lunes, 14 de septiembre de 2009

EL FIN DE MARINESE

No había habido muertos. Sólo Sante y Marinese habían caído en manos de los alemanes y, como siempre sucede, a todos nos parecía poco natural e increíble que les hubiera tocado precisamente a ellos dos; pero los más viejos del grupo sabían que los que se quedan en el camino suelen ser justamente aquellos de quienes más tarde se dice: "¡Quién lo hubiera dicho!"; y también sabían por qué.
Cuando se los llevaron el cielo estaba gris, y la carretera estaba cubierta de nieve compacta, convertida en hielo. El camión bajaba con el motor apagado; las cadenas en las ruedas chirriaban en las curvas y tintineaban rítmicamente en los tramos rectos. Los alemanes eran unos treinta, e iban de pie, apretados hombro con hombro, algunos de ellos aferrados al armazón de una lona, la cual, sin embargo, no estaba tensada, de modo que una sutil aguanieve percutía en los rostros y se detenía en el paño de sus uniformes.
Sante estaba herido; iba sentado, mudo e inerte, en el asiento posterior al camión. A Marinese, en cambio, lo habían colocado en la parte delantera, de pie, detrás de la cabina del conductor. Temblaba de fiebre, y se sentía tan abatido por una creciente somnolencia que, aprovechando una sacudida del vehículo, resbaló hasta el suelo húmedo donde se quedó sentado como un objeto, entre las botas enlodadas, con la cabeza sin cubrir sujeta entre un par de caderas huesudas.
La persecución había sido larga y extenuante, y a Marinese le parecía que ya no deseaba mucho más que eso: que todo hubiera terminado, poder estar sentado, no tener que tomar más decisiones, abandonarse al calor de la fiebre y a descansar. Sabía que lo interrogarían, que probablemente le pegarían y que luego como seguridad lo matarían , y también sabía que dentro de poco todo eso recuperaría su importancia, pero por el momento se sentía extrañamente protegido por la coraza cálida de la fiebre y del sueño como por una manta acolchada que lo segregara del mundo, de los hechos del día y del futuro inmediato. De vacaciones, pensó casi en sueños : ¿cuánto hacía que no iba de vacaciones?
Cuando se le cerraban los ojos se sentía como inmerso en un largo túnel estrecho, excavado en una sustancia que cedía, tibia y purpúrea como la luz que penetra a través de los párpados cerrados. Tenía los pies y la cabeza fríos, y le parecía que avanzaba a duras penas, como si le empujaran hacia la salida, muy lejana, pero a la que con seguridad iba a llegar. La salida estaba bloqueada por un torbellino de nieve, y por un revoltijo de metal duro y gélido.



(...)

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