un débil suspiro de desesperación se quitó los mocasines y arrojó su feo y largo cuerpo al agua.

© George Saunders: The Falls (La cascada). Publicado en The New Yorker, 22 de enero de 1996. Traducción de Juan Gabriel López Guix.




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domingo, 31 de mayo de 2020

La señora mayor - Jorge Luis Borges

LA SEÑORA MAYOR 


El 14 de enero de 1941, María Justina Rubio de Jáuregui cumpliría cien años. Era la única hija de guerreros de la Independencia que no había muerto aún.
El coronel Mariano Rubio, su padre, fue lo que sin irreverencia puede llamarse un prócer menor. Nacido en la parroquia de la Merced, hijo de hacendados de la provincia, fue promovido a alférez en el ejército de los Andes, militó en Chacabuco, en la derrota de Cancha Rayada, en Maipú y, dos años después, en Arequipa. Se cuenta que la víspera de esta acción, José de Olavarría y él cambiaron sus espadas. A principios de abril del 23 ocurriría el célebre combate de Cerro Alto que, por haberse librado en el valle, suele denominarse también de Cerro Bermejo. Siempre envidiosos de nuestras glorias, los venezolanos atribuyeron esta victoria al general Simón Bolívar, pero el observador imparcial, el historiador argentino, no se deja embaucar y sabe muy bien que sus laureles corresponden al coronel Mariano Rubio. Éste, a la cabeza de un regimiento de húsares colombianos, decidió la incierta contienda de sables y de lanzas, que preparó la no menos famosa acción de Ayacucho, en la que también se batió. En ésta recibió una herida. El 27 le fue dado actuños, que ya eran casi la vejez. Fue amigo de Florencio Varela. Es harto verosímil que los profesores del Colegio Militar lo hubieran aplazado; sólo había cursado batallas pero ni un solo examen. Dejó dos hijas, de las cuales María Justina, la menor, es la que nos importa.

A fines del 53 la viuda del coronel y sus hijas se fijaron en Buenos Aires. No recobraron el establecimiento de campo confiscado por el tirano, pero el recuerdo de esas leguas perdidas, que no habían visto nunca, perduró largamente en la familia. A la edad de diecisiete años, María Justina casó con el doctor Bernardo Jáuregui, que, aunque civil, se batió en Pavón y en Cepeda y murió en el ejercicio de su profesión durante la Fiebre Amarilla. Dejó un hijo y dos hijas; Mariano, el primogénito, era inspector de rentas y solía frecuentar la Biblioteca Nacional y el Archivo, urgido por el propósito de escribir una exhaustiva biografía del héroe, que nunca terminó y que acaso no empezó nunca. La mayor, María Elvira, se casó con un primo suyo, un Saavedra, empleado en el Ministerio de Hacienda; Julia, con un señor Molinari, que, aunque de apellido italiano, era profesor de latín y una persona de lo más ilustrada. Omito a nietos y a bisnietos; basta que mi lector se figure una familia honrosa y venida a menos, presidida por una sombra épica y por la hija que nació en el destierro.
Vivían modestamente en Palermo, no lejos de la Iglesia de Guadalupe, donde Mariano recordaba aún haber visto, desde un tranvía de La Gran Nacional, una laguna que bordeaba uno que otro rancho de ladrillo sin revocar, no de chapas de cinc; la pobreza de ayer era menos pobre que la que ahora nos depara la industria. También las fortunas eran menores
La casa de los Rubio ocupaba los altos de una mercería del barrio. La escalera lateral era angosta; la baranda, que estaba a la derecha, se prolongaba en uno de los costados del oscuro vestíbulo, donde había una percha y unas sillas. El vestíbulo daba a la salita con muebles tapizados, y la salita al comedor, con muebles de caoba y una vitrina. Las persianas de hierro, siempre cerradas por temor a la resolana, dejaban pasar una media luz. Me acuerdo de un olor a cosas guardadas. En el fondo estaban los dormitorios, el baño, un patiecito con pileta de lavar y la pieza de la sirvienta. En toda la casa no había otros libros que un volumen de Andrade, una monografía del héroe, con adiciones manuscritas, y el Diccionario Hispano-Americano de Montaner y Simón, adquirido porque lo pagaban a plazos y por el mueblecito correspondiente. Contaban con una pensión, que siempre les llegaba con atraso, y con el alquiler de un terreno —único resto de la estancia, antes vasta— en Lomas de Zamora.
En la fecha de mi relato, la señora mayor vivía con Julia, que había enviudado, y con un hijo de ésta. Seguía abominando de Artigas, de Rosas y de Urquiza; la primera guerra europea, que le hizo detestar a los alemanes, de los que sabía muy poco, fue menos real para ella que la revolución del noventa y que la carga de Cerro Alto. Desde 1932 había ido apagándose poco a poco; las metáforas comunes son las mejores, porque son las únicas verdaderas. Profesaba, por supuesto, la fe católica, lo cual no significa que creyera en un Dios que es Uno y es Tres, ni siquiera en la inmortalidad de las almas.
Murmuraba oraciones que no entendía y las manos movían el rosario. En lugar de la Pascua y del Día de Reyes había aceptado la Navidad, así como el té en vez del mate. 
Las palabras protestante, judío, masón, hereje y ateo eran, para ella, sinónimas y no querían decir nada. Mientras pudo no hablaba de españoles sino de godos, como lo habían hecho sus padres. En 1910, no quería creer que la Infanta, que al fin y al cabo era una princesa, hablara, contra toda previsión, como una gallega cualquiera y no como una señora argentina. Fue en el velorio de su yerno donde una parienta rica, que nunca había pisado la casa pero cuyo nombre buscaban con avidez en la crónica social de los diarios, le dio la desconcertante noticia. La nomenclatura de la señora de Jáuregui siguió siendo anticuada; hablaba de la calle de las Artes, de la calle del Temple, de la calle Buen Orden, de la calle de la Piedad, de las dos Calles Largas, de la plaza del Parque y de los Portones. La familia afectaba esos arcaísmos, que eran espontáneos en ella.
Decían orientales y no uruguayos. No salía de su casa; quizá no sospechaba que Buenos Aires había ido cambiando y creciendo. Los primeros recuerdos son los más vívidos; la ciudad que la señora se figuraba del otro lado de la puerta de calle sería muy anterior a la del tiempo en que tuvieron que mudarse del centro. Los bueyes de las carretas descansarían en la plaza del Once y las violetas muertas aromarían las quintas de Barracas. Ya no sueño más que con muertos fue una de las últimas cosas que le oyeron decir. Nunca fue tonta, pero no había gozado, que yo sepa, de placeres intelectuales; le quedarían los que da la memoria y después el olvido. Siempre fue generosa. Recuerdo los tranquilos ojos claros y la sonrisa. Quién sabe qué tumulto de pasiones, ahora perdidas y que ardieron, hubo en esa vieja mujer, que había sido agraciada. Muy sensible a las plantas, cuya modesta vida silenciosa era afín a la de ella, cuidaba unas begonias en su cuarto y tocaba las hojas que no veía. Hasta 1929, en que se hundió en el entresueño, contaba sucedidos históricos, pero siempre con las mismas palabras y en el mismo orden, como si fueran el Padrenuestro, y sospeché que ya no respondían a imágenes. Lo mismo le daba comer una cosa que otra. Era, en suma, feliz.
Dormir, según se sabe, es el más secreto de nuestros actos. Le dedicamos una tercera parte de la vida y no lo comprendemos. Para algunos no es otra cosa que un eclipse de la vigilia; para otros, un estado más complejo, que abarca a un tiempo el ayer, el ahora y el mañana; para otros, una no interrumpida serie de sueños. Decir que la señora de Jáuregui pasó diez años en un caos tranquilo es acaso un error; cada instante de esos diez años puede haber sido un puro presente, sin antes ni después. No nos maravillemos demasiado de ese presente que contamos por días y por noches y por los centenares de las hojas de muchos calendarios y por ansiedades y hechos; es el que atravesamos cada mañana antes de recordarnos y cada noche antes del sueño. 
Todos los días somos dos veces la señora mayor.
Los Jáuregui vivían, ya lo hemos visto, en una situación algo falsa. Creían pertenecer a la aristocracia, pero la gente que figura los ignoraba; eran descendientes de un prócer, pero los manuales de historia solían prescindir de su nombre. Es verdad que lo conmemoraba una calle, pero esa calle, que muy pocos conocen, estaba perdida en los fondos del cementerio del Oeste.
La fecha se acercaba. El 10, un militar de uniforme se presentó con una carta firmada por el propio ministro anunciando su visita para el 14; los Jáuregui mostraron esa carta a todo el vecindario y recalcaron el membrete y la firma autógrafa. Luego fueron llegando los periodistas para la redacción de la nota. Les facilitaron todos los datos; era evidente que en su vida habían oído hablar del coronel Rubio. Gente casi desconocida habló por teléfono para que los invitaran.
Con diligencia trabajaron para el gran día. Enceraron los pisos, limpiaron los cristales de las ventanas, desenfundaron las arañas, lustraron la caoba, pulieron la platería de la vitrina, modificaron la disposición de los muebles y dejaron abierto el piano de la sala para lucir el cubreteclas de terciopelo. La gente iba y venía. La única persona ajena a esa bulla era la señora de Jáuregui, que parecía no entender nada. Sonreía; Julia, asistida por la sirvienta, la acicaló, como si ya estuviera muerta. Lo primero que las visitas verían al entrar sería el óleo del prócer y, un poco más abajo y a la derecha, la espada de sus muchas batallas. Aun en las épocas de penuria se habían negado siempre a venderla y pensaban donarla al Museo Histórico. Una vecina de lo más atenta les prestó para la ocasión una maceta de malvones.
La fiesta empezaría a las siete. Fijaron como hora las seis y media, porque sabían que a nadie le gusta llegar a encender las luces. A las siete y diez no había un alma; discutieron con alguna acritud las desventajas y ventajas de la impuntualidad. Elvira, que se preciaba de llegar a la hora precisa, dictaminó que era una imperdonable desconsideración tener esperando a la gente; Julia, repitiendo palabras de su marido, opinó que llegar tarde es una cortesía, porque si todos lo hacen es más cómodo y nadie apura a nadie. A las siete y cuarto la gente no cabía en la casa. El barrio entero pudo ver y envidiar el coche y el chauffeur de la señora de Figueroa, que no las invitaba casi nunca, pero que recibieron con efusión, para que nadie sospechara que sólo se veían por muerte de un obispo. El presidente envió a su edecán, un señor muy amable, que dijo que para él era todo un honor estrechar la mano de la hija del héroe de Cerro Alto. El ministro, que tuvo que retirarse temprano, leyó un discurso muy conceptuoso, en el cual, sin embargo, se hablaba más de San Martín que del coronel Rubio. La anciana estaba en su sillón, contra unos almohadones y a ratos inclinaba la cabeza o dejaba caer el abanico. Un grupo de señoras distinguidas, las Damas de la Patria, le cantaron el Himno, que pareció no oír. Los fotógrafos dispusieron a la concurrencia en grupos artísticos y prodigaron sus fogonazos. Las copitas de oporto y de jerez no daban abasto.
Descorcharon varias botellas de champagne. La señora de Jáuregui no articuló una sola palabra: acaso ya no sabía quién era. Desde esa noche guardó cama.
Cuando los extraños se fueron la familia improvisó una pequeña cena fría. El olor del tabaco y del café ya había disipado el del tenue benjuí.
Los diarios de la mañana y de la tarde mintieron con lealtad; ponderaron la casi milagrosa retentiva de la hija del prócer, que "es archivo elocuente de cien años de la historia argentina". Julia quiso mostrarle esas crónicas. En la penumbra, la señora mayor seguía inmóvil, con los ojos cerrados. No tenía fiebre; el médico la examinó y declaró que todo andaba bien. A los pocos días murió. La irrupción de la turba, el tumulto insólito, los fogonazos, el discurso, los uniformes, los repetidos apretones de manos y el ruidoso champagne habían apresurado su fin. Tal vez creyó que era la Mazorca que entraba.
Pienso en los muertos de Cerro Alto, pienso en los hombres olvidados de América y de España que perecieron bajo los cascos de los caballos; pienso que la última víctima de ese tropel de lanzas en el Perú sería, más de un siglo después, una señora anciana.
En El informe de Brodie, (1970)


sábado, 16 de mayo de 2020

Un día de campo - Guy de Maupassant

Un día de campo (1881)
(“Une partie de campagne”)
Originalmente publicado en la revista La Vie moderne (2 y 9 de abril de 1881);
La Maison Tellier
(París: Victor Havard Éditeur, 1881, 310 págs.)

      Tenían proyectado hacía cinco meses salir a almorzar en los alrededores de París el día del santo de la señora Dufour, que se llamaba Pétronille. Por ello, como habían esperado con impaciencia esa partida, se habían levantado muy temprano aquella mañana.

       El señor Dufour, que le había pedido prestado el coche al lechero, conducía. La carreta, de dos ruedas, estaba muy limpia; tenía un techo sostenido por cuatro montantes de hierro del que colgaban cortinas que habían alzado para ver el paisaje. Sólo la de detrás flotaba al viento, como una bandera. La mujer, al lado de su esposo, estaba radiante con un extraordinario traje de seda cereza. A continuación, en dos sillas, se sentaban una vieja abuela y una jovencita. Se distinguía también la cabellera amarilla de un muchacho que, a falta de asiento, se había tumbado al fondo y del que aparecía sólo la cabeza.
       Tras haber seguido la avenida de los Campos Elíseos y cruzado las fortificaciones por la puerta Maillot, se habían puesto a contemplar la comarca.
       Al llegar al puente de Neuilly, el señor Dufour había dicho:
       —Ahí tenéis el campo, ¡por fin! —y su mujer, ante esa señal, se había enternecido con la naturaleza.
       En la encrucijada de Courbevoie, les había asaltado la admiración ante la lejanía de los horizontes. A la derecha, allá lejos, estaba Argenteuil, con su elevado campanario; por encima aparecían los cerros de Sannois y el Molino de Orgemont. A la izquierda, el acueducto de Marly se dibujaba sobre el cielo claro de la mañana, y se divisaba también, de lejos, la terraza de Saint-Germain; mientras que enfrente, al final de una cadena de colinas, unas tierras removidas indicaban el nuevo fuerte de Cormeilles. Muy al fondo, con un retroceso formidable, por encima de llanuras y pueblos, se entreveía un oscuro verdor de bosques.
       El sol comenzaba a quemar los rostros; el polvo llenaba los ojos de continuo y, a los dos lados de la carretera, se desplegaba una campiña interminablemente desnuda, sucia y hedionda. Hubiérase dicho que una lepra la había devastado, royendo hasta las casas, pues esqueletos de edificios hundidos y abandonados, o bien pequeñas casuchas inacabadas por falta de pago a los contratistas, alzaban sus cuatro paredes sin techo.
       De trecho en trecho crecían en el suelo estéril largas chimeneas de fábricas, única vegetación de aquellos campos pútridos por los cuales la brisa de la primavera paseaba un perfume de petróleo y de esquisto mezclado con otro olor aún menos agradable.
       Por fin habían cruzado el Sena por segunda vez, y, en el puente, había sido arrobador. El río resplandecía de luz; un vaho se elevaba de él, absorbido por el sol, y se experimentaba una suave quietud, una frescura benéfica al respirar por fin un aire más puro que no había sido barrido por el humo negro de las fábricas o las miasmas de los muladares.
       Un hombre que pasaba había dado el nombre de la zona: Bezons.
       El coche se detuvo, y el señor Dufour se puso a leer la prometedora muestra de un figón: “Restaurante Poulin, calderetas y pescado frito, reservados particulares,bosquecillos y columpios. ¿Qué, señora Dufour, te conviene? ¿te decidirás por fin?”
       La mujer leyó a su vez: “Restaurante Poulin, calderetas y pescado frito, reservados particulares, bosquecillos y columpios”. Después miró largamente la casa.
       Era una posada de campo, blanca, situada al borde de la carretera. Mostraba, por la puerta abierta, el cinc brillante del mostrador ante el cual estaban dos obreros endomingados.
       Por fin la señora Dufour se decidió:
       —Sí, está bien —dijo—, y, además, tiene buenas vistas.
       El coche entró en un amplio terreno plantado de grandes árboles que se extendía detrás de la posada y que sólo estaba separado del Sena por el camino de sirga.
       Entonces se apearon. El marido saltó primero, luego abrió los brazos para recibir a su mujer. El estribo, sujeto por dos barras de hierro, estaba muy lejos, de forma que, para alcanzarlo, la señora Dufour tuvo que dejar ver la parte inferior de una pierna cuya primitiva finura desaparecía ahora bajo una invasión de grasa que bajaba de los muslos.
       El señor Dufour, a quien el campo excitaba ya, le pellizcó vivamente la pantorrilla, y después, cogiéndola por debajo de los brazos, la depositó pesadamente en tierra, como un enorme paquete.
       Ella se dio unas palmadas en su traje de seda para desprender el polvo, mientras miró el lugar donde se encontraba.
       Era una mujer de unos treinta y seis años, metida en carnes, exuberante y de aspecto agradable. Respiraba con fatiga, sofocada violentamente por la opresión de un corsé demasiado apretado; y la presión de aquel chisme empujaba hacia su papada la masa fluctuante del pecho superabundante.
       A continuación la jovencita, posando la mano en el hombro de su padre, saltó con ligereza ella sola. El muchacho de pelo amarillo se había apeado poniendo un pie sobre la rueda, y ayudó al señor Dufour a descargar a la abuela.
       Entonces desengancharon el caballo, que fue atado a un árbol, y el coche cayó de narices, con los dos varales en el suelo. Los hombres, habiéndose quitado las levitas, se lavaron las manos en un cubo de agua, y después se reunieron con las señoras instaladas ya en los balancines.
       La señorita Dufour trataba de columpiarse de pie, ella sola, sin lograr darse suficiente impulso. Era una guapa chica de dieciocho a veinte años; una de esas mujeres cuyo encuentro por la calle os azota con un súbito deseo, y os deja hasta la noche una vaga inquietud y una agitación de los sentidos. Alta, de talle esbelto y caderas anchas, tenía la piel muy morena, los ojos muy grandes, el pelo muy negro. Su traje dibujaba netamente la firme plenitud de su carne acentuada aún más por los esfuerzos que hacía con los riñones para remontarse. Sus brazos tensos sujetaban las cuerdas por encima de su cabeza, de modo que su pecho se alzaba, sin una sacudida, a cada impulso que daba. Su sombrero, arrastrado por una ráfaga de viento, había caído a sus espaldas; y el balancín se lanzaba poco a poco, mostrando a cada vuelta sus piernas finas hasta la rodilla, y lanzando a la cara de los dos hombres, que la miraban riendo, el aire de sus faldas, más embriagador que los vapores del vino.
       Sentada en el otro columpio, la señora Dufour gemía de forma monótona y continua:
       —Cyprien, ven a empujarme; ¡ven a empujarme de una vez, Cyprien!
       Al final él fue y, remangándose la camisa, como antes de emprender un trabajo, puso a su mujer en movimiento con infinita fatiga.
       Aferrada a las cuerdas, tenía las piernas estiradas, para no tropezar con el suelo, y disfrutaba al verse aturdida por el vaivén del chisme. Sus formas, sacudidas, tembleteaban continuamente como la gelatina en una bandeja. Pero, a medida que los impulsos crecían, la asaltaron el vértigo y el miedo. A cada bajada, lanzaba un grito agudo que hacía acudir a todos los rapaces del pueblo; y allá, delante de ella, por encima del seto del jardín, distinguía vagamente un surtido de cabezas traviesas que gesticulaban variadamente con las risas.
       Al aparecer una camarera, encargaron el almuerzo.
       —Fritos del Sena, conejo salteado, ensalada y postre —articuló la señora Dufour, con aire importante.
       —Traiga dos litros de tinto y una botella de burdeos —dijo su marido. —Almorzaremos en la hierba —agregó la joven.
       La abuela, enternecida al ver el gato de la casa, lo perseguía hacia diez minutos prodigándole inútilmente las más dulces denominaciones. El animal, halagado interiormente sin duda por aquella atención, se mantenía siempre muy cerca de la mano de la buena señora, aunque sin dejarse alcanzar, y daba tranquilamente vueltas a los árboles, contra los cuales se frotaba, la cola erguida, con un pequeño ronroneo de placer.
       —¡Mirad! —gritó de repente el joven de pelo amarillo que fisgoneaba por el terreno—, ¡hay unos barcos estupendos!
       Fueron a ver. Bajo un pequeño cobertizo de madera estaban colgadas dos soberbias yolas de remeros, finas y trabajadas como muebles de lujo. Descansaban una junto a otra, semejantes a dos altas mozas delgadas, con su longitud estrecha y reluciente, y daban ganas de marchar sobre el agua en las hermosas noches apacibles o en las claras mañanas de verano, de rozar los ribazos floridos donde árboles enteros bañan sus ramas en el agua, donde temblequea el eterno escalofrío de las cañas, y de donde alzan el vuelo, como relámpagos azules, rápidos martines pescadores.
       Toda la familia, con respeto, las contemplaba.
       —Oh, sí, son estupendas —repitió gravemente el señor Dufour.
       Y las detallaba como un experto. Había remado, él también, en sus verdes años, decía; e incluso con aquello en la mano —y hacía ademán de tirar de los remos— le importaba un bledo todo el mundo. Había vapuleado en carreras a más de un inglés, en tiempos, en Joinville; y bromeó con la palabra damas, con que se designan los dos toletes que sujetan los remos, diciendo que los remeros, y con razón, no salían jamás sin sus damas. Se acaloraba al perorar y proponía obstinadamente que apostasen que con una barca como aquélla él haría seis leguas por hora sin apresurarse.
       —Está listo —dijo la camarera que apareció en la entrada.
       Se precipitaron; pero hete aquí que en el mejor sitio, que la señora Dufour había elegido mentalmente para instalarse, estaban almorzando ya dos jóvenes. Eran los propietarios de las yolas, sin duda, pues iban vestidos de remeros.
       Se habían estirado en unas sillas, casi acostados. Tenían la cara tostada por el sol y el pecho cubierto solamente por una fina camiseta de algodón blanco que dejaba asomar sus brazos desnudos, robustos como los de un herrero. Eran dos sólidos mozos y presumían mucho de vigor, pero mostraban en todos sus movimientos esa gracia elástica de los miembros que se adquiere con el ejercicio, tan diferente de la deformación que imprime al obrero su penoso esfuerzo, siempre igual.
       Intercambiaron rápidamente una sonrisa al ver a la madre, luego una mirada al divisar a la hija.
       —Dejémosles nuestro sitio —dijo uno—, así entablaremos relación.
       El otro se levantó al punto y, con su gorra mitad roja y mitad negra en la mano, se ofreció caballerosamente a ceder a las señoras el único lugar del jardín donde no daba el sol. Aceptaron deshaciéndose en disculpas; y, para que la cosa fuera más campestre, la familia se instaló en la hierba sin mesa ni asientos.
       Los dos jóvenes se llevaron su cubierto a unos cuantos pasos y reanudaron la comida. Sus brazos desnudos, que mostraban sin cesar, turbaban un poco a la joven. Incluso fingía volver la cabeza y no fijarse en ellos, mientras que la señora Dufour, más atrevida, instigada por una curiosidad femenina que era acaso deseo, los miraba a cada momento, comparándolos sin duda con añoranza con las fealdades secretas de su marido.
       Se había derrumbado sobre la hierba, con las piernas dobladas a la manera de los sastres, y se meneaba continuamente, con el pretexto de que las hormigas se le habían metido en alguna parte. El señor Dufour, huraño ante la presencia y la amabilidad de los extraños, buscaba una postura cómoda que por lo demás no encontraba, y el joven de pelo amarillo comía silenciosamente como un ogro.
       —Hace un tiempo precioso, caballero —dijo la gruesa señora a uno de los remeros. Quería mostrarse amable a causa del sitio que les habían cedido.
       —Sí, señora —respondió—. ¿Vienen ustedes a menudo al campo?
       —¡Oh!, una o dos veces al año solamente, para tomar el aire; ¿y usted, caballero?
      —Vengo a dormir todas las noches.
       —¡Ah!, debe de ser muy agradable.
       —Sí, desde luego, señora.
       Y contó su vida de todos los días, poéticamente, de manera que hizo vibrar el corazón de aquellos burgueses privados de hierba y hambrientos de paseos por el campo con ese bobo amor a la naturaleza que los obsesionaba todo el año detrás del mostrador de su tienda.
       La joven, emocionada, alzó los ojos y miró al remero. El señor Dufour habló por primera vez:
       —Eso sí que es vida —dijo. Agregó—: ¿Un poco más de conejo, querida?
       —No, gracias, cariño.
       Ella se volvió de nuevo hacia los jóvenes y, señalando sus brazos:
       —¿No tienen nunca frío así? —dijo.
       Se echaron a reír los dos, y espantaron a la familia con el relato de sus prodigiosos esfuerzos, de sus baños sudados, de sus carreras entre la niebla de las noches; se golpearon violentamente el pecho para demostrar qué sonido daba.
       —¡Oh!, tienen ustedes pinta de fuertes —dijo el marido, que ya no hablaba de la época en que vapuleaba a los ingleses.
       La joven los examinaba ahora de lado; y el muchacho de pelo amarillo, atragantándose con la bebida, tosió desesperadamente, rociando el traje de seda cereza de la jefa, que se enfadó y mandó traer agua para lavar las manchas.
       Entre tanto la temperatura se volvía terrible. El río relumbrante parecía un foco de calor, y los vapores del vino turbaban las cabezas.
       El señor Dufour, sacudido por un hipo violento, se había desabrochado el chaleco y la cintura del pantalón; mientras que su mujer, presa de sofocos, desabotonaba su traje poco a poco. El aprendiz balanceaba con aire alegre sus greñas de lino y se servía trago tras trago. La abuela, sintiéndose achispada, se mantenía muy rígida y muy digna. En cuanto a la joven, no dejaba traslucir nada; sólo sus ojos se encendían vagamente, y su piel muy morena se coloreaba en las mejillas con un tono más rosado.
       El café los remató. Hablaron de cantar y cada cual echó su copla, que los otros aplaudieron con frenesí. Después se levantaron con dificultad, y mientras que las dos mujeres, aturdidas, respiraban, los dos hombres, totalmente curdas, hacían gimnasia. Pesados, fofos, y con el rostro escarlata, se colgaban torpemente de las anillas sin lograr levantarse; y sus camisas amenazaban continuamente con evacuar sus pantalones para ondear al viento como estandartes.
       Entre tanto los remeros habían echado las yolas al agua y regresaban cortésmente a proponer a las señoras un paseo por el río.
       —Señor Dufour, ¿me dejas? ¡Por favor! —gritó su mujer.
       El la miró con pinta de borracho, sin entender. Entonces se acercó un remero, con dos cañas de pescar en la mano. La esperanza de pescar gobios, ese ideal de los tenderos, encendió los ojos sombríos del hombrecillo, que accedió a todo lo que quisieron, y se instaló a la sombra, bajo el puente, los pies bailando encima del río, junto al joven del pelo amarillo, que se durmió a su lado.
      Uno de los remeros se sacrificó; se llevó a la madre.
       —¡En el bosquecillo de la isla de los ingleses! —gritó al alejarse.
       La otra yola se puso en marcha más lentamente. El remero miraba tanto a su compañera que no pensaba en otra cosa, y lo había invadido una emoción que paralizaba su vigor.
       La joven, sentada en el asiento del timonel, se abandonaba a la dulzura de estar sobre el agua. Se sentía asaltada por una renuncia a pensar, por una quietud de los miembros, por un abandono de sí misma, como presa de una múltiple embriaguez. Se había puesto muy roja, con la respiración entrecortada. El aturdimiento del vino, multiplicado por el calor torrencial que chorreaba en torno a ella, hacía que todos los árboles de la orilla la saludasen a su paso. Una vaga necesidad de disfrute, una fermentación de la sangre recorrían su carne excitada por los ardores de aquel día; y estaba también turbada por aquel mano a mano sobre el agua, en medio de aquella tierra despoblada por el incendio del cielo, con aquel joven que la encontraba hermosa, cuyos ojos le besaban la piel, y cuyo deseo era tan penetrante como el sol.
       La impotencia de ambos para hablar aumentaba su emoción, y miraban los alrededores. Entonces, haciendo un esfuerzo, él le preguntó su nombre.
       —Henriette —dijo.
       —¡Vaya!, yo me llamo Henri —prosiguió él.
       El sonido de sus voces los había calmado; se interesaron por las orillas. La otra yola se había parado y parecía esperarlos. El que la tripulaba gritó:
       —Os alcanzaremos en el bosque; vamos hasta Robinson, porque la señora tiene sed.
      Después se inclinó sobre los remos y se alejó tan rápidamente que pronto dejaron de verlo.
       Mientras tanto un fragor continuo que se distinguía vagamente desde hacía un tiempo se acercaba muy deprisa. El propio río parecía estremecerse como si el ruido sordo ascendiera de sus profundidades.
       —¿Qué es eso que se oye? —preguntó ella.
       Era el salto de la presa que cortaba el río en dos en la punta de la isla. El se perdía en una explicación cuando, en medio del estruendo de la cascada, un canto de pájaro que parecía muy remoto los sorprendió.
       —Vaya —dijo él—, los ruiseñores cantan de día: eso es que las hembras incuban.
       ¡Un ruiseñor! Ella no lo había oído nunca, y la idea de escuchar uno despertó en su corazón la visión de poéticas ternuras. ¡Un ruiseñor! , es decir, el invisible testigo de las citas de amor al que invocaba Julieta en su balcón; esa música del cielo concertada con los besos de los hombres; ¡ese eterno inspirador de todas las romanzas lánguidas que abren un ideal azul en los pobres corazoncitos de las chiquillas enternecidas!
       Iba, pues, a oír un ruiseñor.
       —No hagamos ruido —dijo su compañero—, podemos bajar en el bosque y sentarnos muy cerca de él.
       La yola parecía deslizarse. Aparecieron unos árboles en la isla, cuya ribera era tan baja que los ojos se sumergían en lo más tupido de la espesura. Se detuvieron; la barca quedó atada; y, apoyándose Henriette en el brazo de Henri, se adentraron entre las ramas.
       —Inclínese —dijo él.
       Se inclinó, y penetraron en un inextricable revoltijo de bejucos, de hojas y de cañas, en un asilo inencontrable que era preciso conocer y al que el joven llamaba riendo “su reservado particular”.
       Justamente por encima de sus cabezas, posado en uno de los árboles que los resguardaban, el pájaro seguía desgañitándose. Lanzaba trinos y gorgoritos, después desgranaba grandes sonidos vibrantes que llenaban el aire y parecían perderse en el horizonte, desplegándose a lo largo del río y volando sobre las llanuras, a través del silencio de fuego que entorpecía la campiña.
       No hablaban por miedo a que escapase. Estaban sentados uno junto al otro y, lentamente, el brazo de Henri rodeó la cintura de Henriette y la estrechó con dulce presión. Ella, sin cólera, cogió aquella mano audaz y la alejaba sin cesar a medida que él la acercaba, sin experimentar, por otra parte, el menor embarazo con aquella caricia, como si hubiera sido una cosa natural que rechazaba con igual naturalidad.
       Escuchaba al pájaro, perdida en un éxtasis. Sentía deseos infinitos de felicidad, bruscas ternuras que la atravesaban, revelaciones de poesías sobrehumanas, y tal aplanamiento de los nervios y del corazón que lloraba sin saber por qué. El joven la estrechaba contra sí ahora; no lo rechazaba ya sin pensar en ello.



       El ruiseñor calló de pronto. Una voz lejana gritó:
       —¡Henriette!
       —No conteste —dijo él muy bajo—, haría volar al pájaro.
       Tampoco ella pensaba en responder.
       Se quedaron así algún tiempo. La señora Dufóur se había sentado en alguna parte, pues se oían vagamente, de vez en cuando, los grititos de la gruesa señora que bromeaba sin duda con el otro remero.
       La jovencita seguía llorando, embargada por sensaciones muy dulces, la piel cálida y pinchada en todas partes por desconocidos cosquilleos. La cabeza de Henri estaba sobre su hombro; y, bruscamente, la besó en los labios. Ella tuvo una rebelión furiosa y, para evitarlo, se dejó caer de espaldas. Pero él se arrojó sobre ella, cubriéndola con todo su cuerpo. Persiguió un buen rato aquella boca que le huía, y después, al alcanzarla, pegó a ella la suya. Entonces, enloquecida por un deseo formidable, ella le devolvió el beso, estrechándolo sobre su pecho, y toda su resistencia cedió como aplastada por una carga demasiado pesada.
       Todo estaba en calma en las cercanías. El pájaro volvió a cantar. Lanzó primero tres notas penetrantes que parecían una llamada de amor, después, tras un silencio de un instante, inició con voz debilitada unas lentísimas modulaciones.
       Se deslizó una brisa suave, levantando un murmullo de hojas, y entre la profundidad de las ramas pasaban dos suspiros ardientes que se mezclaban con el canto del ruiseñor y con el leve hálito del bosque.
       Una embriaguez invadía al pájaro, y su voz, acelerándose poco a poco como un incendio que prende o una pasión que crece, parecía acompañar bajo el árbol un restallido de besos. Después el delirio de su gaznate se desencadenó enloquecido. Tenía desmayos prolongados en un trino, grandes espasmos melodiosos.
       A veces descansaba un poco, emitiendo solamente dos o tres sonidos ligeros que terminaban de pronto con una nota sobreaguda. O bien comenzaba una loca carrera, con brotes de gamas, estremecimientos, sacudidas, como un furioso canto de amor, seguido por gritos de triunfo.
       Pero se calló, al escuchar bajo él un gemido tan profundo que se le hubiera tomado por el adiós de un alma. El ruido se prolongó algún tiempo y se remató con un sollozo.
       Estaban muy pálidos, los dos, al abandonar su lecho de verdor. El cielo azul les parecía oscurecido; el ardiente sol estaba apagado a sus ojos; percibían la soledad y el silencio. Caminaban rápidamente uno al lado del otro, sin hablarse, sin tocarse, pues parecían haberse convertido en enemigos irreconciliables, como si una repugnancia se hubiera alzado entre sus cuerpos, un odio entre sus ánimos.
       De vez en cuando, Henriette gritaba:
       —¡Mamá!
       Se produjo un ajetreo bajo un zarzal. Henri creyó ver una enagua blanca que se bajaba con rapidez sobre una gruesa pantorrilla; y apareció la enorme señora, un poco confusa y más roja aún, los ojos muy brillantes y el pecho tumultuoso, demasiado cerca quizás de su vecino. Este debía de haber visto cosas muy divertidas, pues su rostro estaba surcado por risas súbitas que lo cruzaban a pesar suyo.
       La señora Dufour se cogió de su brazo con aire tierno, y volvieron a las barcas. Henri, que caminaba delante, siempre mudo al lado de la jovencita, creyó distinguir de repente una especie de gran beso ahogado.
       Por fin regresaron a Bezons.
       El señor Dufour, pasada la borrachera, se impacientaba. El joven de pelo amarillo tomaba un bocado antes de dejar la posada. El coche estaba enganchado en el patio, y la abuela, montada ya, se desolaba porque tenía miedo de que la cogiera la noche en la llanura, pues los alrededores de París no eran seguros.
       Se dieron apretones de manos, y la familia Dufour se marchó.
       —Hasta la vista —gritaban los remeros.
       Un suspiro y una lágrima les respondieron.
       Dos meses después, al pasar por la calle de los Mártires, Henri leyó sobre una puerta: Dufour, ferretero.
       Entró.
       La gruesa señora abultaba aún más tras el mostrador. Se reconocieron al punto y, después de mil cumplidos, él pidió noticias.
       —¿Qué tal la señorita Henriette?
       —Muy bien, gracias, se ha casado.
       La emoción le oprimió; agregó:
       —Y... ¿con quién?
       —Pues con el joven que nos acompañaba, ya sabe usted; él se hará cargo del negocio.
       —¡Oh!, claro.
       Se marchaba muy triste, sin saber demasiado bien por qué. La señora Dufour lo llamó:
       —¿Y su amigo? —dijo tímidamente.
       —Pues le va bien.
       —Déle recuerdos nuestros, ¿eh?; y cuando venga, dígale que pase a vernos... —se ruborizó mucho, y después agregó—: Me dará mucho gusto; dígaselo.
      —No dejaré de hacerlo. ¡Adiós!
       —No..., ¡hasta pronto!

       Al año siguiente, un domingo que hacía mucho calor, todos los detalles de esta aventura, que Henri no había olvidado nunca, regresaron a él súbitamente, tan claros y deseables, que volvió solo a su cuarto del bosque.
       Quedó estupefacto al entrar. Ella estaba allí, sentada en la hierba, con aire triste, mientras que a su lado, en mangas de camisa, su marido, el joven de pelo amarillo, dormía a conciencia, como un bruto.
       Se puso tan pálida al ver a Henri que éste creyó que iba a desmayarse. Después empezaron a charlar con toda naturalidad, como si nada hubiese ocurrido entre ellos.
       Pero cuando él le contaba que le gustaba mucho aquel paraje y que iba a menudo a descansar allí los domingos, evocando muchos recuerdos, ella lo miró largamente a los ojos.
       —Yo pienso en eso todas las noches —dijo.
       —Vamos, querida —replicó bostezando su marido—, creo que ya es hora de marcharnos.