miércoles, 17 de marzo de 2010

Lo cristalino

Cristalino

Tenía el propósito de escribir sobre un pintor. Un verdadero artista y, como todo verdadero artista y como todo verdadero cualquier otra cosa, un verdadero desdichado.

La virtud de la expresión "verdadero artista" es que no requiere ser puesta a prueba: si el tipo no fuese verdadero, no sería artista y entonces no sería nada y puede cerrarse la cuestión. Pero este pintor, que era un verdadero artista, en cuanto tal era un verdadero desdichado: desde hacía décadas perseguía una obra para la que nunca le llegaba la oportunidad.

Una noche despertó sobresaltado sin saber por qué y de inmediato se volvió a dormir. Entonces soñó que un amigo escritor le describía un cuadro, figuración de un paisaje que por efectos de la perspectiva y del tratamiento de la materia del color -el óleo-representaba la visión normal de una persona. Es decir, en cierta zona de la imagen los detalles eran tan precisos como los de esos puntos donde el espectador fija la mirada, y, fuera de ese fragmento de la tela, las imágenes seguían siendo reales y precisas pero tenían la insubstancialidad característica de las cosas que no entran en el foco de atención de los humanos.

Parecían formas dispuestas para revelarse con absoluta nitidez y que, si no existiesen, nada del paisaje registraría un cambio.

El escritor lo instaba a materializar el cuadro objeto de ese relato y hasta le proponía un título: Lo Cristalino.

En verdad, pensaba al despertar, las cosas que se encuentran fuera del foco de la atención podrían no existir o proceder de la memoria o de la imaginación del sujeto, de modo que pertenecerían a un estado intermedio entre el arte y la vida.

-Como yo- dijo frente al espejo de su baño, rió y por un rato sintió que no era un desdichado y hasta estuvo a punto de telefonearle al escritor para agradecer su intervención en un sueño que había impreso un giro de ciento ochenta grados a su carrera artística.

Por fortuna se habían descargado las baterías de su teléfono celular y no encontró manera de conectarlo al cable del transformador eléctrico que le habían vendido con el equipo, de modo que una omisión del fabricante destinada a ganar imponiendo la compra de más baterías que las indispensables acababa de ahorrarle el riesgo de aparecer ante su amigo como un imbécil o un demente, justo a la hora del almuerzo.

Él no almorzó. Comió una galleta y un par de bananas mientras esperaba que la máquina filtrase el café. Fumó poco y pasó la tarde en la salita que había acondicionado como biblioteca. No quería ver sus pinturas ni el desorden del estudio del primer piso. Necesitaba pensar y estuvo yendo y viniendo entre el escritorio y los estantes para revisar esos libros que tan bien conocía y cuyas imágenes recorría ahora tratando de figurarse cómo la misma idea de su amigo escritor habría asistido a los proyectos de los grandes maestros, incluyendo a no pocos clásicos orientales.

Entre las páginas de un libro de croquis de Picasso encontró la fotocopia de un relato de Albero donde al viejo, que por entonces sería menor que él, le preguntaban "¿qué busca en su pintura?" como dando el pie para que teatralmente respondiese "yo no busco: encuentro". Evidentemente, en algún momento de su carrera todo artista debe representarse con una frase inolvidable.

Después estuvo hojeando dos biografías de Beethoven, una de Schoemberg, un libro de correspondencia de Mozart y el manual de Schweitzer sobre los corales de Bach. Seguía convencido de que la música y la vida de los músicos contienen una enseñanza que los artistas plásticos nunca terminan de asimilar. Hacía poco se había puesto de moda una transcripción de El Arte de Fuga para cuarteto de cuerdas y resolvió que era el momento de volver a escucharla. Cuando introdujo el disco compacto en el equipo de sonido, por primera vez en la tarde oyó el timbre de su celular: las baterías ya estaban cargadas y llamaba una mujer de parte de su marchand para consultar sobre una operación de venta de dos obras que había pintado en l980. El comprador ofrecía pagar parte del precio con dos pasajes a Madrid y, convencido de que sería el mismo coleccionista que años atrás había canjeado un collage por un crucero a los Canales Fueguinos, dejó la decisión del negocio a criterio del marchand y cortó preguntándose por qué no lo había llamado personalmente.

Encontró cuatro mensajes grabados en el celular. Ninguno sería urgente pero se dispuso a escucharlos. Hasta la cocina llegaban los sonidos del cuarteto. Se podía reconocer un fragmento de viola solista, y en su transcurso, acentuada, la sucesión de cuatro notas que habían sonado mientras corría hacia el teléfono y se repetirían todo a lo largo de la obra. Cuatro veces repitió el mensaje de una mujer. Trataba de identificar esa voz que se presentaba como la de la señora de Campo. ¿Quién sería Campo? Pensó en el campo visual, su foco de atención y en la gradual desaparición de los colores y las formas que, estando más allá, igualmente impresionan la retina aunque no integren la percepción ni queden en la memoria.

Recordaba esa voz: alguna vez habría formado parte del fondo grisáceo de algo visto u oído. Hasta llegó a asociarla con un abrigo de piel, un perfume de tierra o musgo y un tacto áspero de líquenes sobre la piedra.

En contraste, la versión de El Arte de la Fuga por los del Juillard era pura figura o foco: no tenía fondo. Así merecería ser todo el arte. Si entendió bien las observaciones de Schweitzer, hacia el fin de su vida Bach no debió distraerse imaginando a sus obras como una totalidad. Debió pensarlas como estallidos distantes que sólo vistos desde el otro lado de la colina semejan un conjunto organizado deliberadamente y tal vez nunca se concibió a sí mismo como un artista y ni siquiera como un músico que ha compuesto demasiado.

Ahora que habían vuelto a comprar pinturas suyas de los ochenta pensaba que había pintado demasiado y que siempre le seguiría faltando un cuadro: justo el único que no sería una mera repetición.

Una frase: si encontrase una frase que dijera lo mismo y a la vez expresara lo que debió decirle el escritor en su sueño podría repetir, por ejemplo, "no busco, encuentro y esta frase es mi oreja de Van Gogh". Después podría ensayar un cuaderno de imágenes inspirado en la lenta cicatrización de una cara aurotomizada. En el sur conoció a un guía andino que había perdido sus orejas por gangrena. El pelo ralo, la boca fruncida de mapuche y los costados de la cara tan lisos le daban un aspecto de lombriz que contrastaba con su voz grave de inolvidable contador de historias de montaña. Podría elaborar un cuaderno de bocetos en sepia con variaciones de reflejos de nieve y piedra contra la cara de un guía andino. "Imágenes del frío" podría llamarse y subastarse alguna vez, si valiese la pena emprenderlo. Pero difícilmente valiese la pena.

Una vez en Denver asistió a una subasta de arte y durante la cena el galerista le dijo que había vendido medio millón de dólares en obras de Rudolph Kretzer. Kretzer había sido director del hospital de Denver y decano médico de la universidad de Colorado. Montañista, tenía el hobby de fotografíar glaciares y era un buen ilustrador. Ahora, retirado, comenzaba a exponer sus pinturas: todos glaciares, documentados fotográficamente a lo largo de cuarenta años de viajes con su Leika, sus zapatones de escalar y su insignificante mujer que tomaba notas de todo. Frente a cada fotografía de glaciar en un blanco y negro de sales de plata, la galería exponía una tela al acrílico que la replicaba en un gradiente de blanco a azul, que en algunas partes aparecía invadido de reflejos rosados. Emulaba un ejercicio de Photoshop o de alguno de esos programas de digitalización de imagen para uso doméstico. Vista en Buenos Aires, la muestra le habría parecido el lanzamiento promocional de una cadena de heladerías, o la propuesta publicitaria de un nuevo concepto de agua mineral. Pero estaba en Denver, invitado por el mismo Kretzer y cuando le pidieron una opinión sobre las piezas había dicho que era un proyecto asombroso, el mensaje de toda una vida. Después fueron todos a cenar, bebieron mucho y en algún momento su comentario debió haber llegado a oídos del viejo médico que se paró y fue hacia él para estrecharle la mano por tercera vez en la noche, agradecido.

Medio millón de dólares es una fortuna para cualquiera, aunque haya sido el cirujano más prestigioso de Colorado que debió esperar hasta los sesenta y cinco años para exponer y empezar a excederse con el alcohol según demostró aquella noche.

Al parecer, sus fotografías en blanco y negro de glaciares eran un verdadero trabajo profesional. Kretzer era el único hijo nacido en América de una familia alemana de Boston que fue bastante hostigada durante la guerra. Para él las masas móviles de hielo, el celuloide y su preciosa Leika formaban un sistema cerrado, como los siete valores cromáticos para los contemporáneos de Bach. Ante la misma imagen registrada por dos cámaras, y examinando negativos y ampliaciones, ¿Podrá un experto determinar cuál fue captada por una Leika y cuál por una Nikkon? Es una pregunta sin sentido para un apasionado como Kretzer: si no existiesen las Leika él jamás habría sido fotógrafo.

-¿Y si no existiesen los glaciares?- Le había preguntado una vez y respondió en alemán que no podría responderlo, pero que en cambio estaba seguro de que si no existiese la anestesia ni él ni la mayoría de sus colegas habrían elegido ser cirujanos.

¿Cuál es mi Leika? ¿Qué será mi glaciar? -Se preguntaba el pintor y la duda venía agregarse a la ansiedad por identificar a esa señora de Campo cuya voz grabada se resistía a eliminar de la memoria del pequeño teléfono. Alguna vez llegaría a reconocerla. Más aún: en aquel momento no se sentía un desdichado, confiaba en su buena fortuna y, aunque ansioso, estaba seguro de que si subiera al primer piso y entrase a su estudio, frente al desorden de telas incompletas, taburetes y restos de carpintería iluminados por la puesta del sol recordaría algo de esa mujer y descubriría quién era. Tal vez habría estado alguna vez visitando el estudio. Debía ser una periodista, profesora, galerista, curiosa, coleccionista, amiga de alguien conocido, promotora de eventos. Tal vez fuese una fotógrafa enviada por alguien. Pero volvió a la biblioteca y desde el escritorio miró hacia la escalera resistiendo un vago impulso de subir y las ganas de sentarse de espaldas a la invasión de luz para sentir sobre los hombros y la nuca la tibieza de los últimos rayos de sol. Ahora, en el fondo de una fuga donde se escuchaban los golpes de arco de los violines como señales de esa torpeza inevitable que el arte consustanciaba con la misma música, podía reconocer las cuatro notas iniciales. Jamás podría identificar esas notas por su nombre ni por la medida de los intervalos que las separaban creando la sensación de un cuerpo que se incorpora y comienza a marchar, y, sin embargo, estaba seguro de que en los años que le quedaran por vivir podría seguir evocándolas o cantándolas.

Eternas, cuatro notas inconfundibles en la memoria. Tal vez así fuesen las moles de hielo en la memoria o en el álbum del viejo Kretzer, un destinatario naiv para las fugas y contrapuntos de los hielos de la naturaleza. Pero ningún pintor de estos países del sur podría subastar medio millón de dólares en la primera muestra de sus chapucerías. Ni un brasileño. Y menos un chileno. Es algo que solamente puede conseguirse en lo que ellos llaman América y esos quinientos mil dólares se habrán sumado a los ahorros de toda la vida del viejo cirujano para corroborar el acierto de sus búsquedas y de su encuentro imaginario con la obra.

Kretzer jamás necesitaría una frase.

Habían pensado que serían una pareja de alemanes porque los vieron leyendo Der Spiegel y después, durante la primer comida a bordo, los escucharon encargar en alemán una botella de Cabernet chileno: Rotes Wein, pidieron. No hablaban con nadie, sin embargo, sonreían a todos los pasajeros exageradamente, como los viejos americanos.

Era algo que se le había hecho evidente desde su primer viaje a lo que ellos llaman América. Los americanos parecían siempre ocupados, preocupados y apurados por terminar algo en lo que, como ellos dicen, concentraban toda su energía. Eso, hasta cierta edad. Después de los cincuenta , arrugados y encanecidos, comenzaban a sonreír.

Pero no debía ser una mera cuestión de edad. Llegó a pensar que sería un efecto de la guerra: sonreía tanto la gente que pasó su infancia en tiempos de la guerra mundial y que ahora sobrevivía satisfecha por semejante victoria: cincuenta millones de muertos. Los otros, los jóvenes circunspectos que siempre llegaban a restaurants y lugares de encuentro con miradas ansiosas y gestos de estar cumpliendo una misión serían gente nacida después de los años cincuenta, con nada que celebrar salvo sus crecientes salarios.

Pero en sucesivos viajes -treinta años viajando al norte y encontrando nuevas generaciones de viejos americanos sonrientes- descubrió que estaba equivocado y que la emergencia de la sonrisa tenía que ver con la edad y no con la época de nacimiento. Entonces descubrió los dientes: los jóvenes tenían dentaduras normales y relativamente bien cuidadas, en cambio los viejos mostraban bocas de una exagerada perfección, efectos de las prótesis y las coronas de porcelana que recubrían sus dientes opacados por el tiempo. Era algo natural: a la edad en que la propia dentadura decae, decaen también los desafíos de la vida y las posibilidades de seguir ascendiendo socialmente y de competir en el mercado de los valores convencionales. Entonces las máscaras dentarias, la cirugía y las prótesis bucales serían el medio más eficaz para producir algún cambio en los efectos que uno produce sobre los otros: vos sonreís y el otro americano te sonríe y su respuesta estimula más ganas de sonreír a la edad en que los ahorros y la nueva dentadura son los últimos motivos de satisfacción que te quedan.

Y no eran alemanes. En efecto, eran americanos, tenían las clásicas fundas dentales de porcelana y lo comprobó en la tercera noche, frente a las costas de Chiloé. Caminaban sonrientes por la cubierta de popa. La mujer le llegaba apenas a la altura del pecho y no pesaría más de cuarenta y cinco kilos. Ambos calzaban zapatones de montaña, inútiles sobre el traqueado de teca. Los había visto apoyados sobre las barandas de bronce consultando una carta marina a la luz de una pequeña linterna. Él dictaba frases en inglés y la mujercita tomaba notas en un cuaderno. Después pasaron hacia el puente y ella, sostenida por la cintura, caminaba leyéndole en inglés y con voz muy clara, lo que había anotado. Parecía un registro de bitácora: recitaba la hora, la distancia estimada de la costa en millas, la latitud y la longitud en grados, minutos y segundos y después parecía leer el diario de viajes de fin de curso de un adolescente: la voz, leyendo, se preguntaba en inglés si Pablo Neruda habría navegado por esas mismas costas y, en tal caso, qué poemas le habrían inspirado.

Imaginó que la pareja bilingüe debía pasar su vida viajando en cruceros por el mundo para registrar en cada país las probables fuentes de inspiración de sus premios Nobel más representativos. Hay infinitas maneras de viajar y cada americano encontrará la suya. Pero esas costas desparejas y oscuras y el vértigo de saber que, más allá de playas, caletas y acantilados, la bruma oculta cimas y volcanes de cinco mil metros, y que, debajo, el mar plateado por la luna menguante esconde un abismo de aguas de dos mil metros de profundidad, inspiraría cualquier cosa excepto versos que alienten la revolución proletaria o a las evoluciones del amor de las parejas atormentadas de clase media.

Pero estaba la bruma. Podrían haberlo llamado El Crucero de la Bruma: desde la salida de Valparaíso sólo habían visto brumas sobre la costa. Al parecer los chilenos vivían empecinados en quemar leña y carbón: en las ciudades, en los pueblitos, en las minas de cobre y hasta en los bosques que a medianoche se veía arder y eran manchas color naranja salpicadas de parpadeos de fuego filtrados por la bruma que ellos mismos producían.

Estaban en la mitad de la primavera y no quería pensar cómo habría sido ese cielo durante el invierno, en un país donde hasta en pleno verano el aire huele a estufa y a mezcla de ceniza de leña con gases de carbón.

Mirando al este sólo se veía costa y bruma. Hacia el oeste en cambio se veía mar azul, cielo limpio y una suerte de mensaje venido del infinito y de un pasado marino de navegantes polinesios. Eso podría inspirar a un poeta, en cambio la costa, nada. Lo mismo a un pintor. ¿Cómo representar esa visión que conjugaba el vértigo y el terror a la naturaleza con el horror de una porción de la humanidad consagrada a quemar todo lo que encuentra y sea, de alguna manera, material propicio para diseminar bruma, tufo y hollín?

Venían en un crucero promocional de unos americanos del Caribe que intentaban abrir el mercado turístico de los canales fueguinos y de la constelación de islotes y fiordos del sur chileno. A bordo la mayoría eran invitados. El pintor y su amiga brasileña habían recibido sus pasajes en canje por un cuadro experimental que hacía años había llamado la atención del dueño de una agencia de turismo y cambios en Montevideo.

Era un caso semejante al del americano que les había parecido alemán: la sonriente pareja había ganado sus pasajes en un sorteo a bordo de otro crucero por las costas del Báltico. Fue durante la fiesta del veintiuno de junio: el día sin noche, o la noche enteramente iluminada que tanto excita a los escandinavos. Otros pasajeros que fueron conociendo tenían historias parecidas: sorteos, canjes, recompensas por haber completado algún plan de ventas, premios corporativos al retiro de unos gerentes. Al parecer, los japoneses que ocupaban las mesas de la banda de babor del salón de comidas y siempre se mareaban eran los únicos legítimos turistas que habían pagado por lo que creían un viaje a la Antártida.

Con los días se fueron conociendo y terminaron integrando un pequeño grupo con una pareja de argentinos, unos diplomáticos italianos y otro médico americano que también había sospechado que el viejo Kretzer era alemán y hasta temió que hubiera sido nazi, lo que habría sido una razón para arruinarle aquellas vacaciones.

Comentaban estas mismas cosas: la bruma, las expectativas que todos tenían de conocer los fiordos chilenos y la retícula de canales fueguinos y la paradoja de que los únicos verdaderos turistas procediesen del centenar de orientales que comían a babor y estaban siempre mareados.

Era difícil comentarlo en inglés: su brasileña apenas comprendía algunas expresiones y los otros argentinos no parecían interesados en el tema. La pequeña señora de Kretzer hacía de intérprete resumiendo en portugués lo que hablaban los hombres, pero la cuestión de la verdad carecía de interés para ambas mujeres

Tenían razón: si ya estaban a bordo y los esperaban dos semanas de navegación y tours costeros, quedaban condenados a la misma experiencia de viaje y en nada cambiarían sus vidas de pasajeros saberse verdaderos o falsos turistas. No tenían más alternativa que dejarse llevar y aguardar con paciencia la llegada al aeropuerto a tiempo para abordar el vuelo de retorno.

Esa era la impresión de las mujeres y ahora, pasados más de cinco años, el pintor pensaba que aquellas primeras discusiones a bordo acerca de verdaderos y falsos turistas serían un buen ejemplo para considerar la cuestión de la naturaleza del verdadero arte. Sonaba el sexto o séptimo contrapunto del Arte de la Fuga y evocando el servicio de mesa y los vinos chilenos de aquel crucero se le ocurrió invitar a comer a su amigo escritor para comentar este tema que seguramente lo entusiasmaría. Claro, el ideal sería no invitarlo sino imitarlo, apareciendo en sus sueños para sugerirle el tema de un relato, que fuese, en palabras, la contrapartida lógica del cuadro imposible de aquella madrugada. Pero era algo que no estaba a su alcance. En cambio, convidarlo y reservar una mesa en Tomo I con el pretexto de celebrar la venta de dos viejas pinturas de los años ochenta y exponer la cuestión de los verdaderos y falsos turistas a la luz de unas botellas de buen Malbec argentino sólo requería un par de llamados desde el celular y una breve ducha antes de vestirse para salir.

Estaba a punto de llamar. Estuvo a punto de desistir. Volvió a escuchar la voz de la señora de Campo diciendo que volvería a llamar. Volvió a asociar ese tono nasal a la imagen de líquenes tapizando una roca, a un perfume de tierra seca y al tacto inesperado de un aplique de piel en el cuello de un anorak. Se sentía a punto de recordar la cara de esa mujer. Y recordar la cara, a partir del nombre y de un tono de voz es, prácticamente, identificar a una persona: la biografía y el drama, todo lo que haga a la identidad personal, se desprenden naturalmente de esos tres elementos. Parece lo contrario a la música. El disco compacto ya había recomenzado varias veces y en aquel momento reproducía un contrapunto cuyo lugar en el desarrollo del Arte de la Fuga no podía determinar. Por instantes las armonías del cuarteto parecían fragmentos de Brahms y hasta de una pieza de cámara de Borodin, o de Tchaikosky. Si fuesen parte de la banda sonora de un film publicitario sólo un músico experto los atribuiría a Bach. Pero pronto la evolución de la música volvía a afirmarse en una sucesión indeleble de notas, como firmando o confirmando la obra.

Son efectos, pensaba, de nuestro modo de escuchar, cosas que nunca les habrán ocurrido a los contemporáneos de Bach, ni a los de Borodin que sólo percibirían el sonido en presencia del instrumentista: el arco, el diapasón, los dedos prodigiosos, los movimientos de cintura y las expresiones intraducibles de sus caras ante cada conjunción o silencio. Horas escuchando tanta música sin caras, cuerpos ni instrumentos: tal vez así estuviese contemplando la pintura la humanidad contemporánea. Salas públicas, museos, eventos, prensa, libros de arte: lugares y cosas donde todo fondo se convertía en figura. ¿Qué pensaría su amigo escritor? ¿Y qué podría llegar a decir de lo que pensase en el curso de un sueño o de una cena en Tomo I? Debía llamarlo.

Lo llamó. Acordaron encontrarse a las nueve en un barcito. De inmediato reservó mesa para dos personas. Tenía dos horas por delante y apagó el equipo de sonido. El problema era tolerar el hambre hasta el momento de comer. Si subiese al estudio, ordenando pinturas, revisando sus avances de las últimas semanas y planificando los trabajos pendientes pasaría el tiempo y el hambre sería más tolerable. Pero subir sería traicionar su decisión de esa tarde. Decidió prepararse un café con galletas y permanecer en el estudio sin música y sin libros a la vista, sentado frente a la mesa, en la semioscuridad, pensando. Más tarde se afeitaría y después, la ducha.

El café, las galletas, la biblioteca deliberadamente a oscuras, el disco compacto inerte y mudo dentro de la bandeja del equipo, el baño, la espuma de afeitar: todo integraba un sistema dispuesto para encontrarle una armonía. La armonía imposible del artista: bastaba componerla para que estallase la necesidad de algo estridente, una nueva promesa de orden que integraría en el conjunto la identificación de la voz de una mujer, un sueño que revelaría el misterio de las figuras y los fondos, y un proyecto de representar la bruma sobre las costas del Pacífico que diese cuenta del combate de una civilización contra el frío y la atmósfera.

El silencio estaba como horadado por astillas de ruido: los crujidos de la madera de su sillón, que, montado sobre un muelle giratorio de acero, amplificaba cada movimiento del cuerpo al corregir su posición, al mirar a un lado, o al estirar el cuello elevando la cabeza para soltar el aliento como si algo hubiese venido a aliviarlo. Pero nada venía y, si viniese, nada encontraría para aliviar.

Esto es el peso y el paso del tiempo, pensó y pensó que tendría que escribirlo: muchos pintores escribieron. Idealmente, pensaba, se sentiría mejor un pintor que antes de encontrar su obra hubiese fracasado en la música, o en la poesía. Era otro tema para la comida de la noche: la experiencia del fracaso en un arte como atenuante o sustituto de la certidumbre de haber fracasado en la vida, con obra, o sin ella. Pero no es fácil hablar de los fracasos y del fracaso de la vida en uno de esos ámbitos artificiales creados para el bienestar, o para el placer. Al parecer los altos precios y tanto trabajo humano agregado armónicamente al diseño y la composición del espacio, al servicio de mesa y a la preparación del menú, confluían produciendo un efecto que neutralizaba cualquier idea de fracaso adentro o afuera del local, antes y después de la comida. Esas complejas y minuciosas operaciones podrían tener un nombre, o una notación, como la música, pero si existiesen, él no sabría identificarlos.

Ser pintor, pensó, es permanecer ciego o sordo frente a las manifestaciones de esas artes del comercio y la buena sociabilidad. Lo mismo ha de ocurrirle a un escritor, pero no sería un tema adecuado para las charlas de esa noche: en el espacio del restaurant una pareja de hombres cenando parece condenada a representar el fracaso que significaría la ausencia de mujeres, esas esposas a las que por alguna causa imaginada entre las condiciones del arte debieron renunciar: una cena de artistas convertida súbitamente en un encuentro de divorciados o solteros, por efecto de la irrupción del tema trivial del éxito y el fracaso en la vida.

Tal vez entre los comensales estuviese la señora de Campo, comiendo junto al señor Campo y un matrimonio amigo. Intentó componerse la escena: era como un boceto a lápiz, gris, en una atmósfera ensombrecida por la ironía y la denuncia social. Las figuras estaban casi a oscuras, pero al imaginarlas comenzaban a animarse y entre los trazos de grafito aparecía el fondo del papel cobrando el color de la luz apergaminada de un restaurante de preguerra. Una de las cuatro figuras en sombras debía ser la señora de Campo. Mentalmente, podría comenzar a definir un cuadro. Pintar es pintar una falta de la memoria: no parecía una frase eterna. Pero valdría la pena extender la pintura ambarina que era un reflejo de la luz entre las sombras de las figuras y los cuerpos. Y, mentalmente, bastaba aplicar la punta de un cuchillo de mesa imaginario sobre esos filamentos de luz para definir el cuello y el mentón de la mujer de la derecha: ella sería la señora de Campo, con el señor Campo de gruesos bigotes ubicado a su izquierda y enfrentando a la mujer de la otra pareja.

Pero ninguna mujer con esa voz nasal que había vuelto a escuchar grabada en su teléfono iría a una cena en Tomo I vistiendo un suéter de lana jaspeado con cuello de piel. La trama de lana y el aplique de piel se adecuaban más a la escena de un albergue de montaña: podrían estar comiendo fiambres alemanes o repostería alpina frente a un tazón de chocolate humeante. Si extendiese la luz con la punta del cuchillo, o con una espátula, se revelarían los tazones y los platos de torta inertes sobre la mesa. Y la luz ambarina, en efecto, era la de un albergue de montaña: no surgía de lámparas incandescentes atenuadas por pantallas de pergamino, sino de bombillas que reflejaban el temblor eléctrico procedente de un dínamo.

En la montaña, con el paso de las horas, el ruido de los motores diesel de dínamos y pequeñas centrales eléctricas se vuelve parte del paisaje, se deja de oír y empieza a percibirse como una luz, o como una cualidad misteriosa del aire. El ruido de la altura, el temblor de la luz.

O el temblor de la altura al cabo de tantos días flotando sobre la profundidad temblorosa del mar. El mar helado, la montaña helada: recordó el frío de aquella noche en el albergue. Fue durante aquel crucero por el sur. El barco había fondeado en una bahía, a menos de una milla de una caleta de pescadores. Todo parecía organizado: los pescadores llegaron en sus chalupas con motor fuera de borda, amarraron a la popa del barco y subieron a negociar con el capitán. Había un guía invitando a los del crucero a recorrer el campo y cruzar la montaña con caballos y mulas para conocer el lado argentino y visitar una estancia. El paseo venía a agregar al tour una suerte de aventura. Pocos quisieron ir y la mayoría prefirió sumarse a unas excursiones de pesca que no los alejaban demasiado del barco, su casa. Del grupo de pasajeros que compartía la mesa redonda de estribor sólo cinco o seis habían aceptado el programa. Los Kretzer con su Leika y sus cuadernos, la mujer de la pareja de argentinos cuyo marido odiaba el frío y la montaña, dos españoles y él. Su brasileña temía a los caballos -fobia- y se quedó mirando antiguas películas en la biblioteca del crucero, única mujer sola entre decenas de matrimonios japoneses tratando de descifrar los subtítulos en español.

La cabalgata por el valle con sus arroyos helados les ocupó toda la mañana. A mediodía almorzaron en un vivero de salmones, sin bebidas ni postre, sólo salmón, pan y café instantáneo preparado en un caldero de hierro por una indiecita. El doctor Kretzer fotografiaba todo. Su mujer anotaba todo con entusiasmo y siguió anotando cuando dejaron los caballos para montar las mulas que los llevarían por el sendero, un zanjón cavado en la nieve que subía en espiral rumbo a un humito que se divisaba muy lejos en la altura y era el albergue.

Ahora podía reconstruir el cuadro, la cena en el albergue. Luz temblorosa, sopa, vino, guiso de cordero, compotas: toda comida semilíquida en tazones y bols. Debía modificar la luz con un pincel imaginario para insinuar el revestimiento de pino en las paredes y las pequeñas ventanas desde donde llegaba a verse, en la noche, la cima de un volcán en permanente erupción de vapores sulfúricos. La pintura sustituía los vagos trazos del grafito. Pero debía mantener a oscuras la cara de la mujer. La recordaba: era la argentina de la pareja que durante todo el tiempo estuvo tocándole las manos con cualquier pretexto. Tenía la nariz finísima y enrojecida por el vino y el frío. El de bigotes sería un chileno de lugar. No era el marido ni el guía de cara lisa sin orejas que parecía una lombriz con la boca fruncida. Todos tenían sueño pero seguían bebiendo. Poco antes de la sopa había recorrido el albergue. Sin habitaciones, sólo disponía de unas pocas literas encimadas como cuchetas y acondicionadas con unas mantas mugrientas. Tampoco había baño: había un espacio que era una suerte de almacén donde se apilaban esquíes, sogas de escalar, lonas de carpas en desuso, pieles de ovejas, y más mantas mugrientas y bidones de combustible. En un rincón había una caja de madera clavada al piso, con una tapa redonda que debía permanecer cerrada porque comunicaba al vacío de una barranca de nieve desde donde subía una corriente de aire helado. Desde ese mueble debían cagar y mear los turistas y viajeros, sintiendo el aire frío y la caída de su excremento que crepitaba al impactar sobre la superficie helada, diez metros más abajo. ¿Tomaría anticonceptivos ella? Sin cuartos, sin baño, sin agua caliente, con media docena de personas del crucero semiborrachas alrededor, insistía en tomarle las manos con cualquier pretexto, festejando lo que decían los de la mesa, o lo que ella misma decía entre carcajadas. Reían del volcán, reían del absurdo de estar atrapados sin agua y sin baño a mil quinientos metros sobre el nivel del crucero y a seis horas de marcha de cualquier posible destino. Y ella reía de todo: rió al escuchar que la señora de Kretzer estudiaba lingüística con su edad de abuelita, rió al leer el marbete con la marca del vino Tarapacá y rió más al enterarse de que él era pintor.

-¡Pintor!-, exclamaba y reía tocándole nuevamente las manos. No parecía el tipo de mujer que toma anticonceptivos, pero ahora aparecía en el cuadro nítidamente su perfil y la marca de su pómulo prominente. En algún lugar de Denver, en Colorado, debía haber fotografías tomadas por la Leika aquella noche del albergue. ¿Tomaría anticonceptivos? Preguntarlo le pareció de pésimo gusto. En cambio le confesó que había resuelto no cagar hasta la mañana siguiente, porque el frío de la letrina desalentaba cualquier propósito:

-Siempre cago antes de cenar, -le dijo y ella, riendo, respondió que siempre cagaba después del desayuno. Se llamaba Marina y nunca supo el apellido, pero ahora, en el estudio, recordaba las mantas y estaba seguro de que se trataba de la señora de Campo.

No se llamaba Campo, pero cuando todos empezaron a ocupar las literas de las paredes del albergue, él le anunció que dormiría en un rincón del almacén, del cuarto de baño, y ella se había dejado conducir. Sin desnudarse -no haría más de un grado de temperatura- se cubrieron con las mantas dispuestos a dormir abrazados, y después, cuando entró una figura menuda y usó la letrina sin notarlos, o ignorándolos, se taparon también las cabezas moviéndose apenas, para no hacer ruido. La figurita se demoró eternamente en la letrina. La masa de viento helado llegaba hasta el interior de las mantas y el ruido de motor diesel del dínamo crecía con cada flujo de corriente de aire. Le habló al oído, diciendo que el olor a mierda de oveja de las mantas era insoportable y ella le dijo en voz muy baja que callara y que no era olor a oveja sino olor a campo: típico olor a campo. Entonces se besaron y ella, imitándolo, comenzó a soltarse la ropa: un pantalón de esquí. Desde abajo vino su mano y sus dedos húmedos le frotaron la nariz. Él los lamió oliéndolos y ella formó un óvalo entre el pulgar y la palma de mano instándolo a jugar allí con su lengua... No se puede pintar esa composición bajo las mantas, en medio de la oscuridad, bajo el terror al frío. Y sólo un verdadero artista podría describir con palabras la fusión rara de pudor y temor a helarse que les impidió desnudarse totalmente. Por unos minutos estuvieron tocándose mutuamente y hacia el final ella levantó las mantas para confirmar que ya no estaba el hombre o la mujer de la letrina y jadeó. Más tarde se libraron de la ropa y hasta una vez se separaron para acudir, turnándose, a la letrina helada. Por la mañana, -al parecer todos despertaron muy tarde esa mañana-, la señora de Kretzer estuvo intercambiando guiños de complicidad con ambos. Probablemente habría escuchado algo, pero nadie comentó el tema a pesar de que varias veces se habló del olor insoportable de las mantas y las literas . Olor a mugre y a oveja, coincidieron, pero ella siguió insistiendo en que era el olor natural del campo. El marido tenía un largo apellido vasco. No se llamaba Campo pero tenía grandes bigotes negros, como de campesino.

Todos habían dormido mal aquella noche de tanto frío e incomodidad en contraste con los camarotes climatizados del barco, pero como aventura, el paso de montaña hacia Argentina fue, para los que participaron, el momento más memorable de aquel crucero. Ahora a su memoria había venido a agregarse una lámina figurativa, con trazos de lápiz, sombras de grafito y surcos de pintura ambarina que pretendían representar la electricidad y el recuerdo. Otro cuadro imposible, fuera de estilo, fuera de género, ajeno a cualquier proyecto de realización.

A su amigo escritor cualquiera podría imaginarlo apareciendo en sus sueños para provocar la concepción de un plan irrealizable. Pero sería difícil suponerlo capaz de detenerse toda una tarde en la composición del fondo de un recuerdo, sólo para descubrir la identidad de alguien que lo ha llamado por teléfono.

Tal vez él fuese un verdadero artista, también un desdichado que ante cada evidencia de la obra oye el crujido de la madera de su sillón al recostarse para dejar que corra el tiempo y alivie la inminencia del tiempo. Nunca podrán saberlo. Pero durante la cena le diría que comparten un tiempo paralelo, lleno de piezas, telas, textos y episodios que se confunden y amalgaman para componer el fondo de algo que nunca terminarían de expresar, de contar, de entender.

abril de 2002

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