lunes, 20 de julio de 2009

Vidas falsas-

Vidas falsas
Tengo varios relojes falsos que dan la hora verdadera. Y no lo comprendo. O lo comprendo con la cabeza solamente. Los he ido coleccionando sin saber por qué. Cada vez que veo en la calle un tenderete con relojes de marca falsos, me compro uno o dos, y los guardo en un cajón. Los utilizo en casa nada más. Para salir, me pongo uno de verdad que me regalaron mis padres al tomar la primera comunión, un Certina, no sé si existe todavía esa marca. Estoy extrañamente atado a ese reloj, y quizá a la primera comunión. Ahora soy ateo, porque probablemente dios no existe (no lo digo yo, lo dicen los autobuses), pero en mi infancia creía a pies juntillas en dios y en la comunión. Me tragué la sagrada forma (así es como llamaban a la hostia) convencido de que Dios entraba en mi cuerpo con su carne y con su sangre, o sea, con su hígado, y con sus intestinos y sus dientes… Recuerdo que cuando regresé al banco y me puse de rodillas con la cabeza oculta entre las manos, vi a Dios dentro de mí con sus pulmones y su estómago y sus riñones y todo lo demás. Casi vomito. Al salir de la iglesia mi padre me dio un paquetito dentro del que reposaba el reloj. Ahora los niños no quieren relojes. Un hijo mío dice que no hace ninguna falta. Los hay, añade, por todas partes. Si quieres saber la hora, no tienes más que volver la cabeza en cualquier dirección o sacar el móvil del bolsillo. La hora no vale nada, está tirada de precio. Cuando yo era niño, en cambio, pedíamos la hora por la calle como el que pedía un vaso de agua en un bar. —¿Me da la hora, por favor?—Las tres y media.—Gracias.Era normal pedir la hora. Y nadie te la negaba. Tampoco te negaban un vaso de agua en los bares. El agua, en cambio, se ha encarecido. Vale un ojo de la cara. El caso es que me regalaron un Certina que no me he quitado desde entonces. Decías Certina y era como nombrar un sacramento. Vete a saber lo que tuvieron que ahorrar mis padres para comprármelo. Y no se me ha estropeado jamás. Mi mujer ha intentado cambiármelo por otro más actual. Yo también lo he intentado, pero no soy capaz de desprenderme de él. Lógicamente, es de los de cuerda. Cada noche, antes de acostarme, le doy cuerda. Puedo olvidarme de otras cosas, pero no de dar cuerda al reloj. Es como si me la diera a mí mismo. A veces me pregunto quién resistirá más, si el reloj o yo. Cuando aparecieron los relojes automáticos, sentí un deslumbramiento especial por ellos. La idea de que se alimentaran del movimiento del brazo me parecía fascinante. Compré un par de ellos, pero no fui capaz de utilizarlos. Están en el cajón de los relojes falsos que dan la hora verdadera. Excepto esos dos automáticos, todos son de pilas y todos funcionan porque se las cambio cada cierto tiempo. Un día, en un mercadillo, compré un bolígrafo Parker falso con el que escribí un cuento que envié a una revista literaria. Durante varios días, temí que el redactor jefe me llamara acusándome de haberle entregado un cuento falso. Lejos de eso, lo publicaron y me lo pagaron con dinero verdadero. Sé que el dinero era de verdad porque lo comprobé. Se trata de un cuento que ha tenido cierta fortuna, pues me lo han pedido para diferentes antologías. La verdad es que gusta y mucho, de modo que aparece periódicamente aquí o allá. Me asombra que nadie se haya dado cuenta de que se trata de un cuento falso. Pero si yo no soy capaz de distinguir una hora verdadera de una falsa, tampoco debería extrañarme que los lectores se tragaran como cierto un cuento falso.Viene todo esto a cuento de que a primeros de año me compré en un tenderete de la calle una agenda de marca (falsa) para el año en curso. Ignoraba que la piratería hubiera llegado a este objeto humilde y práctico, pero así es. Anoté en ella varios compromisos verdaderos que funcionaron, sorprendentemente, como auténticos. Si ponía en ella que tal día tenía una comida con Fulano, tenía efectivamente una comida con Fulano. Y los lunes de esa agenda son tan lunes como los de las de verdad. A estas alturas no sé si distinguiría un lunes artificial de uno genuino. Pero lo cierto es que los de esta agenda falsa se comportan de un modo absolutamente natural. Me pregunto si cuando acabe el año tendré la impresión de haber vivido un año falso. Quizá sí, todos lo son en alguna medida. Toda la vida tiene un componente de representación inevitable. Pero siempre me quedará el Certina de la primera comunión, que da horas verdaderas con apariencia de verdaderas. Un milagro para los tiempos que corren

domingo, 19 de julio de 2009

Chapuza con pautas

Chapuza con pautas - Juan José Millas
Miguel A.

La semana pasada hice el siguiente trayecto aéreo experimental: Asturias? Madrid?Almería? Madrid? Asturias. Ninguno de los cuatro vuelos salió en hora. Lo curioso es que a todo el mundo le parecía normal que salieran retrasados. Es más, cuando hay media hora de retraso la gente considera que el avión ha salido en hora.
-Yo ya firmaba -me dijo un señor que viaja mucho-, media hora de retraso en todos los vuelos de mi vida pasada y futura. El año pasado desviajé más de lo que viajé.
-¿Qué es eso de desviajar? -pregunté asombrado.
-Desviajar es salir siempre con retraso, lo sabe todo el mundo.
-¿Y eso es como moverse en el tiempo?
-Más o menos. Hay gente que después de estar tres semanas dando vueltas por ahí en avión regresa a casa tres años más joven por eso, porque ha desviajado una barbaridad.
Cuando me dieron los trayectos Asturias?Madrid?Almería, observé que entre el avión que llegaba de Asturias y el que salía de Madrid hacia Almería había muy poco tiempo (apenas tres cuartos de hora) y se lo dije al empleado.
-¿Usted cree que me dará tiempo a hacer el tránsito?
-Si no hubiera tiempo -respondió-, el ordenador no me permitiría emitir los billetes.
-Pero con independencia de lo que diga el ordenador -respondí-, a usted y a mí el sentido común nos dice que basta un retraso de quince minutos en el vuelo de Asturias?Madrid, que es lo normal, para que no coja el de Madrid?Almería.
El hombre me miró como diciendo que a él no le pagaban por tener sentido común, que para eso ya estaba el ordenador, de modo que abandoné la lógica y cogí los billetes dócilmente. En efecto, el vuelo de Asturias salió con retraso, pero no perdí el enlace gracias a que el de Madrid salió aún más retrasado. Cuando estábamos llegando a Barajas, el comandante tuvo la amabilidad de decirnos las puertas de embarque por la megafonía de la aeronave. Había más gente en mi situación y tenían que haber visto ustedes la angustia con la que recorríamos los pasillos de la terminal para no perder el enlace. Una anciana a la que se le había caído el neceser fue pisoteada sin compasión ninguna varias veces.
-No seamos animales -dije intentando poner orden.
-Es que yo tengo una tarifa mini -gritó uno de los pisoteadores-, sin derecho a cambio ni a devolución. No tengo derecho a nada. Así que no puedo perder mi enlace.
Yo también llevaba una tarifa mini, pero logré sobreponer la ética a la tarifa y eché una mano a la pobre mujer. En casos así, no obstante, una azafata de la compañía podía recoger a pie de avión a los pasajeros en tránsito y llevarlos tranquilamente a su aeronave (digo aeronave, en lugar de avión, porque es un término más culto), aunque quizá no se le haya ocurrido al ordenador.
De todos modos, no perdí el enlace, como digo, gracias al retraso del siguiente vuelo. Cuando todo funciona mal, sería desastroso que algo funcionara bien. Finalmente, la chapuza acaba encontrando unas pautas de comportamiento y si tú eres capaz de acoplarte a esas pautas la vida se hace soportable.
A lo que no parece fácil acostumbrarse es a las reducciones del metro en estas fechas tan señaladas, que diría mi madre. Según las cartas llegadas a la redacción, hay menos vagones y menos cadencia, por decirlo con elegancia. También menos oxígeno, aunque el billete cuesta lo mismo. Seguramente es un ordenador el que toma las decisiones. El ordenador ha visto que estamos en agosto y ha cortado por lo sano, aunque el sentido común nos diga a usted y a mí que conviene cortar por otro sitio. O no cortar. Por lo visto, es más penoso llegar en metro desde Canillejas a Ópera que desde Asturias a Almería. En cualquier caso, el metro tiene una ventaja y es que sus usuarios no están dispuestos a resignarse. El lunes pasado aparecieron en EL PAÍS Madrid tres cartas de otros tantos usuarios cabreados, mientras que los usuarios de los aviones se han resignado a llegar tarde a todas partes.
De otro lado, cada día hay más aviones que regresan al aeropuerto al poco de despegar por algún fallo mecánico. Las incidencias, en el metro, son mucho menores quizá porque se trata de un sector menos desregulado. Y es que la productividad, llevada a sus últimas consecuencias, es muy poco rentable, aunque muy peligrosa. Hagan algo.

jueves, 9 de julio de 2009

ÑANDÚ y otros relatos

Ñandú


El Lucas ya se había mandado algunas cagadas parecidas. Una vez, a la entrada del colegio, hizo un willy con la moto blanca que había armado, y en el aire se le salió la rueda de adelante. Anduvo media cuadra con la moto levantada pensando en como bajarla pero no había opción. El ruido fue lo que más nos impactó. Lo otro fueron algunas chispas y el Lucas arrastrándose sin control hasta nosotros, chocándose varias veces contra el cordón cuneta. Otra vez fuimos a la casa y nos mostraba cómo había que castrar a los gatos. Los padres nunca estaban. El Lucas se subía al techo a fumar. Armaba cigarrillos con yerba mate y un pedazo de diario. Esas cosas fueron en séptimo grado, él había repetido dos veces. Una semana antes de terminar la primaria pasó lo del ñandú.

En verano lo acompañé a chorear nísperos y pasamos por el campo del tío. Se le iluminaron los ojos cuando la vio y era imposible que el entusiasmo del Lucas no se te contagiara. En esas situaciones no medíamos las consecuencias, lo único que importaba era ver al Lucas así, ver crecer la alegría como un veneno que le hinchaba el cuerpo y lo hacía explotar.

—Vos colgate de las rejas y espantala, que yo me acerco por acá atrás y le tiro la soga —me dijo.

—Te crees que la ñandú es boluda, Lucas. Las ñandú son re-vivas.


—Vos andá.

—Te va a cagar a patadas, las ñandú te cagan a patadas.

—Problema mío, andá. Ya me vas a agradecer cuando las chicas nos vean pasar arriba de la ñandú y se caguen de risa.

Lo encontramos en el zoológico abandonado. El zoológico había sido un rejunte de animales de la zona, más bien grises, flacos. Tres zorros, un puma, varias lagartijas, un puñado de gorriones y no mucho más. Cuando no pudo seguir alimentándolos, el tío les echó el veneno. Fue en cana, molido por un grupo de mujeres que quiso lincharlo. Solo, en un pedazo de jaula atrás de los chañares, el ñandú sobrevivió.

—Tapemoslé los ojos con algo, Lucas. Yo vi en la tele que le hacen eso a los cocodrilos para que no se aviven.

—Si, ¿y cómo mierda la agarramos? Le podemos poner esas anteojeras de los caballos.

—¿Van con monturas las ñandú?

—Yo vi en la tele que sí, a los avestruces se las ponen.

—Sí, pero las avestruces son más grandes, no se si esta va a aguantar.

El bicho le tiró un picotazo en la pierna. El Lucas se revolcó agarrándose el tobillo, juntó un puñado de piedras y se las revoleó por la cabeza. El ñandú corrió flameando el cogote.

—Se me caga de risa, la hija de puta.

—Agarremoslá por atrás.

—Qué te crees que es pelotuda o qué, mirá como juna por el costado.

—Ta’sustada, boludo.

La acorralamos en punta de pies, agazapados, el bicho no se dio cuenta. El Lucas fue por atrás, pegó un salto tirando de las alas y se subió. El ñandú salió corcoveando. La jineteó cagándose de risa. Le enredó la soga alrededor del cuello, el bicho dobló cerrado y lo tiró a la mierda. Antes de tocar tierra, el Lucas pegó el tirón y la revolcó. El bicho largó un grito horrible, saltaron manojos de plumas.

Nos fuimos al centro en las bicis. Se escuchaban las uñas del ñandú raspando el pavimento. A cada rato se metía entre las ruedas y nos obligaba a frenar. Le desenredábamos la soga y arrancábamos de nuevo. Una cuadra antes del centro frenamos, dejamos las bicis y nos preparamos. No me animé a subir, al escándalo lo iba a protagonizar él. Pobre.

La acomodó derechito a la plaza. La montó de un saltó y salió cagando. El ñandú agarró en diagonal, zigzagueando. El Renault 12 venía al mango, era rojo.



* Revista Diccionario (Córdoba 2007)


Publicado por Pablo Giordano






La muerta


Frente a la funeraria, miro el cartel con el nombre de la muerta: Azul Dietrich. Entro. Chequeo el lugar sin atreverme a asomarme al féretro. Me quedo parado en un rincón, junto a una gente hablando de la lluvia que no llega al campo. Un tipo se acerca y me pregunta si fui amigo de Azul. Le digo que no. Es el padre, me informa. Azul fue una chica de pocos amigos, dice, por su problema. Alguien lo llama.

Ahora, en la otra sala, quiero ser llevado por un vertiginoso impulso hacía el rostro del cadáver. De esta forma el impacto será más fuerte, pero fugaz. El miedo me detiene antes de lanzarme como kamikaze. Es el primer muerto que veré en mi vida. Me acerco con las manos en la espalda. Es ella. Larga, unos dos metros veinte. Más que una muerta, parece una comida rancia servida para un Goliat que está a punto de llegar. Somos un montón de animales con la ofrenda alzada, esperando al monstruo.

La miro: tiene los pómulos reventados. Un tipo que gira un cigarrillo apagado entre los dedos me apoya la mano en el hombro. Cree consolarme. La puerta entreabierta enmarca al padre de Azul lloriqueando más allá, en el regazo de una mujer. Alguien se acerca a ellos y los besa. Los ventiladores despiertan y echan olor a muerto. Ya está, ya la vi.

Salgo a la vereda y me siento en la entrada. Un vaho caliente surge de los zanjones del Centro Cívico y se mezcla con el olor a baño limpio de la mañana.



Hablaré de la muerta. La conocí una noche fría en que bailaba Norma Viola, le adjudiqué dieciséis o quizá dieciocho años. Atrás, lejos del escenario, delante de su padre, agarradita de la mano de su mamá, me miraba golosa. Fue un hallazgo. Sus piernas, su cadera y cintura, y por último las dos lomas que coronaban su pecho envuelto por ese inmenso abrigo de corderoy verde: dos módulos lunares flotando. Movió los labios mientras me miraba. Al rato me fui. Caminé entre el público tratando de encontrar a algún conocido. Cuando volví a mi lugar, Azul y sus padres ya no estaban. Miré un rato el show. El Intendente le entregaba una plaqueta de ciudadana ilustre a Norma Viola. Se rumoreaba que era su última actuación, que estaba enferma. Empecé a mirar a la gente aplaudir. Descubrí a Azul muy atrás, abajo del cartel de VeriHogar, sentándose en uno de esos bancos de cemento. Me tomé unos minutos para acercarme. Ella me hizo un lugar en el banco. Me llamo Azul, dijo. La boca se le derretía. Una gorda se sentó atrás y me quedé sin mi porción de banco. Ya no la veía. Esta chica padece alguna enfermedad mental leve, pensé: los ojos, la nariz y la boca en el centro de la cara regordeta no se ven saludables. Sin embargo, en mucho tiempo no había visto una cara así de bonita y provocadora.


Todos rezan el Rosario, me miran de reojo. Parecen conocerse a la perfección. Me siento un intruso. Aunque, si lo pienso bien, deben creer confirmar con mi presencia un noviazgo oculto de Azul. Me gustaría decirles que sí, pero no aguanto la decadencia de los velorios.

Del otro lado de la puerta descubro al padre señalando con la mirada hacia donde estoy. La mujer que antes lo consolaba cogotea buscándome.

Me siento cerca del féretro, donde no pueden verme, junto a unos chicos embarrados. Hablan de zapatillas. Alguien trae chocolates y convida. Yo no quiero, me levanto y salgo. Enciendo un cigarrillo. La verdad es que acabo de angustiarme.


Aquella noche que la conocí, de camino a casa cuando el espectáculo había terminado, los vi pasar en la renoleta. Azul no me sacó los ojos de encima, con la nariz pegada a la ventanilla como en las películas.

Los meses que siguieron fueron de una soledad olvidable. Nadie sabía de ella en el pueblo ni en los pueblos vecinos. La mina no salía porque en realidad era una nenita. No tenía catorce o quince, sino diez o nueve. Una enfermedad degenerativa, gigantismo o algo así, la mostraba púber. Descarté la idea por fantasiosa. No me gusta escribir sobre mis obsesiones porque no son verosímiles, pero juro que estuve mucho tiempo pensando en ella. La amaba.


Encontré a Azul después de muchos años. Fue en la parada del colectivo. Yo pasaba con las bolsitas de las compras. Ella me llamó. Vestía con ropa deportiva tratando de no acentuar una flacura al borde del raquitismo. Medía un metro noventa o algo así. Cuando la vi me sentí invadido por ese olor de cuando la amaba y buscaba. Mis sueños se destrozaban en ese cuerpo deforme, pálido, lleno de manchas.

Le pregunté si me llamaba a mí y dijo que sí, y si la reconocía. Le dije que no, fue terrible. Me quedé parado, actuando mal, entornando las cejas, dejando las bolsas en el suelo, mostrándole interés por seguir la conversación. Pero le repetí que no, que no sabía quién era, que no me acordaba. Hablamos dos o tres boludeces, y tuve que hacerme a un lado para que el colectivo estacionase. Ella subió con dificultad. Te tenés que acordar, dijo desde la ventanilla. Le sonreí abriendo las manos. Fue la última vez que la vi.


Ahora cierran la tapa, y los llantos se mezclan con el sonido del destornillador eléctrico. Salgo a la vereda. Hay gente esperando la salida del cortejo. Varios viejos fumando, hablando de la eliminación en el Mundial. Tiro el pucho. Sacan el cajón y lo meten en la parte trasera del coche. Los parientes acompañan el cortejo unos pocos metros y se vuelven. Ya está. Se encienden los faroles del bulevar.

Cuando el último auto desaparece, camino al bar más cercano. Acá no pasó nada, me digo.





*Diario La Voz del Interior (Córdoba 2007)

Publicado por Pablo Giordano










Dos siluetas de Simulcop


Lorenzo se está volviendo loco, la marihuana le oxidó el mate. José lo visitó hace menos de un año y volvió con una tristeza definitiva: “El Lorenzo parece una planta, boludo. Está para atrás”.

Creí que no era para tanto, pero ahora lo tengo enfrente. No puede concentrarse en el control remoto, le lleva tiempo reconocer los botoncitos antes de encender el televisor. No es el faso lo único que lo convierte en babieca, debe haber algo más.

—Estoy tratando de acordarme del día en que erré algo.

—No entiendo, Lorenzo.

—Que hubo un día en que pasó algo, ponele, una boludez cualquiera que te cambia la vida sin que te des cuenta.

—Alguna decisión.

—No, alguna huevada.


Se concentra en la pantalla como si en lugar de imágenes mostrara manchas para interpretar. No digo nada, la única vez que nos quedamos en silencio fue la noche en que la Maricel empezó a vomitar y después se murió. Hace más de quince años, en plena Fiesta de la Primavera.

—A lo mejor tendrías que ir a terapia —le digo.

—Sí. No sé. No es lo que más me preocupa.

La pieza de Lorenzo ya no es la pieza de Lorenzo. Cuando éramos pendejos traíamos a las minitas a esta cueva, tenía buena acústica y olía como pipa. Ahora es un depósito de muebles que a la casa le sobran. Lo único reconocible es la cama y el escritorio donde guarda los apuntes de fisioterapia. La última vez que lo vi le faltaba un año para recibirse. Seguía teniendo los cuatro o cinco cedés de siempre, los cuatro o cinco libros que le había prestado y algunas películas en VHS no devueltas.

De chico lo llamábamos Burbuja. Cada vez que se ponía nervioso y lloraba, amenazaba con escapar de la casa después de frotarse con jabón hasta hacer una burbuja gigante para meterse adentro y salir volando.

En quinto grado faltó al colegio dos semanas seguidas. Una tarde, en hora de clase, vinimos a esta misma casa a pedirle que volviera. La seño Inés golpeó las manos, pero no nos atendió nadie. Era la siesta, los padres tenían que estar trabajando. Lorenzo, sentado en una reposera arriba del tanque de agua del techo, leía la revista Gente. Nos miró como si fuéramos Testigos de Jehová. La señorita le preguntó por qué no iba más a la escuela. A pesar de vernos, no despegó los ojos de la revista. Le gritamos que se bajara. Se puso loco y nos tiró con un pedazo de ladrillo hueco.


—No puedo leer más —dice, jactancioso—, no puedo escuchar música, no puedo ver películas, no puedo hacerme la paja, no puedo casi ver fútbol, nada. Todo es falso. Todas las personas me parecen mentirosas, y más los artistas. A terapia no voy a ir, no sirve una mierda. Los psicólogos son locos, boludo, no se puede. La única vez que fui, hace mucho, cuando me separé, me dijo que era un reprimido y me preguntó si alguna vez había tenido fantasías sexuales con mi hermana. ¿Entendés? Ta loco.

—Bueno, a mí la psicóloga...

—¿A vos te sirve terapia?

—Sí, qué se yo. Está bueno lo que uno haga con eso, no lo que…

—… para colmo, en este pueblo estoy más solo que la mierda. No salgo a ningún lado y estudio todo el día… se me pasa volando. Cuando me doy cuenta, ya es de noche y me deprimo mal, boludo. Mal, ¿entendés? A veces viene el Cuki, pero está más quemado que yo. No entiende nada.

—¿Chateaste con el Martín?

—Sí, ahora vive en Barcelona. La pasa bien, me manda fotos de vez en cuando.


De adolescente, Lorenzo era pila. Fumaba mucho, pero le pintaban las mejores ideas. Por ahí le venían rayes de locura. Una vez se colgó con el Informe sobre ciegos. No salía de la casa. Fue difícil sacarlo. Habíamos jugado ajedrez desde la mañana y fuimos a un quiosco del centro. En la peatonal vi al ciego venir.

Lorenzo se acercó a mi oído torciendo la boca:

—Fijate cómo me mira.

—¿Quién? —me hice el pelotudo.

—El ciego… fijate.

—¡¿Cómo te va a mirar un ciego, Lorenzo!?

—Fijate cómo cuando pasa al lado nuestro se hace el gil, pero después se da vuelta y me mira.

El ciego —que, además, era rengo— pasó casi raspándome, tenía olor. El tipo siguió caminando. Dos o tres pasos, y se dio vuelta para mirar al Lorenzo. No podía ser cierto, tampoco casualidad. Nos comimos la noche flasheando con eso. El Lorenzo explicó cosas que no recuerdo por qué no creí. Se las discutí a muerte, aceptarlas era volverse loco.

Años después nos reímos de lo del ciego. Fue en un asado en casa de la Eli, borrachos. Esa noche se puso de novio con Fernanda y se perdió por varios meses. Lo único que hacía —lo cuereaban— era mirar Los Simpsons, fumar como caballo y culear con la Fer.


La nena —unos seis años, con la muñeca que trae arrastrando de los pelos y una amiga que la sigue— entra en la pieza y se frena de golpe como si hubiese visto un espectro: suponía que el Lorenzo estaba solo. Después de mirarme de pies a cabeza, lo miró a él.

—Nos vamos a la placita, pa.

—Pará, Rocío, que papá está con el Negro.

Las dos se vuelven arrastrando los pies por el pasillo.

—La pendeja es lo único que me mantiene vivo, te juro —dice en una de esas pausas melancólicas que buscan aprobación—. A mí me toca los lunes, miércoles y sábados. La madre es una culiada: me hace renegar, no me deja criarla como yo quiero.

—¿Y cómo querés criarla?

—Aparte estoy harto: no quiero vivir más acá de mis viejos, ¿entendés? Ya estoy por cumplir treinta, quiero vivir solo. Quiero un laburito, un auto… Con un auto es más fácil, a las minas les gusta los autos.

—Bueno, sí, está bueno eso. Tendrías que ver la forma de encontrar un laburo.

—¿Pero qué laburo? A mí cualquier cosa me quema la cabeza, ¿entendés? Y no voy a ir a laburar fumado, es un bajón. Además tengo que terminar de estudiar.

—Y bueno…

—... yo pensaba en un laburito en un banco. Pero sabés lo loco que me pondría ahí, con todos esos idiotas de traje, mirándome a ver si hago bien las cosas, si las hago mal. No, boludo, estoy para atrás.

—¿Y no pensaste en hacer terapia, en ver algo que te ayude? ¿En fumar menos?

—Ya te dije que la terapia es una bosta. Además no fumeteo mucho, no llego a tres fasos por día. Lo que pasa que acá adentro no puedo fumar, mis viejos me calan el olor al salto…

Salimos, nos sentamos abajo del ventanal del frente. Lorenzo enciende una tuca, chupa y grita por la ventana:

—¡Mami! ¿La Ro? —larga el humo.

—Se fue a la placita con la Eve.

—¡Si yo no la dejé, mami, dejá de hacerme renegar!

—Dejala que vaya, Lorenzo, que se divierta un poco. ¡Qué querés que hagan!


El silencio nos embadurna la cara. El olor a marihuana es agrio. Al frente hay un taller mecánico. Lorenzo se concentra en los chispazos de los soldadores, en una explosión amarilla que nos llega muda. Canta una palomita de la virgen. Su lamento y la soledad de la tarde convierte al mundo en una página de simulcop: nos imagino borrosos. No sé por qué recuerdo el poema “Tabaquería”, de Pessoa.
—Tiene que haber algo...

—¿Algo como qué, Lorenzo?

—Una cosa que me cambió la vida, no sé.

—No hay nada, pelotudo —me dejo llevar por la bronca—, no hay nada que te cambió la vida. Dejá de fumar. No te enojes, Lorenzo, pero viajé doscientos kilómetros. Me dijiste que estabas mal, y acá estoy… lo único que hacés es quejarte y hacerte la cabeza. No me jodás, dejá de fumar y buscate un laburo. Terminá de estudiar de una vez, no sé.

—¿Viste Corre, Lola, corre?

Harto de que salte de una cosa a la otra, que no se concentre en nada, que no le importe una mierda nada de lo que le digo, hago silencio, me incomodo, pero a los segundos cedo.

—Sí, no me acuerdo bien. ¿Es esa alemana en que la mina tiene que conseguir guita?

—Esa. ¿Viste que, según alguna huevada, como que la mina se choque con una vieja en la calle, le cambia la vida a la vieja?

—No me acuerdo.

—Que, por ejemplo, si yo no me hubiese errado ese penal contra los de Olimpo, a lo mejor ahora sería ingeniero. O estaría tirado en una zanja, ¿entendés? Que mi vida sería distinta. No sé…

—Te entiendo, eso pasa todo el tiempo.

—Sí, pero vos no entendés. Vos te referís a otra cosa.

—Bueno, como quieras.

Empiezo a odiarlo, a desconocerlo. Pienso en algún trauma que pudo haberle hecho esto y no encuentro otra cosa que la separación de Fernanda o su paternidad tan joven. No veo qué puede haberlo puesto así.

Ya había hablado con otros amigos sobre esto. Sobre quienes fuman marihuana casi todos los días desde que tienen dieciséis años. Les pasa esto, se vuelven plantas.

Hay algo, un recuerdo que ahora me inunda la cabeza. Como esas canciones bizarras que creemos, por suerte, olvidadas. Algo que, sorprendiéndome, puede tener que ver.

A los quince o dieciséis años nos pasábamos la tarde tirados en la plaza fumando faso y hablando de poetas. El Marcos había ganado muchas veces el Premio Municipal, y yo un par. Lorenzo se escapaba de Fernanda para escucharnos. Un día aprovechó un silencio y se mandó:

—Yo también escribo.

—¿En serio, Lorenzo?

Hace mucho más que ustedes que escribo. Hace de chiquito que escribo cosas, tengo un montón de cuadernos llenos. Y no escribo para levantar las pendejas de tercero, como ustedes. Escribo de verdad. Nunca les voy a mostrar nada, voy a quemar todo. Son genialidades que nadie va a entender. Así que las voy a quemar.

—Para mí que te da vergüenza —tiró el Marcos.

—No, boludo. Acá traje un poema, que es el único que creo que ustedes pueden llegar a entender.


Y lo leyó, rápido, masticando las palabras. No hacía falta una mirada cómplice con el Marcos para certificar que la envidia nos chorreaba por las orejas. Durante la lectura, el Marcos me codeó como si hubiese hecho su aparición un fantasma inconmensurable y murmuró la palabra Borges. El argumento: Lorenzo fumando, tirado en la cama de los padres, oliendo el colchón todavía mugriento por el sexo de su madre. Para mí —lo pensé al otro día— lo de él había sido auténtico, un verdadero fetus in fetus: por algún error genético, guardaba en las tripas un poema. Se lo dije al Marcos. Pero él, todavía con aquellos versos dándole vueltas en la cabeza, dijo que el Lorenzo, a ese fetus in fetus, se lo había “extirpado del orto”. Que era un poema monstruoso condenado al fuego, una inmundicia genial que no podía habitar este mundo.

El Lorenzo, con el papel en la mano, mirándonos, se movía hacia adelante y atrás como autista. Y nos reímos en su cara, fuerte, al borde de babearnos. Fue por la marihuana. Fue por los nervios, por no saber para dónde rajar. Esa sensación de velorio, la solemnidad “intelectual”. Temíamos ser sensibles, vulgares. Nuestra sensibilidad debía ser artística, no mundana.

Se levantó, rompió el papel, agarró la bici y se fue moqueando. Nunca lo habíamos visto así. Nunca su cara sin sonrisa, su mentón temblando. Lo llamamos de lejos, aunque riendo. Le gritamos que el poema estaba bueno, pero no volvió.


Lorenzo pisotea la tuca en la vereda y me pide que lo acompañe a la placita a buscar a su hija. La placita es un campito de tierra con un tobogán roto y dos hamacas. Atrás hay campos, potreros secos de una ciudad que no ha crecido en los últimos treinta años. El cielo se desmorona. Las nenas corren hasta nosotros.

—¿A qué jugaron, Ro?

—A nada, nos hamacamos. Vino un chico a tirarnos arena, pero la Mily lo echó. Le pegó con un ladrillo en el pie.

—No, Ro. ¿Cómo van a hacer eso? Mirá si el chico viene y les pega, después…

—Bueno, pa, ¿qué querés?, si él vino a buscarnos lío.

Volvemos las dos cuadras en silencio. Llegamos a la casa. Lorenzo le ordena a la madre que bañe a Rocío. Ella saluda, pregunta cómo estoy y qué fue de mi vida. Pero no presta atención a la respuesta, ya está en el baño con su nieta.

Desparramado en una reposera del living, Lorenzo se muerde el labio y señala a su mamá. Me siento en el sillón grande, el verde, el que usé muchas noches para fermentar el alcohol que tenía adentro.

Lorenzo agarra el control remoto, su cara recobra cierta dignidad.

—¿Vos crees que fue por esa tarde que les leí el poema?

No ha pensado en otra cosa en todos estos años.

Sonrío con superioridad.

—No le echés la culpa a un poema, Lorenzo.


Cambia de canal sin mirarme, el verde furioso de una cancha de fútbol nos atraviesa, nos silencia el comentario nasal del conductor del programa.


Lorenzo espera de mí la confirmación del pasado, de lo que vivió aquella tarde. Quiere que me rectifique, que le diga que aquel poema era bueno.

Pero mi cabeza está en casa, con la familia y mis cosas. Quiero llegar y contarle a Vanesa que el viaje fue al pedo, que estás irrecuperable, que estás peor que nunca. Te miro la nuca frente al televisor y me da vergüenza, Lorenzo, te juro. No sé qué sensación tengo, y aquel poema era condenadamente brillante.

Me levanto poniéndome la campera. Empieza el partido. No puedo irme, hay algo que no me deja abandonarte así. Voy hasta la heladera, saco una cerveza, la destapo y vuelvo al sillón.

—¿Juega Lujambio? —te pregunto pasándote la botella.

—Ni puta idea —contestás.






* Revista Narrativas (on-line /España 2008)










Seis grados de separación


Yo coleccioné cosas varias. Empecé por las etiquetas de cigarrillos (marquillas, para los lectores españoles). Las valuábamos como billetes, las de marcas más consumidas tenían menos valor, y las raras, más. Como en toda colección. Algunos amigos habían tenido la suerte de viajar al Paraguay y traer caribeñas (así le decíamos); otros afortunados tenían tíos en España y se las mandaban. En el pueblo no existían más de diez marcas, a lo sumo 15 en alguna época. Todas las demás etiquetas argentinas que no se vendían en el pueblo, pero que a veces se encontraban sobretodo en la vereda del bulín, eran consideradas extranjeras.


Coleccioné bolitas, insectos, lagartijas, serpientes, mariposas, ranas y otras alimañas de las siestas todo en un mismo verano y en frascos inmundos que mi papá tiró al baldío semanas después. Lo difícil era encontrar unas extrañas langostas que al alzar vuelo develaban alas de color azul profundo, rojo fuego o violetas.


Después llegaron las estampillas. Eso si que fue globalización. Tener una estampilla sellada por el Tercer Reich era algo con lo que ninguno de los del barrio habíamos soñado. Pero ahí estaba, arruinada por una cinta Stiko pegada sobre un cuaderno de clases. La había conseguido yo, heredada de mi abuelo, pero no era mía. Ese tipo de estampillas eran de todos, te golpeaban la puerta para verla, te llegaban a ofrecer álbumes enteros por ese tipo de sellos. Mirándolos (con un lente viejo de proyector de juguete) aprendíamos montones de cosas, que quizá mitificábamos. Italia era un país lleno de castillos, los países africanos tenían devoción por los insectos extraños y los dictadores negro azabache, los emiratos árabes admiraban a los autos antiguos y argentina era un país aburrido de gráfica cuadrada.


Pero pasemos a lo que realmente me dio vuelta la cabeza como una media. La época en que coleccioné señaladores de libros. No fui buscando y guardando de a uno, no. Una vecina me lego (antes de irse a vivir al mar) una caja con doscientos señaladores de lo más variado. Así empecé. Pero el progreso era lento, aparecía un señalador cada tanto. Era difícil la existencia de señaladores en un pueblo en donde no había libros, pero eso lo hacía emocionante, además de emparentarte con las personas más extrañas y temidas del pueblo, seres huraños que leían. Pero quizá ese sea tema para otro post.


Un día me llegó una carta de República Dominicana. Era una cadena, como las que ahora llegan a la casilla de e-mail, antes te las traía el cartero y no venían con pps. La que me había llegado no era una cadena para que hicieras cinco copias del rezo a la virgen y la mandaras a cinco personas distintas. No. ¡Era una cadena de Coleccionistas de señaladores de libros! ¿Cómo sabía alguien que vivía en República Dominicana que yo, argentino, coleccionaba esas cosas? Quizá no lo sabía y la cadena había vagado años hasta dar, en su sistema de fuerza bruta, con algún coleccionista. Eso me abrió la cabeza, y a la siesta, cuando ya no me dejaban salir a juntar bichos, me quedé pensando y especulando sobre sistemas que te permitan comunicarte con personas del mundo con tus mismos intereses sin utilizar la fuerza bruta. No existía la Internet de hoy, los tags y todo eso. Apenas si salían dos o tres direcciones de gente en algunas revistas especializadas y nada más.

La cadena me pedía que hiciera cinco sobres distintos, que las mandara a tres direcciones que allí me indicaban y que a las otras dos direcciones la eligiera yo, o algo parecido. No recuerdo bien como era, pero si hacías lo que la cadena te pedía, al mes te llegaban cinco señaladores de regalo que otro como yo había mandado. Si seguías los pasos, después de seis meses, te llegaban de regalo 30 y al año 200 y así el crecimiento era exponencial.

Por supuesto que lo hice y esperé el día en que recibiría no una carta, sino un camión. Un camión que estacionara frente a casa descargando cajas y cajas de señaladores de todo el mundo. La cadena no se acababa nunca, descubrí después, por lo que las cifras de los recibos superaban lo posible. Ahí me desengañé, habían pasado más de tres años de mi primera carta y no había recibido ni un mugroso sobre. Y yo era un obsesivo esperando. Tenía mucha experiencia en esperar cosas. Para ese entonces yo había llegado a esperar cosas inclusive mucho más allá del límite del milagro. Esperé, por ejemplo, mi regalo de Navidad por parte de mis tíos hasta la llegada del invierno. Mes tras mes visitaba su casa y miraba de reojo distintos rincones en dónde podrían haber escondido el regalo, olvidándolo allí quizá. Después de un tiempo cambiaba la razón del olvido y así renovaba la esperanza.


Pero para esperar señaladotes estaba grande. Lo que realmente me obsesionaba era la pregunta. ¿Es posible que entre esa persona absolutamente desconocida de República Dominicana y yo, exista un conocido? ¿Cuántos conocidos de mayor y menos grado se necesitan para llegar a ese desconocido? De aquellos pensamientos de siesta a hoy transcurrieron casi veinte años.

Hace algunas semanas empecé a toparme por todos lados, como aquellas cosas que empiezan a perseguirnos sin saber por qué, con la expresión “seis grados de separación”. Un amigo de Miami me lo dijo en referencia a la contratapa de un libro que escribí y varios contactos de Facebook se referían a eso a cada momento y para cualquier cosa. Lo encontré en revistas, sitios, artículos y me sentí perder otra vez. Tuve esa sensación de llegar tarde a algo que todos consideran cool y ya casi están dejando de usar (como las bermudas a cuadrillé de los noventas).

Harto, decidí buscar el significado de la expresión y di con aquella vieja idea de la infancia. Allí estaban, frente a la explicación, todos los separadores de libros, mis siestas, mis obsesiones. Sí, si, era más o menos eso: un concepto estableciendo que una persona puede estar relacionada con cualquier otra en el mundo, a través de una cadena de conocidos de solo seis pasos. Ok, tenía un número exacto, tenía la respuesta, y era el número de mi suerte: el seis.

La teoría fue inicialmente propuesta en 1929 por el escritor húngaro Frigyes Karinthy en una corta historia llamada Chains. El concepto está basado en la idea que el número de conocidos crece exponencialmente con el número de enlaces en la cadena, y sólo un pequeño número de enlaces son necesarios para que el conjunto de conocidos se convierta en la población humana entera.

Parece que en 1967, el psicólogo estadounidense Stanley Milgram ideó una nueva manera de probar la teoría. El experimento consistió en la selección al azar de varias personas del medio oeste estadounidense, para que enviaran tarjetas postales a un extraño situado en Massachusetts, a varios miles de millas de distancia. Los remitentes conocían el nombre del destinatario, su ocupación y la localización aproximada. Se les indicó que enviaran el paquete a una persona que ellos conocieran directamente y que pensaran que fuera la que más probabilidades tendría, de todos sus amigos, de conocer directamente al destinatario. Esta persona tendría que hacer lo mismo y así sucesivamente hasta que el paquete fuera entregado personalmente a su destinatario final.

La entrega de cada paquete solamente llevó, como promedio, entre cinco y siete intermediarios. Los descubrimientos de Milgram fueron publicados en Psychology Today e inspiraron la frase "seis grados de separación".

Los descubrimientos de Milgram fueron criticados porque éstos estaban basados en el número de paquetes que alcanzaron el destinatario pretendido, que fueron sólo alrededor de un tercio del total de paquetes enviados. Además, muchos reclamaron que el experimento de Milgram era parcial en favor del éxito de la entrega de los paquetes seleccionando sus participantes de una lista de gente probablemente con ingresos por encima de lo normal, y por tanto no representativo de la persona media.

Ahora, gracias a la Internet, todo es más rápido, fácil y barato. Me embarco sin problemas y casi sin esfuerzo, (sabiendo que solo hay seis personas de por medio) a encontrar a aquella señora Dominicana que me envió la cadena cuando era chico. Es probable que esté muerta, pero también es probable que sea una dulce anciana detrás de la computadora apretando el enter con el miedo de quien aprieta el botón atómico. Si estás ahí, Griseta, contestame. Yo te perdono, no quiero los separadores, quiero que me escribas, y que me digas por qué, por qué a mí.

Si me necesitas, llámame

Friday, July 29, 2005
RAYMOND CARVER

Si me necesitas, llámame


Los dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando llegó junio y terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y trasladarnos a la costa más al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole un empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que aceptó tomar a Richard para que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a la terminal el día después de su graduación y me senté con él hasta que anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado una larga carta que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría nuestra casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos hablado un poco de la situación.
–¿Van a divorciarse? –había preguntado él.
–No, si podemos evitarlo –le contesté. Era un sábado por la mañana y había poco tránsito– Ninguno de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela. Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
–¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue queriendo.
–Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura. Sólo que hemos tenido nuestra cuota de problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes. Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
–Y esquí acuático. Quiero aprender.
–Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también. Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví a decirle:
–No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el bolsillo de su campera. Lo acompañé hasta la fila frente al ómnibus, volví a abrazarlo y le di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él y me dio la espalda para que no viera sus lágrimas. Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la cocina tomando café con los inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les di la mano a ambos y acepté una taza de café de Nancy mientras ella terminaba con la lista de indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adónde debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente todo pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina para dedicarme a cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar más que lo esencial. Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres meses de alquiler. Más tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente, me dijo: "Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojalá fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el verano. Cómo me gustaría. Me siento tan gastada".
Yo me limité a acariciarle el pelo.

Nancy era alta, de pelo y ojos castaños, de piernas largas y espíritu generoso. Pero últimamente venía baja de espíritu y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose era colega mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso, que bebía demasiado y a quien a veces le temblaban un poco las manos durante sus clases, según me contaron algunos de mis alumnos. Él y Nancy habían iniciado su romance en una fiesta, poco después de que ella descubriera mi infidelidad. Suena aburrido y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue toda aquella primavera, nos consumió las energías y la concentración al punto de excluir todo lo demás. hasta que, en algún momento de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la casa e irnos todo el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para reparar, si es que había algo. Los dos nos habíamos comprometido a no llamar, ni escribir, ni intentar el menor contacto con nuestros amantes. Hicimos los arreglos para Richard, encontramos los inquilinos para nuestra casa y yo miré en un mapa y enfilé hacia el norte desde San Francisco hasta Eureka, donde una inmobiliaria me encontró una casa amueblada en alquiler por el verano para una respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso usé la expresión "segunda luna de miel", Dios me perdone, mientras Susan fumaba y leía folletos turísticos en el auto estacionado fuera de la inmobiliaria.Terminé de cargar las cosas en el coche y esperé que Nancy se despidiera por última vez en el porche. Yo saludé desde mi asiento y los inquilinos me devolvieron el saludo. Nancy se sentó y cerró su puerta. "Vamos", dijo y yo arranqué. Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y arrancando chispas del pavimento. "Mira", dijo Nancy y esperamos hasta que el coche se salió de la autopista y frenó, antes de seguir viaje.Paramos en un café cerca de Sebastopol. Estacioné y nos sentamos a una mesa frente a la ventana del fondo. Pedimos sandwiches y café, yo encendí un cigarrillo mientras Nancy deslizaba el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces noté un movimiento por la ventana y al mirar en esa dirección vi un colibrí en los arbustos allá afuera. Sus alas vibraban en un borroso frenesí mientras su pico se internaba en una de las flores.
–Mira, un colibrí –dije, pero antes de que Nancy levantara la cabeza el pájaro ya no estaba.
–¿Dónde? No veo nada.
–Estaba ahí hasta hace un momento. Ahí está. No; es otro, creo. Nos quedamos mirando hasta que la camarera trajo nuestro pedido.
–Buena señal –dije–. Los colibríes traen suerte, ¿no?
–Creo haberlo oído en alguna parte –dijo Nancy–. No podría decir dónde pero sí, no nos vendría mal un poco de suerte.
–Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió, dejó pasar un largo minuto y probó su sandwich.
Llegamos a Eureka antes del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había estado con Susan dos semanas antes, nos internamos por un camino que subía una colina que miraba al pueblo y pasamos frente a una estación de servicio y un almacén. Las llaves de la casa estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor sólo se veían colinas arboladas y praderas con ganado pastando.
–Me gusta –dijo Nancy–. No veo el momento de llegar.
–Estamos cerca –dije–. Es más allá de esa loma. Ahí –y enfilé el coche por un camino flanqueado de ligustros–. Ahí la tienes. ¿Qué opinas?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando hicimos el mismo camino para ver la casa por primera vez.
–Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro alrededor en el jardín del frente antes de subir los escalones del porche. Abrí la puerta con la llave que traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los dos dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea y la cocina con vista al valle.
–¿Te parece bien?
–Me parece sencillamente maravillosa –dijo Nancy y sonrió–. Me alegra que la hayas encontrado. Me alegra que estemos aquí.
–Abrió y cerró la heladera, luego pasó los dedos por la mesada de la cocina.
–Gracias a Dios está limpia. Ni siquiera hace falta una limpieza.
–Nada. Hasta nos pusieron sábanas limpias. La alquilan así.
–Tendremos que comprar algo de leña –dijo Nancy cuando volvimos al living–. Con noches así debemos usar la chimenea, ¿no?
–Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y recorrer el pueblo.
Nancy me miró y dijo nuevamente:
–Me alegra que estemos aquí.
–Yo también –dije y abrí los brazos y ella vino hacia mí. Cuando la abracé sentí que temblaba. Le alcé el mentón y la besé en ambas mejillas.
–Me alegra que estemos aquí –repitió ella contra mi pecho.
Durante los días siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del pueblo mirando vidrieras y dimos largos paseos por el bosque que se alzaba atrás de la casa. Compramos provisiones, yo encontré un aviso en el diario que ofrecía leña, llamé y poco después aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta que nos dejaron una carga de aliso en el garaje. Esa noche nos sentamos frente a la chimenea y hablamos de conseguir un perro.
–No quiero un cachorro –dijo Nancy–. No quiero nada que implique ir limpiando a su paso o rescatando lo que quiere mordisquear. Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no tenemos uno... Creo que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
–¿Y cuando volvamos, cuando termine el verano? –dije yo y entonces reformulé la pregunta:
–¿Estás dispuesta a tener un perro en la ciudad?
–Ya veremos. Pero busquemos uno, mientras tanto. No sé lo que quiero hasta que lo veo. Revisemos los clasificados y veamos qué pasa.
Aunque los días siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando los que nos gustaban frente a las casas por las cuales pasábamos, no llegamos a nada y seguimos sin perro. Nancy llamó a su madre y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya estaba trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía bien. Nancy le contestó:
–Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la ruta frente al océano y, desde una loma, vimos unas lagunas que formaban los médanos muy cerca del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de botes. Frené a un costado de la ruta y dije:
–Vamos a ver qué están pescando. Quizá valga la pena conseguirnos unas cañas y probar.
–Hace años que no vamos de pesca. Desde que Richard era chico, aquella vez que fuimos de campamento cerca del monte Shasta, ¿recuerdas?
–Me acuerdo. Y también me acuerdo de cuánto extraño pescar. Bajemos a ver qué están sacando.
–Truchas –dijo uno de los pescadores–. Trucha arcoiris y algún que otro salmón. Vienen en el invierno, cuando el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se cierra el paso, quedan atrapados. Es buena época, ésta. Hoy no pesqué nada pero el domingo saqué cuatro. De lo más sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de los botes creo que sacaron algo hoy, pero yo todavía no.
–¿Qué usan de carnada? –preguntó Nancy.
–Lo que sea. Lombrices, marlo de choclo, huevos de salmón. Basta tirar la línea y dejarla reposar hasta el fondo. Y estar atento.
Nos quedamos un rato pero el hombre no sacó nada y los de los botes tampoco. Sólo iban y venían por la laguna.
–Gracias. Y suerte –dije al fin.
–Que tengan suerte ustedes también. Los dos –contestó el hombre.
A la vuelta paramos en una casa de artículos deportivos y compramos unas cañas baratas, unos rollos de tanza y anzuelos y carnada. Sacamos una licencia también y decidimos ir de pesca la mañana siguiente. Pero esa noche, después de la cena y de lavar los platos y poner unos leños en la chimenea, Nancy dijo que no iba a funcionar.
–¿Por qué dices eso? ¿A qué te refieres?
–No va a funcionar, enfrentémoslo –dijo ella sacudiendo la cabeza–. No quiero ir a pescar y no quiero un perro. Creo que quiero ir a lo de mi madre y estar con Richard. Sola. Quiero estar sola. Extraño a Richard -dijo y empezó a llorar–. Es mi hijo, es mi bebé, y está creciendo y pronto se irá. Y lo extraño. Lo extraño.
–¿También extrañas a Del, a Del Schraeder, tu amante? ¿Lo extrañas a él también?
–Extraño a todo el mundo. A ti también. Hace mucho que te extraño. Te he extrañado tanto durante tanto tiempo que te he perdido. No sé cómo explicarlo mejor. Pero sé que te perdí. Ya no me perteneces.

–Nancy –dije yo.
–No, no –dijo ella y negó con la cabeza.
Sentada en el sofá de frente al fuego siguió negando y negando y luego dijo:
–Voy a tomar un avión para allá mañana. Cuando me haya ido puedes llamar a tu amante.
–No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de hacer eso.
–Sí, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
–Y tú vas a llamar a Del –dije. Y me sentí una basura por decirlo.
–Haz lo que quieras –dijo ella secándose las lágrimas con la manga–. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica, pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora; estoy exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos a lograrlo. Ese pescador, hoy. Nos deseó suerte a los dos. Yo también nos deseo suerte. Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en el baño y dejó correr el agua. Yo salí a los escalones del porche y me senté a fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían las estrellas en el cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban el valle y el pueblo allá abajo. Me puse a pensar en Susan. Oí que Nancy salía del baño y oí que se cerraba la puerta del dormitorio. Entonces entré y puse otro leño en la chimenea y esperé hasta que se avivara el fuego. Luego fui al otro dormitorio. Abrí la colcha y me quedé mirando el estampado floral de las sábanas. Me di una ducha, me puse el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba a las ventanas del living. Fumé mirando el fuego y, cuando volví a mirar por la ventana, creí ver algo que se movía en la niebla.Me acerqué a la ventana. Un caballo estaba pastando en el jardín, entre la niebla. Alzó la cabeza para mirarme y volvió a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche y me quedé mirándolos. Eran caballos grandes, blancos, de largas crines, seguramente de alguna granja de los alrededores con algún alambrado caído y vaya a saberse cómo habían llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente su escapada. Pero se los notaba un poco nerviosos también: podía verles el blanco de los ojos desde la ventana. Sus orejas iban y venían al ritmo de sus mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces y luego un cuarto, todos blancos, pastando en nuestro jardín. Fui al dormitorio a despertar a Nancy. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, y se había puesto ruleros y había una valija abierta a los pies de la cama.
–Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a creerlo. Vamos, levántate
.
–¿Qué pasa? Me estás lastimando. Qué pasa.
–Querida, tienes que ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si te asusté. Pero tienes que levantarte y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la ventana, atándose la bata.
–Dios, son hermosos. ¿De dónde vienen? Qué hermosos son.
–De alguna granja vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para que ubique al dueño. Pero quería que los vieras antes.
–¿Morderán? Me gusta acariciar a aquél, el que acaba de mirarnos.
–No creo que muerdan. No parecen esa clase de caballos. Pero ponte algo encima si vamos a salir. Hace frío afuera.
Me puse la campera encima del pijama y esperé a Nancy. Abrí la puerta y salimos y nos acercamos caminando hasta ellos. Todos levantaron sus cabezas. Uno resopló y retrocedió unos pasos, pero volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoyé mi mano entre sus ojos y le palmeé los flancos y dejé que su hocico me oliera. Nancy estaba acariciando las crines de otro, mientras murmuraba: "¿De dónde vienes, caballito? ¿Dónde vives y qué haces aquí en medio de la noche?", mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
–Será mejor que llame al sheriff –dije.
–Todavía no. Un rato más. Nunca veremos algo igual. Nunca, nunca tendremos caballos en nuestro jardín. Un rato más, Dan.
Poco después, mientras Nancy seguía yendo de uno a otro, palmeándolos y acariciándolos, uno de los caballos comenzó a rumbear hacia la ruta, más allá de nuestro auto y supe que era momento de llamar.
En pocos minutos vimos las luces de dos patrulleros en la niebla y poco después llegó una camioneta con un acoplado para caballos, de la que bajó un tipo con gamulán, que se acercó a los caballos y necesitó un lazo para lograr que entrara el último en el acoplado.
–¡No le haga daño! –dijo Nancy.
Cuando se fueron volvimos al living y yo dije que iba a hacer café y pregunté a Nancy si quería una taza.
–Te diré lo que quiero –dijo ella–. Me siento bien, Dan. Me siento como borracha, como... No sé cómo, pero me gusta. No quiero dormir; no podría dormir. Haz un poco de café y a ver si encuentras algo de música en la radio y puedes avivar el fuego.
Así que nos sentamos frente a la chimenea y bebimos café y escuchamos viejas canciones por la radio y hablamos de Richard y de la madre de Nancy y bailamos.
Ninguno aludió en ningún momento a nuestra situación. La niebla seguía allí, detrás de las ventanas, mientras hablábamos y éramos gentiles el uno con el otro. Hasta que, cerca del amanecer, apagué la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
Al mediodía siguiente, luego de que ella terminara su valija, la llevé al aeródromo desde donde volaría a Portland y de allí haría el trasbordo que la dejaría en Pasco por la noche.
–Saluda a tu madre de mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile que lo extraño. Y que lo quiero.
–Él también te quiere. Lo sabes. En cualquier caso, lo verás después del verano. –Yo asentí.
–Adiós –dijo ella. Y me abrazó. Yo le devolví el abrazo. Me alegro por anoche. Los caballos. La charla. Todo. Ayuda. No lo olvidaremos –y empezó a llorar.
–Escríbeme, ¿quieres? –dije yo–. Nunca pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca lo pensé. Ni un sola vez. No a nosotros.
–Te escribiré. Mucho. Las cartas más largas que hayas visto desde las que me enviabas en el secundario.
–Las estaré esperando.
Ella me miró largamente y me acarició la cara. Entonces me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo al avión. Ve, mi más querida, y que Dios esté contigo. Ella abordó el avión y yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los motores y la nave empezó a carretear por la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió en una mancha en el horizonte. Volví a la casa, estacioné el coche y miré las huellas que habían dejado los caballos la noche anterior, los trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones de bosta aquí y allá. Entonces entré en la casa y, sin sacarme el saco siquiera, levanté el teléfono y marqué el número de Susan.




Raymond Carver nació en Clatskanie, Oregón (EEUU). Además de libros de poemas, publicó cinco volúmenes de relatos que lo acreditaron como uno de los mejores escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX:
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), Catedral (1983), Tres rosas amarillas (1988), y Si me necesitas, llámame (2001). Los libros de Carver están formados por relatos cortos que reflejan los dramas aparentemente más triviales, las catástrofes silenciosas de la gente más común, y que poseeen la capacidad de provocar una impresión indeleble . En 1988, cuando estaba en su mejor momento (ya que había dejado de beber definitivamente) y tenía una pareja estable con la poeta Tess Gallagher y se le detectó un cáncer de pulmón. Murió en Port Angeles, Washington.

lunes, 6 de julio de 2009

Juan José Millás. ¿Me estoy volviendo loco?

¿Me estoy volviendo loco?


Uno. Me pregunto cómo serían los calcetines de Michael Jackson. Cuando yo era pequeño, sólo había calcetines grises, negros,
de rombos (para pijos) y de color azul marino. El calcetín era una prenda discreta y funcional, tenía algo de sudario porque los pies siempre han tenido también algo de cadáveres. Quiere decirse que al calcetín no se le pedía belleza, sino eficacia funeral. Y eran tan eficaces que actuaban como verdaderas mortajas incluso cuando estaban rotos, que era lo normal. El otro día, paseando, tropecé con una tienda especializada en calcetines. Los había de todos los colores. Cómo ha cambiado el mundo, me dije con asombro. Lo que no han cambiado son los pies, los míos al menos, que continúan teniendo un gesto como de velatorio. No es que estén amargados, pero tampoco comprenden por qué han venido al mundo ni el porqué de esos cinco dedos en apariencia tan inútiles. Digo “en apariencia” porque son más importantes de lo que creemos. A una amiga de mi madre le amputaron el dedo gordo del pie derecho y comenzó a cojear.

Dos. El caso es que entré en la tienda de calcetines y compré varios pares, algunos muy escandalosos, con la fantasía de que me atrevería a ponérmelos. Fue el día en que murió Michael Jackson, por eso me ha venido a la cabeza. No recuerdo dónde estaba yo cuando murió Marilyn, ni cuando murió Kennedy, ni siquiera cuando murió Truman Capote, pero siempre me acordaré qué hice el día del fallecimiento de Jackson: comprar calcetines extravagantes. De camino a casa, escuché una conversación sobre el cantante de color y fue cuando me pregunté por sus calcetines. Ya puestos, me pregunté también por los de Bárcenas, el tesorero del PP. Y por los de Rajoy. Y por los del ministro del Interior. Y por los del Papa. El Papa, por cierto, suele llevar unos zapatos rojos, dicen que de Prada, que le he visto también en alguna ocasión a Boris Izaguirre. Con esos zapatos no puede uno ponerse calcetines negros, ni azul marinos, ni de rombos. Iba en el metro, observando los calcetines de la gente y dándole vueltas a estos asuntos, cuando advertí que no era yo el que le daba vueltas a los asuntos: los asuntos me daban vueltas a mí. En unas circunstancias normales, me dije, no me habría preguntado por los calcetines de Michael Jackson, ni de Bárcenas, ni de Rajoy, ni del Papa. Qué habría hecho entonces en unas circunstancias normales, me pregunté, alcanzando enseguida la conclusión de que no hay circunstancias normales como no hay pies normales.

Tres. Avergonzado por haberme comprado unos calcetines extravagantes siendo de izquierdas, bajé del metro, salí a la calle, busqué una librería y compré una edición de los sonetos de Shakespeare, para compensar. Con el libro debajo de un brazo y los calcetines de colores debajo del otro, volví a casa.
—¿Qué es eso que llevas? –preguntó mi mujer.
—Los sonetos de Shakespeare –dije yo.
—No, no lo otro.
—¿Esto? Ah, nada, unos calcetines de colores, por hacerle un homenaje a Michael Jackson.
—Michael Jackson –dijo ella– siempre iba de negro. ¿No te has fijado en su paraguas?
En efecto, recordé unas fotografías de Jackson con paraguas negro y traje negro y gafas de sol negras. Vaya por Dios, me dije.

Cuatro. Tras excusarme con mi mujer, fui al dormitorio, me puse unos calcetines de colores y leí en voz alta un soneto de Shakespeare. Qué quieren que les diga, me gustó la sensación de leer a Shakespeare con calcetines ostentóreos, que habría dicho el difunto Gil y Gil. A continuación me pregunté qué era más extravagante, si leer a Shakespeare o llevar calcetines llamativos. La conclusión era evidente: leer a Shakespeare. De hecho, en el metro no vi a nadie leyendo al padre de Hamlet, pero vi varios pares de calcetines con los tonos del arco iris.

Cinco. Pasado un rato, me pregunté si me había vuelto loco. ¿Cómo, si no, se me ocurría mezclar a Jackson con Shakespeare y a ambos con una compra, a todas luces insensata, de varios pares de calcetines excéntricos? Al día siguiente, devolví los calcetines y el libro de Shakespeare. Luego me senté en una terraza, al aire libre, y pedí un gin tonic y un periódico. Apenas había leído cinco páginas (y dado cuatro sorbos), cuando me pareció que el periódico mezclaba asuntos mucho más heterogéneos. O sea, que no estaba loco yo, sino la realidad. Pagué, me levanté, volví a la tienda de los calcetines y los recuperé. Luego hice lo mismo con los sonetos de Shakespeare. Y así son mis días desde el fallecimiento de mi gato.

sábado, 4 de julio de 2009

El otro - JLBORGES

El otro
J.L.Borges

El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda c_onmove_r a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente". Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre — univers tordant son corps écaillé d'astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.