martes, 30 de noviembre de 2010

Juian Rodríguez - El temerario - Blog

EL SOCIO DEL DICTADOR

(La historia de Fujimori y Montesinos, en prosa poética)

El olor que emanaba aquel lupanar indecente era semejante al efluvio de las heces pestilentes que navegaban en las hediondas cloacas debajo de aquellas ciudades desgarradas. Pero estos sacrílegos no lo advertían, pues revolcados sobre la roña y el hedor nauseabundo celebraban orgías vanas masturbando sus ideales y profanando hasta sus almas mientras inhalaban como ratas aquellos fétidos aromas.



En aquel cuartucho arcano el proxeneta del imperio, ataviado de soborno y coima, corrompía las conciencias y prostituía las triviales almas de aquellos seres mimetizados con la semblanza de la codicia. Untando su polla infame con dinero mal habido seducía a estos ruines, cuales zombis hipnotizados desfilaban uno a uno por el lecho de aquel pervertido, y este ser abominable los fornicaba a todos y a todas eyectando en sus dignidades y excretando en sus valores morales.



Recuerdo aún aquellos días cuando mis ojos contemplaron burdas y patéticas escenas donde se veía al execrable estupro y regente de aquel sucio burdel (cuyo dueño era el emperador y dictador chino rata), flirtear y coquetear con aquellos desleales y tránsfugas sodomitas; cuales putas en celo traficaban sus ideales con aquel ser nefasto por un poluto dinero. Mientras, sus principios e ideales caían lastimeramente por aquellos surcos delgados que convergían en las hediondas cloacas debajo de aquellas ciudades desgarradas.









C U E N T O

El duelo

―¡Ni-ñi-ta! ¡Ni-ñi-ta! ¡Ni-ñi-ta! ―gritaban a coro, con tono burlesco, mientras rodeaban a Oscarito.

―¡Ya, pe! ¡No fastidien, ah! Le voy a decir a mi mamá, ¡ah!

―¡Ah, le voy a decir a mi mamá! ―remedó Pirulo―. Tremendo zonzonazo, y se va a quejar con su mamá. Parece mariquita, ¿no? ―preguntó a sus compinches.

―Sí, pe ―respondió Zamudio. Balladares asintió también, moviendo la cabeza.

Oscarito se volteó dándoles la espalda. Se cubrió el rostro con las manos y se sentó en la vereda de la escuela, frente al patio. Gemía lánguidamente. Unas lágrimas que recorrían su mejilla delataban que lloraba. Pirulo se dio cuenta de eso pero no tuvo compasión alguna por él. Al contrario, empezó a mofarse, imitándolo.

―Llorón ―le dijo, le propinó una patada en el tobillo y se marchó con sus dos secuaces. Atrás quedó el niño maltratado, llorando inconsolablemente y frotándose el tobillo golpeado, el cual mostraba una pequeña protuberancia, señal de que se estaba inflamando.

Estas escenas se repetían siempre a la hora del recreo: con María, con Luzmila, con Oscarito, con Juanito… Es decir, con los niños más indefensos de la escuela.

Cerca de allí, en el patio, Agustín y yo jugábamos basketball, cuando aquellos aprendices de matones vilipendiaron a Oscarito, quien era también de nuestro grado. Presenciamos todo el abuso cometido, pero no hicimos nada. Quizá por temor a que aquellos niños malos se las agarraran con nosotros. Era comprensible, ya que eran mucho más grandes y corpulentos. Sobre todo, eran tres y nosotros, solo dos.

Al marcharse los niños malos proseguimos el juego. Recuerdo que aquella vez tenía en mis manos un balón de basquetbol y trataba de encestarlo en un aro viejo y oxidado, el cual parecía estar suspendido entre las estrellas. Por más que intentaba el balón no llegaba ni a la cuarta parte de la altura donde se suspendía aquel círculo de acero. Además, el balón pesaba como una tonelada. Aquella vez, Agustín y yo unimos fuerzas. Cogimos la bola y la lanzamos en un impulso armónico, tratando, ambos, de encestar aquel maldito balón. ¡Pero nada! El aro seguía inalcanzable: parecía estar adherido al cielo. Lo intentamos dos veces más, pero al no encontrar resultado alguno no volvimos a intentarlo más.

Mientras tanto, a un costado, Oscarito gimoteaba silenciosamente. Pero los griteríos y murmullos de los niños que revoloteaban por todo el patio del colegio, se conjugaban formando un cántico desafinado. Era tal la algarabía, propia de un recreo, que nadie lo escuchaba. Excepto nosotros que estábamos muy cerca de él. Además, habíamos contemplado el abuso cometido contra su persona.

Oscarito continuaba llorando, agudamente. Y fue en aquel momento que sus lamentos palparon las hebras más finas de mi alma y me conmovieron. La furia invadió mi ser y sentí dentro de mí que germinaba un odio infantil hacia Pirulo, su agresor, quien, al otro extremo del patio, erguido, petulante y con las manos en los bolsillos, observaba cada rincón del patio de la escuela, buscando a sus próximas víctimas. Las zonas preferidas de este novel bravucón eran los lugares por donde los profesores jamás asomaban sus narices. Por aquellas zonas, operaba impunemente.

Cerca de allí unos niños de tercer grado, muy alegres, jugaban a la chapada. Uno de ellos, quien era perseguido por otro niño, pasó corriendo al frente de Pirulo. Este, en una actitud deplorable y cobarde, estiró la pierna poniéndole una zancadilla. El niño cayó estrepitosamente ante la mirada atónita de sus compañeritos. Lanzó unos quejidos de dolor pero, intentando demostrar ser un niño valiente, logró incorporarse. Miró con tirria a su agresor y apretujó los dedos de sus manos. En su mente germinó la idea de golpearlo también. Quiso cobrar venganza y hacerse justicia con sus propias manos, pero la enorme talla y la corpulencia de Pirulo lo intimidaron, y lloró de impotencia.

Entre tanto, Oscarito seguía sentado en la vereda de la escuela, frente al patio, al lado del poste que suspendía el aro de acero donde minutos antes Agustín y yo intentamos encestar el pesado balón sin éxito alguno. Estaba en el mismo lugar donde había sido vejado y maltratado por el niño malo y sus compinches. Sin embargo, ya no lloraba. El hambre había calmado un poco su tristeza y menguado su dolor, y se proponía devorar su refrigerio que muy de mañana, con amor, su madre le había preparado. Cogió su lonchera de plástico, color amarillo patito, la cual tenía impregnada un sticker con la imagen del ratón Mickey y la abrió.

A unos metros de allí, Zamudio, uno de sus agresores, lo estaba observando. Y al ver el contenido de la loncherita, exclamó:

―¡Pirulo, mira! Tenemos comida gratis.

―¡Asuuu…! ¡Y se ve riquisisísima! ―agregó Balladares.

―¡Ajá! Lo tenías bien escondidito, ¿no? ―inquirió Pirulo, acercándose a Oscarito.

―Trai pa’ cá ―le dijo, y de un zarpazo le arrebató la loncherita. La abrió en un dos por tres, sin remordimiento, y extrajo el refrigerio: dos panes con huevo frito y un biberón con jugo de papaya. Era un extraño biberón de vidrio transparente. La boca de la botella estaba asegurada por una tapa celeste con un singular chupón de jebe en forma de pezón erecto. Eso motivó que Pirulo y sus secuaces explotaran a carcajadas. Incluso, Agustín y yo nos sorprendimos. «Pero… ¿Qué le sucede a la mamá de Oscarito? ¿Acaso piensa que su hijo todavía es un bebito?», pensé. Y pareció que Agustín había leído mis pensamientos. Encogió sus hombros y abrió sus ojos como respondiéndome quizá: «Yo que sé». Nos miramos consternados e íbamos a reírnos –al menos yo estuve a punto de hacerlo–, pero nos contuvimos para que Oscarito no pensara que nosotros también nos burlábamos de él y nos estábamos confabulando con aquellos malandrines.

De pronto, Pirulo cogió el biberón y lo puso bruscamente sobre la boca del niño pusilánime, mientras decía mordazmente: «Chupa tu teta, bebito, chupa tu teta ya, chupa, chupa». Simulando ser una madre que amamanta a su retoño. Y los demás, cogiendo sus vientres, se morían de la risa. Pero Oscarito movió la cabeza y evitó que el chupón se incrustara en su boca. Intentaba, tímidamente, hacer la lucha, como un cervatillo en las garras de un depredador, para no seguir siendo objeto del ridículo. Al ver esto, Balladares y Zamudio dejaron de reírse y lo sujetaron fuertemente como quien sujeta a un muñeco de trapo. Pirulo, enfadado por la resistencia de su víctima, colocó nuevamente el biberón entre los labios de Oscarito, riendo estrepitosamente.

Aquello fue la gota que derramó el vaso. Colmó mi paciencia. Era indignante ver aquellas escenas sin hacer algo al respecto. Dejé el balón, respiré hondo, me armé de valor y me acerqué a ellos. Cogí a Oscarito y lo jalé hacia el complejo.

―Ven, Oscarito, ven a jugar con nosotros ―le dije. Él me miró, miró a Pirulo, miró a los otros niños y luego su vista se perdió entre los polvos sucios del suelo. Y no dijo nada.

―Oye, ¡no te metas, ah! ―me advirtió su agresor, con tono amenazante.

―No molestes… ¡Qué te creerás! ―respondí con vehemencia.

El abusivo dejó de amenazarme y dirigió la mirada hacia su presa. Y con la ayuda de sus dos secuaces sujetaron fuertemente al niño acuitado, quien parecía un corderito entre las garras de lobos feroces, y me lo arrebataron. Lo arrastraron con dirección a la chacra, por los matorrales detrás del colegio. Yo iba detrás de ellos. Indignado y mortificado, tratando de evitar que siguieran humillando a mi compañero.

―¡Julián!, no te metas ―me aconsejó Agustín, temeroso.

No logré oírlo o quizá no quise hacerlo y los seguí intentando rescatar a Oscarito de las garras de aquellos niños depredadores.

―Oye, chibolo, ¡no te metas, ah! ¡Tú no me conoces, ah! No nos sigas carajo, o, si no, te saco la… ―me amenazó Pirulo.

―¿Qué me vas a sacar? ―pregunté, interrumpiendo su amenaza.

―Te voy a sacar la mierda, pe.

―Y yo seré manco, ¿no?

―Ahhh. ¿Te crees valiente, no?

―Claro.

―A ver, pe. Si eres valiente, chócala pa’la salida ―retó el agresor.

―Ya, pe ―contesté.

―¡Ya, pe! ¡Chócala, pe! ¡Chócala! ―vociferó Pirulo, eufórico y excitado, provocándome. Extendió su mano y encogió el dedo índice, formando un gancho. Eso, en aquellas épocas, indicaba un desafío.

Estiré también mi dedo índice y lo enganché con el suyo. Aceptando el reto y sellando el duelo. La pelea era inevitable.

―¡Te espero a la salida, ah!, en el pampón. ¡Ojalá te chupes!

―¿Te chupes? Tú te chuparás ―contesté, valientemente, mientras el retador se alejaba mentándome la madre y lanzándome una sarta de improperios.

Oscarito, de quien, en esos momentos Pirulo y sus compinches ya se habían olvidado, temblaba a mi lado como un pollito empapado. Me observaba nervioso y asustado, pero a la vez, silencioso. No decía nada. La verdad, nunca dijo nada. No hubo agradecimiento de su parte. Cogió su loncherita, que yacía sucia y vacía en el suelo, y caminó pausadamente con dirección al salón de clases. Pues hacía un par de minutos, un gordito pintoresco de sexto grado, de tez olivácea, cachetón y a quien todos llamaban Pipón, había recorrido todo el colegio moviendo la campanita vieja que, celosamente, el director Alonso guardaba en su escritorio. Lo cual indicaba que el recreo había culminado. Nosotros, por la discusión, no nos habíamos dado cuenta. En el camino sus zapatos de cuero fino se toparon con su refrigerio: dos panes con huevo frito, o mejor dicho, dos panes con tierra y huevo frito.

―Oye, ¿tú tas loco? Ese huón te va a sacar la «eme». Es más grande que tú. A todos les pega. Además, es de sexto grado ―exclamó Agustín, angustiado.

―¿Tanto miedo le tienes? Yo no le tengo miedo a ese abusivo ―respondí enérgicamente. Pero no era cierto. La verdad, tenía miedo. En esos precisos momentos estaba sudando. La saliva descendía torpemente por mi garganta como si se arrastrara por mi esófago estremecido. Sentía en mi interior que mi estómago se encogía incontrolablemente mientras era corroído por los ácidos gástricos que se segregaban a mil por hora, producto de la ansiedad y el pánico. La zozobra me estaba matando. Mi alma compungida sucumbía al temor infinito. Pero a la vez, sentía ira y rencor. En mi alma, se producía una hibridación de furia y angustia, ya que me desagradan las injusticias. Siempre fue así, desde niño. Por eso, los sollozos de Oscarito me conmovieron aquel día y salí en su defensa, pero me gané un duelo, un duelo ajeno. Y ahora, solo pensaba en la salida. Cuando el reloj marcara la una no iría rumbo a mi casa a saborear el delicioso almuerzo que mi madre nos preparaba a mis hermanos y a mí, sino iría al pampón que está detrás de la ladrillera, a fajarme con un peso pesado de la escuela. Y eso me preocupaba… Me atormentaba… Me aterrorizaba…

Mientras caminaba cruzando el patio en dirección al salón de clases, Agustín se convertía en mi entrenador personal. Estaba enfrascado en darme consejos pugilísticos. Balanceaba su cuerpo hacia arriba, hacia abajo, a la derecha, a la izquierda, moviendo su cabeza y golpeando el aire con sus puños.

―Cuando se te abalance, te arrimas pa’un costado. ¡Que no te agarre, ah! Túmbalo, y cuando esté en el suelo, le pateas en su estómago…

―«¡Túmbalo!», exclamé en mi interior. ¿Acaso este niñito no veía con quien me iba a enfrentar? Y acaso, ¿podría una pulga tumbar a un elefante? Pero Agustín continuaba dándome indicaciones:

―Si te araña, tú también lo arañas. Si te… ―sin embargo, yo ya no lo oía. Pensaba en cómo se vería mi rostro después de la pelea. O peor: ¿qué pasaría si aquel mastodonte me noqueaba de un combazo y, por cosa fatal del destino, no despertaba jamás? Ya veía a mi madre llorando en mi velorio, y a toda la gente de mi barrio haciendo cola al lado de mi féretro blanco, desfilando uno a uno e inclinando sus narizotas por la ventanilla y diciendo: «Fue un niño bueno, fue un niño bueno».

Pero ya no había marcha atrás. El duelo se llevaría a cabo sí o sí. El encuentro era ineludible, fatalmente inevitable.

Al llegar al aula todos mis compañeros ya estaban adentro. El profesor Ovidio (un tipo bajito y gordito, con lentes de botella) estaba frente a la pizarra, de espaldas a los alumnos y escribiendo unos números. Volteó al oírnos llegar y nos apuntó con su mirada y, relativamente enojado, nos preguntó:

―¿Por qué llegan tarde? ¿No escucharon la campana?

―Estuvimos en el baño, profesor ―respondió Agustín. Claro que aquella respuesta no era cierta: mi compañero mentía, pero el profesor no lo sabía.

―Ya. Pasen, pasen.

Al llegar a mi carpeta noté que todos me miraban. No sé cómo pero ya estaban enterados del duelo. Obviamente, Pirulo había pregonado el encuentro, augurando quizá su victoria. Y pude darme cuenta, por sus miradas, que a través de ellas me compadecían. Sin embargo, Gonzales, Pepito, Changana y otros niños se solidarizaron conmigo y me alentaron.

―Sácale la «eme», dale duro. No te chupes, no le tengas miedo. Ese huón es pura finta, pura boquilla… ―me animaban.

―¡Silencio!, caramba. ¿Qué pasa ahí, ah? ―gritó el profesor ante tanto barullo. Era el único que no estaba enterado del duelo. Al menos eso creí. Siempre que había peleas en el pampón los profesores nunca se enteraban. Pero muchos decían que sí, sino que se hacían de la vista gorda. Además, eran otros tiempos. Tiempos en los cuales no había niñerías y los padres y profesores sobreprotectores no encajaban. Tiempos en los cuales los conflictos en la escuela los resolvíamos a puño limpio, en el pampón, a unos metros de la escuela, detrás de la ladrillera.

Mientras el profesor pedía un voluntario para resolver un ejercicio de matemática, y una niñita alzaba sus manos ofreciéndose a resolver aquella ecuación confusa, yo me sumergía en mis pensamientos y pensaba sólo en la pelea. Se me hacía difícil concentrarme en la clase por obvias razones.

La angustia minaba mi ser, poco a poco. Dentro de mi esmirriado cuerpo, mis tripas bailaban a un ritmo sincopado provocándome una maldita diarrea, amenazando explotar en cualquier momento. Tuve que apretujar fuertemente mis glúteos, con un esfuerzo sobrenatural, para poder contenerla y así evitar una erupción volcánica en pleno salón de clase. En aquellos momentos deseaba que de una buena vez llegara la una y que el gordito de sexto grado, el tal Pipón, hiciera sonar la campana, para ir al pampón a cumplir con el duelo, aun si el desenlace del encuentro no se inclinara a mi favor, lo cual era previsible.

Mientras divagaba, las horas que faltaban, se convirtieron en minutos, los minutos en segundos y, así, el reloj marcó la una.

―Profe, ya son la una ―dijo una niña.

―Sí, profe ―recalcó otro niño.

―¿Y les he preguntado? Ustedes piensan en salir nomás. Seguro tienen hambre, ¿no? En comer nomás piensan ustedes. Si así se preocuparan por hacer las tareas, el Perú sería distinto ―respondió y argumentó, el profesor Ovidio, y seguidamente ordenó―: Ya, ya, ya. Aquí nos quedamos. Pueden salir.

Ni bien el profesor terminó de decir «sa…lir», todos corrieron en estampida en dirección a la puerta. Algunos iban a sus casas, pero la mayoría, directo al pampón, detrás de la ladrillera, al pie del «Cerrito la merced», lugar donde hoy se erige un pueblo.

Fui el último en salir. Al llegar a la puerta del aula vi que Pirulo hacía guardia en el pasadizo con sus compinches. Me estaba esperando. Pensaría quizá que me iba a escapar, y no estaba equivocado. Mientras estaba en el salón, en plena clase de Matemática, se me cruzó por la mente la idea de salir corriendo y no parar hasta mi casa. Pero si hacía eso todos me verían como un cobarde, así que me quedé para enfrentar mi destino fatal.

―¡Vamos, pe! ―dijo al verme. Señalando el camino con la cabeza.

―Vamos, pe ―contesté, con un tono susurrante. Resignado.

Él iba adelante, seguido por Zamudio, Balladares y otros niños más, todos de su grado. Iba arrogante, presuntuoso y amenazante. Yo iba detrás de ellos, seguido por Agustín y otros niños, y también algunas niñas. Al salir del pasadizo vi a Oscarito correr alegremente y entregarse a los brazos de su madre, quien, como todos los días, lo esperaba en la puerta del colegio. Ella, al ver a su engreído, lo cogió amorosamente y le estampó un beso en la mejilla. Luego se alejaron. Oscarito iba rebosante de alegría, cogido del brazo de su madre, rumbo a su casa. Mientras yo, cabizbajo, temeroso y aterrorizado iba al matadero, al pampón detrás de la ladrillera. A cumplir con el duelo que me había ganado por defenderlo.

Mientras me dirigía al pampón, e intentaba concentrarme en la pelea, recordé las maniobras y movimientos de un púgil que, una semana antes de este inevitable encuentro, había visto en la tele. La noche del veintiuno de setiembre de aquel año, 1981. Cuando un boxeador de color, delgado, pero vigoroso, se enfrentaba en Las Vegas, en un coliseo llamado Caesars Palace, con otro púgil también de color, pero un poco más alto, fuerte y corpulento. Mi padre, mi hermano y yo vimos la pelea en la tele de mi tío Eleuterio, quien vivía a tres cuadras de mi casa, ya que al de nosotros se le había terminado la batería. Por esos años, la energía eléctrica todavía no había llegado a mi barrio.

Aquel boxeador era demasiado escurridizo, se movía ágilmente, era técnico, rápido y, sobre todo poseía un excelente juego de piernas. Por la diferencia de tamaño y volumen entre ambos boxeadores, aquel encuentro me recordó a Pirulo y a mí.

―Se mueve igualito que Muhammad Alí ―dijo mi padre, aquella vez.

―¡Nooooo! Qué va. Más se parece a Cassius Clay ―corrigió mi tío.

―Es el mismo, Eleu (apócope de mi tío). Este loco se puso ese nombre cuando se cambió de religión. Ahora es musulmán. Al menos eso oí.

―¿Sí? ¡Qué!, ¿uno también se puede cambiar de nombre? ―preguntó mi tío, muy interesado.

―¡Claro! ―respondió mi padre, e inmediatamente argumentó―: Pero eso cuesta bastante plata. No es fácil cambiarse de nombre.

―Hummm… ―al oírlo, mi tío empezó a divagar: «¿Yo no sabía que se podía cambiar de nombre? Si es así, también podría cambiar el mío, porque Eleuterio no me gusta. Menos que me digan Eleu. Mucho roche ese nombre», decía en su mente―. A ver, vamos a ver, cómo podría llamarme: Gerson, Anderson, Giovanni, Gonzalo,… Hummm…

―Pa’, ¿ese boxeador es bien cuerpudo, no pa’? ―interrumpí con mi pregunta las divagaciones de mi tío―. ¿Si le cae uno al flaquito lo tumba, no pa’?

―Así es hijo. Pero ese cuerpudo se llama Tomy Hearns ―explicó mi padre.

―¿Tomy qué?

―H-E-A-R-N-S. Tomy Hearns, hijo. Su nombre es Thomas, pero le dicen Tomy. ¡Tomy Hearns!

―Ah, ya.

Aquella pelea entre Thomas Hearns y el Gran Sugar Ray Leonard, donde este último salió airoso de aquel encuentro que fue considerado una de las mejores peleas del siglo, fue un presagio del duelo que se avecinaba. Yo era delgado y pequeño, sin embargo Pirulo era enorme y corpulento, uno de los más grandes del sexto grado de primaria y el más temido por cierto. Me llevaba una cabeza. Era de tez clara y ojos achinados. Tenía cabellos lacios y desordenados. Su caminar era torpe y, al hacerlo, lo hacía siempre con las manos en los bolsillos.

Al llegar al pampón, observé que estaba plagado de niños. Todos formaban haciendo un círculo, gritando, aullando,… Parecía el coliseo romano. O, más bien, parecía el Caesars Palace. El Caesars Palace de Esquivel.

Los bramidos de los niños, de ambos bandos, quienes nos alentaban a Pirulo y a mí, reverberaron en toda la zona del pampón y los alrededores. Tanto es así que unos jóvenes que trabajaban en la ladrillera se percataron de lo que iba a ocurrir y se acercaron.

―¡Ahhh…! Va a haber una pelea, ¿no? ―preguntó uno de ellos: un tipo alto, de porte atlético y de tez olivácea. Tenía una prominente nariz puntiaguda, lo cual me recordó a Pinocho.

―Sí ―contestaron a coro todos los niños.

―Ya. Entonces, yo voy a ser el árbitro ―señaló el joven.

―Está bien ―respondieron todos.

―Ya, a ver. ¿Quiénes son los que se van a pelear?

―Nosotros ―contestamos, Pirulo y yo.

―¡Ajá! ¿Así que ustedes son los que se van a pelear, no? ―preguntó Pinocho, es decir el tipo de la nariz puntiaguda. Observándonos meticulosamente de pies a cabeza, con los brazos cruzados y moviendo la cabeza, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo.

―Oye, ¿de qué grado eres tú? ―preguntó de pronto a Pirulo. Tal vez al notar que era mucho más grande que yo.

―De sexto.

―¿Y tú?

―De quinto.

―¿Y cuántos años tienes? ―volvió a interrogar a Pirulo.

―13.

―¿Y tú?

―10.

―¡Ahhh…! Así que tú eres abusivo, ¿no? ―inquirió el narigón, mirando a mi contrincante de una manera acusadora. Siempre moviendo la cabeza y manteniendo aún los brazos cruzados. En esos instantes una sensación de alivio recorrió mi ser. Pensé por un momento que aquel joven iba a detener el encuentro, incluso, tal vez, hasta le daría su merecido a mi retador por abusivo. Pero en eso…

―Ya, ya, ya. Que se peleen, nomás. Que importa ―dijo otro de los jóvenes, uno de los compañeros del tipo narigón, quien se había autoproclamado árbitro de la contienda.

―Ya, qué mierda, pe ―respondió este―. Ya, chibolos, se pueden pelear, pero eso sí: nada de morder ni arañar, ah. O, si no yo mismo le zampo un puñete a cada uno. Pierde el que se pone a llorar o se rinde. ¡Vamos!, sáquense la camisa. ¡Rápido, rápido! ―ordenó, ya que en esos tiempos era costumbre pelearse con el torso desnudo.

Al sacarnos la camisa noté algo inverosímil y gracioso: mi oponente tenía algo impregnado en el ombligo. Le sobresalía un pedazo de carne, como una pequeña colita. Y lo más curioso era que aquella deformidad se movía. Parecía tener vida propia. Pensé que tal vez, al nacer mi contrincante, los médicos se habían olvidado de cortarle el cordón umbilical. Era curioso ver aquella cosa revolotearse y menearse sin control, como la cola de una lagartija. No pude contenerme y sonreí maliciosamente. Pero eso fue un grave error, ya que logré que mi oponente se enfureciera más de lo que estaba.

―¿De qué te ríes? ―preguntó, iracundo. Y su rostro adquirió la semblanza de la furia. Noté que una ira incontrolable corroía su alma infantil. Se abalanzó hacia mí y lanzó el primer golpe, iniciando así el esperado encuentro.

Aquel potente puñetazo dio a parar contra mi cabeza. Era zurdo el condenado. Vi por un momento estrellitas que giraban a mi alrededor. Estaba completamente mareado y la cabeza me dolía tanto que parecía que iba a estallar en mil pedazos. Sin embargo, eso me enfureció más. En vez de amilanarme, me piqué y me llené de valor y, cual kamikaze suicida, me arrojé sobre aquel niño grande. Al estar cerca de él noté que era más alto de lo que se veía. Mi frente colisionó con su pecho y mi barbilla sintió con asco la deformidad de su ombligo. En aquel momento olvidé el dolor y, desesperado, como un pejerrey en los dientes de un tiburón hambriento, imité el movimiento de manos de Sugar Ray Leonard. Le asesté varios golpes a la altura del estómago y me zafé audazmente. Percibí que mi adversario no era tan fuerte como lo esperaba, pues oí que gemía agudamente mientras se cogía el vientre. Pero se repuso y se abalanzó contra mí, pateando a diestra y siniestra. Sus patadas golpearon fuertemente mis rodillas, mis tobillos, mis piernas y parte de mis muslos. Por un momento creí que aquellos potentes porrazos habían destrozado mis pequeñas extremidades. Solté unas lágrimas y lloré. Lloré de dolor, pero también de rabia, mas no me rendí. Froté mis partes golpeadas, y me cuadré nuevamente a lo Sugar Ray. Mi contrincante se cuadró también, pero a lo Tomy Hearns. Apretó sus puños y los elevó a la altura de su pecho. Sin embargo, sus labios balbuceantes y sus ojos rasgados, que se entrecerraban nerviosamente, lo delataban: él también tenía miedo. Aún así se movió lentamente e intentó golpearme, aplicando otro potente zurdazo, pero ya lo había estudiado y esquivé su brutal arremetida, y sus puños golpearon el eterno vacío descuidando su guardia. Aproveché aquella oportunidad y le apliqué varios golpes combinados en el rostro. Desesperado, en un acto de cobardía, estiró sus brazos, me cogió del pelo y trató de arañarme. Forcejeamos. Pero yo no dejaba de golpear: arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, en el estómago, en la cara… En eso oí un gemido: mi contrincante lloraba mientras se cubría el rostro con sus manos.

―¡Ya, ya, ya, chibolo! Déjalo ya ―gritó el joven narigón, quien fungía de árbitro.

Zamudio y Balladares se acercaron al vencido y lo consolaron. Luego se voltearon, me miraron con saña e intentaron atacarme, pero los jóvenes trabajadores de la ladrillera se los impidieron.

No pude ver el rostro de Pirulo porque estaba de espaldas hacia mí. Cogió su camisa, se la puso y se fue por el mismo camino por donde minutos antes vino arrogante, pretencioso y amenazante. Sólo pude ver que había una mancha roja en su camisa. Conjeturé que sangraba: tal vez, sus dedos manchados de sangre, al cogerla, se habían plasmado en ella. En aquel momento tuve compasión y remordimientos, y me arrepentí de haber aceptado el reto.

Todos los niños que presenciaron la pelea se me acercaron y me levantaron en hombros mientras vitoreaban mi nombre. Estaban eufóricos, sobre todo aquellos niños y niñas que días, semanas y meses antes habían sido víctimas de aquel abusivo. Luego de algunos segundos de pasearme por todo el pampón, me bajaron y se dispersaron uno a uno rumbo a sus casas.

Aquella vez llegué tarde a mi casa. Toda mi familia, excepto yo, estaba reunida en la mesa del comedor, terminando el almuerzo. Mi padre se enojó mucho y me increpó la tardanza, pero le dije una mentirilla y me creyó, no sin antes hacerme prometer que nunca más llegaría tarde. Así lo hice, y me libré de un castigo inminente.

Después del almuerzo, mientras estaba en mi cuarto haciendo las tareas del colegio, alguien tocó la puerta. Mi madre salió, y afuera estaba una señora de tez blanca, mediana estatura y con el cabello cubierto de ruleros multicolores. Parecía Doña Florinda (la del Chavo del Ocho). Estaba acompañada por un niño, casi de la misma talla que ella (que obviamente no era Quico). El niño se veía magullado y machacado. Tenía el pómulo reventado y los labios cortados.

―¿Usted es la madre del niño Rodríguez?

―Sí ―respondió mi madre.

―Mire lo que su hijo le ha hecho al mío. ¡Mire, mire! ―increpó la señora a mi madre, cogiendo del cogote a su muchacho y restregándoselo en la cara―. ¿Qué tipo de hijo cría usted, ah?

―¿Mi hijo? ¿Está usted segura?

―Por supuesto que sí. Además, le ha pegado por gusto. Su hijo es un salvaje, es un delincuente, es un abusivo, es un…

―Oiga, señora ―interrumpió mi madre―. No le permito que hable así de mi hijo. Todos mis hijos son unos muchachos decentes. Tal vez su hijo se ha confundido.

―¡Nooo! Acá vive el que me ha pegado. Acá vive ―vociferó Pirulo, con tono lloroso. Señalando la puerta de mi casa.

―Ya ve, señora. No sé. Pero ahora mismo usted lleva a mi hijo a la posta médica. Caso contrario, voy a denunciar a su hijo a la Policía.

―Está bien, está bien. A ver, voy a llamarlo ―dijo mi madre. Y mientras aún sujetaba la puerta, giró hacia adentro de la casa y gritó―: ¡Jeremíaaaaaas! Ven un rato.

Mi hermano, que en aquellos momentos estaba a mi lado, en la misma mesa, concentrado en sus tareas, no pudo oírla.

―¡Jeremíaaaaaas! Ven para acá te digo ―volvió a gritar mi madre, un poco impaciente.

Mi hermano, al oírla, me preguntó:

―¿Me llaman?

―Sí. Mamá te está llamando ―respondí.

Corrió presuroso al llamado de mi madre, quien enojada lo esperaba bajo el dintel de la puerta. Al llegar, ella lo cogió de la nuca y le dijo:

―Mira lo que le has hecho a este niño. ¿Para qué le has pegado, ah? ¿Qué te he dicho siempre? Nunca te pelees…

―No, no. Él no ha sido. Él no es el que me ha pegado ―interrumpió Pirulo.

―¿Ah, no? Entonces, ¿quien ha sido? ―inquirió extrañada su madre.

― Es otro el que me ha pegado. Él no es.

―Pero yo no tengo más hijos ―explicó mi madre―. ¿No ve, señora? Le estoy diciendo que su hijo se ha equivocado de niño.

―Nooo… Sííí… Acá vive ―insistía Pirulo. Mientras estiraba su pescuezo y asomaba dentro de mi casa, tratando de ver si por allí merodeaba el niñito que le había dado la paliza de su vida.

Mi madre, a pesar de ser una dama paciente, empezó a enojarse y le dijo a la madre del niño, levantando el tono de su voz: «Señora, usted viene a hacerme perder el tiempo y encima difama a mis niños».

―Señora…, disculpe. Es que…

―¡No, mamá! Acá vive. Acá vive el que me ha pegado ―insistía Pirulo, haciendo un berrinche.

―Ya, caramba, no seas malcriado ―le gritó su madre, quien también perdía la paciencia con aquel quejón. No obstante, Pirulo siguió insistiendo.

―Pero yo no tengo más hijos, niño. Después de este, sigue una niña y luego el último. Pero no creo que él haya sido, porque es chiquito todavía. Es menor que tú. Es solamente un niñito.

―A ver, que venga ―exigió Pirulo.

―Ay, niño. ¡Está bien, está bien!, voy a llamarlo ―expresó mi madre, suspirando de impaciencia. Giró nuevamente hacia adentro de la casa y gritó: «Juliaaaaán».

―¿Sí, ma’? ―contesté, desde adentro. Haciéndome el desentendido, como que no sabía nada. Sin embargo, ya había oído todo, y temí lo peor cuando escuché el llamado de mi madre.

―Ven un ratito.

Acudí temeroso. Y cuando llegaba a la puerta, advertí que Pirulo seguía estirando el cuello, fisgoneando dentro de mi casa.

―¡Él es, mami! ¡Él es! Ahí está el que me ha pegado ―exclamó al verme, señalándome con su dedo índice, el mismo que segundos antes se había metido a la nariz para limpiarse un moco seco mezclado con algo rojizo. Su madre, al verme, se sorprendió extrañada, igual que la mía.

―¡Qué! ¿Ese chiquito te pegó? ¿Estás seguro? ¿Cómo te va a pegar ese niñito?

―¡Sí, mami! ¡Él ha sido! Él es quien me pegó.

―¡Ay, niño! Estás equivocado. Te has confundido seguro ―explicó mi madre―. Como te va a pegar mi hijito. Si es chiquito todavía. Además, él no es abusivo. Es un poco travieso, pero abusivo no es.

Su madre estaba completamente confusa. Me miró sorprendida, vio a su hijo y le volvió a preguntar:

―Hijo, ¿estás seguro de que ese niñito te ha pegado?

―¡Sí! ¡Ya te he dicho que sí! Él me pegó por gusto ―chilló Pirulo, haciendo pataletas.

―¡Por gusto no, ya! ―respondí airadamente. Y fue en aquel instante, que la madre de Pirulo y la mía, comprendieron que aquel niño estaba en lo cierto. Por mi respuesta, coligieron que el culpable de aquella golpiza, ciertamente, era yo―. «Mejor no hubiese dicho nada», pensé.

La madre de Pirulo bajó el tono de su voz, cambió la expresión de su rostro y, un poco avergonzada, exigió a mi madre que llevara a su niño quejoso a la posta médica.

―Ya ve, señora, mi hijo tenía razón. No importa que su hijo sea solo un niñito, pero de todas maneras ha golpeado al mío. Así que por favor lleve a mi hijo a la posta médica para que le suturen las heridas y corra usted con los gastos como corresponde. ―solicitó. Pero por dentro se preguntaba: «¿Cómo pudo ese chiquitín, pegar a mi hijo? ». Lo deduje por la forma de cómo ponía su rostro mientras me miraba de pies a cabeza como si yo fuese una cosa rara.

Mi madre aceptó resignada. Y, mirándome enfurecida, me ordenó entrar a la casa, indicándome que lo esperara dentro de mi cuarto hasta que ella retornara. Luego, de un golpazo, cerró la puerta y condujo a Pirulo a la posta médica. La madre del niño magullado iba con ellos. Se veía avergonzada, pero a la vez enojada. No sé si conmigo, con mi madre o con Pirulo, su hijo. Pero en el camino a la posta médica no dijo nada ni cruzó palabra alguna con mi madre.

Aquella vez, mi madre gastó unos ahorritos que tenía guardado en un tarro, los cuales guardaba celosamente sobre una repisa de la cocina. En su ausencia, me pasó por la mente la idea de abandonar mi casa. Tenía miedo de que mi madre me sancionara. Aunque ella nunca me había castigado físicamente, imaginé que por aquel suceso tal vez podría hacerlo, razón por lo cual tuve miedo. A pesar de eso, la esperé.

Luego de dos angustiosas horas de espera, la puerta de la casa se abrió. Unas pisadas solemnes recorrieron el callejón angosto de mi casa y se acercaron raudamente a mi habitación. Eran las pisadas de mi madre quien llegaba de la posta. Entró en mi cuarto ―el cual tenía marco, pero no una puerta―, me miró directamente a los ojos y me dijo:

―No quiero que te estés peleando nunca más.

―Ya, ma’ ―contesté.

Luego se volteó para irse a la cocina a realizar los quehaceres del hogar, pero cuando estaba a punto de marcharse giró su cabeza, me miró, sonrió y me guiñó un ojo. Luego se marchó.

Supe entonces que mi madre no estaba enojada conmigo. Creo que por dentro estaba orgullosa de mí, ya que no me había dejado intimidar por aquel niño grande. Sabía que si me había peleado con aquel mastodonte había sido en defensa propia, o tal vez, por defender a un compañero. Además, ella me conocía bien: sabía que yo no era un abusivo y menos un delincuente

jueves, 11 de noviembre de 2010

Joaquín Tejeiro Trompeta

Primer premio Concurso del Tren 2007

Trueno de aldabas

Joaquín Tejeiro Trompeta



A Rocío Jambrina, la dueña del secreto.

A los 18 años tuve un profesor de Literatura llamado Juan José, aunque en realidad era así como le llamaban en la sala de profesores porque nosotros, sus alumnos, sólo le llamábamos Juanjo. La técnica de Juanjo consistía en mirar por la ventana mientras daba clase. Entraba en el aula, se quitaba la chaqueta de cuero y se colocaba justo en frente de la ventana, después clavaba los ojos en el cristal o en alguna parte invisible del patio y su voz, como un río subterráneo, subía hasta nuestros oídos y allí desembocaba y se pudría. Decía: las palabras carnívoras, las ideas voladoras, la selva, Macondo ... Qué bonito. En más de una ocasión me hubiese levantado de mi sitio para no volver jamás pero mi padre, o mejor dicho los puños de mi padre, me lo impedían. Después Juanjo se sentaba, ponía sus botas encima de la mesa y abría un libro, sin mirar a nadie decía ¿quién ha leído la primera parte de El siglo de la luces?,¿Y de El reino de este mundo?, ¿ Y de Cien Años de Soledad?, pero nadie contestaba y entonces Juanjo decía ¡qué coño vais a leer vosotros!, y volvía a la ventana.

Por aquel entonces mi padre y yo vivíamos en las afueras de la ciudad, cerca de las cocheras del ferrocarril. Mi padre decía que era un barrio tranquilo, yo decía que era lo que queda de un barrio después de una explosión nuclear. A veces, cuando no podía dormir, me asomaba a la ventana, a esas horas no pasaba ningún tren, los raíles brillaban, intentaba seguirlos con la mirada, fruncía el ceño desesperadamente pero los raíles y los cables y los semáforos apagados desaparecían en la primera curva.

Tenía 18 años y todos los días, a primera hora de la mañana, en vez de ir a clase me escondía en un viejo vagón jaula, un vagón jaula para transporte de ganado, y esperaba a que pasara Úrsula, sólo para mirarla, sólo para deshacerme, sólo para sufrir, aunque durante un año entero sólo la vi dos veces, tres a lo sumo, y siempre acompañada de un chico al que no conocía de nada, ellos se abrazaban y se reían al pasar, yo fumaba y apretaba los puños lo más fuerte que podía. Después de que Úrsula pasara iba hasta una biblioteca a las afueras de la ciudad, no recuerdo el nombre, una biblioteca en la que nunca vi a nadie, ni a lectores o estudiantes ni a bibliotecario o bibliotecaria o conserje alguno, el caso es que cuando yo llegaba, normalmente a primera hora de la mañana, las puertas y las ventanas estaban abiertas, yo entraba y cogía los libros que me interesaban, volvía al vagón jaula y leía durante toda la mañana: Ramos Sucre, Pierre Menard, algo de literatura de terror, surrealistas franceses, escritores de nombres extrañísimos, hombres y mujeres desconocidos e invisibles, al menos para mí, historias que estaban lejos del exotismo y la falsedad de las lecturas obligadas y muy cerca, demasiado, de un barranco o de una profanación de tumbas o de una alcantarilla que con el tiempo se convertía en un espejo, nombres que me hicieron reír y llorar y esperanzarme, nombres como Paulina J.Vichiotti, Bruno Parrás, Berto Molinero Azúmaga, Alan Caballero Martín, Aymé Périgord, Adelfo Ackercknecht, Rosaura Cebrián ... Cuando me cansaba de leer daba un paseo. Después devolvía los libros, cogía otros y volvía al vagón, un lugar fresco, espacioso, tranquilo, un lugar en el que estuve desde los 16 hasta los 19 años, un pasillo iluminado a veces por los minúsculos rayos de sol que atravesaban las maderas, el lugar de la esperanza y las pesadillas, un pasillo sin salida aparente, la avenida donde una mañana me quedé dormido y soñé que Juanjo era el alcalde de Macondo y de Trinidad (al mismo tiempo) y Bernal Díaz del Castillo y Alonso de Ercilla charlaban con él en una cantina, todos completamente borrachos, Juanjo con unas patillas enormes, como de prócer de la Revolución, Bernal y Alonso sucios y despeinados, con ojeras, como una entelequia literaria vomitada por la selva.

Una vez, después de clase, me acerqué a Juanjo y le dije que había leído a V.S. Naipul y a Carpentier, y que me había gustado más (aunque la palabra gustar tal vez no sea la más indicada, tal vez sea mejor llenar o aplastar) el primero, mientras que el segundo, añadí, me había aterrorizado. Juanjo recogió sus papeles y sin decirme nada salió de la clase, le seguí hasta la salida, mientras se colocaba el casco y se abrochaba la cazadora le dije que, desde mi punto de vista, Carpentier sólo miraba el cielo y su mirada seguía a los dulces pájaros que cambiaban de árbol aunque la mirada del cubano no se detenía ahí, sino que seguía a las aves a través de los continentes y de las estaciones, incluso a través de la historia del Hombre, y que tal vez el señor Alejo no se había dado cuenta o tal vez sí, y ahí estaba el error, pero siempre se trataba de los mismos bellos pájaros: guacamayos, tocororos, zunzuncito... Por el contrario, seguí diciendo mientras Juanjo arrancaba la moto, los ojos de Naipul atravesaban el suelo y deambulaban por minas abandonadas y descansaban, si es que lo hacían, en una cripta, y sus oídos, seguí diciendo, los oídos peludos de Naipul, justo después de vomitar, sólo escuchaban determinadas palabras y veían determinados pájaros, todos enormes y furiosos, y los ojos huecos de Naipul, dije al borde de las lágrimas, sólo veían cuevas atestadas de gente bien vestida o una ciudad en mitad del desierto donde la gente iba caminando a todas partes con una serenidad que te ponía los pelos de punta. Torturas, conspiraciones, malos cálculos, toda la verdad de sopetón, añadí. Con el casco puesto Juanjo me miró y me dijo: vete a la mierda. Después arrancó su moto y se marchó.

Al día siguiente, después de mirar por la ventana durante más de diez minutos, Juanjo anunció un examen sorpresa. Todas las preguntas trataban sobre la Literatura Hispanoamericana del siglo XX y, como era de esperar, abundaban las relativas a la vida y obra de Carpentier, aunque sería más sensato decir que todas las preguntas versaban sobre Carpentier y García Márquez, sobre la alegría y la selva, sobre la isla de Trinidad y Macondo, sobre una isla dentro de otra isla, sobre un escritor dentro del estómago de otro escritor, la Literatura Latinoamericana para Juanjo sólo iba, como los tocororos, los guacamayos y los zunzuncitos, de un árbol cubano a otro colombiano, y viceversa, es decir ni Rastro de Bioy, ni rastro de Rulfo, ni rastro de Cortázar, a Monterroso mejor lo aplastamos como una mosca, ¿qué iba a hacer Monterroso en la cabeza de un chico de 18 años? Perturbarle, sodomizarle, hacerle perder la noción de la realidad, como chico y como lector y no digamos ya como aspirante a escritor.

El examen se completaba con preguntas adicionales, preguntas de reserva para los más estudiosos, aunque aquéllas, advirtió Juanjo, trataban sobre la primera explosión o la explosión base, es decir sobre los que encendieron la mecha y luego salieron corriendo, como me gustaba decir a mí. Como había hecho otras veces, Juanjo abandonó la clase en mitad del examen y volvió pasada media hora, ausencia que permitió a Úrsula sacar los apuntes y colocarlos encima de la mesa con una parsimonia total, como quien exhibe el pescado fresco sobre la piedra húmeda de la lonja, mientras los demás se dedicaban, o al menos eso parecía, a intentar responder a las preguntas de Juanjo, o a juzgar por las caras de algunos a intentar descifrar las preguntas de Juanjo. Por mi parte, saqué un libro de Efraín Huerta y me puse a leer.

¿Dónde iba Juanjo en mitad del examen? ¿Se encerraba en el baño a fumar mientras leía al revés El Siglo de las Luces? ¿Recorría el instituto ayudado por un lampadario? ¿Salía al patio a observar los pájaros mientras silbaba una cumbia, un ballenato o un mapalé? ¿Cambiaba el aceite de su moto? Nunca lo sabremos.


Tres días después del examen Juanjo anunció los resultados. Como era de esperar, suspendí. Como era de esperar, sólo Úrsula aprobó y sus labios, si es que esto es posible, enrojecieron y se juntaron en un beso para toda la clase pero tal vez, y esto es lo más probable teniendo en cuenta mi obsesión enfermiza y esquizofrénica, en un gesto cándido y pícaro, pues aprobar con Juanjo, según las lenguas blancas, era un privilegio sólo al alcance de unos pocos, y si uno además aprobaba un examen sobre Literatura Hispanoamericana o Literatura macondiana o cubana, ésta última en toda su extensión, entonces el privilegio ascendía a la categoría de galardón o coronación, aunque a decir verdad las lenguas negras decían que Juanjo era sólo un motorista y que por tanto daba igual aprobar o no un examen de Literatura Hispanoamericana o de Literatura Australiana, si es que hasta allí llegaba la Literatura, pues ibas a suspender igual pasara lo que pasara.

Una mañana, antes de entrar a clase, me acerqué a Úrsula con la excusa de pedirle unos apuntes. ¿No estuviste ayer en clase de Historia?, dijo Úrsula, no, respondí, pues juraría que te vi, dijo ella, sería un espejismo, añadí, y tuve ganas de salir corriendo, pero sus ojos verdes me lo impidieron. No tengo aquí los apuntes, pero puedes pasarte por casa esta tarde, me dijo. ¡¡¡Alabado Jacques Vaché, alabado Théodore Fraenkel, alabado Pierre Louys, cuidad de mi padre, pues yo ya no volveré !!! Pero volví. Úrsula me atendió en el umbral de la puerta, ¿te gustaría dar una vuelta?, dije después de que ella me entregara los apuntes que yo ya tenía, no puedo, contestó, tengo que cuidar de mi hermana pequeña, mi madre trabaja hasta las diez, si consigo que la enana se duerma podré estudiar un poco. Puede venir con nosotros, dije, ¿quién?, dijo Úrsula, tu hermana, añadí, puede venir si quiere, sólo daremos un paseo, si os apetece puedo enseñaros un vagón jaula parecido a los que utilizaban los nazis, no puede venir, dijo Úrsula, tiene cinco años y está enferma del corazón, está en la cama, no puede moverse, antes de que se duerma procuro contarle algo, cómo me ha ido el día, cómo van mis estudios, lo que sea para entretenerla, después se duerme y yo estudio un rato, hasta que llega mi madre. Dije de acuerdo, otro día será, y Úrsula hizo ademán de cerrar la puerta pero dijo no espera, es broma, mi hermana está bien, yo estoy bien, sólo que hoy no puedo quedar contigo. Tuve ganas de besarla, pero me marché.

Como Víctor Hughes sonámbulo, como el coronel Aureliano Buendía completamente borracho o desesperado, como dijo (¿mientras dormía?) el doctor Carpentier, Juanjo llegaba a clase en mitad de un trueno de aldabas o de herraduras claramente audibles desde la planta baja (una melodía bellísima, un huracán caribeño), pero no para lograr la liberación de los oprimidos, no para sanar a los enfermos, sino para drogarlos o hipnotizarlos y tirarles luego desde una moto en marcha. Juanjo se desabotonaba la camisa y oraba para nosotros, decía boom y todos abríamos los ojos como los últimos corderos en la jornada del matarife, decía boom y alguien, tal vez yo, añadía ¿qué es eso?, ¿ un disparo, un cohete?, ¿hoy es fiesta? Y Juanjo me decía: Joaquinito, tú no te enteras de nada. El honor y el horno, tan juntitos.

Úrsula tenía 17 años y los ojos verdes, era una chica amable y valiente, pero no fui a su entierro. Un día no apareció por clase, al día siguiente nos dieron la noticia. Todo fue rápido y decisivo. Los compañeros de clase me dijeron que Juanjo tampoco fue al entierro, no me extrañó en absoluto, tal vez Juanjo pensaba que Úrsula viviría 115 años y en lo más profundo de su éxtasis literario recibiera el mazazo del desencanto, tal vez Juanjo acabara de masturbarse en el baño del instituto pensando en Úrsula Buendía y nada más abrir la puerta el director del centro, que se lavaba las manos mientras silbaba una ranchera, le diera la noticia, la noticia real, la verdadera, no la que se contaba una semana después de haber enterrado el cuerpo, a saber: que el fantasma de Úrsula se paseaba por los pasillos del instituto en horas de clase, que el fantasma de Úrsula accedía con total libertad a la sala de profesores y revolvía los papeles, etc ¿Estaba el cielo limpio la mañana del 3 de noviembre de 1987? ¿ Los semáforos funcionaban correctamente? ¿Los empleados entraban a trabajar en fila a las cocheras del ferrocarril? ¿La gente iba a los supermercados, subía a los autobuses, compraba el periódico? Probablemente si, probablemente los demás estarían bailando o llorando o atracando algún establecimiento en esta ciudad fantasma, o celebrando una boda o haciendo el amor o firmando un contrato falso o simplemente durmiendo, mientras yo (y esto es seguro) estaría escondido en el vagón jaula, a oscuras, mientras la madre de Úrsula entraba en la habitación de su hija y la tocaba en la mejilla y después se ponía a gritar como sólo es capaz de gritar una mujer cuando se le muere una hija de 17 años y con los ojos verdes.

Mientras los ectoplasmas de Carpentier y García Márquez sobrevolaban nuestras cabezas, mientras los ojos de Úrsula se hundían irremediablemente en el fango ignominioso de la memoria, a mi padre le despidieron del trabajo. Durante los últimos 20 años de su vida transportó mercancías peligrosas por ferrocarril, pero la empresa se fue a pique y los que no se suicidaron se buscaron otro empleo o se marcharon de la ciudad, pero mi padre aguantó, si se puede llamar así, mi madre no, mi madre se marchó con un compañero de trabajo, no aguanto más, me dijo, lo sé, dije yo, este es tu sitio, será mejor que te quedes con tu padre, añadió ella, no me digas cuál es mi sitio, yo sé lo que tengo que hacer, no te enfades, dame un beso, dijo mi madre, y ya no la volví a ver. Poco después, quiero decir 7 u 8 meses después de estar al borde de la mendicidad (a veces no comíamos, del aseo diario es mejor no hablar) mi padre encontró trabajo: dejar bien limpio el sex show que había a dos manzanas de casa, un tugurio que se caía a pedazos pero que tenía clientela fija, normalmente hombres de unos cincuenta años, universitarios y a veces universitarios y universitarias, solas o acompañadas de hombres de unos cincuenta años, etc ...
Antes de que mi padre aceptara la oferta le sugerí que tal vez era yo quien debía ponerse a trabajar, pero él me dijo consigue una beca y vete lo más lejos que puedas, todavía puedo apañarme solo. El trabajo de mi padre consistía en pasar la fregona por las cabinas recién usadas, había restos de semen y papeles arrugados y monedas que alguna mano nerviosa no acertó a colocar en la ranura. Cuando terminaba con las cabinas se ocupaba de los baños que, sin saber por qué, siempre estaban más limpios que aquéllas. Después limpiaba el camerino de las chicas, limpiaba la parte del video club y la sección de juguetes eróticos. Por fin, sacaba la basura y se fumaba un cigarrillo mirando las nubes. Esporádicamente, aparte de limpiar, también se dedicaba a ejecutar y a hacer guardar la seguridad del local, como decía él, y en más de una ocasión intervino en una pelea, aunque siempre salió mal parado, pero la violencia era la última opción, normalmente intentaba dialogar, mantener un tono sereno, elegir bien las palabras, pero un puñetazo acababa con todo y entonces no quedaba más remedio.

Las bailarinas eran todas extranjeras, normalmente africanas, aunque también había polacas, mexicanas y dos japonesas, estas últimas el verdadero reclamo, pero ninguna de ellas era fija durante mucho tiempo. Cuando mi padre entraba en el camerino todas le abrazaban, todas le contaban su vida arruinada o incomprensible, como si acabaran de salir de un cine y las calles estuvieran vacías y los edificios derribados, es decir las polacas le hablaban de cadáveres diarios al borde del río Warta, las africanas de sus hijos perdidos y tal vez olvidados para siempre, una mexicana le hablaba, indistintamente, de un sueño o encuentro con la Virgen de Guadalupe, donde ésta la conminaba con un tono marcial a dedicarse al espectáculo, o de otro sueño, éste mucho más aterrador, donde se ve a un a mujer de unos setenta años a punto de cruzar una calle junto a un malecón, tal vez Palenque o tal vez la Avenida Costera Miguel Alemán, en Acapulco, el caso es que la mujer, antes de cruzar la calle, se fija en un niño sentado en un banco del paseo marítimo, está leyendo con las rodillas juntas y encogidas, hasta que una ola gigante le aplasta, por un momento el paseo desaparece pero en pocos segundos el mar se retira y el niño sigue allí, leyendo, apartando el agua de las páginas mientras sonríe.

La otra mexicana no hablaba nunca. Las japonesas, por el contrario, sólo le hablaban de sadomasoquismo.

Una noche fui a buscar a mi padre a la salida del trabajo. Había pasado la tarde en el vagón, a veces leyendo, a veces fumando y viendo desaparecer el humo, estaba aburrido y me apetecía despejarme. Entré en el local y eché un vistazo a las películas, todas a años luz (o no) de lo real maravilloso. Apareció mi padre acompañado de una chica. Era bajita, morena, y no tendría más de 25 años, llevaba el pelo suelto y en sus ojos, o mejor, alrededor de sus ojos, se oxidaba una locomotora abandonada. Soy Jennifer Jones, me dijo, ¿cómo la actriz de Vittorio de Sica en Estación Termini?, dije yo, tontamente, con una voz que no reconocí, no, dijo ella, como mi madre. Pero Jennifer no era americana, tampoco argentina, tampoco chilena ni mexicana ni italiana, sino japonesa, y días después, cuando mi padre me dijo que Jennifer leía bastante y que además le hacía compañía, mucha compañía, salí en su busca y la invité a dar un paseo. No sé cuanto tiempo caminamos, o si caminamos o volamos, el caso es que Jennifer me dijo que no recordaba gran cosa de su Kobe natal, tan sólo que su abuelo fue piloto kamikaze en la Segunda Guerra Mundial y que su padre se había suicidado sin ningún motivo aparente y, después de mucho tiempo analizando el asunto, tampoco sin ningún motivo razonable o de peso, se suicidó una tarde del mes de mayo y ahí se acabó todo. Al día siguiente de la tragedia su madre, como cualquier desesperado que corre para dejar atrás un incendio, se cambió el nombre por el de Jennifer Jones, aunque según Jennifer (hija) su madre ignoraba quién era la actriz americana.

Una mañana, con 23 años, Jennifer salió de su casa sin avisar a su madre y cogió un tren hasta Tokio y luego un barco hasta Shangai, ahí cogió el Transmongoliano hasta Moscú y ahí el Transiberiano hasta la República de Karachar-Cherkesía, aunque tal vez fuera al revés, y luego pasó a Ucrania y después de Praga cogió otro tren (éste muy caro, según me contó) y en ese tren durmió por primera vez en no sabe cuánto tiempo, tal vez dos meses, tal vez tres, aunque a mí me parecía demasiado sin dormir para un cuerpo tan menudo y también muy poco tiempo de viaje para tanta distancia, pero según Jennifer se echó a dormir y despertó en esta ciudad, trabajó de camarera, limpió casas, dio clases de japonés, después empezó a bailar en varias discotecas, empezó a leer, a pasear, a veces acompañada, la mayoría de las veces sola y sin rumbo fijo, se metía en una calle, doblaba, aparecía en otra, subía, salía a una avenida, después a un callejón, aunque a decir verdad los callejones los esquivaba, tenía, según me dijo, un olfato especial para detectar los callejones antes de verlos, entrar en un callejón suponía tener que retroceder y eso, retroceder, era cosa de cobardes.

Mientras caminábamos tuve la tentación de preguntarla si era masoquista, pero ella se adelantó y me preguntó a qué me gustaría dedicarme en un futuro, ¿en un futuro?, dije, si, dijo ella, cuando seas mayor, ¿a qué vas a dedicar tu tiempo?, no lo sé, respondí, aunque luego añadí que tal vez sólo me dedicara a leer, pero no en esta ciudad, tal vez consiga una beca y me vaya lejos, y después de decir esto tuve ganar de reír pero me aguanté.

Antes de despedirnos pregunté a Jennifer si salía con mi padre y acto seguido ella me preguntó por mis escritores favoritos, he preguntado yo primero, dije, no, dijo ella, pero hablamos mucho, nos divertimos juntos, ¿sabes que a tu padre le hubiese gustado ser conductor de trenes de lujo? Conducir Le Train Bleu y llegar a París al amanecer, conducir el Rheingold Express y disfrutar de su cúpula transparente, de las viñas al borde del Rhin, de las montañas suizas, ... ¿ A ti no te parece mucho más elegante que cualquier otra cosa transportar nitrato de amonio en vagones cisterna de acero inoxidable austenítico?, ¿quiénes son tus escritores favoritos?, volvió a preguntar Jennifer, ¿tú nunca respiras?, la dije, y luego contesté, con los ojos cerrados: García Márquez y Carpentier, y ella se rió, ¿en serio?, me dijo, en serio, añadí. Después Jennifer Jones me dio dos besos y se marchó.

Una mañana el encargado le dijo a mi padre que se marchara, había contratado a alguien mejor. ¿Mejor que yo?, dijo mi padre, y el encargado respondió: si. Desde ese día mi padre se encerró en casa, a veces le veía leyendo o revisando viejos papeles, cuando yo llegaba del instituto hacíamos juntos la comida, intentábamos mantener una conversación animada sobre varios temas, le preguntaba por cómo había pasado el día, le preguntaba si había salido, si había visitado a alguien, en un ataque de ansiedad le preguntaba por mi madre, le preguntaba si todavía la quería, pero no contestaba, después él me preguntaba por mis clases, por los compañeros, ¿tienes novia?, decía, y después añadía: estudia o te machaco. No te preocupes por mí, le decía, y seguía comiendo, entonces él dejaba los cubiertos y respondía ¿cómo que no me preocupe por ti?, ¿por quién debo preocuparme entonces, eh, listillo?, no te preocupes, le decía yo, estoy estudiando mucho. Después de comer mi padre lavaba los platos y salía a pasear por la ciudad, cogía su cámara fotográfica y mientras paseaba fotografiaba las nubes. Más tarde a cada foto, a cada nube, según su forma, le daba un nombre de país, después colocaba las fotos en un álbum que siempre titulaba Mapamundi. Llegaba a casa al anochecer, borracho, sujetando contra el pecho la cámara de fotos, yo le llevaba hasta la cama y allí le tumbaba y le desnudaba, a veces tenía la tentación de leerle algo de Carpentier, de García Márquez, sólo para que le atrapara el sueño y volara, pero luego pensaba que no tenía ningún motivo para apalear a mi padre de esa manera, así que sólo esperaba en silencio a que se durmiera, después me preparaba la cena, después me iba un rato al vagón jaula, con la ayuda de una linterna me dedicaba a leer y a escribir lo que fuera en mi libreta. A las once y media volvía a casa y me iba a dormir.

Durante dos semanas más profundizamos en Alejo, en Gabriel, en la realidad caribeña y universal, en la realidad, digamos, perfumada y de retrato total, y Juanjo propuso un juego para la semana próxima, una composición real maravillosa sobre lo que quisiéramos, aunque nos advirtió que nos esmeráramos, pues lo tendría en cuenta para la nota final.

La ciudad dormitorio - Molina Foix

Primer premio

La ciudad dormitorio
Vicente Molina Foix



Fue el perfume y no los zapatos. Los zapatos eran llamativos, sobre todo vistos desde atrás, avanzando firmemente por el pasillo del vagón, sosteniendo las piernas muy delgadas de la mujer; unos tacones altos plateados y un empeine de piel de serpiente. Pero había sido el aroma de lima, verbena y espliego, una fragancia fuerte, poco femenina, lo que sacó de su sueño ligero a Sixto. ¿Dónde había él olido antes ese perfume?

Llegó a la Estación Central y se olvidó de la mujer olida por la espalda; tenía que repasar en la cabeza, mientras caminaba hacia los laboratorios, el plan de trabajo. Ese martes se presentaba como un día agobiante; por muchas vueltas que le daba, no veía el modo de hacer en los dos turnos de cuatro horas todo lo que su jefe, el Doctor Leire, le había marcado. Así que acabó tarde, más tarde de su hora y más tarde que sus compañeros; el tren de regreso iba casi vacío, y en su vagón ninguna mujer.

El miércoles se estuvo fijando en las piernas femeninas que subían al tren o estaban ya acomodadas en los asientos, sin ver los tacones plateados ni la lustrosa piel de serpiente. Era el mismo convoy de todos los días, el de las 7.57, y las caras de los viajeros las mismas de todas las mañanas, hombres y mujeres recién despejados bajo la ducha, leyendo el periódico, sonriendo con añoranza a la pantalla del móvil, repasando sus obligaciones en el ordenador. Todos vivían en la misma ciudad periférica, todos trabajaban en la capital como él, en empresas similares a la suya, tal vez a las órdenes de jefes tan mandones como el Doctor Leire, y con ninguno de ellos hablaba ni hablaría seguramente en el trayecto diario del tren-lanzadera. La mujer del aroma cítrico. No le había visto la cara ayer, ni recordaba siquiera cómo iba vestida más allá de sus zapatos altos de vampiresa.

Al ir a abandonar el vagón, mientras veía por la ventanilla el reloj del andén señalando exactamente las 8.21, Sixto olió el perfume de la mañana anterior. Venía de una rebeca de punto color azul cielo doblada encima de un asiento de pasillo, el más cercano a la puerta, y posiblemente olvidada. Se detuvo, dejó pasar a los viajeros que hacían cola detrás de él, dudó entre tomar la rebeca para dársela al revisor o esperar a que la dueña volviese. Al cabo de unos minutos decidió bajar, pero antes se inclinó sobre la prenda de lana y, levantándola con cuidado, la olió escrupulosamente. Luego se dirigió a pie hasta el laboratorio, donde ya el Doctor Leire estaría aguardando la llegada de los empleados con el ceño fruncido y el tufo cenagoso de su bata blanca.

El viernes a las seis acabó la jornada laboral y se fue en ‘metro’ a casa de su hermano, que vivía en el centro de la capital, cerca de las multi-salas Astoria donde pasaba la mayor parte de su tiempo. Nicolás era crítico de cine en un periódico ‘online’ y no pagaba por ver las películas, incluso las que veía sin tener que escribir de ellas. Su pase personal e intransferible valía para dos personas, y los fines de semana en que no tenía con él a su hijo los hermanos no salían del cine, que a Sixto le apasionaba mucho menos que a Nico Carver, el ‘nickname’ profesional de Nicolás. Aun así, Sixto prefería ir saltando de una sala a otra del complejo cinematográfico, vaciando ansiosamente los cucuruchos de palomitas, sorbiendo ruidosamente los refrescos, viendo a veces sólo un tercio de las películas, a tener que escuchar desde la cama-turca del salón donde dormía las angustiadas confesiones de Nicolás, que en casa bebía vino por el cuello de la botella y se ponía auto-crítico.

Los dos acababan de separarse, en ambos casos por iniciativa de sus mujeres, y si la suya llevaba tiempo anunciándoselo, y él esperándoselo, la de su hermano, decía éste derramando el vino sobre su camisa, lo había decidido “a traición”, con una maldad sinuosa que, por mucha memoria que hiciera, no encontraba en ninguna de las mujeres fatales del cine negro. Y su dolor, comparable según él mismo al de los más taciturnos personajes de la cinematografía escandinava, no se mitigaba con el paso de los días, agravado por la cara larga de su hijo de siete años al ser depositado delante del portal de Nicolás en los fines de semana alternos que le correspondían; el niño prefería jugar al balón-volea con los amiguitos en el jardincillo de la casa de su madre a ver películas, algunas habladas en coreano, con su padre.

El domingo, después de haber visto en una sesión matinal de los multicines Astoria una película de terror ambientada en Toledo que Nico Carver -en los gustos de cine muy anti-español- pensaba destrozar en su página online, Sixto se despidió precipitadamente de su hermano, comió un bocadillo en la estación, hizo tiempo paseando por el mercadillo de artesanía del hall de Llegadas y tomó un tren de regreso a las 18.39. Al llegar a su apartamento de la ciudad periférica encendió el televisor, se quitó la ropa, descongeló un pastel de queso y frambuesa y se puso a ver por costumbre una película empezada que daba Tele 5. No quería más cine, ni siquiera cómico. Se puso el albornoz y se asomó a la única ventana del apartamento: la ciudad estaba apagándose.

El lunes se levantó con mal cuerpo, se duchó sin enjabonarse, se tomó el café en el bar de la estación, se quemó la lengua, por la prisa, y encontró un asiento de ventanilla, confiando en seguir dormitando, como solía hacer, en los veinticuatro minutos del viaje. Cuando había dado la segunda cabezada le despertó una acidez; la mujer con auriculares sentada frente a él estaba pelando una mandarina y hablando sola. Al ver que él la miraba fijamente, dejó de hablar, dejó la mandarina a medio pelar en el reposa-brazos de su asiento, se incorporó, tropezó con las piernas de Sixto, le pidió perdón con una sonrisa y salió a la plataforma del tren, donde siguió hablando sin manos hasta que el tren llegó a la estación. Viéndola mover los labios al otro lado de la puerta automática de cristal se dio cuenta de dos cosas, no tuvo tiempo de más. Llevaba puesta la rebeca azul de punto que el día anterior él había visto doblada y abandonada. No era una mujer sino una chica de poco más de veinte años, morena, de pómulos salientes y zapatos dorados de tacón alto.

Fue una semana muy lánguida. El Doctor Leire dijo estar escamado por el ritmo lento, como de caracoles, de sus trabajadores, y en los trenes que tomó Sixto no viajó la chica de la rebeca azul cielo y los zapatos de oropel. Aun así Sixto le dijo el jueves por teléfono a su hermano, que le esperaba ese fin de semana (el niño había cogido la varicela y su madre lo tenía en cuarentena), que no lo pasaría con él, ni ése ni los siguientes. Iba a cambiar de hábitos. Ver menos cine, leer más, ir al gimnasio. Oyó al otro lado de la línea un silencio, una aspiración profunda y el descorche de una botella.

El viernes volvió a casa en el tren de las 19.55, lleno de gente exaltada por las esperanzas del fin de semana, fue a su apartamento, se cambió y salió, cruzando el Parque Reyes de España, hasta la Avenida de la Constitución, que estaba colapsada. Los fue contando. No los coches en el atasco sino los ‘pubs’ abarrotados a esa hora, la hora antes de la cena. Entró en uno llamado ‘Cancún’ a tomarse el aperitivo, y la chica que atendía la barra se volvió a mirarle con sorpresa al oír que le había pedido una cerveza; era la hora feliz, y sólo se servían margaritas, dos al precio de una. Sixto le guiñó un ojo y se sentó en el taburete más alto. La camarera dio media vuelta, abrió un armario de cristales opacos y allí estaban, como flores frescas, las margaritas hechas. Treinta o más, iluminando con su amarillo verdoso la cara de la muchacha.

Estuvo en tres de los dieciséis ‘pubs’ de la avenida, cenó pasadas las once en un ‘sushi-bar’ que hacía desfilar la comida en un trenecito eléctrico de platillos separados, y se puso a hacer cola delante de la discoteca ‘Prince’, que abría pasadas las doce. Vio amanecer dando tumbos.

El sábado se levantó al mediodía, con mareo, y abrió, por segunda vez desde que había alquilado el apartamento, las ventanas del salón-cocina-aseo-tendedero-dormitorio. Daba al patio del edificio de enfrente, pero como su casa estaba en el último piso, el patio dejaba ver las copas de los árboles del parque Reyes de España. Las copas. Se hizo un café instantáneo, se tomó una aspirina, se puso un chándal y salió a la calle sintiéndose el explorador de una ciudad dormida. El supermercado vacío. La lavandería de autoservicio sin clientes, la ‘boutique’ del pan con las ‘baguettes’ apiladas como balas en los banastos. De la ciudad periférica donde vivía desde hacía dos meses sólo conocía la estación, la calle que llevaba a la estación, la tienda de los chinos en la plazoleta y el estanco a dos manzanas de su domicilio; la separación le había devuelto las ganas de fumar.

Empezó a salir todas las noches de la semana, y se hizo amigo de la camarera de las margaritas, que se llamaba Ludivina, un nombre que a él le gustó mucho y ella odiaba. Prefería ser conocida como Divina, aunque diera risa al principio. Un domingo quedaron a primera hora de la tarde en casa de él, se contaron sus infancias de pueblo, se fumaron un paquete y medio, bebieron pacharán y sin darse cuenta estaban acostándose, llevado él por la mano de ella. La chica cambió de opinión bajo las sábanas, tapándose la cara y diciendo sólo una palabra varias veces: “Atada”. Sixto nunca había atado a ninguna mujer, y menos que a ninguna a aquella con la que se casó, pero su formación científica le inducía al experimento. ¿Tendría cuerdas en el tendedero? No era lo que él pensaba. “Me siento atada. Todavía”. Y se lo explicó, mientras volvía a vestirse: atada por un novio chileno que la dejó de golpe una noche y desde entonces le mandaba mensajes de móvil llamándola “mi divina luz“ y diciéndole que quería volver con ella. Pero nunca volvía. Sixto la desató del compromiso adquirido en la cama, le sirvió el último pacharán, la abrazó con cariño, y Divina se fue al ‘pub’, donde empezaba su turno a las ocho.

En los meses siguientes, Sixto no se apuntó al gimnasio, no vio a su hermano, no leyó ningún libro ni se encontró de nuevo en el tren con la chica de la rebeca azul perfumada. Su vida trascurrió entre el laboratorio de productos químicos y el apartamento de un solo ambiente, entre la rutina del trabajo y la costumbre de salir todas las noches. El Doctor Leire le ascendió a jefe de personal, impresionado, le dijo con un dejo de burla, más que por su olfato por su tacto. Divina, que acabó por aceptar su nombre de bautismo, volvió con su ex para abrir juntos una tetería a la que pusieron ‘Ludivina & René’.

Los ‘pubs’, las marisquerías, los bares de tapas, los estancos. Las chicas eslavas de las barras americanas, los solteros incomprendidos, los casados bebidos, los aparcacoches confidenciales. Todo lo fue enumerando Sixto, mientras contaba los días. Había llegado al final de las existencias de su ciudad periférica, y se sentó –era un miércoles- en el sillón de su apartamento, y allí se quedó dormido antes del anochecer. A las 7 de la mañana le despertó la alarma del móvil, pero al abrir el grifo de la ducha se acordó de que no tenía que ir a trabajar; era fiesta en la capital, el santo patrón. Así que no se duchó, desayunó una lata de té sin azúcar y un paquete de rosquillas horas antes de caducar, y bajó, con la ropa de día laborable, a comprar tabaco. Entonces la vio.

Andaba deprisa unos cincuenta metros por delante de él, y no tuvo duda; el modo de andar, la rebeca, los zapatos de alto tacón y piel de cebra a tiras. Llegó a la estación casi al mismo tiempo que ella, y no se interpuso. Era mejor seguirla, pasar al andén 2 mostrando su abono mensual, esperar la llegada del tren de las 9.15, sentarse en el mismo vagón que ella pero no frente a ella, no decirle nada, no acercarse a husmearla.

Al llegar a la Estación Central la perdió en el tumulto de un grupo de peregrinos del Camino de Santiago al mando de un guía con un bordón de conchas sostenible: al ser izado con brío delante de la locomotora a punto de arrancar, el bastón jacobeo emitía un rayo láser. La recuperó en el hall, donde ella se había parado a comprar un periódico. Siguió poniendo distancias en el ‘metro’. La chica tomó la línea Circular y bajó en la parada más cercana a la casa de Nicolás. Subieron en paralelo, él por la escalera de piedra y ella, pasando lentamente las hojas del periódico, por la mecánica. Hacía frío fuera, las familias cogían sitio esperando la procesión del Santo, y la chica se dirigía a la calle donde estaban los cines preferidos de Nico Carver.

Al aparecer el santo patrón en andas, acompañado por una banda de música y un coro de niños con traje talar, la chica desapareció entre los fieles. Sixto cruzó la doble fila de los que desfilaban y llegó a la fachada de los multicines Astoria, donde el portero único de todas las salas, ante la poca afluencia de público en aquella ’matinée’ festiva, había salido a la acera para ver pasar al Patrono. Acostumbrado a no pagar, Sixto se coló, aprovechando la devoción del portero (arrodillado ahora encima de la alfombra roja exterior y mezclado su timbre de barítono a las voces blancas en el cántico), y entró en la primera sala de la planta baja, la Sala 1, que aún estaba a oscuras. En la 2 había un adulto y a su lado tres niñas con gafas de cartón mirando hacia atrás, como si esperasen la entrada por esa puerta del fondo del Conejo en tres dimensiones que venían a ver; la figura plana de Sixto les resultó de poco interés, y en el mismo instante de su menosprecio se apagaron las luces y empezó la sesión infantil.

La chica no estaba en ninguna de las salas, pero ya que había entrado decidió quedarse, temiendo que el portero le descubriese al salir él solo tan pronto. El cartel que más le atrajo fue el de la Sala 8, se asomó, estaban poniendo un trailer, entró, se sentó en la última fila, creyendo ser el único espectador. No era el único. En la segunda fila, encajonado en un asiento cercano a la pared acolchada, estaba su hermano, sin hijo y con libreta de apuntes. Al verle, Sixto se encajonó también en el suyo. Las primeras imágenes de la película cuyo cartel le había hecho entrar eran de una nave espacial que se estrellaba en el océano, saltando de su interior, como caballitos de mar, un grupo de mujeres extraterrestres; el bolígrafo-linterna de Nicolás ya se estaba moviendo como una mosca azul por la mini-sala. Sixto se levantó sin hacer ruido, descorrió las cortinas, abrió la puerta, salió al corredor y oyó unas pisadas acercándose. Tenía frente a él, sin cartel de cine ni número de sala, un portón metálico pintado de blanco, y por allí se metió, furtivamente. Qué olor tan grato y ácido en la oscuridad de aquel lugar cerrado. Las pisadas se detuvieron en el exterior, y la pequeña puerta se abrió, dejando entrar un poco de luz. Se agachó, aunque una esquina dura se le clavaba en un costado. Alguien venía a coger algo que no necesitaba ver en la penumbra del cuarto. Sintió junto a su cabeza el paso de una mano, el sonido de un clic, la caída de un líquido. A continuación, la intensidad de aquel olor nada extraño, el cierre del portón desde fuera.

Cuando habían pasado cinco minutos y el corredor parecía tranquilo, Sixto se incorporó y fue hasta la salida tanteando. Tubos en la pared, depósitos de plástico llenos de una sustancia caldosa que goteaba por la boca de sus llaves de paso. El interruptor. No quería ser descubierto, pero tenía curiosidad. Lo pulsó. Era el almacén de las películas de la semana, o quizá del mes, pues los rollos se amontonaban dentro de las latas, dejando sólo entre cada montón el sitio para un cuerpo. Enlatadas todas eran iguales, y ni su hermano, pensó, podría adivinar de qué país venían, la historia que contaba cada una, el color de la piel de sus actores. Así que apagó la luz y salió. En el corredor, frente al portón, a medio metro de él, estaba la chica de la rebeca azul cielo. Algo había cambiado en ella. La miró a los pies. Sólo llevaba medias, sin zapatos, y eso la reducía.

- ¿Qué hacía ahí dentro?

- ¿Yo? Iba buscando el aseo.

- Pues ahí no es.

- Ya me he dado cuenta.

- ¿Y en qué sala está usted?

- La 8 creo. La película de marcianos.

- ¿Ahí?

- Sí.

- Bueno. Pues el váter está al fondo a la derecha. Y hay otro en la planta baja, junto a la salida.

- No, si yo no me voy.

Sixto se alejó por el pasillo, hacia la puerta señalizada con los bigotes de un Clark Gable en bajorrelieve, pero antes de pasar se volvió; la chica había entrado en el almacén de las latas metálicas y los tubos. Abrió el grifo del agua fría, lo dejó correr, se miró al espejo, salió del lavabo y entró en la Sala 10, donde era improbable que a su hermano se le ocurriese entrar a ver, ni siquiera a mitad, la película francesa. Él la aguantó entera.
Llevaba más de ocho horas dentro de los Astoria, burlando en sus entradas y salidas de las mini-salas al portero, a Nico Carver en su deambular de alma en pena, al encargado del puesto de venta de las chucherías, abierto para las sesiones de tarde. Por ninguna parte la chica del tren. Sixto aguantó hasta las siete y media, cuando había colas de día de fiesta en los corredores, en el vestíbulo, incluso ante las grandes puertas de cristal, donde la alfombra roja estaba empapada. El Santo, atendiendo a las rogativas del coro, había terminado con la sequía.

Al salir de los cines la vio, detrás de la mampara de la taquilla, inmóvil, con la cabeza baja. Las lucecitas rojas del exterior indicaban que las entradas para todas las salas se habían agotado. Sixto se acercó a la mampara y la miró sin que ella, absorta en la lectura de un libro grueso, se diera cuenta. Sentada en un taburete alto, la rebeca azul colgaba de una percha al lado de un cartel de ‘Titanic’, y cerca de sus pies descalzos estaban alineados tres pares de zapatos de tacón. Llovía con efectos especiales de tornado en la lejanía.

Nicolás no se sorprendió de oír su voz por el telefonillo. Ni siquiera le respondió; abrió desde arriba el portal y Sixto entró en el edificio. Su hermano estaba borracho ante el ordenador, tecleando serenamente los juicios ‘online’ de Nico Carver. Le ofreció empanadillas sin apartar la vista de la pantalla. Sixto hizo sus cálculos mirando el reloj y la página de la cartelera. A las 10 y cuarto se despidió de su hermano, bajó andando los cuatro pisos, comprobó que la fachada de los Astoria iba apagándose por tramos, y tomó un taxi. Ya no silbaba el viento ni llovía. A las 10.50 estaba sentado en un banco de la estación ferroviaria, cuando entró la chica. La esperó al otro lado del arco detector de metales.

- Hola. ¿Te acuerdas de mí?

- Pues…Tú estabas esta tarde…donde no tenías que estar.

- Sí.

- ‘Mujeres vengadoras de Saturno’. ¿No me habrás seguido…?

- No. Te he visto llegar y me he dicho: “qué casualidad”

- ¿Te gusta el cine?

- Me gustan los Astoria. Y no pago.

- ¿Te cuelas?

- Me invita mi hermano que es crítico.

- Las películas me gustarían si no tuviera que estar a todas horas con ellas.

- ¿Las ves?

- A cachos. Estoy trabajando.

- Yo pensaba que ahora la gente no iba al cine.

- Eso depende. Pero es que yo no sólo vendo las entradas. Yo…

Había llegado el último tren-lanzadera del día, subieron juntos, se sentaron juntos, siguieron hablando todo el trayecto, y así supo Sixto que se llamaba María, “o Mar si lo prefieres”, y llevaba casi seis meses trabajando en los mini-cines como taquillera y como encargada, pues era la primera en llegar, la que conectaba el generador, la que le abría al portero y al proyeccionista, la que accionaba la máquina reguladora del ambientador de las salas, perfumadas -era la política de la empresa- incluso cuando no tenían público. La que hacía caja antes de marcharse.

Salieron de la estación, que con ellos dos dio por acabadas sus funciones de aquella jornada. Ni él ni ella decían dónde querían ir, pero un instinto por encima de la voluntad parecía dirigirles, desdeñando las grandes avenidas, hacia un lugar. ¿Qué lugar? Los bloques de viviendas muertos, los jardines cerrados, las mesas recogidas en el exterior de los restaurantes rápidos. Sixto vio de reojo el edificio donde vivía, igual de apagado, y no se detuvo. Seguían caminando y conversando. Enfrente de una casa de dos alturas y una veleta de gallo roto le dio a él la impresión de haber llegado al fin del mundo. Así lo dijo ella, de un modo menos peliculero.

- Aquí se acaba la ciudad dormitorio. Y ahí vivo yo, en la segunda planta. ¿Quieres subir?

A la mañana siguiente, sin haberse cambiado de ropa, sin haber dormido, calculando mal la distancia que tenía que recorrer desde la casa del fin del mundo, Sixto tomó el tren de las 7.57 cuando las portezuelas ya empezaban a cerrarse, encontró un sitio incómodo junto a la puerta automática del vagón, y aun así se durmió. No le despertó el trasiego de la llegada a la Estación Central, sino el olor. Lima o bergamota, verbena, espliego. No había ninguna mujer perfumada delante. La fragancia venía de su chaqueta, la chaqueta del día anterior, que se había quitado antes de sentarse y mantuvo doblada todo el viaje sobre sus rodillas.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los votos de Asunta, Ricardo Iribarren

jueves 21 de enero de 2010
Los votos de Asunta







Faltaban cuatro días para que la Hermana Asunta pronunciara los votos definitivos y en vez de la paz celestial prometida y prevista, las tentaciones de la carne palpitaban a flor de piel. Sola en la celda, la novicia vestía el cilicio, una prenda gruesa con el interior cubierto de cerdas puntiagudas que se clavaban en su vientre y en su espalda; tomaba un látigo pequeño con fibras largas recorridas por perlas de acero y bajo los ojos del Salvador, descubría sus blancos hombros; con una pasión meticulosa, se aplicaba siete golpes con la disciplina. Al llegar al cuarto, una línea roja se sugería entre las escápulas. En el quinto, una gota de sangre corría en dirección al cóccix y en el sexto, eran cinco los arroyos escarlatas, mientras el dolor producía estallidos en sus entrañas. Con el séptimo golpe, el sufrimiento atravesaba su cuerpo como una sinfonía de vibraciones brillantes
Al terminar, se envolvía en el cilicio y lo apretaba, procurando que las púas se clavaran en su vientre. Tenía piojos, no sólo en el cabello cubierto día y noche por la cofia, sino en todo el cuerpo, especialmente en las axilas y en las ingles. Un sueño le había revelado que los pequeños insectos eran ángeles encargados de reforzar el dolor de los castigos.
Cuando contaba esto a su director espiritual, recibía regaños. Como respuesta, bajaba la cabeza y sólo de tanto en tanto se animaba a expresar su posición.
—Cristo sufrió por nosotros. Quienes somos sus hijos debemos vivir en nuestras carnes el mismo dolor...
El sacerdote replicaba.
—Hija, hace mucho que la iglesia desaconseja el uso de castigos como los que te aplicas. Fomentan la vanidad e impiden el desarrollo espiritual…
—Padre, ¿cómo puedo cumplir con mis votos si no mortifico mi cuerpo?
El sacerdote esgrimía un último y definitivo argumento
—La pobreza, la obediencia y la castidad deben surgir de ti misma como las flores del verano, sin esfuerzo. Cuando se conviertan en una segunda naturaleza, iniciarás el camino que conduce a Nuestro Señor…
Sola en su celda, Asunta meditaba esas palabras. Las flores del verano no eran tan inocentes. Tenían en sí mismas los dos sexos y eso significaba placer pecaminoso, aún cuando fueran criaturas carentes de alma inmortal. Las hermosas y brillantes corolas eran un lujo que contradecía la modestia y la pobreza. Además, no obedecían a nadie y ejercían una desfachatada y fastidiosa libertad. Por otro lado, el sacerdote hablaba de una segunda naturaleza. ¿Cómo obtenerla sin destruir por completo la primera? Para hacerlo no había nada mejor que la penitencia brutal. Tallar con sangre el Hombre Nuevo del que hablara San Pablo.
Una parte de Asunta, siguiendo el consejo del confesor, se negaba al sufrimiento, pero otra ansiaba la mordedura del cilicio y el relámpago candente de la disciplina. Tan sólo evocarlos le producía un placer profundo que la acercaba a las regiones celestes.


En el convento, se convocó a un retiro espiritual de tres días en una lejana y apartada casa de oración. A Asunta se le concedió el permiso de permanecer sola en la celda. Era la víspera de sus votos y ansiaba recluirse para ayunar y someterse a más castigos. Había conseguido un cilicio en forma de faja de acero con púas agudas y filosas que se clavaban en su carne con fuerza y rapidez.
Aquella tarde esperó que todas se fueran. Cesaron los murmullos y cuando se aseguró de estar sola, se arrodilló frente al crucifijo y se colocó el nuevo cilicio. El dolor le quitó la respiración. Se descubrió la espalda y la golpeó con la disciplina. Luego del séptimo latigazo, siguió hasta quedar exhausta, bañada en sangre y retorciéndose de dolor.
Cayó en una profunda inconsciencia de la que despertaba a medias cuando sentía las púas en su bajo vientre. Soñó que Cristo bajaba de la cruz y bailaba con él, recorriendo el cuarto. El Salvador la apretaba contra sí y hundía la boca en su espalda ensangrentada, bebiendo ávidamente.


Al despertar, a contraluz del resplandor que entraba por la ventana, distinguió la silueta de un hombre. Pensó que habían llegado las otras novicias y esperó escuchar los murmullos y los pasos en el corredor, pero todo seguía en silencio. Se protegió los ojos con la mano. El hombre, sentado en el sillón, la miraba fijamente; inmóvil, parecía atento a su despertar. Asunta estaba a solas con un desconocido, pero no sentía miedo. Intentó incorporarse y advirtió una laguna verde y maloliente que se extendía debajo de su túnica. Solía vomitar cuando atravesaba el límite del dolor.
El hombre era gordo, de baja estatura, calvo, moreno y con un bigote muy fino. Al respirar, jadeaba y entreabría sus gruesos labios. Vestía un traje con pantalón y chaqueta azules, atravesados por líneas blancas verticales. Los zapatos negros relucían a pocos pasos del rostro de la novicia que permanecía en el piso.
— ¿Eres Jesús? – preguntó
—No soy Jesús.
— ¿Eres un ángel?
—Algo así. Te aclaro que no soy quien esperas. Antes de hablar de mí, quiero saber por qué te castigas de este modo.
El hombre se inclinó hacia delante dispuesto a escuchar. Su labio inferior colgaba con un gesto de avidez.
—La semana que viene debo realizar mis votos de pobreza, obediencia y castidad. Entonces cambiaré el velo blanco de novicia por el negro de profesa y leeré con devoción el Libro de las Profesiones. Debo ser la esposa de mi Señor Jesús, y para hacerlo sufriré como él… ¿Has venido a ayudarme?
— ¿Aún no sabes quién soy?
Asunta negó con la cabeza. El hombre se sentó, enderezó su cuerpo y la miró fijamente.
—Soy Satanás. Siempre que alguien inicia el camino de la santidad, vengo a tentarlo. Puedes estar satisfecha, ya que tu penitencia y tu celo lograron atraerme…
Al escucharlo, Asunta se incorporó y retrocedió hacia la pared. Llevó la mano a su cuello, tomó el escapulario que contenía un trozo de la túnica de San Simeón el Estilita y lo blandió hacia el hombre.
— ¡Fuera demonio! ¡Fuera Satanás!.
Tembló al ver que se levantaba de la silla. Sentado, sus pies no llegaban al piso, pero al incorporarse era más alto de lo esperado.
— Déjate de tonterías, Asunta. Vendrás conmigo. No te haré daño. No soy tan terrible como me pintan…
El hombre estiró su brazo y a pesar de los esfuerzos de la novicia por apartarse, la sostuvo fácilmente con una de sus manos. La apretó contra sí y ambos se elevaron. Asunta no supo si habían salido por la ventana o por el techo de la habitación. El cielo de la tarde se acercó a ellos y la noche llegó con rapidez. La angustiaba pensar que si llegaban las otras novicias y el prior, la encontrarían abrazada al mismo Satanás.
En el vuelo, rozaron las nubes de la noche que brillaban con luz propia. Las atravesaron, descendieron y Asunta vio el resplandor de la ciudad. Por encima del ruido del viento, escuchó la voz de Satanás.
— Puedes ver el mundo. Es mi reino. Mira qué hermoso es…
Las luces formaban figuras: la silueta de una mujer, la confusa sucesión de un asesinato, una pareja abrazándose y una masacre.
Se detuvieron en la cumbre de una montaña desde la cual vieron el amanecer. Asunta sintió la mordedura del frío. Nevaba, estaba descalza y sólo la cubría su túnica. Satanás había vuelto a tomar el aspecto de un hombre petiso y gordo; su aliento se condensaba en nubes con olor a salame.
La novicia miró el paisaje. Su afán de castigo, su celo su devoción habían desaparecido y ansiaba saber lo que iba a ocurrir
—Aquí es donde puedes hacer tus votos – dijo el Demonio.
—Sólo puedo hacer mis votos frente a Jesucristo…
— ¿Es que tu Salvador no está en todas partes? Debes saber que mis seguidores también formulan en mi nombre votos de obediencia y castidad. Yo no quiero tu alma inmortal. Tampoco me interesa apartarte de la senda piadosa. Sólo quiero una parte de tus votos…
— ¡No lo haré ¡—exclamó Asunta —Hay muchas santas que murieron por oponerse a ti. No pronunciaré mis sagrados juramentos frente a tu persona…
—No tienes que hacerlo con la boca, sino con todo tu ser. Eso me basta.
Satanás chasqueó los dedos y surgieron ante ella riquezas incontables. Carros cargados de oro subían por la montaña y cantidad de esclavos se arrodillaban a sus pies ofreciéndole fortunas.
—Te ofrezco estos tesoros. No querrás aceptarlos y eso bastará para que afirmes tu voto de pobreza en mi presencia. Es lo que me importa, niña. Me tiene sin cuidado que cambies tu cofia blanca por la negra y que leas el Libro de las Profesiones. Negarte a esto es optar por la pobreza.
El lugar resplandecía. El sol y el brillo de la nieve reverberaban en las superficies doradas. Asunta vaciló. Por un instante sintió el deseo de quedarse con alguno de aquellos objetos, quizá ese vaso con gruesas asas de oro o aquel prendedor, también de oro con bordes de rubíes que tanto la atraía. De hacerlo, derrotaría a Satanás, pero no cumpliría con su voto. La codicia aleteaba en sus entrañas, tentándola más que el propio demonio. Sin decir una palabra, dio la espalda a los tesoros y bajó la cabeza.
—No esperaba otra cosa de ti. Te niegas a la riqueza y yo tomaré tu voto…
Satán estiró su mano y aferró una vibración invisible que rodeaba su cuerpo. La llevó a la boca, la tragó y eructó con satisfacción. La novicia cayó de rodillas y llorando oró a Jesús y a San Simeón. Cerró los ojos y los abrió al sentir un soplo de aire caliente. A su alrededor, las riquezas habían desaparecido lo mismo que la nieve y el lugar se había transformado en un cálido jardín.
Escuchó música y una voz armoniosa. Alguien entonaba canciones de su infancia. Por los senderos en los que habían crecido enredaderas de rosas, llegó un hombre alto de cabellos largos. Tañía una guitarra y cantaba para ella. Satanás se acercó y habló en su oído.
—De no haber sido monja, este hombre se convertiría tu marido y con él tendrías muchos hijos. ¿Cederás? ¿Te entregarás a sus brazos y lo besarás hasta volverte loca? ¿O te negarás y de ese modo yo tomaré parte de tu voto de castidad?. Del voto que realices con tu cuerpo y con tu alma, no sólo con tu lengua. Piensa que me quedo sólo con una parte, que no guardo todo para mí. Soy magnánimo como verás…

El hombre dejó de cantar y se acercó a Asunta ofreciéndole una flor. Su piel olía a nardos recién cortados. La novicia se incorporó temblando. Jadeaba y traspiraba. Retrocedió y se recostó contra una de las rocas del lugar. El hombre se acercó a ella con expresión implorante, pero Asunta apartó la cabeza, cerró los ojos con fuerza y oró nuevamente entregándose a Cristo y a San Simeón. Cuando volvió a mirar, el hombre ya no estaba. Más allá, Satanás volvía a estirar su mano y a apoderarse de algo invisible que rodeaba su cuerpo.

Pasaron los minutos. El silencio era total y Asunta seguía orando, arrodillada y con los ojos cerrados. Los abrió una vez más y comprobó que caía la tarde. El demonio se había marchado. Se incorporó con espanto. Satán la había traído hasta allí en un largo vuelo y no sabía cómo regresar al convento. Sin embargo, hallaba familiares los setos, los bancos y los senderos. Se incorporó. Reconocía esa imagen de San Francisco dando de comer a las palomas; aquella Virgen con los brazos abiertos. Escuchó pasos y un coro de cantos religiosos. Retrocedió al ver una figura surgiendo de las sombras. Su director espiritual le sonreía.
—Hija mía, te estamos esperando. Va a ser la hora de tus votos, pero no estás vestida adecuadamente. Ve a tu habitación, cálzate y ponte tu vestido blanco. Te esperamos en la iglesia…
Asunta estuvo a punto de contar lo que había ocurrido; no podía tomar sus votos, ya que el Demonio se había apoderado de ellos, pero se contuvo. Su silencio era una forma de ejercer la obediencia.

Mientras caminaba a su cuarto, escuchó la respiración jadeante y le pareció ver en el aire de la tarde el belfo goteante de Satanás. Sintió miedo y a la vez una extraña sensación de bienestar. Fue a su celda, se bañó y se colocó las vestiduras blancas. De pronto advirtió que ya no estaba obsesionada por el castigo, por la necesidad de flagelarse y de vestir el cilicio.
En la iglesia, arrodillada, junto a las otras novicias, esperó que llegara su turno y leyó el Libro de las Profesiones.
Yo, Sor Asunta, hago Profesión, y prometo obediencia á Dios, a Santa María, á nuestro Padre San Simeón, y al Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Don Cacote, Obispo de este Obispado de Tauro de los Ángeles, y á sus Sucesores, y en su nombre al señor Américo, sacerdote oficiante, en cuyas manos hago esta Profesión: y prometo vivir toda mi vida en OBEDIENCIA, CASTIDAD, POBREZA, SIN COSA PROPIA, EN PERPETUO ENCERRAMIENTO, y según la Regla de nuestros Padres San Simeón y San Benito, prometiendo ser obediente hasta la muerte.
Escuchó arrodillada el resto de la misa. Aquello era un nuevo nacimiento.. Al salir contempló los rostros que sonreían, el sol brillante cayendo en los senderos y sospechó por primera vez que aquel no era el convento donde había ingresado como novicia. Quienes la rodeaban eran los mismos, pero algo había cambiado. ¿Sería por la intervención de Satanás? Quizá las paredes del monasterio, testigos de sus brutales castigos, estuvieran en un lugar lejano, donde una monja idéntica a sí misma, ofrecería diariamente el martirio de su carne a una imagen de Cristo crucificado.


Pasaron los años y en la vida de quien fuera Sor Asunta, se presentó muchas veces esta duda. En medio de sus oraciones, le parecía ver en el aire un rostro burlón, un belfo grueso y húmedo y una mano peluda que tomaba algo invisible alrededor de su cuerpo, lo llevaba a la boca y lo tragaba con satisfacción.

Ricardo Iribarren
Registro de Derechos de Autor (Colombia) Nº 10─198─148

Si encuentras un Buda, Ricardo Iribarren

martes 27 de abril de 2010
"Si encuentras un Buda..."


— ¡Sangha…!

Varios niños jugaban en el portal del templo; en las cercanías del altar, una pareja de ancianos ofrendaba una flor de loto. Surachai, el viejo sacerdote, encendía las velas junto a la estatua de Buda y como siempre se preguntaría por el significado de alguno de los doscientos cincuenta preceptos del Theravada.

— ¡Sangha…!

Ninguno de ellos escuchaba la voz femenina, el tono cálido lleno de ecos, así como tampoco oían el rugido del Tigre de la Impermanencia que llegaba de las montañas del este. La bestia no saltaba de pronto. El ataque era lento, diferido, creando la ilusión de que el tiempo y la vida eran eternos.

— ¡Sangha…!

Era mi segundo nombre, el que fuera elegido por los dioses. Sólo conocido por mis padres y por el prior de un templo lejano, ahora llegaba de las profundas piedras de la pagoda. En silencio, mi cuerpo respondía, aunque mi mente sólo pronunciaba la primera parte de una frase.

— Si encuentras un Buda…

Faltaba una palabra que no llegaba a mi lengua, pero recorría mis miembros y cosquilleaba en las puntas de mis dedos.

— !Sangha…!¡Sangha…!

La voz pronunciando mi segundo nombre me hacía vibrar como una casa en medio de un terremoto; como un condenado al escuchar por última vez el canto de los pájaros.

— Si encuentras un Buda… — Otra vez mi respuesta truncada; otra vez mi vientre dispuesto a saltar.

De pronto los árboles dejaron de agitarse y los pájaros de volar Los niños quedaron inmóviles en distintas posturas de juego. En las cercanías del altar, el anciano miraba con ternura a su mujer y levantaba la mano en una caricia suspendida. Más allá, Surachai había interrumpido el gesto de encender una vela.. Un vendaval luminoso arreció en mis entrañas y me trajo recuerdos de otras eras que vibraron en el inerte viento de la tarde. En aquel mundo quieto, yo me llenaba de luz; el llamado provenía de la pagoda y a la vez de las puertas del Nirvana. La Iluminación latía en el aire. Amenazaba desgarrar mi ser para ofrecerme la conciencia absoluta, única forma de vencer al Tigre de la Impermanencia. Aquello explicaba mi alegría ante el reclamo, aunque la voz y la presencia de una mujer pudieran resucitar mis deseos mundanos a los que consideraba vencidos.

— ¡Sangha…! ¡Sangha!

Mi respuesta seguía incompleta. Pronuncié en voz alta las cuatro palabras: Si encuentras un Buda… El resto de la frase atravesaba las plantas de mis pies, trepaba por mis piernas y se detenía en mi sexo.

— ¡Sangha…! ¡Sangha!

Parecía absurdo, pero aquello que debía precipitarme en la Iluminación, también me llenaba de anhelos vagos y lejanos.

— ¡Sangha…!¡ Sangha…!¡ Sangha…!

El llamado implacable se elevaba como humo desde las viejas piedras, desde los cimientos de la pagoda.

Caminé hasta el salón donde los otros monjes oraban en círculo. También estaban inmóviles y callados, con las cuentas entre los dedos y las cabezas bajas.

— ¡Sangha…!

La voz llegaba de la base cuadrada de la estupa. Mientras descendía las gradas, una luz celeste que provenía del sótano, recorrió mi piel.

— ¡Sangha! ¡Sangha…!

La alegría desbordante, casi escandalosa, entró por mi nariz, mis orejas y mis ojos. No me sorprendió encontrar una mujer desnuda parada frente a mí, con los cabellos sueltos. Vi su imagen borrosa; había llegado al límite del abismo luminoso y bastaba un soplo, el suave roce de un ala o la levedad de un pensamiento para precipitarme en él.

Ella me miró sin hablar. Era la propia Iluminación. Sólo así podía conocer mi nombre oculto. De unirme a su cuerpo, lo haría con el Buda del centro del universo; conocería los remotos eones sin abandonar la pagoda; desde las eras más lejanas, hasta cada una de las flores de los cerezos del parque.

Abracé a la mujer. Su piel era suave y luminosa, pero algo me impedía hundirme en el abismo; era el vaivén de un pensamiento que llegaba, partía y luchaba contra la luz embriagadora; contra el avasallante conocimiento que mostraría todo.

— ¡Sangha! — repitió ella junto a mi oído

— Si encuentras un Buda…— contesté una vez más

La otra parte de la frase llevó a mis ojos a contemplar la enorme hacha que colgaba de la pared a pocos pasos de donde estábamos. Con ella, el monje Thaksin cortaba diariamente la leña. Lejano, perdido en las montañas del este, aún escuchaba el rugido del Tigre de la Impermanencia.

Continuaba la diferencia entre lo agradable y lo desagradable, entre el placer y el dolor, pero frente a mí estaba el punto en que todo se extinguía. Allí las cosas se convertían en almohadas; en velas agonizantes. Supe de mis vidas anteriores: había sido un santo, un Anāgāmī, pero también un monje corrupto y un emperador asesino dominado por los tres venenos. Mi mente era una sombra débil en medio de la luz; una llama oscura a punto de extinguirse bajo el viento de la Iluminación. La mujer se había arrodillado a mis pies con una ofrenda de frutas, dispuesta a adorar al Buda que asomaría por mi pecho.

— Si encuentras un Buda…

Mis manos tomaron el hacha, la blandieron y me bastaron dos golpes para separar la cabeza de su tronco. La sangre saltó, cubriendo mi túnica azafrán. En medio de espasmos dolorosos, mi cuerpo y mi mente se oscurecieron y los eones se alejaron vertiginosos. El mar de luz crepitó y las aguas me devolvieron a la playa que era el mismo sótano en la base de la pagoda. La cabeza de la mujer tenía los ojos abiertos y me miraba con ternura. Lo último que recuerdo es haberla colocado sobre el cuerpo, cubriéndolos piadosamente con mi túnica.


Al despertar escuché a los monjes orando. Habían empezado sin mí. . Estaba desnudo y mi túnica permanecía a pocos pasos, limpia, sin huellas de sangre No vi el cadáver ni había rastros del asesinato. Me vestí, subí al salón circular y empecé a orar junto a los otros.

— Ayer estuviste a las puertas de la Iluminación — me dijo en un susurro el monje más anciano mientras marchábamos al refectorio.

— Fue un engaño — expliqué— Los deseos mundanos se vistieron de Iluminación.

— Está bien — asintió el maestro — Seguirás la senda del peregrino, practicarás el sacrificio y los preceptos y luego de muchos eones, renacerás como Bodhisattva Quizá, en otra eternidad, puedas convertirte en Buda.

Miré el rostro del anciano. Otra vez la frase que atravesaba mi garganta como una daga oscura. Pronuncié para mis adentros la primera parte: Si encuentras un Buda… el resto volvía a agitar mis miembros, intentando llegar a mi cerebro.

Durante la segunda ronda de oración, nos sentamos en círculo. En silencio, esperaríamos que el prior diera tres vueltas alrededor de nosotros. El pensamiento regresó. Ya no era la respuesta a la voz de la pagoda que pronunciaba mi nombre. Arrancaba de mis entrañas como una ola incontenible y mientras la sentía llegar, recordé vagamente un Sutra que describía la oscuridad como otra cara de la luz. Luego las palabras me anegaron. En medio de un cielo negro, vi la frase completa, iluminada por un siniestro sol. Debía pronunciarla, aunque desatara una tormenta.

— Si encuentras un Buda, ¡mátalo!

Los monjes interrumpieron sus oraciones y me miraron con horror. Algunos se incorporaron y quisieron escapar, pero fue inútil. Como hojas en medio de un vendaval, sus pieles cayeron mostrando los tejidos, los músculos y los huesos. Rápidamente se convirtieron en un puñado de cadáveres y las paredes de la estupa se derrumbaron. Corrí, procurando salvarme de las piedras que caían. Una vez fuera, vi como el edificio se convertía en puñados de polvo gris arrastrados por el viento de la mañana. Mi túnica se deshizo y quedé desnudo en el desierto.




Después de muchos años de la catástrofe, los campesinos siguen venerándome por ser el único sobreviviente. Me ofrecen alimentos, reclaman bendiciones y guardan mis harapos como amuletos. Cuando muera, disputarán los trozos de mi carne y cada uno de mis huesos. Muchos se postran frente a mí y me llaman Maitreya, adorándome como a Buda.

Todas las mañanas, un niño llamado Luang me traía una hogaza de pan. Ahora es un joven que sigue alimentándome y recibiendo mis mensajes sobre la vida, la muerte y la Iluminación.

Hoy hablo acerca del sufrimiento. Luang me escucha atentamente, con un brillo familiar en los ojos y advierto que además del trozo de pan, ha traído un hacha. Me interrumpo y aclaro que no soy un Buda, pero la frase se ha liberado en su cuerpo. Asentirá a lo que diga y esperará a que baje la cabeza; entonces cercenará mi cuello, abandonará mi cadáver y se internará en el desierto para hacer penitencia entre los buitres y los alacranes, tratando de obtener la Iluminación.

Dejo de hablar. Nos miramos fijamente. El silencio es intenso, casi doloroso.

Desde las lejanas montañas del este, vuelvo a escuchar el rugido del Tigre de la Impermanencia.

Ricardo Iribarren
Registro Nacional de Derechos de Autor — Colombia— Nº 1-2009-9557