martes, 23 de marzo de 2010

¡Adiós, Cordera!

Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas

De El señor y lo demás son cuentos





Eran tres: siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo, como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse.- Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina.- ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

«El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas, adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!».

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las penas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad sonadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera; que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pensados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura; y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que la hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación, y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego, y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

—Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no paso de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos aritos de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

«Cuidadla, es vuestro sustento», parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había qué decir palabra a los neños. Un sábado de Julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. «Sin duda, mío pá la había llevado al xatu». No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos, acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al obscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío el que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. «No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale». Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón; como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

«¡Se iba la vieja!» —pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

«Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela». Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie æternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al obscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral obscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, mal humorado, clamaba desde casa:

—Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! —así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja obscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tin tan pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

—¡Adiós, Cordera! —gritaba Rosa deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

—¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno.

—Adiós —contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de Julio en la aldea...

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos, triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

—¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

—¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

—La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos.

—¡Adiós, Cordera!

—¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...

—¡Adiós, Cordera!...

—¡Adiós, Cordera!...

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el Rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de Octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

—¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

—¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!...

«Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas».

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo al tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

—¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh! bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado tomó un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad; de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante

—¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

miércoles, 17 de marzo de 2010

Lo cristalino

Cristalino

Tenía el propósito de escribir sobre un pintor. Un verdadero artista y, como todo verdadero artista y como todo verdadero cualquier otra cosa, un verdadero desdichado.

La virtud de la expresión "verdadero artista" es que no requiere ser puesta a prueba: si el tipo no fuese verdadero, no sería artista y entonces no sería nada y puede cerrarse la cuestión. Pero este pintor, que era un verdadero artista, en cuanto tal era un verdadero desdichado: desde hacía décadas perseguía una obra para la que nunca le llegaba la oportunidad.

Una noche despertó sobresaltado sin saber por qué y de inmediato se volvió a dormir. Entonces soñó que un amigo escritor le describía un cuadro, figuración de un paisaje que por efectos de la perspectiva y del tratamiento de la materia del color -el óleo-representaba la visión normal de una persona. Es decir, en cierta zona de la imagen los detalles eran tan precisos como los de esos puntos donde el espectador fija la mirada, y, fuera de ese fragmento de la tela, las imágenes seguían siendo reales y precisas pero tenían la insubstancialidad característica de las cosas que no entran en el foco de atención de los humanos.

Parecían formas dispuestas para revelarse con absoluta nitidez y que, si no existiesen, nada del paisaje registraría un cambio.

El escritor lo instaba a materializar el cuadro objeto de ese relato y hasta le proponía un título: Lo Cristalino.

En verdad, pensaba al despertar, las cosas que se encuentran fuera del foco de la atención podrían no existir o proceder de la memoria o de la imaginación del sujeto, de modo que pertenecerían a un estado intermedio entre el arte y la vida.

-Como yo- dijo frente al espejo de su baño, rió y por un rato sintió que no era un desdichado y hasta estuvo a punto de telefonearle al escritor para agradecer su intervención en un sueño que había impreso un giro de ciento ochenta grados a su carrera artística.

Por fortuna se habían descargado las baterías de su teléfono celular y no encontró manera de conectarlo al cable del transformador eléctrico que le habían vendido con el equipo, de modo que una omisión del fabricante destinada a ganar imponiendo la compra de más baterías que las indispensables acababa de ahorrarle el riesgo de aparecer ante su amigo como un imbécil o un demente, justo a la hora del almuerzo.

Él no almorzó. Comió una galleta y un par de bananas mientras esperaba que la máquina filtrase el café. Fumó poco y pasó la tarde en la salita que había acondicionado como biblioteca. No quería ver sus pinturas ni el desorden del estudio del primer piso. Necesitaba pensar y estuvo yendo y viniendo entre el escritorio y los estantes para revisar esos libros que tan bien conocía y cuyas imágenes recorría ahora tratando de figurarse cómo la misma idea de su amigo escritor habría asistido a los proyectos de los grandes maestros, incluyendo a no pocos clásicos orientales.

Entre las páginas de un libro de croquis de Picasso encontró la fotocopia de un relato de Albero donde al viejo, que por entonces sería menor que él, le preguntaban "¿qué busca en su pintura?" como dando el pie para que teatralmente respondiese "yo no busco: encuentro". Evidentemente, en algún momento de su carrera todo artista debe representarse con una frase inolvidable.

Después estuvo hojeando dos biografías de Beethoven, una de Schoemberg, un libro de correspondencia de Mozart y el manual de Schweitzer sobre los corales de Bach. Seguía convencido de que la música y la vida de los músicos contienen una enseñanza que los artistas plásticos nunca terminan de asimilar. Hacía poco se había puesto de moda una transcripción de El Arte de Fuga para cuarteto de cuerdas y resolvió que era el momento de volver a escucharla. Cuando introdujo el disco compacto en el equipo de sonido, por primera vez en la tarde oyó el timbre de su celular: las baterías ya estaban cargadas y llamaba una mujer de parte de su marchand para consultar sobre una operación de venta de dos obras que había pintado en l980. El comprador ofrecía pagar parte del precio con dos pasajes a Madrid y, convencido de que sería el mismo coleccionista que años atrás había canjeado un collage por un crucero a los Canales Fueguinos, dejó la decisión del negocio a criterio del marchand y cortó preguntándose por qué no lo había llamado personalmente.

Encontró cuatro mensajes grabados en el celular. Ninguno sería urgente pero se dispuso a escucharlos. Hasta la cocina llegaban los sonidos del cuarteto. Se podía reconocer un fragmento de viola solista, y en su transcurso, acentuada, la sucesión de cuatro notas que habían sonado mientras corría hacia el teléfono y se repetirían todo a lo largo de la obra. Cuatro veces repitió el mensaje de una mujer. Trataba de identificar esa voz que se presentaba como la de la señora de Campo. ¿Quién sería Campo? Pensó en el campo visual, su foco de atención y en la gradual desaparición de los colores y las formas que, estando más allá, igualmente impresionan la retina aunque no integren la percepción ni queden en la memoria.

Recordaba esa voz: alguna vez habría formado parte del fondo grisáceo de algo visto u oído. Hasta llegó a asociarla con un abrigo de piel, un perfume de tierra o musgo y un tacto áspero de líquenes sobre la piedra.

En contraste, la versión de El Arte de la Fuga por los del Juillard era pura figura o foco: no tenía fondo. Así merecería ser todo el arte. Si entendió bien las observaciones de Schweitzer, hacia el fin de su vida Bach no debió distraerse imaginando a sus obras como una totalidad. Debió pensarlas como estallidos distantes que sólo vistos desde el otro lado de la colina semejan un conjunto organizado deliberadamente y tal vez nunca se concibió a sí mismo como un artista y ni siquiera como un músico que ha compuesto demasiado.

Ahora que habían vuelto a comprar pinturas suyas de los ochenta pensaba que había pintado demasiado y que siempre le seguiría faltando un cuadro: justo el único que no sería una mera repetición.

Una frase: si encontrase una frase que dijera lo mismo y a la vez expresara lo que debió decirle el escritor en su sueño podría repetir, por ejemplo, "no busco, encuentro y esta frase es mi oreja de Van Gogh". Después podría ensayar un cuaderno de imágenes inspirado en la lenta cicatrización de una cara aurotomizada. En el sur conoció a un guía andino que había perdido sus orejas por gangrena. El pelo ralo, la boca fruncida de mapuche y los costados de la cara tan lisos le daban un aspecto de lombriz que contrastaba con su voz grave de inolvidable contador de historias de montaña. Podría elaborar un cuaderno de bocetos en sepia con variaciones de reflejos de nieve y piedra contra la cara de un guía andino. "Imágenes del frío" podría llamarse y subastarse alguna vez, si valiese la pena emprenderlo. Pero difícilmente valiese la pena.

Una vez en Denver asistió a una subasta de arte y durante la cena el galerista le dijo que había vendido medio millón de dólares en obras de Rudolph Kretzer. Kretzer había sido director del hospital de Denver y decano médico de la universidad de Colorado. Montañista, tenía el hobby de fotografíar glaciares y era un buen ilustrador. Ahora, retirado, comenzaba a exponer sus pinturas: todos glaciares, documentados fotográficamente a lo largo de cuarenta años de viajes con su Leika, sus zapatones de escalar y su insignificante mujer que tomaba notas de todo. Frente a cada fotografía de glaciar en un blanco y negro de sales de plata, la galería exponía una tela al acrílico que la replicaba en un gradiente de blanco a azul, que en algunas partes aparecía invadido de reflejos rosados. Emulaba un ejercicio de Photoshop o de alguno de esos programas de digitalización de imagen para uso doméstico. Vista en Buenos Aires, la muestra le habría parecido el lanzamiento promocional de una cadena de heladerías, o la propuesta publicitaria de un nuevo concepto de agua mineral. Pero estaba en Denver, invitado por el mismo Kretzer y cuando le pidieron una opinión sobre las piezas había dicho que era un proyecto asombroso, el mensaje de toda una vida. Después fueron todos a cenar, bebieron mucho y en algún momento su comentario debió haber llegado a oídos del viejo médico que se paró y fue hacia él para estrecharle la mano por tercera vez en la noche, agradecido.

Medio millón de dólares es una fortuna para cualquiera, aunque haya sido el cirujano más prestigioso de Colorado que debió esperar hasta los sesenta y cinco años para exponer y empezar a excederse con el alcohol según demostró aquella noche.

Al parecer, sus fotografías en blanco y negro de glaciares eran un verdadero trabajo profesional. Kretzer era el único hijo nacido en América de una familia alemana de Boston que fue bastante hostigada durante la guerra. Para él las masas móviles de hielo, el celuloide y su preciosa Leika formaban un sistema cerrado, como los siete valores cromáticos para los contemporáneos de Bach. Ante la misma imagen registrada por dos cámaras, y examinando negativos y ampliaciones, ¿Podrá un experto determinar cuál fue captada por una Leika y cuál por una Nikkon? Es una pregunta sin sentido para un apasionado como Kretzer: si no existiesen las Leika él jamás habría sido fotógrafo.

-¿Y si no existiesen los glaciares?- Le había preguntado una vez y respondió en alemán que no podría responderlo, pero que en cambio estaba seguro de que si no existiese la anestesia ni él ni la mayoría de sus colegas habrían elegido ser cirujanos.

¿Cuál es mi Leika? ¿Qué será mi glaciar? -Se preguntaba el pintor y la duda venía agregarse a la ansiedad por identificar a esa señora de Campo cuya voz grabada se resistía a eliminar de la memoria del pequeño teléfono. Alguna vez llegaría a reconocerla. Más aún: en aquel momento no se sentía un desdichado, confiaba en su buena fortuna y, aunque ansioso, estaba seguro de que si subiera al primer piso y entrase a su estudio, frente al desorden de telas incompletas, taburetes y restos de carpintería iluminados por la puesta del sol recordaría algo de esa mujer y descubriría quién era. Tal vez habría estado alguna vez visitando el estudio. Debía ser una periodista, profesora, galerista, curiosa, coleccionista, amiga de alguien conocido, promotora de eventos. Tal vez fuese una fotógrafa enviada por alguien. Pero volvió a la biblioteca y desde el escritorio miró hacia la escalera resistiendo un vago impulso de subir y las ganas de sentarse de espaldas a la invasión de luz para sentir sobre los hombros y la nuca la tibieza de los últimos rayos de sol. Ahora, en el fondo de una fuga donde se escuchaban los golpes de arco de los violines como señales de esa torpeza inevitable que el arte consustanciaba con la misma música, podía reconocer las cuatro notas iniciales. Jamás podría identificar esas notas por su nombre ni por la medida de los intervalos que las separaban creando la sensación de un cuerpo que se incorpora y comienza a marchar, y, sin embargo, estaba seguro de que en los años que le quedaran por vivir podría seguir evocándolas o cantándolas.

Eternas, cuatro notas inconfundibles en la memoria. Tal vez así fuesen las moles de hielo en la memoria o en el álbum del viejo Kretzer, un destinatario naiv para las fugas y contrapuntos de los hielos de la naturaleza. Pero ningún pintor de estos países del sur podría subastar medio millón de dólares en la primera muestra de sus chapucerías. Ni un brasileño. Y menos un chileno. Es algo que solamente puede conseguirse en lo que ellos llaman América y esos quinientos mil dólares se habrán sumado a los ahorros de toda la vida del viejo cirujano para corroborar el acierto de sus búsquedas y de su encuentro imaginario con la obra.

Kretzer jamás necesitaría una frase.

Habían pensado que serían una pareja de alemanes porque los vieron leyendo Der Spiegel y después, durante la primer comida a bordo, los escucharon encargar en alemán una botella de Cabernet chileno: Rotes Wein, pidieron. No hablaban con nadie, sin embargo, sonreían a todos los pasajeros exageradamente, como los viejos americanos.

Era algo que se le había hecho evidente desde su primer viaje a lo que ellos llaman América. Los americanos parecían siempre ocupados, preocupados y apurados por terminar algo en lo que, como ellos dicen, concentraban toda su energía. Eso, hasta cierta edad. Después de los cincuenta , arrugados y encanecidos, comenzaban a sonreír.

Pero no debía ser una mera cuestión de edad. Llegó a pensar que sería un efecto de la guerra: sonreía tanto la gente que pasó su infancia en tiempos de la guerra mundial y que ahora sobrevivía satisfecha por semejante victoria: cincuenta millones de muertos. Los otros, los jóvenes circunspectos que siempre llegaban a restaurants y lugares de encuentro con miradas ansiosas y gestos de estar cumpliendo una misión serían gente nacida después de los años cincuenta, con nada que celebrar salvo sus crecientes salarios.

Pero en sucesivos viajes -treinta años viajando al norte y encontrando nuevas generaciones de viejos americanos sonrientes- descubrió que estaba equivocado y que la emergencia de la sonrisa tenía que ver con la edad y no con la época de nacimiento. Entonces descubrió los dientes: los jóvenes tenían dentaduras normales y relativamente bien cuidadas, en cambio los viejos mostraban bocas de una exagerada perfección, efectos de las prótesis y las coronas de porcelana que recubrían sus dientes opacados por el tiempo. Era algo natural: a la edad en que la propia dentadura decae, decaen también los desafíos de la vida y las posibilidades de seguir ascendiendo socialmente y de competir en el mercado de los valores convencionales. Entonces las máscaras dentarias, la cirugía y las prótesis bucales serían el medio más eficaz para producir algún cambio en los efectos que uno produce sobre los otros: vos sonreís y el otro americano te sonríe y su respuesta estimula más ganas de sonreír a la edad en que los ahorros y la nueva dentadura son los últimos motivos de satisfacción que te quedan.

Y no eran alemanes. En efecto, eran americanos, tenían las clásicas fundas dentales de porcelana y lo comprobó en la tercera noche, frente a las costas de Chiloé. Caminaban sonrientes por la cubierta de popa. La mujer le llegaba apenas a la altura del pecho y no pesaría más de cuarenta y cinco kilos. Ambos calzaban zapatones de montaña, inútiles sobre el traqueado de teca. Los había visto apoyados sobre las barandas de bronce consultando una carta marina a la luz de una pequeña linterna. Él dictaba frases en inglés y la mujercita tomaba notas en un cuaderno. Después pasaron hacia el puente y ella, sostenida por la cintura, caminaba leyéndole en inglés y con voz muy clara, lo que había anotado. Parecía un registro de bitácora: recitaba la hora, la distancia estimada de la costa en millas, la latitud y la longitud en grados, minutos y segundos y después parecía leer el diario de viajes de fin de curso de un adolescente: la voz, leyendo, se preguntaba en inglés si Pablo Neruda habría navegado por esas mismas costas y, en tal caso, qué poemas le habrían inspirado.

Imaginó que la pareja bilingüe debía pasar su vida viajando en cruceros por el mundo para registrar en cada país las probables fuentes de inspiración de sus premios Nobel más representativos. Hay infinitas maneras de viajar y cada americano encontrará la suya. Pero esas costas desparejas y oscuras y el vértigo de saber que, más allá de playas, caletas y acantilados, la bruma oculta cimas y volcanes de cinco mil metros, y que, debajo, el mar plateado por la luna menguante esconde un abismo de aguas de dos mil metros de profundidad, inspiraría cualquier cosa excepto versos que alienten la revolución proletaria o a las evoluciones del amor de las parejas atormentadas de clase media.

Pero estaba la bruma. Podrían haberlo llamado El Crucero de la Bruma: desde la salida de Valparaíso sólo habían visto brumas sobre la costa. Al parecer los chilenos vivían empecinados en quemar leña y carbón: en las ciudades, en los pueblitos, en las minas de cobre y hasta en los bosques que a medianoche se veía arder y eran manchas color naranja salpicadas de parpadeos de fuego filtrados por la bruma que ellos mismos producían.

Estaban en la mitad de la primavera y no quería pensar cómo habría sido ese cielo durante el invierno, en un país donde hasta en pleno verano el aire huele a estufa y a mezcla de ceniza de leña con gases de carbón.

Mirando al este sólo se veía costa y bruma. Hacia el oeste en cambio se veía mar azul, cielo limpio y una suerte de mensaje venido del infinito y de un pasado marino de navegantes polinesios. Eso podría inspirar a un poeta, en cambio la costa, nada. Lo mismo a un pintor. ¿Cómo representar esa visión que conjugaba el vértigo y el terror a la naturaleza con el horror de una porción de la humanidad consagrada a quemar todo lo que encuentra y sea, de alguna manera, material propicio para diseminar bruma, tufo y hollín?

Venían en un crucero promocional de unos americanos del Caribe que intentaban abrir el mercado turístico de los canales fueguinos y de la constelación de islotes y fiordos del sur chileno. A bordo la mayoría eran invitados. El pintor y su amiga brasileña habían recibido sus pasajes en canje por un cuadro experimental que hacía años había llamado la atención del dueño de una agencia de turismo y cambios en Montevideo.

Era un caso semejante al del americano que les había parecido alemán: la sonriente pareja había ganado sus pasajes en un sorteo a bordo de otro crucero por las costas del Báltico. Fue durante la fiesta del veintiuno de junio: el día sin noche, o la noche enteramente iluminada que tanto excita a los escandinavos. Otros pasajeros que fueron conociendo tenían historias parecidas: sorteos, canjes, recompensas por haber completado algún plan de ventas, premios corporativos al retiro de unos gerentes. Al parecer, los japoneses que ocupaban las mesas de la banda de babor del salón de comidas y siempre se mareaban eran los únicos legítimos turistas que habían pagado por lo que creían un viaje a la Antártida.

Con los días se fueron conociendo y terminaron integrando un pequeño grupo con una pareja de argentinos, unos diplomáticos italianos y otro médico americano que también había sospechado que el viejo Kretzer era alemán y hasta temió que hubiera sido nazi, lo que habría sido una razón para arruinarle aquellas vacaciones.

Comentaban estas mismas cosas: la bruma, las expectativas que todos tenían de conocer los fiordos chilenos y la retícula de canales fueguinos y la paradoja de que los únicos verdaderos turistas procediesen del centenar de orientales que comían a babor y estaban siempre mareados.

Era difícil comentarlo en inglés: su brasileña apenas comprendía algunas expresiones y los otros argentinos no parecían interesados en el tema. La pequeña señora de Kretzer hacía de intérprete resumiendo en portugués lo que hablaban los hombres, pero la cuestión de la verdad carecía de interés para ambas mujeres

Tenían razón: si ya estaban a bordo y los esperaban dos semanas de navegación y tours costeros, quedaban condenados a la misma experiencia de viaje y en nada cambiarían sus vidas de pasajeros saberse verdaderos o falsos turistas. No tenían más alternativa que dejarse llevar y aguardar con paciencia la llegada al aeropuerto a tiempo para abordar el vuelo de retorno.

Esa era la impresión de las mujeres y ahora, pasados más de cinco años, el pintor pensaba que aquellas primeras discusiones a bordo acerca de verdaderos y falsos turistas serían un buen ejemplo para considerar la cuestión de la naturaleza del verdadero arte. Sonaba el sexto o séptimo contrapunto del Arte de la Fuga y evocando el servicio de mesa y los vinos chilenos de aquel crucero se le ocurrió invitar a comer a su amigo escritor para comentar este tema que seguramente lo entusiasmaría. Claro, el ideal sería no invitarlo sino imitarlo, apareciendo en sus sueños para sugerirle el tema de un relato, que fuese, en palabras, la contrapartida lógica del cuadro imposible de aquella madrugada. Pero era algo que no estaba a su alcance. En cambio, convidarlo y reservar una mesa en Tomo I con el pretexto de celebrar la venta de dos viejas pinturas de los años ochenta y exponer la cuestión de los verdaderos y falsos turistas a la luz de unas botellas de buen Malbec argentino sólo requería un par de llamados desde el celular y una breve ducha antes de vestirse para salir.

Estaba a punto de llamar. Estuvo a punto de desistir. Volvió a escuchar la voz de la señora de Campo diciendo que volvería a llamar. Volvió a asociar ese tono nasal a la imagen de líquenes tapizando una roca, a un perfume de tierra seca y al tacto inesperado de un aplique de piel en el cuello de un anorak. Se sentía a punto de recordar la cara de esa mujer. Y recordar la cara, a partir del nombre y de un tono de voz es, prácticamente, identificar a una persona: la biografía y el drama, todo lo que haga a la identidad personal, se desprenden naturalmente de esos tres elementos. Parece lo contrario a la música. El disco compacto ya había recomenzado varias veces y en aquel momento reproducía un contrapunto cuyo lugar en el desarrollo del Arte de la Fuga no podía determinar. Por instantes las armonías del cuarteto parecían fragmentos de Brahms y hasta de una pieza de cámara de Borodin, o de Tchaikosky. Si fuesen parte de la banda sonora de un film publicitario sólo un músico experto los atribuiría a Bach. Pero pronto la evolución de la música volvía a afirmarse en una sucesión indeleble de notas, como firmando o confirmando la obra.

Son efectos, pensaba, de nuestro modo de escuchar, cosas que nunca les habrán ocurrido a los contemporáneos de Bach, ni a los de Borodin que sólo percibirían el sonido en presencia del instrumentista: el arco, el diapasón, los dedos prodigiosos, los movimientos de cintura y las expresiones intraducibles de sus caras ante cada conjunción o silencio. Horas escuchando tanta música sin caras, cuerpos ni instrumentos: tal vez así estuviese contemplando la pintura la humanidad contemporánea. Salas públicas, museos, eventos, prensa, libros de arte: lugares y cosas donde todo fondo se convertía en figura. ¿Qué pensaría su amigo escritor? ¿Y qué podría llegar a decir de lo que pensase en el curso de un sueño o de una cena en Tomo I? Debía llamarlo.

Lo llamó. Acordaron encontrarse a las nueve en un barcito. De inmediato reservó mesa para dos personas. Tenía dos horas por delante y apagó el equipo de sonido. El problema era tolerar el hambre hasta el momento de comer. Si subiese al estudio, ordenando pinturas, revisando sus avances de las últimas semanas y planificando los trabajos pendientes pasaría el tiempo y el hambre sería más tolerable. Pero subir sería traicionar su decisión de esa tarde. Decidió prepararse un café con galletas y permanecer en el estudio sin música y sin libros a la vista, sentado frente a la mesa, en la semioscuridad, pensando. Más tarde se afeitaría y después, la ducha.

El café, las galletas, la biblioteca deliberadamente a oscuras, el disco compacto inerte y mudo dentro de la bandeja del equipo, el baño, la espuma de afeitar: todo integraba un sistema dispuesto para encontrarle una armonía. La armonía imposible del artista: bastaba componerla para que estallase la necesidad de algo estridente, una nueva promesa de orden que integraría en el conjunto la identificación de la voz de una mujer, un sueño que revelaría el misterio de las figuras y los fondos, y un proyecto de representar la bruma sobre las costas del Pacífico que diese cuenta del combate de una civilización contra el frío y la atmósfera.

El silencio estaba como horadado por astillas de ruido: los crujidos de la madera de su sillón, que, montado sobre un muelle giratorio de acero, amplificaba cada movimiento del cuerpo al corregir su posición, al mirar a un lado, o al estirar el cuello elevando la cabeza para soltar el aliento como si algo hubiese venido a aliviarlo. Pero nada venía y, si viniese, nada encontraría para aliviar.

Esto es el peso y el paso del tiempo, pensó y pensó que tendría que escribirlo: muchos pintores escribieron. Idealmente, pensaba, se sentiría mejor un pintor que antes de encontrar su obra hubiese fracasado en la música, o en la poesía. Era otro tema para la comida de la noche: la experiencia del fracaso en un arte como atenuante o sustituto de la certidumbre de haber fracasado en la vida, con obra, o sin ella. Pero no es fácil hablar de los fracasos y del fracaso de la vida en uno de esos ámbitos artificiales creados para el bienestar, o para el placer. Al parecer los altos precios y tanto trabajo humano agregado armónicamente al diseño y la composición del espacio, al servicio de mesa y a la preparación del menú, confluían produciendo un efecto que neutralizaba cualquier idea de fracaso adentro o afuera del local, antes y después de la comida. Esas complejas y minuciosas operaciones podrían tener un nombre, o una notación, como la música, pero si existiesen, él no sabría identificarlos.

Ser pintor, pensó, es permanecer ciego o sordo frente a las manifestaciones de esas artes del comercio y la buena sociabilidad. Lo mismo ha de ocurrirle a un escritor, pero no sería un tema adecuado para las charlas de esa noche: en el espacio del restaurant una pareja de hombres cenando parece condenada a representar el fracaso que significaría la ausencia de mujeres, esas esposas a las que por alguna causa imaginada entre las condiciones del arte debieron renunciar: una cena de artistas convertida súbitamente en un encuentro de divorciados o solteros, por efecto de la irrupción del tema trivial del éxito y el fracaso en la vida.

Tal vez entre los comensales estuviese la señora de Campo, comiendo junto al señor Campo y un matrimonio amigo. Intentó componerse la escena: era como un boceto a lápiz, gris, en una atmósfera ensombrecida por la ironía y la denuncia social. Las figuras estaban casi a oscuras, pero al imaginarlas comenzaban a animarse y entre los trazos de grafito aparecía el fondo del papel cobrando el color de la luz apergaminada de un restaurante de preguerra. Una de las cuatro figuras en sombras debía ser la señora de Campo. Mentalmente, podría comenzar a definir un cuadro. Pintar es pintar una falta de la memoria: no parecía una frase eterna. Pero valdría la pena extender la pintura ambarina que era un reflejo de la luz entre las sombras de las figuras y los cuerpos. Y, mentalmente, bastaba aplicar la punta de un cuchillo de mesa imaginario sobre esos filamentos de luz para definir el cuello y el mentón de la mujer de la derecha: ella sería la señora de Campo, con el señor Campo de gruesos bigotes ubicado a su izquierda y enfrentando a la mujer de la otra pareja.

Pero ninguna mujer con esa voz nasal que había vuelto a escuchar grabada en su teléfono iría a una cena en Tomo I vistiendo un suéter de lana jaspeado con cuello de piel. La trama de lana y el aplique de piel se adecuaban más a la escena de un albergue de montaña: podrían estar comiendo fiambres alemanes o repostería alpina frente a un tazón de chocolate humeante. Si extendiese la luz con la punta del cuchillo, o con una espátula, se revelarían los tazones y los platos de torta inertes sobre la mesa. Y la luz ambarina, en efecto, era la de un albergue de montaña: no surgía de lámparas incandescentes atenuadas por pantallas de pergamino, sino de bombillas que reflejaban el temblor eléctrico procedente de un dínamo.

En la montaña, con el paso de las horas, el ruido de los motores diesel de dínamos y pequeñas centrales eléctricas se vuelve parte del paisaje, se deja de oír y empieza a percibirse como una luz, o como una cualidad misteriosa del aire. El ruido de la altura, el temblor de la luz.

O el temblor de la altura al cabo de tantos días flotando sobre la profundidad temblorosa del mar. El mar helado, la montaña helada: recordó el frío de aquella noche en el albergue. Fue durante aquel crucero por el sur. El barco había fondeado en una bahía, a menos de una milla de una caleta de pescadores. Todo parecía organizado: los pescadores llegaron en sus chalupas con motor fuera de borda, amarraron a la popa del barco y subieron a negociar con el capitán. Había un guía invitando a los del crucero a recorrer el campo y cruzar la montaña con caballos y mulas para conocer el lado argentino y visitar una estancia. El paseo venía a agregar al tour una suerte de aventura. Pocos quisieron ir y la mayoría prefirió sumarse a unas excursiones de pesca que no los alejaban demasiado del barco, su casa. Del grupo de pasajeros que compartía la mesa redonda de estribor sólo cinco o seis habían aceptado el programa. Los Kretzer con su Leika y sus cuadernos, la mujer de la pareja de argentinos cuyo marido odiaba el frío y la montaña, dos españoles y él. Su brasileña temía a los caballos -fobia- y se quedó mirando antiguas películas en la biblioteca del crucero, única mujer sola entre decenas de matrimonios japoneses tratando de descifrar los subtítulos en español.

La cabalgata por el valle con sus arroyos helados les ocupó toda la mañana. A mediodía almorzaron en un vivero de salmones, sin bebidas ni postre, sólo salmón, pan y café instantáneo preparado en un caldero de hierro por una indiecita. El doctor Kretzer fotografiaba todo. Su mujer anotaba todo con entusiasmo y siguió anotando cuando dejaron los caballos para montar las mulas que los llevarían por el sendero, un zanjón cavado en la nieve que subía en espiral rumbo a un humito que se divisaba muy lejos en la altura y era el albergue.

Ahora podía reconstruir el cuadro, la cena en el albergue. Luz temblorosa, sopa, vino, guiso de cordero, compotas: toda comida semilíquida en tazones y bols. Debía modificar la luz con un pincel imaginario para insinuar el revestimiento de pino en las paredes y las pequeñas ventanas desde donde llegaba a verse, en la noche, la cima de un volcán en permanente erupción de vapores sulfúricos. La pintura sustituía los vagos trazos del grafito. Pero debía mantener a oscuras la cara de la mujer. La recordaba: era la argentina de la pareja que durante todo el tiempo estuvo tocándole las manos con cualquier pretexto. Tenía la nariz finísima y enrojecida por el vino y el frío. El de bigotes sería un chileno de lugar. No era el marido ni el guía de cara lisa sin orejas que parecía una lombriz con la boca fruncida. Todos tenían sueño pero seguían bebiendo. Poco antes de la sopa había recorrido el albergue. Sin habitaciones, sólo disponía de unas pocas literas encimadas como cuchetas y acondicionadas con unas mantas mugrientas. Tampoco había baño: había un espacio que era una suerte de almacén donde se apilaban esquíes, sogas de escalar, lonas de carpas en desuso, pieles de ovejas, y más mantas mugrientas y bidones de combustible. En un rincón había una caja de madera clavada al piso, con una tapa redonda que debía permanecer cerrada porque comunicaba al vacío de una barranca de nieve desde donde subía una corriente de aire helado. Desde ese mueble debían cagar y mear los turistas y viajeros, sintiendo el aire frío y la caída de su excremento que crepitaba al impactar sobre la superficie helada, diez metros más abajo. ¿Tomaría anticonceptivos ella? Sin cuartos, sin baño, sin agua caliente, con media docena de personas del crucero semiborrachas alrededor, insistía en tomarle las manos con cualquier pretexto, festejando lo que decían los de la mesa, o lo que ella misma decía entre carcajadas. Reían del volcán, reían del absurdo de estar atrapados sin agua y sin baño a mil quinientos metros sobre el nivel del crucero y a seis horas de marcha de cualquier posible destino. Y ella reía de todo: rió al escuchar que la señora de Kretzer estudiaba lingüística con su edad de abuelita, rió al leer el marbete con la marca del vino Tarapacá y rió más al enterarse de que él era pintor.

-¡Pintor!-, exclamaba y reía tocándole nuevamente las manos. No parecía el tipo de mujer que toma anticonceptivos, pero ahora aparecía en el cuadro nítidamente su perfil y la marca de su pómulo prominente. En algún lugar de Denver, en Colorado, debía haber fotografías tomadas por la Leika aquella noche del albergue. ¿Tomaría anticonceptivos? Preguntarlo le pareció de pésimo gusto. En cambio le confesó que había resuelto no cagar hasta la mañana siguiente, porque el frío de la letrina desalentaba cualquier propósito:

-Siempre cago antes de cenar, -le dijo y ella, riendo, respondió que siempre cagaba después del desayuno. Se llamaba Marina y nunca supo el apellido, pero ahora, en el estudio, recordaba las mantas y estaba seguro de que se trataba de la señora de Campo.

No se llamaba Campo, pero cuando todos empezaron a ocupar las literas de las paredes del albergue, él le anunció que dormiría en un rincón del almacén, del cuarto de baño, y ella se había dejado conducir. Sin desnudarse -no haría más de un grado de temperatura- se cubrieron con las mantas dispuestos a dormir abrazados, y después, cuando entró una figura menuda y usó la letrina sin notarlos, o ignorándolos, se taparon también las cabezas moviéndose apenas, para no hacer ruido. La figurita se demoró eternamente en la letrina. La masa de viento helado llegaba hasta el interior de las mantas y el ruido de motor diesel del dínamo crecía con cada flujo de corriente de aire. Le habló al oído, diciendo que el olor a mierda de oveja de las mantas era insoportable y ella le dijo en voz muy baja que callara y que no era olor a oveja sino olor a campo: típico olor a campo. Entonces se besaron y ella, imitándolo, comenzó a soltarse la ropa: un pantalón de esquí. Desde abajo vino su mano y sus dedos húmedos le frotaron la nariz. Él los lamió oliéndolos y ella formó un óvalo entre el pulgar y la palma de mano instándolo a jugar allí con su lengua... No se puede pintar esa composición bajo las mantas, en medio de la oscuridad, bajo el terror al frío. Y sólo un verdadero artista podría describir con palabras la fusión rara de pudor y temor a helarse que les impidió desnudarse totalmente. Por unos minutos estuvieron tocándose mutuamente y hacia el final ella levantó las mantas para confirmar que ya no estaba el hombre o la mujer de la letrina y jadeó. Más tarde se libraron de la ropa y hasta una vez se separaron para acudir, turnándose, a la letrina helada. Por la mañana, -al parecer todos despertaron muy tarde esa mañana-, la señora de Kretzer estuvo intercambiando guiños de complicidad con ambos. Probablemente habría escuchado algo, pero nadie comentó el tema a pesar de que varias veces se habló del olor insoportable de las mantas y las literas . Olor a mugre y a oveja, coincidieron, pero ella siguió insistiendo en que era el olor natural del campo. El marido tenía un largo apellido vasco. No se llamaba Campo pero tenía grandes bigotes negros, como de campesino.

Todos habían dormido mal aquella noche de tanto frío e incomodidad en contraste con los camarotes climatizados del barco, pero como aventura, el paso de montaña hacia Argentina fue, para los que participaron, el momento más memorable de aquel crucero. Ahora a su memoria había venido a agregarse una lámina figurativa, con trazos de lápiz, sombras de grafito y surcos de pintura ambarina que pretendían representar la electricidad y el recuerdo. Otro cuadro imposible, fuera de estilo, fuera de género, ajeno a cualquier proyecto de realización.

A su amigo escritor cualquiera podría imaginarlo apareciendo en sus sueños para provocar la concepción de un plan irrealizable. Pero sería difícil suponerlo capaz de detenerse toda una tarde en la composición del fondo de un recuerdo, sólo para descubrir la identidad de alguien que lo ha llamado por teléfono.

Tal vez él fuese un verdadero artista, también un desdichado que ante cada evidencia de la obra oye el crujido de la madera de su sillón al recostarse para dejar que corra el tiempo y alivie la inminencia del tiempo. Nunca podrán saberlo. Pero durante la cena le diría que comparten un tiempo paralelo, lleno de piezas, telas, textos y episodios que se confunden y amalgaman para componer el fondo de algo que nunca terminarían de expresar, de contar, de entender.

abril de 2002
viernes 3 de octubre de 2008
"Cómo arreglar el mundo" Gabriel García Marquez

Un científico que vivía preocupado con los problemas del mundo estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos.
Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día su hijo de 7 años invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar.
El científico nervioso por la interrupción le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado.
Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su atención.
De repente se encontró con una revista en donde había un mapa con el mundo, justo lo que precisaba. Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: como te gustan los rompecabezas te voy a dar el mundo todo roto para que lo repares sin ayuda de nadie.
Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente. Papá, papá, ya hice todo, conseguí terminarlo. Al principio el padre no creyó en el niño. Pensó que sería imposible que a su edad hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes.
Desconfiado el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño.
Para su sorpresa el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible?¿Cómo el niño había sido capaz de hacerlo? De esta manera el padre preguntó con asombro a su hijo
- Hijito tú no sabías cómo era el mundo ¿cómo lo lograste?
Papá respondió el niño, yo no sabía como era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al hombre que sí sabía como era. Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi que había arreglado al mundo.

lunes, 8 de marzo de 2010

Me caí del mundo y no sé por donde se entra.

de Eduardo Galeano.


Me caí del mundo y no sé por donde se entra.



(Para mayores de 30)



Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.



No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.



Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales.



¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo de tela del bolsillo.



¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.



¡Guardo los vasos desechables!



¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!



¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!



Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida!



¡Es más!



¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas de loza.



Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de refrigerador tres veces.



¡¡Nos están fastidiando! ! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.



¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de los tenis Nike?



¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando colchones casa por casa?



¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?



Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más basura.



El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.



El que tenga menos de 30 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura!!



¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de... años!



Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)



No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan .



Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban. De 'por ahí' vengo yo. Y no es que haya sido mejor.. Es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el 'guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo', pasarse al 'compre y bote que ya se viene el modelo nuevo'.Hay que cambiar el auto cada 3 años como máximo, porque si no, eres un arruinado. Así el coche que tenés esté en buen estado . Y hay que vivir endeudado eternamente para pagar el nuevo!!!!



Pero por Dios.



Mi cabeza no resiste tanto.



Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.



Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo.



¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.



Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron?



En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos.. .



¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡¡Guardábamos las tapas de los refrescos!! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!



Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.



Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para pone r en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver.. ¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!!



Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía 'éste es un 4 de bastos'.



Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en una pinza completa.



Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!!



Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase el helado y después tire la copita', nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.



Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son descartables.



Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero.. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo,pegatina en el cabello y glamour.



Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la 'bruja' como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la 'bruja' me gane de mano y sea yo el entregado.