lunes, 28 de septiembre de 2020

El lago de Ray Bradbury

 Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.

Subí corriendo por la playa.

Mamá me frotó con una esponjosa toalla.

-Quédate aquí y sécate -dijo.

Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.

-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.

-Espera que vea mi carne de gallina -dije.

-Harold -dijo mamá.

Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.

Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con solo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.

Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.

Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.

Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.

Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.

-Mamá, quiero correr por la playa.

-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.

Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.

De manera que yo estaba realmente solo.

Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora… un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azúcar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.

Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió…

-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con solo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.

Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.

Grité su nombre una y otra vez.

-¡Tally! ¡Oh, Tally!

El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!

Yo solo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.

Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez solo hice la mitad. Luego me levanté.

-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.

Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.

No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.

Subí silenciosamente por la playa.

Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era solo el viento.

Salí en el tren al día siguiente.

Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.

Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.

Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.

Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.

El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.

Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.

¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.

Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.

Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.

Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.

Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y solo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.

La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.

Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, solo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Solo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.

-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.

-Pero ¿por qué?

-Quédate aquí, eso es todo…

Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.

-¿Qué es eso? -le pregunté.

El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.

-¿Qué es? -insistí.

-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.

Esperé.

-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta… mucho tiempo.

Repetí sus palabras.

-¿Mucho tiempo?

-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es… agradable.

-Abra el saco -dije, sin saber por qué.

El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.

-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.

-¡Vamos, ábralo! -grité.

-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña…

Abrió el saco lo justo.

La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.

Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.

Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.

El salvavidas ató el saco de nuevo.

Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.

-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.

Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, solo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.

Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo… y no retornaban nunca.

Entonces… me di cuenta.

-Te ayudaré a acabarlo -dije.

Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.

Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, 

viernes, 25 de septiembre de 2020

La cascada de George Saunders

 


A Morse lo sacaba de quicio cruzar los jardines Saint Jude recién acabadas las clases, porque le parecía que si sonreía a los uniformados niños católicos podían pensar que era un chiflado o un pervertido y si no sonreía podían pensar que era un viejo cascarrabias al que el mundo había convertido en un amargado, cosa que, sentía, estaba convencido de ser según ciertos criterios. A veces no estaba del todo seguro de no ser alguna clase de zumbado, aunque estaba seguro de no ser un pervertido. De eso estaba seguro. O relativamente seguro. Estar demasiado seguro, estaba relativamente convencido, era lo que al final te convertía en un chiflado. Así que lo fundamental era la humildad, hacer que su rostro adoptara lo que pensaba que podía pasar por la expresión de un hombre que piensa con cariño en su juventud, una cara desprovista de chifladura o perversión; lo fundamental era la humildad.

La escuela estaba situada entre arces sobre una ladera que descendía hasta el ancho río Taganac, que se estrechaba, adquiría velocidad y caía por la cascada Bryce, kilómetro y medio más abajo, cerca de la pequeña casa alquilada por Morse, su lastimosamente pequeña casa alquilada, a decir verdad, que sin embargo era lo mejor que podía conseguir y por la cual sabía que tenía que estar agradecido, aunque a veces no estaba nada agradecido y se preguntaba qué había fallado, aunque otras veces estaba bastante contento con su pequeña y torcida casucha cubierta de pintura azul a base de plomo que se descascarillaba y sentía mucha lástima por los pobres diablos que alquilaban precarias pocilgas aún más pequeñas que su precaria pocilga, que era como se sentía en ese momento mientras se adentraba en la soleada tarde y continuaba su agradable caminata a lo largo del verde río jalonado de caras mansiones por cuyos propietarios sentía una profunda envidia.

Morse era alto, delgado y tan gris y sepulcral como una iglesia a punto de ser declarada en ruinas. Los pantalones le quedaban demasiado cortos, y la cara adoptaba periódicamente una mueca tensa e involuntaria que enseguida desaparecía, como si acabara de sufrir un intenso dolor. En el trabajo se lo conocía por salpicar sus conversaciones con breves risas desaforadas y con rachas de entusiasmo incipiente y de posterior incomodidad expresada por una súbita introducción de las manos en los bolsillos, tras lo cual las volvía a sacar, demasiado avergonzado de su propia vergüenza para quedarse ahí un instante más haciendo muecas.

En el camino sonaron detrás de él una serie de pasos pesados y arrítmicos. Lanzó una mirada y descubrió a Aldo Cummings, un tipo mayor que, aunque casi tenía cuarenta años, todavía vivía con su madre. Cummings no trabajaba, tenía el flequillo cortado recto y llevaba pantalones cortos de deporte incluso en lo más crudo del invierno. Morse deseó que Cummings no se le pegara. Cuando Cummings no se le pegó, y de hecho lo adelantó sin devolverle siquiera su mueca nerviosa y retraída, Morse se sintió culpable por haber sospechado que Cummings quisiera pegársele, luego se picó porque Cummings, que se pegaba incluso al personal de limpieza del ayuntamiento, no hubiera intentado pegársele. ¿Había hecho algo que lo hubiera ofendido? Le preocupaba no caerle bien a Cummings y le preocupaba que se preocupara por no caerle bien a un chiflado como Cummings. ¿Es que era una especie de don angustias? Le preocupaba. Por qué tenía que preocuparse, cuando todo cuanto hacía era ir a casa para disfrutar sin inquietudes de sus hermosos hijos, aunque por otra parte estaba el recital de piano de Robert, que seguro que iba a ser un desastre, porque Robert apenas había practicado y no tenían piano y ni siquiera estaban seguros de dónde y cuándo era el recital, y Annie, bendita niña, se había comido el teclado de cartón que le había hecho a Robert para que practicara. Cuando llegara a casa le haría a Robert un teclado de cartón nuevo y le pediría que practicara. Podría incluso ordenarle que practicara. Podría incluso ordenarle que se hiciera el teclado de cartón y que luego practicara, aunque eso era poco probable, porque cuando se ponía enérgico con Robert, Robert lloriqueaba, y Morse lo quería tanto que no soportaba verlo lloriquear, aunque si no se ponía enérgico él, Robert tenía tendencia a quedarse tumbado en la cama con su guante de béisbol en la cara.

Dios Santo, qué difícil podía ser la vida, por supuesto era consciente de que sin duda podía ser peor, pero ir en semejante estado, con el pulso acelerado, la cara congestionada, muerto de preocupación porque alguien se diera cuenta de lo nervioso que uno estaba, distaba sin duda de ser ideal, y estaba seguro de que su cuerpo estaba segregando toda clase de sustancias químicas nocivas y cuanto más se preocupara por las sustancias químicas nocivas más deprisa manarían de donde fuera que salieran.

Cuando llegara a casa se sentaría en los escalones y disfrutaría de unos minutos de respiración concentrada mientras recitaba su mantra, que era «Cálmate, cálmate», antes de que salieran los niños corriendo y se le agarraran a las piernas y a veces incluso lo mordieran con bastante fuerza llevados por la excitación, y saliera Ruth para recordarle con tono enfadado que no era el único que había trabajado todo el día, y mientras caminaba contempló el hermoso Taganac en un esfuerzo por absorber algo de su serenidad, pero en vez de eso se encontró obsesionándose con el pestillo de la verja, que no cerraba bien, que teóricamente podía permitir que Annie saliera gateando del patio en dirección al río, y se imaginó sollozando en la orilla, y para erradicar ese pensamiento empezó a silbar frenéticamente «Barras y estrellas» mientras se daba palmadas en los costados.

 

 

Cummings dejó atrás con paso ligero el molino restaurado, satisfecho de haber desairado tan contundentemente a Morse, un petulante miembro de la élite dominante de ese Pueblo de conspiradores, un representante de la liga de opresivos opresores que no reconocerían la suerte del esforzado artista si la suerte del esforzado artista se alzara con atribulada dignidad y le mordiera su culo de tergal. Sobre el puente de la calle Pine había un denso nubarrón. A un entrevistador imaginario, Cummings le dijo que la posible lluvia hacía aún más magnífico y radiante el magnífico día radiante a causa de la posibilidad de su pérdida. La posibilidad de su efímera pérdida. La efímera pérdida de los fugaces tránsitos del tiempo. El orgulloso tiempo. El orgulloso tiempo naciente, ese canalla. El tiempo nos convertía a todos en derrochadores, ¿no era así?, con sus demacradas mejillas, sus ecos sepulcrales y sus exhortantes miradas con dedos huesudos. Dedos huesudos que señalaban como si exhortaran, como si dijeran: «Te exhorto a que recuerdes tu naciente muerte final, que, estando como está en camino, humano, se halla próxima. Próxima, pellejo mortal, y no creas que no extenderá su horrible paño mortuorio sobre tu arrugado entrecejo, pronto, en cuanto elija el número que tienes asignado en mi polvoriento libro con el mismo dedo huesudo con el que te estoy señalando ahora, vanidad de vanidades, concupiscente, eludidor de deberes, mientras tú vagas en pos de tus centros de placer terrenales».

Había ahí un buen material, solo con que fuera capaz de recordarlo durante lo que quedaba del paseo y la inminente tormenta, para garabatearlo con apasionada caligrafía en su bloc amarillo. Pensó con anhelante ardor en su bloc amarillo, pensó. Pensó con anhelante ardor en su bloc amarillo en blanco, en el que, en ese mismísimo día, quedaría cincelada su fama, no… en el que, en ese mismísimo día, quedarían cincelados, o más bien certificados, los exiguos garabatos iniciales que presagiarían su naciente y pujante fama, y algún día alguien desenterraría su bloc amarillo y casi gritaría eureka cuando se diera cuenta del ingente fragmento de detalles insignificantes y sin embargo cruciales que acababa de descubrir, ¡y vaya si entonces querrían conocerlo toda clase de intelectuales vestidas con pequeñas chaquetas negras!

En el futuro tenía que acordarse de llevar su bloc a todas partes.

 

La ciudad se había gastado un dineral en la orilla del río, y ahora el borboteante y tumultuoso río pasaba ya por un salón de manicura en un molino restaurado, un café en una antigua torre de carbón y una pintoresca plaza pública donde algunos estudiantes con extraños cortes de pelo intentaban meter de una patada un balón por la ventanilla medio bajada de un Colt aparcado, y lo hacían con una alegría tan beligerante y molesta que daba la impresión de que se creían los primeros muchachos que caminaban sobre la faz de la tierra, lo cual Morse encontraba preocupante. ¿Y si cuando Annie creciera aparecía por casa con uno de esos bichos raros? No uno de esos bichos raros en concreto, claro, puesto que le llevaban aproximadamente quince años, pero también cabía la posibilidad de que a los veinte llevara a casa a uno de esos bichos raros en concreto, que entonces tendría treinta y cinco años, aunque por encima del cadáver de Morse, por más que en el fondo sabía que no armaría ningún escándalo aun cuando llevara a casa a uno de los mocosos que acababan de colar la pelota en el Colt y que estaban ahora saltando alegremente y empujándose con el pecho desnudo mientras gruñían como morsas; y de hecho sabía muy bien que, en lugar de expulsar de su casa al viejo bicho raro de treinta y cinco años, era probable que le ofreciera café o un refresco en un intento de disuadirlo de corromper a Annie, quien, por el amor de Dios, era solo una niña, porque Morse sabía muy bien la clase de hombre que era en el fondo, apocado ante el conflicto, conciliador ante un defecto, lastimosamente crédulo, y con una punzada se acordó de Len Beck, que en el último año lo había engañado para que se pintara el culo de azul. Si hubiera habido de verdad un Club de Culos Azules, si pintarse el culo hubiera sido de verdad un requisito para ser admitido en él, ya habría sido bastante desastroso, pero descubrir la víspera del baile de graduación que te habías pintado el culo de azul solo para diversión de una camarilla de nadadores insensibles que a continuación mostraron ciertas fotos a tu pareja de baile, eso era demasiado; y se había alegrado, alegrado bastante en realidad, al menos al principio, cuando Beck, borracho, intentó y no pudo llegar nadando al Foley’s Snag, el árbol muerto situado en medio del río, y fue arrastrado hasta la cascada en lo profundo de la noche, la gran tragedia de su último año, una tragedia que por fortuna había eclipsado su culo azul en la memoria colectiva de la clase.

Dos niñas pelirrojas navegaban en una canoa verde, llevadas por la corriente. Le gritaban algo, y él les hizo señas. ¿Habían gritado algo insultante? Ciertamente, era posible. Ciertamente, los niños de hoy tenían poco respeto por la autoridad, aunque había que admitir que siempre estaba Ben Akbar, su vecino, un pequeño genio paquistaní que hacía que Morse mirara a veces con recelo a Robert. Ben era un violoncelista reconocido en todo el estado, pertenecía al equipo de lucha, se mostraba indefectiblemente amable con los niños más pequeños, realizaba pinturas sobre chapa y podía hacer flexiones con una mano. Ah, Ben Shmen, pensó Morse, diez Ben no valían un solo Robert, aunque no se le ocurría un solo ámbito en que Robert superara o igualara siquiera a Ben, el pequeño sabelotodo, aunque ciertamente no tenía nada contra Ben, Ben era solo un niño, pero si Ben pensaba por un minuto que el hecho de ser más competente, simpático o talentoso que Robert le daba derecho de algún modo a mangonearlo, se iba a llevar un chasco, aunque no era que Ben hubiera intentado mangonear alguna vez a Robert. Al contrario, Robert mangoneaba a menudo a Ben, o lo intentaba, aunque siempre fracasaba, porque Ben era demasiado perspicaz para ser engañado por un pequeño estafador como Robert, y la cara de Morse enrojeció al darse cuenta de que acababa de describir a su hijo como un estafador.

Vaya, vaya, qué tortura podía ser la vida. Podía llegar a meterlo a uno en un lugar extraño y oscuro en el que se descubría de pronto haciendo cosas maleducadas e imperdonables, como poner en entredicho a su amado primogénito. Si pudiera escapar de BlasCorp y hacer algo importante, como descubrir una vacuna crucial. Pero era demasiado tarde, y nunca había sido bueno en biología; en realidad la había suspendido dos veces. Ciertamente recibiría con los brazos abiertos cualquier oportunidad. Solo con que pudiera ser un prisionero de guerra torturado que no solo se niega a hablar, sino que dirige a los otros prisioneros con himnos entusiastas poniendo en grave peligro su vida. Solo con que pudiera presenciar un milagro de verdad o salvar al presidente de un asesino o ganar en la lotería y darlo todo a obras de beneficencia. Solo con que pudiera ser parte de algún gran acontecimiento histórico, como los vejetes que había visto en la PBS recibiendo golpes en los disturbios de Hay-market, o hubiera conocido a Medgar Evers o perdido a su beatífica madre en el Titanic. Sus sueños infantiles habían sido tan brillantes, había esperado tanto, que no podía ser cierto que fuera un don nadie, aunque, por otro lado, ¿qué clase de alguien se pasaba los mejores años de su vida soltando improperios a una fotocopiadora? No era que se quejara. No era que no fuera consciente de que tenía muchas cosas de las que estar agradecido. Quería a sus hijos. Le gustaba el aspecto que tenía Ruth a la luz de la vela una vez había colocado él la cesta de la ropa contra la puerta que no podía cerrarse porque la casa se desmoronaba de una forma alarmante, le gustaba la cara que ponía cuando entraba en ella, le gustaba el modo en que se tomaba en broma la historia del culo azul, aunque no le gustaba particularmente el modo en que la sacaba a relucir cuando se peleaban —por ejemplo, la espantosa noche que les habían arrebatado el piano por falta de pago— ni el modo en que achacaba su pobreza a su pasividad estando los niños cerca ni el hecho de que en el punto álgido de su encaprichamiento por el maestro Li, el monitor de kárate de Robert, había estado llevando a clase hasta seis veces por semana al pobre niño agotado. Pero la cuestión era que, a pesar de ciertas dificultades, quería de verdad a Ruth. Así que, ¿qué más daba que sus cuerpos se deterioraran y engordaran, y ellos se desvistieran a oscuras, y Robert admirara a los fornidos deportistas de la televisión mientras miraba con recelo la espalda encorvada y llena de granos de Morse? No importaba, porque algún día, cuando Robert tuviera una espalda encorvada y llena de granos, estaría agradecido a su padre, quien había supeditado sus mezquinos intereses personales al bien de su familia, aunque, Dios mediante, Robert tendría una carrera presentable por entonces y podría permitirse apuntarse a un gimnasio y visitar a un dermatólogo.

Y Morse se detuvo en seco, preguntándose qué demonios hacían dos niñas solas en una canoa que se dirigía hacia la cascada, al parecer sin remos.

 

Cummings caminaba, contemplando un mítico y oscuro Bosque arbóreo que le recordó la visión arquetípica a la que había puesto el número 114 en su «Libro de visiones arquetípicas», sobre el que su madre, esa mentecata, había derramado gaseosa de uva no hacía mucho. La visión 114 tenía que ver con estar en la linde de un antiguo y denso Bosque en el crepúsculo, con el cálido refugio de la propia morada tras uno y delante la densa Espesura, ahíta de oscuros y aterradores osos que se acercaban desde lúgubres aquelarres. ¿Qué pensaría ese esclavo asalariado lleno de tics si hundiera su corta frente en el embriagador brebaje que eran las «Visiones arquetípicas»? Morse, ja, pensó Cummings, me alegro de no ser Morse, un zopenco con pantalones de la empresa que se arrastra de vuelta a casa, hasta sus desastrados mocosos en la marga acumulada, nacidos, como el resto de su progenie, con los pies de barro hundidos en las fauces del convencionalismo, felices de trabajar alegremente como lemmings en cubículos moribundos mientras comparan sus acciones entre arrebatos de tediosas podaduras del césped, riéndose luego mientras ofrecen a sus mocosos lactantes el pecho Nintendo. Esa sí que era una imagen intensa, pensó Cummings, una imagen que podría desarrollar alguna noche de meditación hasta convertirla en un hercúleo proemio que algún capitoste de Hollywood se zamparía de un bocado de modo que podría regalarle a su madre un Lexus y largarse a París con alguna mujer exuberante y de piernas largas después de dedicar una temporada a fortalecer el cuerpo y darle algunas curvas a los brazos para cautivarla física e intelectualmente, y en París la chica de piernas largas y quizá pantalones de piel ceñidos se sentaría en una cama antigua con los hombros envueltos en un hermoso chal o una manta y lo contemplaría con ojos de gacela mientras él meditaría en el balcón sobre la lluvia parisina y demás, ¡y vaya si se cocerían en su propio jugo Morse y su ralea cuando les enviara una postal en un gesto de amabilidad!

Y vaya si no se postraría de hinojos ante él el Pueblo arrepentido cuando en los mercadillos se vendieran camisetas estampadas con ese rostro suyo ganado con tanto esfuerzo, su heráldico rostro leonino, se podría decir, y cuando él concediera audiencia en el porche ataviado con un whitmanesco traje blanco mientras su madre merodearía a sus espaldas sin comprender nada de su obra y ofreciendo inanes canapés a los múltiples admiradores; ¿acaso no sería dulce la venganza cuando antiguas estrellas de fútbol como Ned Wentz empezaran a suplicarle que les diera lecciones sobre el arte del soneto? Y todo cuanto se requería para que esas cosas sucedieran era algo de papel, unos lápices y un apabullante talento visionario como tardaría en verse otro igual, escribirían los críticos, todo lo cual poseía en abundancia, y dobló la última curva antes de la cascada, eufórico con sus propias posibilidades, y vio una canoa del color de las hojas del verano embestir el tajamar que formaba el Snag. Las niñas que iban en ella fueron arrojadas hacia delante y gritaron con todas sus fuerzas sobre las espumeantes olas que impedían que fueran oídas mientras el bote se rajaba como siguiendo una especie de costura y empezaba a llenarse de agua en rápidas y fatales cantidades. Cummings se detuvo estupefacto, el cuerpo electrificado, los pelos erizándose en la parte posterior de su estirado cuello, pensando: tengo que hacer algo, tienen la cara ensangrentada, pero qué, un agua fría tan rápida, de todos modos tengo que hacer algo, y saltó con inseguridad por encima de la berma, buscando ayuda pero sin encontrar más que un campo de elevados tallos de maíz seco.

 

Morse empezó a correr. Con toda probabilidad era una estupidez. Con toda probabilidad las niñas estaban a salvo en tierra, o si no la ayuda estaba ya en camino, aunque seguro que era posible que las niñas no estuvieran en tierra y que la ayuda no estuviera en camino y de hecho era incluso posible que la ayuda que estuviera en camino fuera él, lo cual era preocupante, porque nunca había sido bueno sometido a presión y en una crisis a menudo se quedaba debatiendo mentalmente posibles opciones con la boca abierta. Pensándolo bien, era posible, incluso probable, que el bote hubiera caído ya por la cascada o chocado contra el Snag. Se acordó de la tripulación de la barcaza Fat Chance, rescatada con un puente de cuerda en los primeros años de Reagan. Deseó que varios hombres resueltos y bañados en sudor estuvieran ya en el lugar y que uno de ellos lo enviara a llamar por teléfono, aunque, ¿y si en el camino se olvidaba del número y tenía que volver y pedirle al hombre resuelto y bañado en sudor que se lo repitiera? ¿Y si Ruth se enteraba de ese fallo y se moría de vergüenza y se divorciaba de él y le prohibía ver a los niños, que de todos modos no querrían verlo por inútil y cagueta? Ciertamente, eso era ser no positivo. Eso era ciertamente un ejemplo de convocar el fracaso por medio de la negatividad. Porque, quién sabía, a lo mejor podía estar en una hilera ayudando a los hombres resueltos y sufrir una grave quemadura con la cuerda y volver a casa como un héroe con las manos vendadas, lo cual podría hacer que Ruth lo mirara desde una óptica sexual más favorable, y permanecerían despiertos toda la noche celebrando su nueva hombría e intercambiando dulces palabras entre enérgicos arrebatos sexuales, aunque, ¿eran esas cosas en las que había que pensar en un momento en que estaba en juego la vida de unas niñas? Era malo, no cabía duda. No tenía un hueso sincero en todo el cuerpo. Las otras personas eran más sencillas y miraban el mundo con una mirada más limpia, pero él era ensimismado, poco sincero y lo estropeaba todo, porque estropear un rescate no tenía nada que ver con olvidarte de echar al correo las invitaciones para la fiesta de cumpleaños de tu hijo, cosa que le había ocurrido hacía poco, aunque ciertamente habían gastado una pequeña fortuna rectificando la situación, se pararon cuando ya solo les faltaba cargar un poni de verdad en la Visa, pero la cuestión era que eso iba en serio y que tenía que vencer. Y echando a correr con sus delgadas piernas, extrañamente inclinado a la altura de la cintura, los faldones de la camisa agitándose tras él y la rodilla mala doliéndole, se reconvino y apartó todas las dudas sobre sus capacidades y toda negatividad y se dispuso a ayudar a los hombres resueltos de la forma en que pudiera ayudarlos una vez doblara la curva y evaluara la situación.

Sin embargo, cuando dobló la curva y evaluó la situación, no encontró ningún puente de cuerda ni hombres resueltos, solo una canoa partiéndose contra la base del Snag y dos niñas con suéteres a juego intentando achicar agua con el cubo para el cebo. ¿Qué hacer? Eso era un desastre. ¿Ir por ayuda? ¿Salir corriendo hasta el centro comercial y llamar al 911 desde Knife World? No había tiempo. La canoa se hundía ante sus ojos. Las niñas se ahogarían antes de que llegara a la autopista 8. ¿Se podía nadar hasta el Snag? Desde luego que no. Nadie lo había hecho. ¿Era buen nadador? Mediocre, en el mejor de los casos. Por lo tanto, tendría que salir corriendo en busca de ayuda. Pero correr era inútil. Porque no había tiempo. Acababa de decidirlo. Y lo de nadar estaba descartado. Por lo tanto, las niñas iban a morir. Estaban ya básicamente muertas. Aunque eso no podía ser. Era demasiado triste. ¿Qué sería de la madre que esa mañana las había vestido con suéteres a juego? ¿Cómo iba a soportarlo? Pronto las niñas estarían desnudas, magulladas y muertas sobre una mesa. Eso era inconcebible. Pensó en Robert desnudo, magullado y desnudo sobre una mesa. ¿Qué hacer? Deseó violentamente estar en cualquier otro lugar. Las niñas lo vieron en ese momento y pareció que intentaban explicarle con las manos que pronto estarían muertas. Dios mío, ¿se creían que estaba ciego? ¿Se creían que era idiota? ¿Acaso era su padre? ¿Se creían que era Jesucristo? Estaban muertas. Estaban desesperadas, llamándolo, pero estaban muertas, tan muertas como los muertos antiguos, y él estaba vivo, lo necesitaban en casa, no era un descerebrado, no había manera de que alguien pudiera responsabilizarlo de eso, y emitiendo con la garganta un débil suspiro de desesperación se quitó los mocasines y arrojó su feo y largo cuerpo al agua.

© George Saunders: The Falls (La cascada). Publicado en The New Yorker, 22 de enero de 1996. Traducción de Juan Gabriel López Guix.




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