martes, 30 de noviembre de 2010

Juian Rodríguez - El temerario - Blog

EL SOCIO DEL DICTADOR

(La historia de Fujimori y Montesinos, en prosa poética)

El olor que emanaba aquel lupanar indecente era semejante al efluvio de las heces pestilentes que navegaban en las hediondas cloacas debajo de aquellas ciudades desgarradas. Pero estos sacrílegos no lo advertían, pues revolcados sobre la roña y el hedor nauseabundo celebraban orgías vanas masturbando sus ideales y profanando hasta sus almas mientras inhalaban como ratas aquellos fétidos aromas.



En aquel cuartucho arcano el proxeneta del imperio, ataviado de soborno y coima, corrompía las conciencias y prostituía las triviales almas de aquellos seres mimetizados con la semblanza de la codicia. Untando su polla infame con dinero mal habido seducía a estos ruines, cuales zombis hipnotizados desfilaban uno a uno por el lecho de aquel pervertido, y este ser abominable los fornicaba a todos y a todas eyectando en sus dignidades y excretando en sus valores morales.



Recuerdo aún aquellos días cuando mis ojos contemplaron burdas y patéticas escenas donde se veía al execrable estupro y regente de aquel sucio burdel (cuyo dueño era el emperador y dictador chino rata), flirtear y coquetear con aquellos desleales y tránsfugas sodomitas; cuales putas en celo traficaban sus ideales con aquel ser nefasto por un poluto dinero. Mientras, sus principios e ideales caían lastimeramente por aquellos surcos delgados que convergían en las hediondas cloacas debajo de aquellas ciudades desgarradas.









C U E N T O

El duelo

―¡Ni-ñi-ta! ¡Ni-ñi-ta! ¡Ni-ñi-ta! ―gritaban a coro, con tono burlesco, mientras rodeaban a Oscarito.

―¡Ya, pe! ¡No fastidien, ah! Le voy a decir a mi mamá, ¡ah!

―¡Ah, le voy a decir a mi mamá! ―remedó Pirulo―. Tremendo zonzonazo, y se va a quejar con su mamá. Parece mariquita, ¿no? ―preguntó a sus compinches.

―Sí, pe ―respondió Zamudio. Balladares asintió también, moviendo la cabeza.

Oscarito se volteó dándoles la espalda. Se cubrió el rostro con las manos y se sentó en la vereda de la escuela, frente al patio. Gemía lánguidamente. Unas lágrimas que recorrían su mejilla delataban que lloraba. Pirulo se dio cuenta de eso pero no tuvo compasión alguna por él. Al contrario, empezó a mofarse, imitándolo.

―Llorón ―le dijo, le propinó una patada en el tobillo y se marchó con sus dos secuaces. Atrás quedó el niño maltratado, llorando inconsolablemente y frotándose el tobillo golpeado, el cual mostraba una pequeña protuberancia, señal de que se estaba inflamando.

Estas escenas se repetían siempre a la hora del recreo: con María, con Luzmila, con Oscarito, con Juanito… Es decir, con los niños más indefensos de la escuela.

Cerca de allí, en el patio, Agustín y yo jugábamos basketball, cuando aquellos aprendices de matones vilipendiaron a Oscarito, quien era también de nuestro grado. Presenciamos todo el abuso cometido, pero no hicimos nada. Quizá por temor a que aquellos niños malos se las agarraran con nosotros. Era comprensible, ya que eran mucho más grandes y corpulentos. Sobre todo, eran tres y nosotros, solo dos.

Al marcharse los niños malos proseguimos el juego. Recuerdo que aquella vez tenía en mis manos un balón de basquetbol y trataba de encestarlo en un aro viejo y oxidado, el cual parecía estar suspendido entre las estrellas. Por más que intentaba el balón no llegaba ni a la cuarta parte de la altura donde se suspendía aquel círculo de acero. Además, el balón pesaba como una tonelada. Aquella vez, Agustín y yo unimos fuerzas. Cogimos la bola y la lanzamos en un impulso armónico, tratando, ambos, de encestar aquel maldito balón. ¡Pero nada! El aro seguía inalcanzable: parecía estar adherido al cielo. Lo intentamos dos veces más, pero al no encontrar resultado alguno no volvimos a intentarlo más.

Mientras tanto, a un costado, Oscarito gimoteaba silenciosamente. Pero los griteríos y murmullos de los niños que revoloteaban por todo el patio del colegio, se conjugaban formando un cántico desafinado. Era tal la algarabía, propia de un recreo, que nadie lo escuchaba. Excepto nosotros que estábamos muy cerca de él. Además, habíamos contemplado el abuso cometido contra su persona.

Oscarito continuaba llorando, agudamente. Y fue en aquel momento que sus lamentos palparon las hebras más finas de mi alma y me conmovieron. La furia invadió mi ser y sentí dentro de mí que germinaba un odio infantil hacia Pirulo, su agresor, quien, al otro extremo del patio, erguido, petulante y con las manos en los bolsillos, observaba cada rincón del patio de la escuela, buscando a sus próximas víctimas. Las zonas preferidas de este novel bravucón eran los lugares por donde los profesores jamás asomaban sus narices. Por aquellas zonas, operaba impunemente.

Cerca de allí unos niños de tercer grado, muy alegres, jugaban a la chapada. Uno de ellos, quien era perseguido por otro niño, pasó corriendo al frente de Pirulo. Este, en una actitud deplorable y cobarde, estiró la pierna poniéndole una zancadilla. El niño cayó estrepitosamente ante la mirada atónita de sus compañeritos. Lanzó unos quejidos de dolor pero, intentando demostrar ser un niño valiente, logró incorporarse. Miró con tirria a su agresor y apretujó los dedos de sus manos. En su mente germinó la idea de golpearlo también. Quiso cobrar venganza y hacerse justicia con sus propias manos, pero la enorme talla y la corpulencia de Pirulo lo intimidaron, y lloró de impotencia.

Entre tanto, Oscarito seguía sentado en la vereda de la escuela, frente al patio, al lado del poste que suspendía el aro de acero donde minutos antes Agustín y yo intentamos encestar el pesado balón sin éxito alguno. Estaba en el mismo lugar donde había sido vejado y maltratado por el niño malo y sus compinches. Sin embargo, ya no lloraba. El hambre había calmado un poco su tristeza y menguado su dolor, y se proponía devorar su refrigerio que muy de mañana, con amor, su madre le había preparado. Cogió su lonchera de plástico, color amarillo patito, la cual tenía impregnada un sticker con la imagen del ratón Mickey y la abrió.

A unos metros de allí, Zamudio, uno de sus agresores, lo estaba observando. Y al ver el contenido de la loncherita, exclamó:

―¡Pirulo, mira! Tenemos comida gratis.

―¡Asuuu…! ¡Y se ve riquisisísima! ―agregó Balladares.

―¡Ajá! Lo tenías bien escondidito, ¿no? ―inquirió Pirulo, acercándose a Oscarito.

―Trai pa’ cá ―le dijo, y de un zarpazo le arrebató la loncherita. La abrió en un dos por tres, sin remordimiento, y extrajo el refrigerio: dos panes con huevo frito y un biberón con jugo de papaya. Era un extraño biberón de vidrio transparente. La boca de la botella estaba asegurada por una tapa celeste con un singular chupón de jebe en forma de pezón erecto. Eso motivó que Pirulo y sus secuaces explotaran a carcajadas. Incluso, Agustín y yo nos sorprendimos. «Pero… ¿Qué le sucede a la mamá de Oscarito? ¿Acaso piensa que su hijo todavía es un bebito?», pensé. Y pareció que Agustín había leído mis pensamientos. Encogió sus hombros y abrió sus ojos como respondiéndome quizá: «Yo que sé». Nos miramos consternados e íbamos a reírnos –al menos yo estuve a punto de hacerlo–, pero nos contuvimos para que Oscarito no pensara que nosotros también nos burlábamos de él y nos estábamos confabulando con aquellos malandrines.

De pronto, Pirulo cogió el biberón y lo puso bruscamente sobre la boca del niño pusilánime, mientras decía mordazmente: «Chupa tu teta, bebito, chupa tu teta ya, chupa, chupa». Simulando ser una madre que amamanta a su retoño. Y los demás, cogiendo sus vientres, se morían de la risa. Pero Oscarito movió la cabeza y evitó que el chupón se incrustara en su boca. Intentaba, tímidamente, hacer la lucha, como un cervatillo en las garras de un depredador, para no seguir siendo objeto del ridículo. Al ver esto, Balladares y Zamudio dejaron de reírse y lo sujetaron fuertemente como quien sujeta a un muñeco de trapo. Pirulo, enfadado por la resistencia de su víctima, colocó nuevamente el biberón entre los labios de Oscarito, riendo estrepitosamente.

Aquello fue la gota que derramó el vaso. Colmó mi paciencia. Era indignante ver aquellas escenas sin hacer algo al respecto. Dejé el balón, respiré hondo, me armé de valor y me acerqué a ellos. Cogí a Oscarito y lo jalé hacia el complejo.

―Ven, Oscarito, ven a jugar con nosotros ―le dije. Él me miró, miró a Pirulo, miró a los otros niños y luego su vista se perdió entre los polvos sucios del suelo. Y no dijo nada.

―Oye, ¡no te metas, ah! ―me advirtió su agresor, con tono amenazante.

―No molestes… ¡Qué te creerás! ―respondí con vehemencia.

El abusivo dejó de amenazarme y dirigió la mirada hacia su presa. Y con la ayuda de sus dos secuaces sujetaron fuertemente al niño acuitado, quien parecía un corderito entre las garras de lobos feroces, y me lo arrebataron. Lo arrastraron con dirección a la chacra, por los matorrales detrás del colegio. Yo iba detrás de ellos. Indignado y mortificado, tratando de evitar que siguieran humillando a mi compañero.

―¡Julián!, no te metas ―me aconsejó Agustín, temeroso.

No logré oírlo o quizá no quise hacerlo y los seguí intentando rescatar a Oscarito de las garras de aquellos niños depredadores.

―Oye, chibolo, ¡no te metas, ah! ¡Tú no me conoces, ah! No nos sigas carajo, o, si no, te saco la… ―me amenazó Pirulo.

―¿Qué me vas a sacar? ―pregunté, interrumpiendo su amenaza.

―Te voy a sacar la mierda, pe.

―Y yo seré manco, ¿no?

―Ahhh. ¿Te crees valiente, no?

―Claro.

―A ver, pe. Si eres valiente, chócala pa’la salida ―retó el agresor.

―Ya, pe ―contesté.

―¡Ya, pe! ¡Chócala, pe! ¡Chócala! ―vociferó Pirulo, eufórico y excitado, provocándome. Extendió su mano y encogió el dedo índice, formando un gancho. Eso, en aquellas épocas, indicaba un desafío.

Estiré también mi dedo índice y lo enganché con el suyo. Aceptando el reto y sellando el duelo. La pelea era inevitable.

―¡Te espero a la salida, ah!, en el pampón. ¡Ojalá te chupes!

―¿Te chupes? Tú te chuparás ―contesté, valientemente, mientras el retador se alejaba mentándome la madre y lanzándome una sarta de improperios.

Oscarito, de quien, en esos momentos Pirulo y sus compinches ya se habían olvidado, temblaba a mi lado como un pollito empapado. Me observaba nervioso y asustado, pero a la vez, silencioso. No decía nada. La verdad, nunca dijo nada. No hubo agradecimiento de su parte. Cogió su loncherita, que yacía sucia y vacía en el suelo, y caminó pausadamente con dirección al salón de clases. Pues hacía un par de minutos, un gordito pintoresco de sexto grado, de tez olivácea, cachetón y a quien todos llamaban Pipón, había recorrido todo el colegio moviendo la campanita vieja que, celosamente, el director Alonso guardaba en su escritorio. Lo cual indicaba que el recreo había culminado. Nosotros, por la discusión, no nos habíamos dado cuenta. En el camino sus zapatos de cuero fino se toparon con su refrigerio: dos panes con huevo frito, o mejor dicho, dos panes con tierra y huevo frito.

―Oye, ¿tú tas loco? Ese huón te va a sacar la «eme». Es más grande que tú. A todos les pega. Además, es de sexto grado ―exclamó Agustín, angustiado.

―¿Tanto miedo le tienes? Yo no le tengo miedo a ese abusivo ―respondí enérgicamente. Pero no era cierto. La verdad, tenía miedo. En esos precisos momentos estaba sudando. La saliva descendía torpemente por mi garganta como si se arrastrara por mi esófago estremecido. Sentía en mi interior que mi estómago se encogía incontrolablemente mientras era corroído por los ácidos gástricos que se segregaban a mil por hora, producto de la ansiedad y el pánico. La zozobra me estaba matando. Mi alma compungida sucumbía al temor infinito. Pero a la vez, sentía ira y rencor. En mi alma, se producía una hibridación de furia y angustia, ya que me desagradan las injusticias. Siempre fue así, desde niño. Por eso, los sollozos de Oscarito me conmovieron aquel día y salí en su defensa, pero me gané un duelo, un duelo ajeno. Y ahora, solo pensaba en la salida. Cuando el reloj marcara la una no iría rumbo a mi casa a saborear el delicioso almuerzo que mi madre nos preparaba a mis hermanos y a mí, sino iría al pampón que está detrás de la ladrillera, a fajarme con un peso pesado de la escuela. Y eso me preocupaba… Me atormentaba… Me aterrorizaba…

Mientras caminaba cruzando el patio en dirección al salón de clases, Agustín se convertía en mi entrenador personal. Estaba enfrascado en darme consejos pugilísticos. Balanceaba su cuerpo hacia arriba, hacia abajo, a la derecha, a la izquierda, moviendo su cabeza y golpeando el aire con sus puños.

―Cuando se te abalance, te arrimas pa’un costado. ¡Que no te agarre, ah! Túmbalo, y cuando esté en el suelo, le pateas en su estómago…

―«¡Túmbalo!», exclamé en mi interior. ¿Acaso este niñito no veía con quien me iba a enfrentar? Y acaso, ¿podría una pulga tumbar a un elefante? Pero Agustín continuaba dándome indicaciones:

―Si te araña, tú también lo arañas. Si te… ―sin embargo, yo ya no lo oía. Pensaba en cómo se vería mi rostro después de la pelea. O peor: ¿qué pasaría si aquel mastodonte me noqueaba de un combazo y, por cosa fatal del destino, no despertaba jamás? Ya veía a mi madre llorando en mi velorio, y a toda la gente de mi barrio haciendo cola al lado de mi féretro blanco, desfilando uno a uno e inclinando sus narizotas por la ventanilla y diciendo: «Fue un niño bueno, fue un niño bueno».

Pero ya no había marcha atrás. El duelo se llevaría a cabo sí o sí. El encuentro era ineludible, fatalmente inevitable.

Al llegar al aula todos mis compañeros ya estaban adentro. El profesor Ovidio (un tipo bajito y gordito, con lentes de botella) estaba frente a la pizarra, de espaldas a los alumnos y escribiendo unos números. Volteó al oírnos llegar y nos apuntó con su mirada y, relativamente enojado, nos preguntó:

―¿Por qué llegan tarde? ¿No escucharon la campana?

―Estuvimos en el baño, profesor ―respondió Agustín. Claro que aquella respuesta no era cierta: mi compañero mentía, pero el profesor no lo sabía.

―Ya. Pasen, pasen.

Al llegar a mi carpeta noté que todos me miraban. No sé cómo pero ya estaban enterados del duelo. Obviamente, Pirulo había pregonado el encuentro, augurando quizá su victoria. Y pude darme cuenta, por sus miradas, que a través de ellas me compadecían. Sin embargo, Gonzales, Pepito, Changana y otros niños se solidarizaron conmigo y me alentaron.

―Sácale la «eme», dale duro. No te chupes, no le tengas miedo. Ese huón es pura finta, pura boquilla… ―me animaban.

―¡Silencio!, caramba. ¿Qué pasa ahí, ah? ―gritó el profesor ante tanto barullo. Era el único que no estaba enterado del duelo. Al menos eso creí. Siempre que había peleas en el pampón los profesores nunca se enteraban. Pero muchos decían que sí, sino que se hacían de la vista gorda. Además, eran otros tiempos. Tiempos en los cuales no había niñerías y los padres y profesores sobreprotectores no encajaban. Tiempos en los cuales los conflictos en la escuela los resolvíamos a puño limpio, en el pampón, a unos metros de la escuela, detrás de la ladrillera.

Mientras el profesor pedía un voluntario para resolver un ejercicio de matemática, y una niñita alzaba sus manos ofreciéndose a resolver aquella ecuación confusa, yo me sumergía en mis pensamientos y pensaba sólo en la pelea. Se me hacía difícil concentrarme en la clase por obvias razones.

La angustia minaba mi ser, poco a poco. Dentro de mi esmirriado cuerpo, mis tripas bailaban a un ritmo sincopado provocándome una maldita diarrea, amenazando explotar en cualquier momento. Tuve que apretujar fuertemente mis glúteos, con un esfuerzo sobrenatural, para poder contenerla y así evitar una erupción volcánica en pleno salón de clase. En aquellos momentos deseaba que de una buena vez llegara la una y que el gordito de sexto grado, el tal Pipón, hiciera sonar la campana, para ir al pampón a cumplir con el duelo, aun si el desenlace del encuentro no se inclinara a mi favor, lo cual era previsible.

Mientras divagaba, las horas que faltaban, se convirtieron en minutos, los minutos en segundos y, así, el reloj marcó la una.

―Profe, ya son la una ―dijo una niña.

―Sí, profe ―recalcó otro niño.

―¿Y les he preguntado? Ustedes piensan en salir nomás. Seguro tienen hambre, ¿no? En comer nomás piensan ustedes. Si así se preocuparan por hacer las tareas, el Perú sería distinto ―respondió y argumentó, el profesor Ovidio, y seguidamente ordenó―: Ya, ya, ya. Aquí nos quedamos. Pueden salir.

Ni bien el profesor terminó de decir «sa…lir», todos corrieron en estampida en dirección a la puerta. Algunos iban a sus casas, pero la mayoría, directo al pampón, detrás de la ladrillera, al pie del «Cerrito la merced», lugar donde hoy se erige un pueblo.

Fui el último en salir. Al llegar a la puerta del aula vi que Pirulo hacía guardia en el pasadizo con sus compinches. Me estaba esperando. Pensaría quizá que me iba a escapar, y no estaba equivocado. Mientras estaba en el salón, en plena clase de Matemática, se me cruzó por la mente la idea de salir corriendo y no parar hasta mi casa. Pero si hacía eso todos me verían como un cobarde, así que me quedé para enfrentar mi destino fatal.

―¡Vamos, pe! ―dijo al verme. Señalando el camino con la cabeza.

―Vamos, pe ―contesté, con un tono susurrante. Resignado.

Él iba adelante, seguido por Zamudio, Balladares y otros niños más, todos de su grado. Iba arrogante, presuntuoso y amenazante. Yo iba detrás de ellos, seguido por Agustín y otros niños, y también algunas niñas. Al salir del pasadizo vi a Oscarito correr alegremente y entregarse a los brazos de su madre, quien, como todos los días, lo esperaba en la puerta del colegio. Ella, al ver a su engreído, lo cogió amorosamente y le estampó un beso en la mejilla. Luego se alejaron. Oscarito iba rebosante de alegría, cogido del brazo de su madre, rumbo a su casa. Mientras yo, cabizbajo, temeroso y aterrorizado iba al matadero, al pampón detrás de la ladrillera. A cumplir con el duelo que me había ganado por defenderlo.

Mientras me dirigía al pampón, e intentaba concentrarme en la pelea, recordé las maniobras y movimientos de un púgil que, una semana antes de este inevitable encuentro, había visto en la tele. La noche del veintiuno de setiembre de aquel año, 1981. Cuando un boxeador de color, delgado, pero vigoroso, se enfrentaba en Las Vegas, en un coliseo llamado Caesars Palace, con otro púgil también de color, pero un poco más alto, fuerte y corpulento. Mi padre, mi hermano y yo vimos la pelea en la tele de mi tío Eleuterio, quien vivía a tres cuadras de mi casa, ya que al de nosotros se le había terminado la batería. Por esos años, la energía eléctrica todavía no había llegado a mi barrio.

Aquel boxeador era demasiado escurridizo, se movía ágilmente, era técnico, rápido y, sobre todo poseía un excelente juego de piernas. Por la diferencia de tamaño y volumen entre ambos boxeadores, aquel encuentro me recordó a Pirulo y a mí.

―Se mueve igualito que Muhammad Alí ―dijo mi padre, aquella vez.

―¡Nooooo! Qué va. Más se parece a Cassius Clay ―corrigió mi tío.

―Es el mismo, Eleu (apócope de mi tío). Este loco se puso ese nombre cuando se cambió de religión. Ahora es musulmán. Al menos eso oí.

―¿Sí? ¡Qué!, ¿uno también se puede cambiar de nombre? ―preguntó mi tío, muy interesado.

―¡Claro! ―respondió mi padre, e inmediatamente argumentó―: Pero eso cuesta bastante plata. No es fácil cambiarse de nombre.

―Hummm… ―al oírlo, mi tío empezó a divagar: «¿Yo no sabía que se podía cambiar de nombre? Si es así, también podría cambiar el mío, porque Eleuterio no me gusta. Menos que me digan Eleu. Mucho roche ese nombre», decía en su mente―. A ver, vamos a ver, cómo podría llamarme: Gerson, Anderson, Giovanni, Gonzalo,… Hummm…

―Pa’, ¿ese boxeador es bien cuerpudo, no pa’? ―interrumpí con mi pregunta las divagaciones de mi tío―. ¿Si le cae uno al flaquito lo tumba, no pa’?

―Así es hijo. Pero ese cuerpudo se llama Tomy Hearns ―explicó mi padre.

―¿Tomy qué?

―H-E-A-R-N-S. Tomy Hearns, hijo. Su nombre es Thomas, pero le dicen Tomy. ¡Tomy Hearns!

―Ah, ya.

Aquella pelea entre Thomas Hearns y el Gran Sugar Ray Leonard, donde este último salió airoso de aquel encuentro que fue considerado una de las mejores peleas del siglo, fue un presagio del duelo que se avecinaba. Yo era delgado y pequeño, sin embargo Pirulo era enorme y corpulento, uno de los más grandes del sexto grado de primaria y el más temido por cierto. Me llevaba una cabeza. Era de tez clara y ojos achinados. Tenía cabellos lacios y desordenados. Su caminar era torpe y, al hacerlo, lo hacía siempre con las manos en los bolsillos.

Al llegar al pampón, observé que estaba plagado de niños. Todos formaban haciendo un círculo, gritando, aullando,… Parecía el coliseo romano. O, más bien, parecía el Caesars Palace. El Caesars Palace de Esquivel.

Los bramidos de los niños, de ambos bandos, quienes nos alentaban a Pirulo y a mí, reverberaron en toda la zona del pampón y los alrededores. Tanto es así que unos jóvenes que trabajaban en la ladrillera se percataron de lo que iba a ocurrir y se acercaron.

―¡Ahhh…! Va a haber una pelea, ¿no? ―preguntó uno de ellos: un tipo alto, de porte atlético y de tez olivácea. Tenía una prominente nariz puntiaguda, lo cual me recordó a Pinocho.

―Sí ―contestaron a coro todos los niños.

―Ya. Entonces, yo voy a ser el árbitro ―señaló el joven.

―Está bien ―respondieron todos.

―Ya, a ver. ¿Quiénes son los que se van a pelear?

―Nosotros ―contestamos, Pirulo y yo.

―¡Ajá! ¿Así que ustedes son los que se van a pelear, no? ―preguntó Pinocho, es decir el tipo de la nariz puntiaguda. Observándonos meticulosamente de pies a cabeza, con los brazos cruzados y moviendo la cabeza, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo.

―Oye, ¿de qué grado eres tú? ―preguntó de pronto a Pirulo. Tal vez al notar que era mucho más grande que yo.

―De sexto.

―¿Y tú?

―De quinto.

―¿Y cuántos años tienes? ―volvió a interrogar a Pirulo.

―13.

―¿Y tú?

―10.

―¡Ahhh…! Así que tú eres abusivo, ¿no? ―inquirió el narigón, mirando a mi contrincante de una manera acusadora. Siempre moviendo la cabeza y manteniendo aún los brazos cruzados. En esos instantes una sensación de alivio recorrió mi ser. Pensé por un momento que aquel joven iba a detener el encuentro, incluso, tal vez, hasta le daría su merecido a mi retador por abusivo. Pero en eso…

―Ya, ya, ya. Que se peleen, nomás. Que importa ―dijo otro de los jóvenes, uno de los compañeros del tipo narigón, quien se había autoproclamado árbitro de la contienda.

―Ya, qué mierda, pe ―respondió este―. Ya, chibolos, se pueden pelear, pero eso sí: nada de morder ni arañar, ah. O, si no yo mismo le zampo un puñete a cada uno. Pierde el que se pone a llorar o se rinde. ¡Vamos!, sáquense la camisa. ¡Rápido, rápido! ―ordenó, ya que en esos tiempos era costumbre pelearse con el torso desnudo.

Al sacarnos la camisa noté algo inverosímil y gracioso: mi oponente tenía algo impregnado en el ombligo. Le sobresalía un pedazo de carne, como una pequeña colita. Y lo más curioso era que aquella deformidad se movía. Parecía tener vida propia. Pensé que tal vez, al nacer mi contrincante, los médicos se habían olvidado de cortarle el cordón umbilical. Era curioso ver aquella cosa revolotearse y menearse sin control, como la cola de una lagartija. No pude contenerme y sonreí maliciosamente. Pero eso fue un grave error, ya que logré que mi oponente se enfureciera más de lo que estaba.

―¿De qué te ríes? ―preguntó, iracundo. Y su rostro adquirió la semblanza de la furia. Noté que una ira incontrolable corroía su alma infantil. Se abalanzó hacia mí y lanzó el primer golpe, iniciando así el esperado encuentro.

Aquel potente puñetazo dio a parar contra mi cabeza. Era zurdo el condenado. Vi por un momento estrellitas que giraban a mi alrededor. Estaba completamente mareado y la cabeza me dolía tanto que parecía que iba a estallar en mil pedazos. Sin embargo, eso me enfureció más. En vez de amilanarme, me piqué y me llené de valor y, cual kamikaze suicida, me arrojé sobre aquel niño grande. Al estar cerca de él noté que era más alto de lo que se veía. Mi frente colisionó con su pecho y mi barbilla sintió con asco la deformidad de su ombligo. En aquel momento olvidé el dolor y, desesperado, como un pejerrey en los dientes de un tiburón hambriento, imité el movimiento de manos de Sugar Ray Leonard. Le asesté varios golpes a la altura del estómago y me zafé audazmente. Percibí que mi adversario no era tan fuerte como lo esperaba, pues oí que gemía agudamente mientras se cogía el vientre. Pero se repuso y se abalanzó contra mí, pateando a diestra y siniestra. Sus patadas golpearon fuertemente mis rodillas, mis tobillos, mis piernas y parte de mis muslos. Por un momento creí que aquellos potentes porrazos habían destrozado mis pequeñas extremidades. Solté unas lágrimas y lloré. Lloré de dolor, pero también de rabia, mas no me rendí. Froté mis partes golpeadas, y me cuadré nuevamente a lo Sugar Ray. Mi contrincante se cuadró también, pero a lo Tomy Hearns. Apretó sus puños y los elevó a la altura de su pecho. Sin embargo, sus labios balbuceantes y sus ojos rasgados, que se entrecerraban nerviosamente, lo delataban: él también tenía miedo. Aún así se movió lentamente e intentó golpearme, aplicando otro potente zurdazo, pero ya lo había estudiado y esquivé su brutal arremetida, y sus puños golpearon el eterno vacío descuidando su guardia. Aproveché aquella oportunidad y le apliqué varios golpes combinados en el rostro. Desesperado, en un acto de cobardía, estiró sus brazos, me cogió del pelo y trató de arañarme. Forcejeamos. Pero yo no dejaba de golpear: arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, en el estómago, en la cara… En eso oí un gemido: mi contrincante lloraba mientras se cubría el rostro con sus manos.

―¡Ya, ya, ya, chibolo! Déjalo ya ―gritó el joven narigón, quien fungía de árbitro.

Zamudio y Balladares se acercaron al vencido y lo consolaron. Luego se voltearon, me miraron con saña e intentaron atacarme, pero los jóvenes trabajadores de la ladrillera se los impidieron.

No pude ver el rostro de Pirulo porque estaba de espaldas hacia mí. Cogió su camisa, se la puso y se fue por el mismo camino por donde minutos antes vino arrogante, pretencioso y amenazante. Sólo pude ver que había una mancha roja en su camisa. Conjeturé que sangraba: tal vez, sus dedos manchados de sangre, al cogerla, se habían plasmado en ella. En aquel momento tuve compasión y remordimientos, y me arrepentí de haber aceptado el reto.

Todos los niños que presenciaron la pelea se me acercaron y me levantaron en hombros mientras vitoreaban mi nombre. Estaban eufóricos, sobre todo aquellos niños y niñas que días, semanas y meses antes habían sido víctimas de aquel abusivo. Luego de algunos segundos de pasearme por todo el pampón, me bajaron y se dispersaron uno a uno rumbo a sus casas.

Aquella vez llegué tarde a mi casa. Toda mi familia, excepto yo, estaba reunida en la mesa del comedor, terminando el almuerzo. Mi padre se enojó mucho y me increpó la tardanza, pero le dije una mentirilla y me creyó, no sin antes hacerme prometer que nunca más llegaría tarde. Así lo hice, y me libré de un castigo inminente.

Después del almuerzo, mientras estaba en mi cuarto haciendo las tareas del colegio, alguien tocó la puerta. Mi madre salió, y afuera estaba una señora de tez blanca, mediana estatura y con el cabello cubierto de ruleros multicolores. Parecía Doña Florinda (la del Chavo del Ocho). Estaba acompañada por un niño, casi de la misma talla que ella (que obviamente no era Quico). El niño se veía magullado y machacado. Tenía el pómulo reventado y los labios cortados.

―¿Usted es la madre del niño Rodríguez?

―Sí ―respondió mi madre.

―Mire lo que su hijo le ha hecho al mío. ¡Mire, mire! ―increpó la señora a mi madre, cogiendo del cogote a su muchacho y restregándoselo en la cara―. ¿Qué tipo de hijo cría usted, ah?

―¿Mi hijo? ¿Está usted segura?

―Por supuesto que sí. Además, le ha pegado por gusto. Su hijo es un salvaje, es un delincuente, es un abusivo, es un…

―Oiga, señora ―interrumpió mi madre―. No le permito que hable así de mi hijo. Todos mis hijos son unos muchachos decentes. Tal vez su hijo se ha confundido.

―¡Nooo! Acá vive el que me ha pegado. Acá vive ―vociferó Pirulo, con tono lloroso. Señalando la puerta de mi casa.

―Ya ve, señora. No sé. Pero ahora mismo usted lleva a mi hijo a la posta médica. Caso contrario, voy a denunciar a su hijo a la Policía.

―Está bien, está bien. A ver, voy a llamarlo ―dijo mi madre. Y mientras aún sujetaba la puerta, giró hacia adentro de la casa y gritó―: ¡Jeremíaaaaaas! Ven un rato.

Mi hermano, que en aquellos momentos estaba a mi lado, en la misma mesa, concentrado en sus tareas, no pudo oírla.

―¡Jeremíaaaaaas! Ven para acá te digo ―volvió a gritar mi madre, un poco impaciente.

Mi hermano, al oírla, me preguntó:

―¿Me llaman?

―Sí. Mamá te está llamando ―respondí.

Corrió presuroso al llamado de mi madre, quien enojada lo esperaba bajo el dintel de la puerta. Al llegar, ella lo cogió de la nuca y le dijo:

―Mira lo que le has hecho a este niño. ¿Para qué le has pegado, ah? ¿Qué te he dicho siempre? Nunca te pelees…

―No, no. Él no ha sido. Él no es el que me ha pegado ―interrumpió Pirulo.

―¿Ah, no? Entonces, ¿quien ha sido? ―inquirió extrañada su madre.

― Es otro el que me ha pegado. Él no es.

―Pero yo no tengo más hijos ―explicó mi madre―. ¿No ve, señora? Le estoy diciendo que su hijo se ha equivocado de niño.

―Nooo… Sííí… Acá vive ―insistía Pirulo. Mientras estiraba su pescuezo y asomaba dentro de mi casa, tratando de ver si por allí merodeaba el niñito que le había dado la paliza de su vida.

Mi madre, a pesar de ser una dama paciente, empezó a enojarse y le dijo a la madre del niño, levantando el tono de su voz: «Señora, usted viene a hacerme perder el tiempo y encima difama a mis niños».

―Señora…, disculpe. Es que…

―¡No, mamá! Acá vive. Acá vive el que me ha pegado ―insistía Pirulo, haciendo un berrinche.

―Ya, caramba, no seas malcriado ―le gritó su madre, quien también perdía la paciencia con aquel quejón. No obstante, Pirulo siguió insistiendo.

―Pero yo no tengo más hijos, niño. Después de este, sigue una niña y luego el último. Pero no creo que él haya sido, porque es chiquito todavía. Es menor que tú. Es solamente un niñito.

―A ver, que venga ―exigió Pirulo.

―Ay, niño. ¡Está bien, está bien!, voy a llamarlo ―expresó mi madre, suspirando de impaciencia. Giró nuevamente hacia adentro de la casa y gritó: «Juliaaaaán».

―¿Sí, ma’? ―contesté, desde adentro. Haciéndome el desentendido, como que no sabía nada. Sin embargo, ya había oído todo, y temí lo peor cuando escuché el llamado de mi madre.

―Ven un ratito.

Acudí temeroso. Y cuando llegaba a la puerta, advertí que Pirulo seguía estirando el cuello, fisgoneando dentro de mi casa.

―¡Él es, mami! ¡Él es! Ahí está el que me ha pegado ―exclamó al verme, señalándome con su dedo índice, el mismo que segundos antes se había metido a la nariz para limpiarse un moco seco mezclado con algo rojizo. Su madre, al verme, se sorprendió extrañada, igual que la mía.

―¡Qué! ¿Ese chiquito te pegó? ¿Estás seguro? ¿Cómo te va a pegar ese niñito?

―¡Sí, mami! ¡Él ha sido! Él es quien me pegó.

―¡Ay, niño! Estás equivocado. Te has confundido seguro ―explicó mi madre―. Como te va a pegar mi hijito. Si es chiquito todavía. Además, él no es abusivo. Es un poco travieso, pero abusivo no es.

Su madre estaba completamente confusa. Me miró sorprendida, vio a su hijo y le volvió a preguntar:

―Hijo, ¿estás seguro de que ese niñito te ha pegado?

―¡Sí! ¡Ya te he dicho que sí! Él me pegó por gusto ―chilló Pirulo, haciendo pataletas.

―¡Por gusto no, ya! ―respondí airadamente. Y fue en aquel instante, que la madre de Pirulo y la mía, comprendieron que aquel niño estaba en lo cierto. Por mi respuesta, coligieron que el culpable de aquella golpiza, ciertamente, era yo―. «Mejor no hubiese dicho nada», pensé.

La madre de Pirulo bajó el tono de su voz, cambió la expresión de su rostro y, un poco avergonzada, exigió a mi madre que llevara a su niño quejoso a la posta médica.

―Ya ve, señora, mi hijo tenía razón. No importa que su hijo sea solo un niñito, pero de todas maneras ha golpeado al mío. Así que por favor lleve a mi hijo a la posta médica para que le suturen las heridas y corra usted con los gastos como corresponde. ―solicitó. Pero por dentro se preguntaba: «¿Cómo pudo ese chiquitín, pegar a mi hijo? ». Lo deduje por la forma de cómo ponía su rostro mientras me miraba de pies a cabeza como si yo fuese una cosa rara.

Mi madre aceptó resignada. Y, mirándome enfurecida, me ordenó entrar a la casa, indicándome que lo esperara dentro de mi cuarto hasta que ella retornara. Luego, de un golpazo, cerró la puerta y condujo a Pirulo a la posta médica. La madre del niño magullado iba con ellos. Se veía avergonzada, pero a la vez enojada. No sé si conmigo, con mi madre o con Pirulo, su hijo. Pero en el camino a la posta médica no dijo nada ni cruzó palabra alguna con mi madre.

Aquella vez, mi madre gastó unos ahorritos que tenía guardado en un tarro, los cuales guardaba celosamente sobre una repisa de la cocina. En su ausencia, me pasó por la mente la idea de abandonar mi casa. Tenía miedo de que mi madre me sancionara. Aunque ella nunca me había castigado físicamente, imaginé que por aquel suceso tal vez podría hacerlo, razón por lo cual tuve miedo. A pesar de eso, la esperé.

Luego de dos angustiosas horas de espera, la puerta de la casa se abrió. Unas pisadas solemnes recorrieron el callejón angosto de mi casa y se acercaron raudamente a mi habitación. Eran las pisadas de mi madre quien llegaba de la posta. Entró en mi cuarto ―el cual tenía marco, pero no una puerta―, me miró directamente a los ojos y me dijo:

―No quiero que te estés peleando nunca más.

―Ya, ma’ ―contesté.

Luego se volteó para irse a la cocina a realizar los quehaceres del hogar, pero cuando estaba a punto de marcharse giró su cabeza, me miró, sonrió y me guiñó un ojo. Luego se marchó.

Supe entonces que mi madre no estaba enojada conmigo. Creo que por dentro estaba orgullosa de mí, ya que no me había dejado intimidar por aquel niño grande. Sabía que si me había peleado con aquel mastodonte había sido en defensa propia, o tal vez, por defender a un compañero. Además, ella me conocía bien: sabía que yo no era un abusivo y menos un delincuente

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