lunes, 21 de septiembre de 2009

Quizás soy uno de ellos - JuanJo Millás

Quizá soy uno de ellos


Como todos los domingos, fui a ver a mi padre a la residencia. Aunque hace tiempo que no me reconoce, tengo la impresión
de que le resulto familiar. Por eso procuro hablarle de cualquier cosa mientras él mira al vacío. De vez en cuando, fija la vista y pronuncia una incoherencia. Seguramente no hay nadie ya dentro de él, pero se trata del cuerpo de mi padre, de sus ojos, de sus manos, de su boca… Un cuerpo sin nadie, o sin apenas nadie, puesto que él mismo no sabe cómo se llama ni quién es ni qué hizo a lo largo de su vida. De los que se encuentran como él, mi padre es el más tranquilo, pues los hay que se quejan todo el rato o llaman mecánicamente a alguien que, si se presentara, no reconocerían.

El otro día, cuando ya abandonaba la residencia, se me acercó en su silla de ruedas un anciano que me deslizó un sobre con gesto clandestino, como si se tratara de un secreto entre él y yo. Lo abrí en casa, sin prisas, pues pensé que se trataría de una locura. Había dentro una larga carta que comenzaba alabando el amor que profesaba a mi padre, ya que ningún domingo, desde hacía tres años, había dejado de ir a verle. La idea de que alguien se hubiera fijado en mí de ese modo me inquietó brevemente, pero lo bueno venía a continuación. Tras confesar que por razones meramente intuitivas el anciano confiaba en mí, pasaba a contarme el gran secreto de su vida: era un robot. Según contaba, lo habían construido unos seres de otro mundo (no sabía de cuál, puesto que no habían integrado esa información en sus circuitos) que lo habían colocado en éste para que enviara informes sobre nuestras costumbres y nuestra manera de vivir. Los informes eran recogidos puntualmente de un buzón donde él los introducía, hasta que se empezaron a acumular porque dejaron de recogerlos. No teniendo ningún modo de regresar al mundo del que procedía, decidió integrarse en éste, pues le sobraban habilidades para ello. Hay que decir que estaba creado a nuestra imagen y semejanza hasta el punto de que ni siquiera en una autopsia habrían descubierto su verdadera condición.

La idea de un robot humano tan parecido a su modelo me inquietó por verosímil. Después de todo, vivimos en una cultura que ha inventado el espejo y el molde y la horma y el modelo. Con frecuencia, es tan difícil saber en qué lado del espejo nos encontramos como distinguir una flor artificial de una de verdad. Hemos aceptado la idea de lo artificial (del sucedáneo) en casi todos los aspectos de la vida, pero la imagen de un hombre artificial ponía un poco los pelos de punta.

Continué leyendo. El hombre (¿debería decir el robot?) describía con cierta minuciosidad el modo en que fue completando su integración social. Habiendo salido de fábrica con una identidad perfectamente falsificada, no tuvo problemas (dada su superioridad intelectual) en encontrar un buen trabajo. Aunque vivió solo durante mucho tiempo, el instinto de imitación, que formaba parte de su ser, lo condujo a buscar una mujer con la que se casó y con la que tuvo hijos. La llegada de los hijos fue una sorpresa para él, pues no imaginaba que la perfección con la que había sido creado llegara al punto de que le hubieran colocado espermatozoides viables. Lo cierto es que su mujer alumbró una hembra que, lógicamente, era mitad humana y mitad robot. Añadía, para finalizar su carta, que no sabía muy bien por qué me hacía partícipe de aquella historia. La única explicación que se le ocurría era la del instinto de todo ser humano (y de todo buen robot, por tanto) de pasar la verdad o el testigo a otro antes de desaparecer. Su esposa había muerto hacía muchos años y su hija había dejado de ir a verle al poco de ingresar en la residencia. Yo le transmitía una confianza irracional, como si fuera uno de los suyos. De ahí que me hubiera hecho partícipe de aquella información seguramente inútil.

La idea de que yo mismo, sin saberlo, fuera un robot, me desasosegó durante unos instantes. Lo cierto es que también yo, cuando visitaba a mi padre, me había fijado en aquel anciano en el que percibía algo familiar que me lo hacía atractivo. Al domingo siguiente, lo busqué y me dijeron que había fallecido el jueves anterior. Pregunté por su familia y me dieron el teléfono de su hija a la que todavía no me he decidido a llamar. La idea de que sea medio robot me excita hasta un punto difícil de explicar. Aún sin conocerla, tengo con ella fantasías eróticas que no me dejan vivir. La añoro como a un amor de juventud y la temo como a un destino fatal. Por eso retraso esa llamada que tarde o temprano sé que realizaré.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sobre Cuentos - no es un cuento -

Cuentos

Hoy, 15 de septiembre, sale en El País una promoción más acompañando la compra del diario y que consiste en cuentos desplegables para niños. Lo chocante no es desde luego esto porque en promoción de periódicos se ha visto ya prácticamente todo. Lo llamativo es el eslogan con el que se promociona el artículo. Un niño sonriente y medio desafiante mira de frente al lector y le dice "El libro es mío y lo cuento como quiero".

No hay más que hablar. El cuento, dulce instrumento de los padres para dormir o dominar a sus hijos, desaparece también de sus manos.

El cuento no es ya la fantástica historia que el niño espera recibir de sus amables padres sino que ese regalo ya lo tiene conquistado, adquirido o expoliado. Y siendo suyo ya se lo puede comer o contar con los dedos, trastornarlo o romperlo, berrear, no dormir sin dar cuentas (ni cuentos a nadie. Puede, en suma, hacer y deshacer a su antojo como el principio de un hacer y deshacer con el propio cuento de su vida, por pequeña que sea. Todos los cuentos, prácticamente sin excepción, poseían su moraleja que llegaba de la voz de los padres, los maestros o las ayas y al cabo, al cabo del cuento quedaba flotando el mensaje de valor que el niño, embebido en la historia, tragaba como un sorbo espiritual.

Esto también tiende a ser de otro modo. La inoculación de referencias morales través de la literaria farmacología paterna cesa y en su lugar el chico se chuta narrativamente lo que le parece. Es propietario de la sustancia y de su aplicación, de su cualidad y de su orientación bromatológica: "El libro es mío -dice el niño de El País- y lo cuento como quiero".

A continuación, pues, según se constata en esto y aquello, son los chicos y no los adultos quienes ahora nos ponen al día sobre la realidad virtual y la no virtual, el nuevo relato, fantaseado o no, de un mundo en el que, efectivamente, apenas contamos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

EL FIN DE MARINESE

No había habido muertos. Sólo Sante y Marinese habían caído en manos de los alemanes y, como siempre sucede, a todos nos parecía poco natural e increíble que les hubiera tocado precisamente a ellos dos; pero los más viejos del grupo sabían que los que se quedan en el camino suelen ser justamente aquellos de quienes más tarde se dice: "¡Quién lo hubiera dicho!"; y también sabían por qué.
Cuando se los llevaron el cielo estaba gris, y la carretera estaba cubierta de nieve compacta, convertida en hielo. El camión bajaba con el motor apagado; las cadenas en las ruedas chirriaban en las curvas y tintineaban rítmicamente en los tramos rectos. Los alemanes eran unos treinta, e iban de pie, apretados hombro con hombro, algunos de ellos aferrados al armazón de una lona, la cual, sin embargo, no estaba tensada, de modo que una sutil aguanieve percutía en los rostros y se detenía en el paño de sus uniformes.
Sante estaba herido; iba sentado, mudo e inerte, en el asiento posterior al camión. A Marinese, en cambio, lo habían colocado en la parte delantera, de pie, detrás de la cabina del conductor. Temblaba de fiebre, y se sentía tan abatido por una creciente somnolencia que, aprovechando una sacudida del vehículo, resbaló hasta el suelo húmedo donde se quedó sentado como un objeto, entre las botas enlodadas, con la cabeza sin cubrir sujeta entre un par de caderas huesudas.
La persecución había sido larga y extenuante, y a Marinese le parecía que ya no deseaba mucho más que eso: que todo hubiera terminado, poder estar sentado, no tener que tomar más decisiones, abandonarse al calor de la fiebre y a descansar. Sabía que lo interrogarían, que probablemente le pegarían y que luego como seguridad lo matarían , y también sabía que dentro de poco todo eso recuperaría su importancia, pero por el momento se sentía extrañamente protegido por la coraza cálida de la fiebre y del sueño como por una manta acolchada que lo segregara del mundo, de los hechos del día y del futuro inmediato. De vacaciones, pensó casi en sueños : ¿cuánto hacía que no iba de vacaciones?
Cuando se le cerraban los ojos se sentía como inmerso en un largo túnel estrecho, excavado en una sustancia que cedía, tibia y purpúrea como la luz que penetra a través de los párpados cerrados. Tenía los pies y la cabeza fríos, y le parecía que avanzaba a duras penas, como si le empujaran hacia la salida, muy lejana, pero a la que con seguridad iba a llegar. La salida estaba bloqueada por un torbellino de nieve, y por un revoltijo de metal duro y gélido.



(...)

Primo Levi

'El fin de Marinese', inédito de Primo Levi
WINSTON MANRIQUE 14/09/2009



"No había habido muertos. Sólo Sante y Marinese habían caído en manos de los alemanes y, como siempre sucede, a todos nos pareció poco natural e increíble que les hubiera tocado precisamente a ellos dos; pero los más viejos del grupo sabían que los que se quedan en el camino suelen ser justamente aquellos de quienes más tarde se dice: '¡Quién lo hubiera dicho!'; y también sabían por qué".

'El fin de Marinese', de Primo Levi
DOCUMENTO (PDF - 64,78Kb) - 14-09-2009



Así empieza El fin de Marinese, uno de los pocos relatos inéditos de Primo Levi (Turín 1919-1987) reunidos en el volumen Cuentos completos (El Aleph) que esta semana llega a las librerías españolas. Con este avance literario, www.elpais.com y Babelia cumplen como cada lunes la cita con los lectores de ofrecer una lectura exclusiva de alguno de los libros más importantes de la semana.

En este cuento, el autor de Si esto es un hombre se acerca a otra de las esquirlas eternas que dejó la II Guerra Mundial. La del enfrentamiento de un hombre con su naturaleza y consigo mismo mientras lo atropellan en tropel todos los sentimientos ante la decisión inesperada de su vida.

Levi despliega en cuatro páginas un ritmo magistral donde al principio la narración brota como un riachuelo que busca tranquilo su cauce, explora, se arremolina, continúa y se arremansa para después precipitarse por un empedrado, de tal manera que el lector sólo quiere llegar cuanto antes al final. El escritor italiano muestra los atajos del horror y cómo el destino se abate sobre alguien.






domingo, 13 de septiembre de 2009

La lengua de las mariposas - Manuel Rivas -

lengua de las mariposas

(castellano) (galego)


Manuel Rivas (de su libro "¿Que me quieres, amor?)


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Manuel Rivas, el autor

de este cuento





(A Coruña, 1957). Escritor e xornalista. Colabora desde a súa adolescencia en diversos medios de comunicación. Como poeta publicou entre outras as seguintes obras: Libro do Entroido (1979); Balada nas praias do Oeste (1985); Mohicania (1987); Ningún cisne (1989). Como ensaísta publicou Galicia, el bonsai atlántico (1989), No mellor país do mundo (1991), Toxos e flores (1992) e El periodismo es un cuento (1998). A súa obra narrativa -composta de novelas, novelas curtas e relatos breves- está formada polos seguintes títulos: Todo ben (1985); Un millón de vacas (1989), Premio da Crítica Española, 1990; Os comedores de patacas (1991); En salvaxe compaña (1994), Premio da Crítica; ¿Que me queres, amor? (1995), Premio Torrente Ballester de Narrativa e Premio Nacional de Narrativa 1996; O lapis do carpinteiro (1998), Premio da Crítica Española, Premio da Asociación de Escritores en Lingua Galega e Premio Arcebispo Xoán de San Clemente; Ela, maldita alma (1999); A man dos paíños (2000). Como narrador, está traducido a diversas linguas.



"La lengua de las mariposas", cuento que forma parte del libro "¿Que me quieres, amor?", fue llevado al cine en la película del mismo nombre.



Manuel Rivas dice en un reportaje: ".... El cine ejerce un gran hechizo sobre mi, en parte creo que mis sentidos -y de la gente de mi generación- quiero decir la sensibilidad, la percepción e incluso la manera de escribir, todo esto no es nada ajeno a ese mundo. Es como ver lo que intenté con la literatura en el cine. Yo ya había hecho estas películas en mi mente y al ver el resultado filmado fue muy emocionante. Del cine admiro el valor de hacer una película, porque es una maquinaria muy compleja. De pequeño soñé con ser director de cine o hacer películas. Después ví que es más fácil ser escritor. El cine es dificilísimo, también por cuestiones económicas. En una historia escrita puedo hacer aparecer diez caballos, en una película esto ya se convierte en un asunto bastante costoso. En fin, creo que "La lengua de las mariposas" es un filme muy logrado. Conseguí verlo como un espectador más y me encantó"

































































































































































































LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS (TEXTO COMPLETO)

"¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas".
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.
"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.
Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos (*) a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.
Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. "Pareces un gorrión".
Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía por dentro.
Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.
Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!"
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.
"¿Cuál es su nombre?"
"Gorrión".
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.
"¿Gorrión?"
No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos (*).
Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mi. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo".
Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.
Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:
"Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta".
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

Una tarde parda y fría...

"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?"
"Una poesía, señor".
"¿Y como se titula?"
"Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado".
"Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación.".
El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín...

"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?", preguntó el maestro.
"Que llueve después de llover, don Gregorio".

"¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.
"Pues si", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel".
"Eso está bien", dijo mamá. "Non se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo".
"¿Qué es un ateo?"
"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?"
Mamá posó la plancha y me miró fijo.
"¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?"

Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.
Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.
"¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?"
"¡Por supuesto!"
El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.
"El Demonio era un ángel, pero se hizo malo".
La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.
"El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?"
"Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega".

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano.
Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.
"Si ustedes no se callan, tendré que callar yo".
Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.
Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.
Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.
"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.
"¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella.
"No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.
De regreso, cantábamos por las corredoiras (*) como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión".
Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".
"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche.
"Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República".
"¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!"
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.
Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".

"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre.
"Tu, si, pero el cura no".
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje".
El maestro miró alrededor con desconcierto.
"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa.
"Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.
"¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas".
Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.
Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.
Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.
"¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil".
"¡Santo cielo!", se persignó mi madre.

"Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, " Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo",
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.
"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.
Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.
"Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo"
Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda".
Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".
"Si que lo regaló".
"No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!"
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.
"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"
"Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!"
Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!"
Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"








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quintos: joven que entró en la edad del servicio militar.

gándara: tierra baja, llena de vegetación salvaje de baja altura.

corredoira: camino estrecho seguido por el carro, generalmente rodeado de zarzas.

escornabois: insecto volador que tiene una especie de cuernos.

trallazos: golpes que se daban con una vara (tralla) a las vacas para estimularlas.

lunes, 7 de septiembre de 2009

JJ Millás

Misterios de la vida



Uno. El mundo se divide entre quienes dan la razón y quienes la quitan. Los cónyuges de los matrimonios viejos se quitan
la razón todo el rato porque están divididos. Pero el mundo se divide también entre aquellos que exigen que se les dé la razón y aquellos a quienes les da igual que se la den o se la quiten. O sea, que hay gente a la que no le gusta discutir.

Dos. En las cenas de los sábados, estás categorías se ponen de manifiesto en el segundo plato. Hay quien afirma o niega las cosas con tal violencia que parece que te está invitando a disentir. Si caes en la trampa y disientes, estás perdido. Mi consejo es que digas que sí a todo, para ahorrar energías. La vida es muy larga y no tenemos ni idea de cuándo las vamos a necesitar.

Tres. Ahora resulta que además del control antidoping, las autoridades deportivas han decidido llevar a cabo una inspección genital para decidir si eres hombre o mujer. La sexualidad, como la política, es una construcción ideológica, de modo que no discutas. Si las autoridades aseguran que eres una mujer, ponte a correr (y a correrte) con las mujeres. Si te dicen que eres hombre, actúa también en consecuencia. No caigas en la trampa de discutir, como esa atleta surafricana empeñada en que es mujer cuando los expertos le están diciendo que es un hombre. Para más inri, la pobre se llama Semenya, un apellido al que le quitas la última sílaba y se queda en Semen.

Cuatro. Estoy tomándome traquilamente el gin tonic de media tarde en mi cafetería de referencia, cuando una mujer me pregunta si soy primo o hermano de Fulano de Tal. Le digo que somos primos y ella dice que habría jurado que somos hermanos, por nuestro parecido. Estoy a punto de reafirmar mi identidad de primo con alguna violencia cuando me doy cuenta de que estamos hablando de categorías arbitrarias, de “constructos” sociales, que diría un pedante, de modo que respondo:
—A lo mejor lleva usted razón y somos hermanos.
—Es lo que yo decía, porque se parecen ustedes muchísimo –dice la mujer, que pertenece evidentemente a la categoría de aquellos a los que les gusta llevar razón.
—Más aún –añado–, a lo mejor somos hermanas.
—¿Cómo dice?
—Fíjese en esa atleta surafricana, Semenya, que ahora resulta que es un hombre.
La mujer se queda un poco desconcertada y se retira a la barra, dejándome solo de nuevo con mi gin tonic, en el caso de que sea un gin tonic, porque ahora que me acuerdo creo que pedí un vodka con limón.

Cinco. Todo esto me recuerda aquel chiste (si se trata de un chiste) en el que un individuo posee un reloj que a veces es de oro y a veces meramente dorado. O sea, un reloj que “tiene días”. Es lo que le pasa al mundo en general, que tiene días.

Seis. Al tiempo que doy el primer sorbo a mi segundo gin tonic, escucho en la mesa de al lado una conversación curiosísima.
—Te digo yo –dice un sujeto trajeado a otro con uniforme de sargento– que cópula viene de copa como rótula viene de rota.
—Y fábula viene de faba, no te jode –dice el sargento.
—¿Qué es una faba? –pregunta el hombre trajeado.
—¿No has comido nunca fabada?
—Sí.
—Pues la faba es su materia prima.
—Eso es como decir que la materia prima de la tortilla es la torti.
—Para ti la perra gorda.
Es evidente que esos dos individuos forman una mezcla explosiva, no ya porque uno sea civil y otro militar, sino porque a los dos les gusta llevar razón y los dos necesitan quitársela al otro. No se entenderán jamás. Se necesitan por eso, porque no se entienden. Misterios de la vida. Por cierto que estoy asegurando que son un sargento y un civil cuando con las nuevas evidencias puestas al descubierto por las autoridades deportivas podrían ser una sargento y un cura de paisano. Por mí, lo que ustedes quieran, no necesito llevar razón ni quitarla.

Siete. Leo con sorpresa que el bronceado artificial da cáncer. Tengo un amigo muy aficionado a los rayos UVA. Lleva años dándoselos. Y además fuma. Pero es uno de esos tipos que detesta dar la razón, por eso quizá está más sano que un roble. Al final, si eres un poco beligerante, te importa un pito lo que digan las autoridades sanitarias y las autoridades deportivas y las autoridades a secas. Para demostrarlo, mi amigo fue ayer a darse una sesión de rayos y se fumó un puro mientras se ponía moreno. A ver quién es capaz de quitarle la razón a alguien que no la tiene.