domingo, 18 de septiembre de 2011

Crónicas con fondo de agua.

El pibe de los astilleros

…ellos me daban su tiempo, abrían su dolor y evocaban su pasado, pero yo debía escribir su historia.

Los zapatos de Carlito,
Federico Lorenz

Los jóvenes que lo conocen del Centro de Cultura y Memoria El Urutaú, donde arma grupos de lectura y discusión, le preguntan por él a sus padres: ¿Flamini? ¡Qué va a ser comunista! ¡Flamini es peronista!, les contestan invariablemente. ¿Y cómo no compartir alegrías y tristezas junto a tantos peronistas si se vive en Ensenada?, se plantea desde siempre él. Esa disposición a trabajar con los muchachos, a pensar con ellos, a activar juntos por el cambio social, le trajo más de un dolor de cabeza en su partido a Oscar Flamini. Pero también hizo que ganara y ganara elecciones como delegado en Astilleros Río Santiago. En ese mismo, lugar nació su comunismo:
–Cuando tenía quince años y estaba de aprendiz, hubo un paro muy fuerte. Era la época de Frondizi, año 60, 61. Yo mucho no entendía pero andaba ahí en el montón, acompañando y haciendo cosas. Viene la infantería de marina y un gordo se les pone enfrente por más que lo apuntaran, y los empujaba los empujaba hasta que los sacó de la asamblea. ¡Los fue empujando con la panza! Yo después empecé a preguntar quién era ese tipo que me conmovió. Es comunista, me contestaron. Era Iraúl Del Valle, en ese momento el dirigente del partido con más reconocimiento en el astillero por su actitud y su firmeza. Entonces acá en el barrio le fui a preguntar a un pibe un poco más grande, 18 años tendría, y yo había escuchado alguna cosa que decían de él las vecinas. Lo agarré y le dije: che, vos sos comunista me dijeron. ¿Cómo hay que hacer para hacerse socio?
Flamini había entrado al astillero en 1959. Después de pasar la primaria sin repetir pero con algunos tropezones, rindió y aprobó el examen para la escuela de aprendices. Estuvo siempre en su cuadro de honor:
–Ahí toda la parte teórica estaba vinculada con el trabajo práctico, por eso me atraía tanto. A la mañana veíamos un tema en el aula y por la tarde lo comprobábamos en el taller. Eso era lo que me producía tanto entusiasmo: entender y ver cómo se transforma la materia. Tres años después, ya era moldeador de fundición. Por aquella época, en que la resistencia peronista se radicalizaba al influjo de las guerras de liberación nacional en el Tercer Mundo y crecía la llamada nueva izquierda, hubo una importante diáspora de militantes juveniles del Partido Comunista. Esa circunstancia, sumada al hecho de ser un obrero y tener condiciones hizo que a Oscar Flamini, aun con poca experiencia, lo nombraran secretario de la Juventud Comunista de la zona industrial, que abarcaba Berisso y Ensenada. Con el cura Ruperto, del Barrio Obrero de Berisso, trabajó mucho tiempo en solidaridad con los trabajadores del frigorífico Swift, que se quedaron
en la calle cuando la empresa pidió la quiebra. De todos aquellos a los que conoció entre tantas idas y vueltas, al que más recuerda es al yugoslavo Kiril Nikolov Chakarov, Kircho para los camaradas. Tenía una zapatería en la calle Nueva York de Berisso, a dos cuadras de la salida de los frigoríficos. En plena época de Onganía, con el comunismo prohibido por ley, tenía un cartelón que cruzaba de lado a lado su local: Afíliese ya al Partido Comunista. Estuvieron presos juntos varias veces durante las dictaduras de Onganía, de Levingston y de Lanusse. En esos bretes la que más lo ayudaba a Oscar Flamini, llevándole comida o haciendo de enlace, era su madre Luisa, hija de un español con simpatías por el anarquismo. Cuando en momentos peliagudos recurrían a Kircho, se levantaba con una sonrisa: ¡Burócratas! Miren a la hora que me vienen a buscar. ¡Las tres de la mañana! Yo soy un trabajador, tengo que levantarme temprano… Y calzándose la 45 en el pantalón preguntaba: ¿adónde hay que ir?
De las prisiones compartidas por Oscar Flamini y Kircho queda cantidad de anécdotas que conforman una especie de picaresca de la militancia:
–Durante la dictadura de Levingston nos habían llevado a la Unidad 9, nos estaban requisando, nos tenían a los dos en pelotas, y un oficial gordo nos grita muévanse carajo, que los voy a reventar, hijos de puta. Kircho, con toda la dulzura de la que fue capaz en esa situación le dijo ¿A quién vas a reventar vos, con esa cara de bueno? Dale, no te hagás más el malo y convidanos unos cigarrillos que nos morimos de ganas de fumar. Se ve que al tipo lo desubicó totalmente, porque nos dio un cigarrillo a cada uno, nos dio fuego y ahí estábamos, los dos parados en pelotas fumando frente a los milicos. Kircho dio una pitada, soltó el humo de a poquito y después, palmeándole la panza a este tipo, le dijo viste que tenía razón yo, que sos bueno. Vos te vas a llevar muy bien con nosotros. Era un pobre tipo. Kircho primero lo sacó de su papel y después lo empezó a tratar como un ser humano, como nadie lo trataba. Cuando estaba de guardia este gordo, no podíamos sacarlo de encima. Iba a conversar con nosotros. Nos llevaba las cartas sin pasarlas por la censura. Nos sacaba una hora al patio a jugar al fútbol… Otra vez, ya durante la dictadura de Lanusse, le estaban dando máquina a Kircho en dependencias de la Policía Federal, en La Plata, y en un momento les dijo a sus torturadores paren paren, esto es un despelote, pregunten de a uno. El que mandaba, desorientado por semejante salida, admitió: es cierto, es cierto, preguntemos de a uno. Kircho vio ahí una grieta y se mandó. Exagerando su pronunciación extranjera, lo que lo hacía aún más simpático, les comenzó a argumentar: Yo ignorante. Hacer siempre lo que díjome partido. Y por ahí ustedes tener razón y partido estábame cagando. ¿Y ustedes? ¿Quién a ustedes manda hacer esto? ¿Por dónde andan jefes que los mandan? ¿Vivir por su mismo barrio? ¿Les conocer la cara ustedes? ¿Ganar el mismo sueldo? Durante el Proceso, al camarada Kircho, por ser extranjero, le daban la opción de liberarlo y que se fuera del país. En la Yugoslavia del Mariscal Tito iban a recibirlo con los brazos abiertos. Se negó. Si los compañeros quedaban presos, él se quedaba con ellos. Y se aguantó cinco años en la Unidad Penal 9 de La Plata.
–El astillero siempre tuvo una tradición de lucha y de bastante unidad entre los trabajadores. Es cierto que se armaban buenos despelotes, me acuerdo en las asambleas de las discusiones, de los tironeos. Las peleas podían llegar a ser muy fuertes porque nadie era un nene de pecho, nos formábamos en las gradas, y hay que estar doce horas en las gradas en invierno, pero a la hora de salir a la calle estábamos juntos. Esa tradición de lucha y esos criterios de unidad generaban una fuerza tremenda, era como tener atrás un ejército. Eso permitió cuando se fue agudizando la represión, ya desde la época de Isabel Perón, poder plantearnos armar grupos de autodefensa, que se llegaron a formar en buena parte de las secciones. Y además siempre teníamos el ánimo de tomar la fábrica y de movilizar, de salir a buscar el apoyo popular. No podemos quedarnos con eso de decir el pueblo argentino es conservador. Las masas son como la leche, no hierve, no hierve, te das vuelta y se volcó.
Síntesis de todo eso fue el convenio colectivo de trabajo logrado en 1975 y el proceso previo de discusión, ampliamente participativo y tan democrático que no quedó rincón del astillero sin plantear alguna reivindicación específica. El astillero resultaba, por ese ejemplo de organización popular, imperdonable para los sectores dominantes, y su reacción fue despiadada. Para comprender la magnitud que tuvo, vale mencionar que en toda Ensenada, una zona de gran concentración industrial con la destilería y la propulsora siderúrgica, con altos niveles de militancia, hubo 160 desaparecidos, y de ésos entre 50 y 70 eran trabajadores del astillero. El primer ataque fuerte fue precisamente la anulación del convenio colectivo de trabajo con el Rodrigazo del año 75. A partir de eso se dieron luchas multitudinarias en julio y agosto; movilizaciones convocadas por la C.G.T. contra López Rega y el ministro de Economía Celestino Rodrigo. En paralelo se comenzó a cebar sobre el astillero la represión paraestatal y estatal. Se fueron repitiendo situaciones de persecución, de amenaza, de acoso, de secuestro.
–A mí me intentan llevar en noviembre del 75. Van a la casa de mis viejos, en Cambaceres, donde yo había estado viviendo hasta hacía un mes y medio. Cayeron como a las dos y pico de la mañana, mi mujer oyó el ruido, porque nos habíamos mudado enfrente, se asomó por la mirilla y vio tres coches parados y tipos de civil con armas que se metían en lo de mis viejos. Yo pensaba que iba a ser igual que en las dictaduras de Onganía, de Levingston, de Lanusse, cuando caían y al no encontrarme rompían algunas cosas pero no le hacían nada a ellos.
Rajamos. Pero a la cuadra está el río. ¿Cómo seguíamos, si no teníamos nada para cruzarlo? Había una casa justo ahí en la orilla, con pilotes y escalerita. Vivía la familia Tabernaberri. Me conocían del barrio pero no teníamos más trato que el saludo. Yo les golpeé. ¿Qué iba a hacer? Le dije lo que pasaba al hombre. Nos dijo vengan, vengan y subimos. Cerró y agarró una escopeta. Me enteré luego de que después de apretar un poco a mis viejos para que dijeran dónde estaba yo y de romper todo, no me buscaron más. Ya comenzaba a clarear, la gente se iba levantando para ir al trabajo así que a la patota se le podía hacer más complicado. Y posiblemente también llevaran a alguno en el baúl. Pasé meses durmiendo en varios lugares de manera rotativa. Del trabajo me sacaban en distintos autos cada día, iban dos o tres compañeros armados y yo agachado para que no pudieran verme desde afuera. Hasta diciembre anduve de esa forma, cuando pedí una licencia sin goce de sueldo por seis meses. El partido planteó sacarme del país y mandarme a la Unión Soviética a hacer un curso de formación sindical y, mientras tanto, mantenerme a salvo.
En el astillero circulaban volantes firmados por el comando peronista José Ignacio Rucci con su condena a muerte.
–Me fui en diciembre del 75. Se hacía una comida de fin de año de los muchachos de fundición del astillero en el club Pettirosi. Me llevaron en auto a la noche, cuando ya estaba toda la gente con las esposas y los hijos; entré, saludé, hablé unos cinco minutos denunciando lo que pasaba y me sacaron de nuevo en auto. Ya me llevaron para guardarme en Avellaneda. Salí del país con nombre falso y con el golpe se retrasó mi regreso, el partido planteó que la represión era muy fuerte. Cuando se decidió la vuelta, paro en Frankfurt a esperar a un compañero con el que debía hacer contacto. Íbamos a viajar juntos después de mandar una postal desde allí que sería la seña para que nos esperasen. Iríamos a Paraguay, de allí a Uruguay y luego en lancha hasta Argentina. Estaba chequeado que el control de acceso por el río era el menos estricto. En Frankfurt me puse a buscar y encontré un hotelito lindo; entro, pregunto y el conserje, que era un gallego, me atiende muy bien, además era barato así que decidí quedarme. Pide el pasaporte, el gallego, lo ve y me dice ¡ah, es de Buenos Aires usted! Tiene unos amigos acá… ¿No lo andarán buscando, no? Y yo le digo ¿por qué me van a buscar? Y el gallego me dice no, le estaba haciendo una broma, hombre, porque son de la Policía Federal… No tengo ningún problema con esa gente, le digo sonriéndome y helado por dentro. Al costado había una arcada, él llama ¡muchachos!, vengan que hay un amigo de ustedes de Buenos Aires… Y se aparecen unos que me habían torturado a mí en la época de Lanusse, en la delegación de la Policía Federal en 49 y 15. Los miro, me miran. Me conocían, seguro que me conocían, por ahí no sabían mi nombre o no se lo acordaban, pero me reconocieron. Nos hicimos todos los boludos. Les dije encantado y al más hijo de puta de todos le pedí ¿me harías un favor, no me darías un cigarrillo que no pude cambiar dólares? Me da uno, me lo prende, agarro el bolso y me voy para el lado del ascensor. Llamo el ascensor, dejo el bolso y me asomo a espiar. Estaban mirando el libro donde recién me había anotado el gallego.
Ya era tarde, así que esa noche me quedé. Pero decidí irme al otro día. Mi preocupación era que avisaran a Argentina que fulano con tal nombre volvía, o que mediante cualquier provocación en la calle me hicieran meter preso y se detectara que tenía pasaporte falso. A la otra mañana, salí a caminar, a ubicar un lugar donde poder perderlos. Volví al hotel, estuve un rato, hice que me vieran haciéndome que no los veía, volví a salir y me mandé hasta una avenida muy ancha. Ya había chequeado cuánto duraba el semáforo en verde. Cuando recién cambió, crucé corriendo a toda velocidad con los autos a centímetros. Si alguien venía atrás iba a tener un tiempo de ventaja. Del otro lado, sobre una calle lateral, a metros, paraban taxis. Me metí en uno y me fui para el aeropuerto. Había aterrizado el avión de Aeroflot en el que debía llegar mi contacto, pero no aparecía. No lo pude encontrar. Si me habían marcado, conmigo corría riesgo. Como cada uno llevaba su plata, seguí viaje por las mías. Permaneció un mes en Roma con la ayuda del Partido Comunista Italiano, pasó por la embajada soviética y le dijeron que se volviera a la Unión Soviética. Esas eran las directivas del partido desde Argentina por la evaluación que hacían de la escalada represiva. Además, a partir de su abandono del hotel en Frankfurt, de existir una denuncia Interpol podía estar al tanto.
–Cuando el avión bajó, los tanos que iban de turismo a Moscú habrán dicho viajamos con algún jerarca porque me estaban esperando en dos limusinas, me metieron en una y sin pasar por ningún trámite nos fuimos por un costado. En la Unión Soviética me ofrecieron que aprovechara para irme a recorrer. Yo dije noooo, basta de viajes, no me quiero mover a ninguna parte. Me compré las obras completas de Marx en castellano y me la pasaba leyendo en el hotel. La única comunicación que tenía con mi familia eran algunas cartas. Acá habían quedado mis dos hijas más grandes. La otra vuelta pasé por Francia, Paraguay y Uruguay, con nuevos documentos falsos y llegué en plena dictadura, en abril del 77. Me acuerdo de cuando entré acá a la Argentina, era a la nochecita, había niebla… Me prendí un cigarrillo y creo que me lo fumé de una pitada. Me había ido por dos meses y estuve casi dos años. Cuando miro todo esto a través del tiempo, con tranquilidad, me río porque parece una película de espionaje, que por ahí uno la ve y no la puede creer, pero era mi vida. Me llevaron a una casa donde estuve bastante tiempo clandestino, en San Antonio de Padua. Viví clandestino hasta fines del 83. Algún domingo iba mi hermano y nos encontrábamos un rato en una plaza. Por esos años murió mi papá acá en Ensenada y no pude venir. Muchas veces me salvó la suerte, pero la suerte nunca es total, uno va aprendiendo a moverse en la clandestinidad con la práctica. Una vez, en la estación Ciudadela, bajo del Sarmiento, se cierran las puertas y veo que venían haciendo un rastrillaje. Había quedado en medio de una pinza. Se venía el rastrillaje desde la punta del andén, vi que a unos pasos había un oficial jovencito y me di cuenta de que estaría al mando de la cosa. Justo pasan dos pibas jóvenes… Ahí nomás me acerco y le digo al tipo ¡mirá qué culitos! ¡Viste!, me contestó. Nos quedamos comentando lo buenas que estaban las pibas ésas y cuando pasa el rastrillaje, me ven hablando con él, qué me van a parar… Vino el tren, le dije chau y me mandé. Trabajé un tiempo con un gasista que me daba la mitad justa de lo que sacábamos, después en el banco Credicoop de Ramos Mejía, vendí guías de transporte. Sobrevivía. No recuerdo bien la fecha exacta en la que pude volver a Ensenada, ya se aflojaba un poco la cosa, era después de la guerra de Malvinas. Cuando me traían en auto y desde lejos vi las grúas de los astilleros me puse a llorar como un pibe. Cuando se estableció de nuevo por Ensenada, Flamini empezó a ayudar en el sindicato municipal, donde estaba como secretario general Mario Secco. Más adelante, después de una dura campaña en la que Flamini tomó parte, Secco le ganó las elecciones por la intendencia al peronista Del Negro, acusado de mafioso y muy temido. Por un tiempo Flamini fue secretario de Cultura de la nueva gestión. Después de renunciar por algunos desacuerdos relativos a la participación y al mismo concepto de cultura, reincorporarse a los astilleros se convirtió en cuestión de subsistencia. Comenzó a moverse como para recuperar el tiempo perdido: presentaba petitorios y le contestaban que, por falta de vacantes, el astillero no estaba tomando gente.
–Pero yo no iba a pedir trabajo. Iba a que me devolvieran lo que me habían quitado a la fuerza. No podían sacarse de encima el problema que era yo de manera burocrática. Yo leí a Kafka, leí El proceso, El castillo, no me vengan con pavadas. Ése era uno de mis argumentos. Y si me boludeaban demasiado, le pateaba la puerta al que cuadrara y me metía. Al secretario del gerente de Recursos Humanos, que no me quería dejar ver a su jefe, le pregunté ¿sabés quién soy yo? Soy nadie. Pero estás sentado ahí laburando en este astillero porque lo defendimos nosotros, los trabajadores. Por eso fuimos presos, torturados o nos tuvimos que exiliar. Llevé una carta al astillero, la repartí, la llevé también a los medios.
Ustedes son burócratas y me contestan desde un ángulo administrativo, les decía, pero de lo que yo estoy hablando es de política. Y si no reincorporan a los que echó la dictadura, será que los fantasmas de Videla, Massera y Agosti sobrevuelan el astillero. Y ustedes tendrán parte de responsabilidad en eso. Lo que estaba pidiendo es que así como se plantea la reparación histórica a los desaparecidos y a sus familias, se nos reconociera a quienes perdimos el trabajo en esa época por razones políticas. Después de eso me recibió el vicepresidente de astilleros. Y por ese tiempo ya lo nombran presidente a Julio César Urien. Víctor De Gennaro me contactó y me pasó su número de teléfono, y me dijo que él quería hablar conmigo. Me citó el primer lunes en el astillero. Me ofreció formar una comisión amplia de respaldo a los que habíamos sido echados por la ley antisubversiva. Pero siguieron las discusiones y los tira y aflojes, yo creo que las buenas intenciones estaban, pero daban vueltas y vueltas y no entrábamos. Fuimos a plantearle nuestra situación a Hebe de Bonafini, a ver si podía hacer algo por nosotros. Nos recibió a los treinta compañeros. La vieja es dura, pero fue la que más nos ayudó sin ningún tipo de burocracia. Costó hasta que agarrara viaje, desconfiaba. Los primeros cinco, diez minutos, fueron de tensión. Pero después comenzó a llamar por teléfono a Dios y a María Santísima: y nada de rogar, era directamente a ver cuándo nos reincorporaban. Fuimos a cada lugar al que había hablado y estaban esperándonos y nos atendían de los más bien, pero el asunto seguía sin resolverse.
Hasta que se hace en los astilleros el acto del 24 de marzo de 2006: en un momento, el presidente del astillero, Julio César Urien, invita a Hebe a colocar unas flores en la placa que se había puesto por los desaparecidos y ella, adelante de todos, adelante de miles de personas, de las autoridades, de los medios, dijo: “los compañeros desaparecidos no necesitan coronas de flores, el mejor homenaje para ellos es que se reincorpore a los treinta compañeros echados por la dictadura”. Después habla Urien: “el lunes van a ingresar los compañeros”.



De gringos


…y su ansiedad por un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única cosa.

Sudeste, Haroldo Conti

Al salir de La Plata, la calle 60, tras unas pocas cuadras, se convierte según el mapa en Avenida del Petróleo Argentino. Una desmesura de otra época, de cuando soñar aún parecía útil. Por afán de síntesis o resignación, alguien suprimió el gentilicio de los carteles indicadores a la vera del asfalto resquebrajado. Ocho kilómetros más allá, tras dejar atrás los brillos de la destilería Repsol-Y.P.F., se llega a Berisso. En lugar de apellidos de militares supuestamente heroicos o para nada heroicos, buena parte de las calles tienen nombre de puerto. La más renombrada fue siempre la Nueva York. Hace más de medio siglo era requerida por sus fondas desde donde brotaban aromas de todo el planeta, era buscada por el bar de Dawson adonde los marineros entraban con una sed de millas y de donde salían haciendo eses a la deriva, era admirada por sus milongas, era deseada por sus mujeres y era temida por sus entreveros. Hoy se quedó en leyendas y nostalgias. También están la Río de Janeiro, la Habana, la Valparaíso, la Lisboa, la Londres, la Hamburgo, la Cádiz, la Marsella, la Nápoles, la Atenas. Esa profusión de extranjería no es un capricho o un delirio toponímico, sino un tributo al áspero cosmopolitismo de las primeras décadas, cuando la mayor parte de la población venía de otras tierras y a este destino arribaban buques de los rumbos más diversos.
Justo en la esquina de Montevideo y Génova espera el muelle de lanchas colectivas. A poco de zarpar desde él por un cauce estrecho y barroso, al que flanquean quemas de basura, pero también árboles que de tantos trinos parecen a punto de volar, se enfila por el Canal del Saladero. Como tantas otras cosas por la zona, su nombre alude a algo que ya no existe: el establecimiento alrededor del cual creció la ciudad, fundado en 1871 por el inmigrante italiano Giovanni Battista Berisso, cuando a causa de las sucesivas epidemias de cólera y fiebre amarilla clausuraron su predio del Riachuelo, señalado como uno de los culpables de la peste. Tampoco son más que ruinas, a unos cientos de metros, los frigoríficos que lo sucedieron, donde millones de vacas fueron muertas, trozadas y despachadas por miles de proletarios alborotadores que cantaban y puteaban en árabe, hebreo, ruso, polaco, yugoslavo, griego, gallego, portugués, italiano, francés, inglés, armenio, euskera. Entre ellos, según se jactan las habladurías locales, un yanqui alcohólico, depresivo y pendenciero que sería Premio Nobel de Literatura: Eugene O´Neill. A minutos de los que trajinan por las calles ignorando estas aguas, este viento, estos árboles, el canal desemboca en una auténtica selva. Contra el verde se recorta la silueta de un velero. Sorprende como un anacronismo feliz, parece escapado de algún relato de Jack London. Sobre el gris pálido del río Santiago, flota como una enorme ave marina en reposo, extranjera y ensimismada. Su porte es de lejanías, de viaje siempre a punto de recomenzar. Alrededor, pese a la contaminación, no dejan de saltar las lisas: vuelan en un relámpago de agua abierta y de tiempo suspendido, vuelan y caen.
El paraje fue cementerio de barcos durante décadas. Había tramp steamers, bulk carriers, remolcadores, dreadnoughts, avisos, barreminas, recostados unos contra otros a la espera de los chatarreros. Ahora seguirán con su vocación ultramarina andando por ahí en forma de hoja de afeitar o lata de anchoas, mientras acá se quedaron algunos restos disfrazados de jungla sobre los que se posan los biguás y las garzas. Contra la ribera de Berisso, invadido por ceibos que a principios del verano lo encienden de rojo, aguanta pese a la herrumbre el Cormorán, un buque de guerra construido en Alemania a principios del siglo que pasó. Enfrente, la vegetación desmadrada ganó la isla Paulino, que proveía de fruta, verdura y vino a la región, además de ser el gran recreo popular. Eso antes de la puta creciente del 40, que barrió con todo; antes de media docena de golpes de Estado y una tonelada de ministros de economía que arrasaron con industrias y trabajadores de estas costas con tanta saña como las olas se llevaron pistas de baile, hotelitos y churrasquerías.
Todo llama, por aquí, a los fantasmas. Fantasmas de aquellas polcas, valsecitos y milongas tocados con lo que hubiese. Banjo, balalaika, bandoneón, verdulera, armónica, violín, guitarra, qué mas da. Pero con ganas. A salvo por un rato de los capataces que tronaban insultos y órdenes chapoteadas en whisky. Melodías como salieran, convirtiéndose de a poco en otro pulso, en otra danza, en una lengua de todos. Desafinadas todavía, pero suficientes para sacarse de adentro el frío de las cámaras frigoríficas donde los que por más tiempo le gambeteaban a la parca eran los rusos.
Fantasmas de aquellos bailarines que se amaban sobre la arena blanca después del último acorde, envueltos en esa otra música, la voz del río casi mar, desnudos y acariciados por el sol naciente.
Fantasmas de los inmigrantes y los presidiarios que sudaron codo a codo, abriendo a pala el canal de acceso al puerto, para que los ganado y las mieses llegaran en barco a Europa y allá los niños bien pudiesen tirar manteca al techo. Fantasmas de los barcos del loco Brown, que fondearon a menos de una milla de acá, antes de agarrarse a cañonazos con los godos por aquello de la libertad, la igualdad, la fraternidad. ¿Alguien se acuerda? Fantasmas de los que desde estas orillas vieron llegar a los invasores barbados, valientes, sucios, enfermos de alta mar, de fiebre, de espejismos, de codicia.
Hasta el mismo velero resulta una aparición del más allá. Mínimas chorreaduras de óxido sobre su costado de hierro pintado de blanco lo vuelven más real. A diferencia de los dioses o damas que se estilaban, su mascarón de proa es una indígena de rasgos angulosos y tetas que desafían a las tormentas. En popa y amuras se repiten los mismos trazos en cursiva: Gringo. Hay que trepar por una escala de gato, a bordo monta guardia su capitán, Fernando Zuccaro. Descalzo en la cubierta de madera, de mangas cortas pese a que el sudeste ya se hace notar, recibe sin protocolo:
–¿Qué tal, hermanito? Tiene la cara tallada por los vientos y el rojo del sol pegado a ella para siempre. Ningún isleño de los que pasan en sus embarcaciones deja de saludarlo alzando una mano mientras con la otra lleva el timón. Zuccaro, navegando en otro velero, cruzó el Atlántico desde la boca del Amazonas, donde había convivido un mes con una tribu. Quería llegar a Irlanda. A punto de alcanzar la meta, se topó con un temporal. Helicópteros guardacostas se acercaron a rescatarlo. Prefirió no abandonar el barco. –Suerte que mi único tripulante estaba tirado del mareo, no fuera cosa que aceptara… –cuenta, y otro brillo le gana los ojos claros, le despeja la mirada.
Aunque memorable, ese episodio, como tantos, forma parte de su prehistoria. Lo importante empieza cuando se le ocurrió comprar un remolcador radiado para irse a vivir en él. Consultó a dos que andaban en el trapicheo. No se lo quisieron vender.
–Te conocemos las mañas. No vas a aguantarte las ganas de navegarlo y vas a terminar culo al norte –le recriminaron. Mejor que se buscara alguno de los últimos mercantes a vela, aconsejaron. Esos barcos tenían buenos cascos. El Guaraní, el Noruego, el San Antonio, el Ciudad de La Plata. Y por sobre todos, esa goleta con una historia que las tripulaciones desparramaron por los boliches de la costa, donde se agrandó hasta el heroísmo: la Pegli. Según se contó por años sin que ningún mamado saltara a negarlo, durante una sudestada de rompe y raja había cruzado a Uruguay en cuarenta y cinco minutos. Aún andaba su nombre entre los viejos más viejos del río y las islas, hombres que mentan cuadernas y pantoques de fulanas esquivas como si hablaran de barcos, y se enternecen hablando de naves hace rato naufragadas como si fueran el amor de sus vidas. Pero la goleta, ¿dónde estaba?
Se hizo devoto de una sombra. Las variaciones fantasiosas de su leyenda, contadas por voces broncas, entre vaso y vaso de vino de la costa, le llegaron hondo, se convirtieron en capricho, en obsesión, en amor. Salió entonces sin mapa detrás de un improbable tesoro, porque los mandatos del corazón saben ser imperiosos, incluso violentos. Revisó cada rincón del estuario. Se encontró con fósiles pegados al barro, ya sin esperanzas de flotar. Dudó y siguió y volvió a dudar y a seguir. Hasta que un tal Beto, por un andurrial del Luján, le señaló algo y le dijo:
–Esto es lo que buscás.
Solamente asomaba lo que parecía ser el techo de la timonera. Para verificar el dato no había otra que bucear en el agua turbia. Fernando se zambulló. A oscuras, fue sintiendo en las manos, como quien reconoce en la noche el cuerpo amado, las formas de la goleta más veloz que surcara el Infierno de los Navegantes, mal llamado Río de La Plata. Ubicó al dueño. Para que no le pidiera demasiado, argumentó que iba a vender como chatarra los pedazos que rescatara de ese casco. Tuvo que vaciarlo de barro y de basura. Para ponerlo a flote, le inyectó aire a los tanques. Qué desesperación cuando comenzaron a brotar burbujas. Volvió a zambullirse y se dio cuenta: habían robado las válvulas. Fue necesario sellar los agujeros y volver a intentarlo. No flotó completamente. Pero al menos se desprendió del fondo. En el Delta, por remates y galpones, fue comprando cuantas bombas de achique encontró. Había que sacarle el agua que se pudiera. Lo hizo. Luego, con aparejos afirmados en los árboles, lo fue levantando. Cada vez que se acercaba una embarcación grande, corría a aprovechar las olas alzadas a su paso, que sumaban su fuerza para izarlo otro poco.
–Era un trabajo piramidal. Pero tenía 34 años y muchas ganas. Por eso nada era imposible –rememora catorce años después. Los del Rincón de Milberg, entonces lejos de ser uno de los barrios náuticos más cotizados, lo miraban raro. En voz baja, pero no lo suficiente como para que él no se enterase, lo llamaban “el gringo loco”. Dormía en la timonera destartalada. Todas las noches soñaba lo mismo. Para dar el gran salto, contrató una chata arenera.
–Estaba robándole al río un cadáver gigante. Si trataba de hacerlo por las mías nomás, se me podía escapar, plantarse en medio del Luján y yo terminaba preso… –explica.
Cuando al fin estuvo del todo a flote, se quedó siete días mirándola. Sí. Era ella. La goleta. ¿Y ahora? Estaba podrida de proa a popa. Pero no se rindió a semejante evidencia.
Llevó esos restos a un pequeño astillero cercano, los sacó a tierra y se puso a trabajar. Cuando casi había terminado, el establecimiento se fundió, como tantos por aquellos años de revolución productiva, generosos en desguaces de toda laya. Para devolver a su elemento el casco de 37 metros de eslora y 8 de manga, había que cavar un zanjón. Lo hizo. Instaló precariamente un motor, lo probó, anduvo. Y un día de niebla cerrada se dijo ahora o nunca. A algunos de Prefectura que de tantas andanzas ya lo tenían fichado, les avisó que estaba “por mandarse una cagada grande” y zarpó. Bajó el río Luján con los dientes apretados, encaró la marejada del río abierto y rumbeó hacia este mismo fondeadero, donde ahora conversamos a bordo de aquel barco, que a fuerza de trabajo y fantasía ya es otro, mientras el viento le arranca escamas de luz al agua.
–A cada rato venían los de Prefectura. Yo les decía soy cuidador, el dueño no está… –cuenta sin parar de reírse–. Hasta que un día se aparecieron con una lancha grande. Querían llevarse la goleta a remolque, decían que era un peligro… Me entregué. Como en Argentina los barcos no se restauran, sino que se abandonan o se desguazan, los uniformados no entendían de qué se trataba. Para ellos era un potencial problema, la posibilidad de un obstáculo a la deriva, una colisión, un sumario. Nada más. Costó discusiones largas y entreveradas volverlos cómplices de ese espejismo. Mucho menos tardaron en ponerse de su lado los soldadores del Astillero Río Santiago, habituados a parir barcos y ver cómo se van por el mundo. Así, un círculo se consumaba: allí mismo, en 1954, a la altiva goleta, hasta entonces un velero puro, le habían sacado un palo y le habían puesto motor. Ya en los 70, la habían desarbolado del todo para convertirla en una chata más de las que van y vienen por nuestro litoral. Ellos, los trabajadores del más grande astillero de América, prestaron sus manos baqueanas para concretar los últimos detalles. Con una comilona a la vera del río celebraron todos juntos la nueva vida de ese prodigio náutico. Pero hubo gente no tan comprensiva. Algunos de los más cercanos lo conminaban a Fernando:
–Eso no va a navegar.
–Eso se hunde.
–Dejate de joder.
¿Habrán sentido celos, las mujeres, de la quimera que se llevaba sus fuerzas, peor que una amante, como una muerta enamorada? Difícil competir con una goleta, es hacerlo con una sirena: felicidad de rumbos, risa de agua. Los planos que debían estar en el Registro Nacional de Embarcaciones, en algún momento habían engordado polillas o ratas si es que no fueron a parar a la basura. En cambio, en el Museo Naval de Nueva Cork guardaban algunos datos: esa goleta había sido botada como Luigi Palma en el astillero Roncallo, de Génova, en 1886. Los únicos documentos con que se contaba para reconstruir su aparejo eran fotos ajadas que corrían el peligro de volverse polvo en las manos de quien las interrogara con demasiada insistencia. En ellas, retratada con la luz de otro tiempo, lucía dos palos con velas cangrejas y escandalosas, el mayor a popa, y tres foques.
Una tarde, un viejo se apareció por la goleta. Fue como si un fantasma se encontrara con otro fantasma. Se presentó: Fausto Braganti, italiano, marino. Había pasado buena parte de su vida a bordo de ese barco. Lo creía hundido adonde lo abandonaron en 1974, después de su último viaje a Paysandú. Él confirmó que los cálculos de lastre, superficie vélica y altura de los palos –más de veinte metros– eran correctos. Además, acercó la parte olvidada de su historia.
A partir de la botadura en 1886, sucesivas tripulaciones navegaron de la Toscana, donde cargaban mármol de Carrara, a Irlanda. Allí la nueva carga era carbón de piedra. Cruzaban el Atlántico y lo iban descargando en puertos de Brasil, en Montevideo y finalmente en Buenos Aires.
También llevaban inmigrantes como bulto, pagando el precio en carbón del volumen que ocupaban. Eran responsables de sus provisiones, y como nunca lograban calcular bien o no tenían con qué adquirir lo suficiente para la travesía, pronto se les terminaban. No era raro que se armara bronca entre los hambreados y los remisos a compartir lo suyo y someterse a racionamiento. En Buenos Aires, una vez vaciadas las bodegas, la marinería las limpiaba a escoba, con las mismas escobas a modo de brochas las pintaba, cargaban trigo, y vuelta a Italia. Todo eso les llevaba entre ocho y catorce meses. Así fue hasta 1933, cuando el barco pasó a dueños argentinos y, pese a la superstición náutica que condena los cambios de nombre, se la rebautizó Pegli por el distrito de Génova del que provenían sus marineros. Entonces comenzaron a transportar papas y cebollas a Rio Grande do Sul o carga general a Mar del Plata y Necochea. Los últimos años transcurrieron lejos del mar, yendo a buscar madera y fruta a puertos del Paraná. Después, llegó la tercera vida. Y para ella, un nombre nuevo. Fernando, como sus predecesores, desoyó a quienes auguran las más crasas calamidades a cualquier artefacto flotante que no conserve el apelativo con el que fuera botado. No se trataba de una dificultad menor. El bautismo de una embarcación es cosa seria. Define su carácter. Lo saben quienes recurrieron a la música de algún nombre entrañable y se toparon, en medio de una singladura tan comprometida como reveladora, con asperezas y caprichos de ésos capaces de echar abajo el más antiguo y firme amor. Quizás como un modo de conjurar semejantes sorpresas del azar o del destino, un pescador de Quequén le puso a su lancha Ésta si me la esperaba. La elección de Fernando, lejos de ese barroquismo conceptista o de la efusión sentimental, fue casi una no elección.
–El nombre se lo puso la gente –afirma.
Nació cuando a él, en voz no tan baja, le decían “gringo loco”. Lo que principió como una fórmula de los lugareños para calificar a ese hombre de afanes inexplicables, pronto se extendió al objeto de sus desvelos. Recorremos la goleta. Brilla el barniz de la timonera rejuvenecida. A proa del palo trinquete, la cubierta está despejada para la maniobra o el ocio. Ése era el emplazamiento original de la cocina: al aire libre, expuesta al viento y a las olas, lo cual restringía las chances del cocinero apenas empeoraban las condiciones climáticas. Y en caso de tempestad, había que resignarse a comer galleta y tasajo mientras no amainara. Ahora, en cambio, hay una cocina bajo cubierta con todas las comodidades modernas. Eso sí, nada de molinetes de última generación; las velas se siguen izando, arriando y cobrando como en el siglo XIX, a brazo pelado, aunque con la ayuda de aparejos que combinan cuadernales y motones para multiplicar la fuerza. De otra manera sería imposible. El foque más pequeño tiene tanta superficie como la mayor de un velero actual de entre veinte y treinta pies de eslora. Cuando el viento lo infla, puede remontar como un barrilete a un hombre pesado que intente dominarlo. En los interiores, que incluyen alojamiento para veinte personas aparte del capitán y los tripulantes, dura el perfume a madera, como si hubiese un piano nuevo recién desembalado a la espera de las manos que lo hagan cantar. Nos ponemos cómodos en los sillones del salón, que sería amplio para una casa, Fernando Zuccaro cuenta:
–La primera navegación fue la peor. Esto era un galpón y mucha voluntad. Pero estaba listo para zarpar. Había hecho una fiesta de inauguración y tenía como setenta personas a bordo. Pasó un pampero, pasó otro. Con el tercero arranqué para Colonia… No sabía cómo parar. Iba a más de quince nudos. Estaban todos medio muertos del mareo y del susto. A mi hija Clarita, de tres meses, no había quien la pudiera atajar. Pasaron las épocas más difíciles, auqellas en las que Zuccaro debió apelar a todas sus artes de buscavidas. Aquí se han filmado varias publicidades, cada tanto se zarpa a Colonia con pasajeros y anualmente se hace una travesía marítima para instrucción de pilotos. Así y todo, el dinero alcanza, con suerte, para el mantenimiento.
–Me porfían que si la vendo me compro un buen auto, una buena casa y me queda guita. ¿De dónde sacan que quiero deshacerme de ella? No saben lo que es ver la vida desde otro lado, lo que es compartir esto con mis cuatro hijos. Si no navegara, por ahí… Pero la goleta navega. Y cómo. Cuando el viento alcanza la intensidad suficiente, hace tabletear contra los palos las drizas de los veleros que esperan en sus amarras. Ese concierto de percusión vale como aviso a los navegantes. Hay otro punto en la escala, cuando ha arreciado unos cuantos nudos, en que hace cantar a los obenques con voces que bien podrían ser las de los marinos ahogados. Esa queja tiene su traducción precisa en alarmas y recaudos. Hay otro punto, más allá, en que desborda el horizonte un bramido que parece venir desde algún lugar en el fondo del cielo. Esa llamada es intraducible. Cuando suena, es el momento más propicio para la goleta.
Cuando ya hace rato que los demás tuvieron que achicar paño y buscar refugio, ella principia a gozar de la tormenta. Así ha hecho en horas viajes que demandan días, vibrando como si fuera un instrumento musical.
Volvemos a salir a cubierta.
–Viene más viento –comenta Fernando después de estudiar las nubes y se queda callado. Acaricia la madera pensativo. Parece que acechara alguna señal entre el chapoteo del agua, los susurros del juncal, los aleteos y las zambullidas de los biguás, las olas que rompen a la distancia contra los malecones. Hasta que su voz vuelve:
–El sueño de irme lejos es permanente, me flagela –confiesa de un tirón. El viento se levanta. Pega una sacudida la cadena del ancla y la goleta se estremece bajo nuestros pies, provoca, invita. En la cara nos golpea el aliento de las islas.

martes, 16 de agosto de 2011

Las relaciones peligrosas.

Carta IV
El vizconde de Valmont a la marquesa de Merteuil, en París

Las órdenes de vmd, me encantan, y el modo de darlas es más amable aún; haría vmd. amar el despotismo. No es es la primera vez, vmd. lo sabe bien, que siento no ser su esclavo, y porque más que vmd. me llame monstruo, nunca recuerdo sin placer el tiempo en que me honraba con nombres menos duros. Aún suelo desear a menudo volver a merecerlos, y acabar por dar a vmd., al mundo, un ejemplo de constancia. Pero mayores intereses nos llaman; el hacer conquistas es nuestro destino; debemos seguirle; quizá al cabo de la carrera volveremos a encontrarnos; pues, sea dicho sin que os enfade, mi bella marquesa, vmd. me sigue a paso igual, y desde que, separándonos por el bien del mundo, predicamos la fe, cada uno por su lado, me parece que esta misión de amor convierte vmd. más gente que yo. (...). Siendo vmd. depositaria de todos mis secretos, voy a confiarle el proyecto mayor de cuantos he formado en mi vida... ¿Qué me propone vmd.?, seducir a una jovencita que no ha visto ni conoce nada; que, por decirlo así, me sería entregada sin defensa; que el primer homenaje embriagará, y a quien tal vez precipitará antes la curiosidad que el amor. Mil otros pueden lograrlo como yo. No sucede así con la empresa que medito; su logro me asegura tanta gloria como placer. El amor, que prepara mi corona, duda él mismo entre el mirto y el laurel, o más bien los reunirá para honrar mi triunfo. Vmd. misma, mi bella amiga, vmd. misma sentirá un santo respeto y dirá con entusiasmo: 'He aquí el hombre según mi corazón'.

Ya conoce vmd. a la presidenta de Tourvel, su devoción, su amor conyugal y sus principios austeros. Todo eso es lo que me propongo atacar; ése es el enemigo digno de mí; ése es el fin que pretendo conseguir.

De la quinta de..., el 5 de agosto de 17.."

El juego de venganza, seducción, placer, crueldad y perdición ha empezado. La alianza entre el libertino vizconde y la marquesa viuda está a punto de fraguarse y los enredará en una guerra mutua que los precipitará hacia la desgracia. Así es Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803), una obra epistolar única de la galantería, la perfidia y el refinamiento de la manipulación a través de la cual sus propios protagonistas se autorretratan carta a carta, para desplegar un juego cuya dicha está en la maldad de destruir las relaciones sentimentales. La novela es el resultado de las frustraciones del escritor y militar De Laclos, y en ella logra crear una geografía del lado oscuro de los impulsos seductores y sexuales humanos más bajos. Y más allá de esta competición establecida entre estos dos amigos, amantes y rivales, De Laclos dispara contra la aristocracia de la época, critica su frivolidad, su inhumanidad y su falta de sensatez que la podría llevar a su declive, como el propio destino que le deparó él en su libro al vizconde de Valmont y a la marquesa de Merteuil.

Volvamos, pues, al París de finales del siglo XVIII, a sus refinadas intrigas palaciegas y soberbia de sus personajes, y a ver qué le contestó la marquesa a vizconde:

"Carta V
La marquesa de Merteuil al vizconde de Valmont

¿Sabe vmd., vizconde, que su carta es sumamente insolente y que tendría yo derecho a enfadarme si quisiera? Pero he visto por ella claramente que había usted perdido la cabeza, y sólo esto le libra de mi indignación. Amiga generosa y sensible, olvido mi propia injuria para no pensar sino en el peligro de vmd., y por más que sea cosa fastidiosa el razonar, cedo a la necesidad que tiene vmd. de ello en este momento. ¡Vmd. tener a la presidenta de Tourveil! ¡Qué capricho tan ridículo! Reconozco con ello la mala cabeza de vmd., que siempre desea justamente lo que cree que no podrá lograr. ¿Qué ve vmd. en esa mujer en suma? (...) Dos mujeres como ésta bastarían para hacerle perder toda reputación. (...) Acaso vencerá usted esta dificultad, pero no se lisonjee de destruirla. Vencerá vmd. al amor de Dios, pero no al temor del diablo; y cuando tenga entre sus brazos a su amada y sienta palpitar su corazón, esté seguro que es de miedo y no de amor. (...)

Sin embargo, tal es el bello objeto por el cual vmd. me desobedece, se entierra en casa de su tía, y renuncia a la empresa más deliciosa, y más capaz de darle honor. Escuche vmd.; le hablo sin enfadarme, pero en este momento estoy tentada de creer que no merece vmd. la reputación que tiene, y sobre todo lo estoy de cesar de hacerle mi confidente. Nunca me acostumbraré a decir mis secretos al amante de la señora de Tourvel.

Sepa vmd., no obstante, que la señorita Volanges ha hecho ya una conquista. El joven Danceny está loco por ella. (...) Le aconsejo que muestre dulzura, porque en este momento nada me costaría dejarle. Estoy segura de que ahora tuviese la buena idea de romper con él, se desesperaría, y nada me divierte más que un amante desesperado. Me llamaría pérfida, y esta palabra me ha dado siempre mucho gusto. Después de la de cruel es la más dulce para el oído de una mujer, y cuesta menos merecerla. Seriamente voy a ocuparme de esta ruptura; vea vmd., sin embargo, de lo que vmd. es causa. Por eso lo echo sobre su concienca. Adiós; recomiéndeme vmd. a las oraciones de su presidenta.

París, 7 de agosto de 17..".

Pobres malvados, maquiavélicos Valmont y marquesa de Merteuil, si supieran que en unas pocas semanas su malsana y feliz alianza se irá transformando en despecho y venganza por el incumplimento de las leyes del cruel juego por parte de uno de ellos, al enamorarse de la víctima. Será Valmont, y la marquesa no lo soportará, y así los dos escribirán su desgracia sentimental y social. Una metáfora de lo que auguraba Pierre De Laclos a la aristocracia francesa si seguía por ese camino de hipocresía, ensalzamiento de las apariencias en un refinado estilo de cartas en las que se desplegaban astutas estrategias en pos de un espúreo trofeo amoroso y sexual. Previeron sortear todos los obstáculos, pero se olvidaron de sí mismos.

Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos, de una traducción anónima del francés del siglo XIX, revisada por Gabriel Ferrater (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).

Imágenes: Fotogramas de la película Las amistades peligrosas, de Stephen Frears (1988), protagonizada por Glenn Close, John Malkovich, Michelle Pfeiffer, Keanu Reeves, Uma Thurman.

sábado, 30 de julio de 2011

Juan Rulfo y el desafío de la creación.

El desafío de la creación

Juan Rulfo

Desgraciadamente yo no tuve quién me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.

Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: "hoy parece que por ahí vienen las nubes..." En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.

Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia: ahora, yo le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano; pero quiero decir, más o menos, cuáles son mis procedimientos en una forma muy personal. Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera, aquel personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.

A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y es así. Para mí lo primero es la imaginación; dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.

Concretando, se trabaja con: imaginación, intuición y una aparente verdad. Cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer: el trabajo es solitario, no se puede concebir el trabajo colectivo en la literatura, y esa soledad lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando.

Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar. Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy importante también que es el querer contar algo sobre ciertos temas; sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más, no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma -la llaman la forma literaria- es la que rige, la que provoca que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.

Conforme se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto; el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello le da vueltas en la cabeza constantemente: el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que algo se ha quedado dentro; entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver dónde está la falla, hay que ver cuál es el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo. Ése es el misterio, la creación literaria es misteriosa, y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y el autor tiene que ayudarle a sobrevivir; entonces falla inmediatamente. Estoy hablando de cosas elementales, ustedes deben perdonarme, pero mis experiencias han sido éstas, nunca he relatado nada que haya sucedido; mis bases son la intuición y, dentro de eso, ha surgido lo que es ajeno al autor.

El problema, como les decía antes, es encontrar el tema, el personaje y qué va a decir y qué va a hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto el personaje es forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida. Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente, es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta a meter sus propias ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del hombre. Cuando sucede eso, se vuelve uno ensayista. Conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; pero, por regla general, el género que se presta menos a eso es el cuento. Para mí el cuento es un género realmente más importante que la novela porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas, hay que sintetizar, hay que frenarse; en eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta. El poeta tiene que ir frenando el caballo y no desbocarse; si se desboca y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra y, entonces, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbocarse, no vaciarse; el cuento tiene esa particularidad; yo precisamente prefiero el cuento, sobre todo, sobre la novela, porque la novela se presta mucho a esas divagaciones.

La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo, caben cuentos, teatro o acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, una serie de temas con los cuales se va a llenar aquel saco; en cambio, en el cuento tiene uno que reducirse, sintetizarse y, en unas cuantas palabras, decir o contar una historia que otros cuentan en doscientas páginas; ésa es, más o menos, la idea que yo tengo sobre la creación, sobre el principio de la creación literaria; claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando de una forma muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta, y considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son cosas muy personales que no tienen por qué influir en los demás ni hacer lo que él quiere que hagan los demás; cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.

Como todos ustedes saben, no hay ningún escritor que escriba todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho, sino que, simplemente, hay muchísimas cosas que al ser desarrolladas se pierden.

FIN

martes, 26 de julio de 2011

El canario - Katherine Mansfield

El canario
[ Texto completo]

Katherine Mansfield

¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.

¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.

...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:

-¿Ya estás aquí, amor mío?

Desde aquel instante fue mío.

...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.

...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.

...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.

...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.

Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?

FIN

La casa inundada (Felisberto Fernández)

La casa inundada
[Cuento. Texto completo]

Felisberto Hernández

De esos días siempre recuerdo las vueltas en un bote alrededor de una pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo; pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar siempre las mismas gotas. Pero ya sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el esfuerzo de mis manos doloridas.

Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas por allí y me llamaba en la noche -si había luna- para dar vueltas de nuevo. Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides, -el novio de la sobrina de la señora Margarita- me dijo que ella había perdido al marido en un precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos "la avenida de agua", del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de la cabeza de la señora Margarita -en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la isla al libro- no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.

Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar diferentes cometidos; primero fue casa de campo; después instituto astronómico; pero como el telescopio que habían pedido a Norte América lo tiraron al fondo del mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último la señora Margarita la compró para inundarla.

Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, yo envolvía a esta señora con sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.

Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me había hecho pasar de la miseria a esa opulencia, vivía en una tranquilidad generosa y ella se prestaba -como prestaría el lomo una elefanta blanca a un viajero- para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de tos vidrios, parecían decir: "¿Qué pasa, hijo mío?".

Por eso yo fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora dejo libre mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la segunda, la verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin de la temporada, tuvo una manera extraña de ser inaccesible.

Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.

Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que yo estaba muy débil, me invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la ceremonia, pensó en conseguirme un empleo, y ahogado de risa, me habló de una "atolondrada generosa" que podía ayudarme. Y al final me dijo que ella había mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le habló mucho de mis libros y por último le dijo que yo era un "sonámbulo de confianza". Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano próximo, si yo sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué causa, Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano fueron a la casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron los primeros días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo tomé un ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de allí a la casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la noche pensé que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me dejó con las valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, "la avenida de agua", y tocó la campana, colgada de un plátano; pero ya se había desprendido de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula iluminada y al lado un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque del agua). Debajo de la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me empezó a hablar antes de llegar. Me conversó durante todo el trayecto (fue él quien me dijo lo de la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de la cúpula. En ese momento el botero me decía: "Ella no quiere que tiren papeles ni ensucien el piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita no hay puerta y una mañana en que se despertó temprano, vio venir nadando desde el comedor un pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha rabia y le dijo que se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la vida que ver nadar un pan".

El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un zaguán ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de agua y la isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una puerta cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce afirmado en la vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una escalera de cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras que se perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer gruesa con flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama, me recibiría al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por teléfono.

Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica sin esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española levantó mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama "tanto libro" y "hasta la habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran". Yo debo haber hecho algún gesto por la molestia de la luz.

-¿A usted también le incómoda la luz? Igual que a ella.

Fui a encender un portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás del portátil, y lo atendió la española. Decía muchos "sí" y las pequeñas flores blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella sujetaba las palabras que se asomaban a la boca can una silaba o un chistido. Y cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.

Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero yo, preocupado de cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre la luz llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondía con fuerza separando las palabras.

-Hable naturalmente -me dijo-; ya le explicaré por qué le he dicho a María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir, soy susceptible; pero ya hablaremos...

Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente me llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado con lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña y no podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la mañana, un pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo saltar en la cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté el tubo del teléfono.

-¿Está despierto?

-Es verdad.

Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en pijama y que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como el empleado al que le dieran un momento libre.

En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al amanecer. Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos árboles eran los plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el brillo de las hojas; al mismo tiempo se asomaban a la "avenida de agua" tocándose disimuladamente las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una alegría perezosa. Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje nuevo para mirarlo más tarde.

Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir agua caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre joven que dio los "buenos días" con humildad; era el hombre del agua y hablaba de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me dijo que me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la escalera -alta y empinada- a la señora Margarita. Era muy gruesa y su cuerpo sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado. Tenía la cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies en la escalera empezó a mirar sin disimulo y yo descendía con la dificultad de un líquido espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que yo llegara abajo. Y me dijo:

-Usted no es como yo me lo imaginaba... siempre me pasa eso... Me costará mucho acomodar sus cuentos a su cara.

Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al que le molestara el freno. Y le contesté:

-Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.

Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; yo no era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía pensando en el asilo de madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos. En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo cuando yo tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:

-No se apure; se va a cansar en seguida.

Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vació dichoso y me sentí por primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve cierta conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado largo tiempo. Tal vez me haya despertado el cansancio. Al rato ella me hizo señas con una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera en el sapo más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago, había esparcidos sapos de bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí, ella sacó el cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos quedamos inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera rara, como si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al final era un suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote pero veía también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo hacía pensar que la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que volviera a hacer la carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar yo soltaría el aire que retenía en los pulmones para no perder las primeras palabras. Después la espera se fue haciendo larga y yo dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo la puerta de un cuarto donde alguien duerme. No sabía si esa espera quería decir que yo debía mirarla; pero decidí quedarme inmóvil todo el tiempo que fuera necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y los pies, y puse mi atención en ellos sin mirar directamente. La parte aprisionada en los zapatos era pequeña; pero después se desbordaba la gran garganta blanca y la pierna rolliza y blanda con ternura de bebé que ignora sus formas; y la idea de inmensidad que había encima de aquellos pies era como el sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado tiempo esperando la carraspera; y no sé en qué pensamientos andaría cuando oí sus primeras palabras. Entonces tuve la idea de que un inmenso jarrón se había ido llenando silenciosamente y ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos intermitentes.

-Yo le prometí hablar ... pero hoy no puedo... tengo un mundo de cosas en qué pensar...

Cuando dijo "mundo", yo, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo. Ella siguió:

-Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.

Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.

-Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.

Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro. Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se habían cerrado y abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que ya había visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido volver unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las palabras que yo había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me llenaba de amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una pena, porque yo las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Margarita dijo:

-Deténgase en la escalera y vaya a su cuarto. Creo que luego tendré muchas ganas de conversar con usted.

Entonces yo miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las plantas me di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella escalera casi blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las vértebras de un animal prehistórico.

Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del ropero y sonó el teléfono:

-Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando yo le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y yo no lo molestaré más hasta que pasen dos días.

Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar.

Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza, de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender a los demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no, podía ocurrir, que mientras yo vivía cerca de ella, con un descuido encantado, esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y cuando estuviera en mi pieza, entregado a mis lecturas, miraría también la llanura, sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia, robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el verano.

Pero ocurrieron otras cosas.

Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua incrustados sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las hubieran carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos parecían desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los ojos. Tardó en cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en los planos y después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los caños, absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta artificial. Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto las sombras de algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se abrían y cerraban alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me costaba comprender la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso explicarme todo de nuevo. Pero entró María.

-Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella le parecen intestino... y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado... -Y dirigiéndose a mí-: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que esta noche tendremos "velorio". Sí, ella pone velas en unas budineras que deja flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio "velorio". Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las budineras.

Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el ruido de los motores. Pero ya estaba aburrido y no quería asombrarme de nada.

Otra noche en que yo había comido y bebido demasiado, el estar remando siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el silencio que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que "la montaña" se movía porque yo la llevaba en el bote. Después ella quiso que nos quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas que se asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta: "El nombre de ella es como su cuerpo; las dos primera silabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas a su cabeza y sus facciones pequeñas...". Parece mentira, la noche es tan inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas mayores, tan cerca y pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la madrugada... y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas... Pero qué firme es la soledad de esta mujer...

Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas pocas palabras:

-No me haga ninguna pregunta...

Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón: "¿quién te hace ninguna pregunta? ... Mejor me dejaras ir a dormir..."

Y ella terminó de decir:

-... hasta que yo le haya contado todo.

Por fin aparecerían las palabras prometidas -ahora que yo no las esperaba-. El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada. "Pobre, me decía a mí mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le será difícil manejar ese cuerpo..."

Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las mías.

"Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia...".

Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y creí que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía llenarse de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que acababa de oír. Después pensé que yo me había quedado, indebidamente, con la angustia de su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla. Pero en seguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se deslizaron otras. Debe haber sido con el que estuvo antes en la pequeña ciudad de Italia. Y después de perderlo, en Suiza, es posible que haya salido de allí sin saber que todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho que no encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del ferrocarril la debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado, decidió bajarse en la pequeña ciudad de Italia, peor en ese otro lugar se ha encontrado, sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas. Ahora ella no podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que Alcides me ha contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida de su marido, sino simplemente: "Margarita fue trastornada toda su vida", y María atribuía la rareza de su ama a "tanto libro". Tal vez ellos se hayan confundido porque la señora Margarita no les habló de su pena. Y yo mismo, si no hubiera sabido algo por Alcides, no habría comprendido nada de su historia, ya que la señora Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.

Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella volvieron, la señora Margarita parecía instalada en una habitación del primer piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oyó ruidos, y fue hacia una ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de otras luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que le había estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si el agua era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero después el agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y caminaba con cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruido pero igual se levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en la noche anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba, ahora era por entre hojas que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando, dentro de sus propios ojos y las miradas de los dos se había detenido en una misma contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por dormirse, tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del fondo del agua. Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había dejado un aviso en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la miraran. Entonces la señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando, descalza y asombrada, por su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era distinto, como si alguien hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba con otro aire y otro sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el agua; y al volver a su cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y esperadas desde hacía mucho tiempo.

A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que hablaban en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la noche y pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie. Pero escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que ellas empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que las echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejaría engañar por la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una regadera en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de agua, haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida, pensó: "No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que no puede explicarse". Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor de cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver el agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que la misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: "No, esto es muy serio; alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma".

Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el agua se dio cuenta que por su mirada descendía un pensamiento. Aquí la señora Margarita dijo estas mismas palabras: "un pensamiento que ahora no importa nombrar" y, después de una larga carraspera, "un pensamiento confuso y como deshecho de tanto estrujarlo. Se empezó a hundir, lentamente y lo dejé reposar. De él nacieron reflexiones que mis miradas extrajeron del agua y me llenaron los ojos y el alma. Entonces supe, por primera vez, que hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en ella se refleja y que recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que entregar el cuerpo al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo penetra y él nos cambia el sentido de la vida". Fueron éstas, aproximadamente, sus palabras.

Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroyo, y en el primer momento no se acordó que por los arroyos corría agua -algo del mundo con quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la corriente, y en seguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se dirigía a ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar lejano, gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de un árbol; anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la señora Margarita oyó pasos sordos, con palpitaciones. Tuvo una angustia de presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían el agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.

Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente. Mientras el marido la miraba, embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y cuando se fue a llevar una copa a los labios, la señora pensó: "En qué bocas anda el agua". En seguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de lágrimas. Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó agitada y con el recuerdo del arroyo llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en favor del arroyo: "Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie puede con ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle una trampa y encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio sucio, y ese pozo es como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como de paso, vertiginoso, si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan; ese debe ser, también, el sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo estar con mis pensamientos y mis recuerdos como en un agua que corre con gran caudal..." Esta marea de pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se levantó de la cama, preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el corredor sin querer mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: "El agua es igual en todas partes y yo debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del mundo". Pasó un tiempo angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril. Pero después el ruido de las ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que había dejado en la fuente del hotel; recordó la noche en que estaba sucia y llena de hojas, como una niña pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole algo; pero si no había cumplido la promesa de una esperanza o un aviso, era por alguna picardía natural de la inocencia. Después la señora Margarita se puso una toalla en la cara, lloró y eso le hizo bien. Pero no podía abandonar sus pensamientos de agua quieta: "Yo debo preferir, seguía pensando, el agua que esté detenida en la noche para que el silencio se eche lentamente sobre ella y todo se llene de sueño y de plantas enmarañadas. Eso es más parecido al agua que llevo en mí, si cierro los ojos siento como si las manos de una ciega tantearan la superficie de su propia agua y recordara borrosamente, un agua entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le quedara un poco de vista".

Aquí se detuvo un rato, hasta que yo tuve conciencia de haber vuelto a la noche en que estábamos bajo las ramas; pero no sabía bien si esos últimos pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le había ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al pie de la escalera.

Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve el recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.

En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta que ella pertenecía al marido, sino que yo había pensado demasiado en ella; y a veces de una manera culpable. Entonces parecía que fuera yo el que escondía los pensamientos entre las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastrara a mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con la idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que yo recibía en mi propia vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa religión; llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde hacía mucho tiempo y apenas cometido un gran pecado.

De pronto me di cuenta que de mi propia alma me nacía otra nueva y que yo seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea de su marido. Y cuando ella terminó de hablar y yo subía la escalera de cemento armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles.

Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera el relato de la señora Margarita; fui cayendo con una sorpresa lenta, en mi alma de antes, y pensando que yo también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que hoy había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima de un pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con bastantes detalles y cargados, con un sentido que yo conocía bien. Habían empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza me quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme de aquella casa; pero eso fue como si al despertar, hiciera un movimiento con la intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir durmiendo. Otra tarde quise imaginarme -ya lo había hecho con otras mujeres- cómo sería yo casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que si su soledad me inspirara lástima y yo me casara con ella, mis amigos dirían que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al descubrirme caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la vereda angosta que rodeaba al lago, en las noches que ella quería caminar).

Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía ejercer a gran distancia, como si yo fuera un satélite, y al mismo tiempo que se me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más libremente. Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera desaparecer el tul.

A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo, por teléfono: "Le ruego que vaya a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero que usted me vea sin el agua". Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí recibiría el aviso para volver.

La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y en el momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió al poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: "Los dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles". Pero esta coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían llevarme con la primera señora Margarita, yo tenía, también, en el fondo de mi pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero mis abuelos aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera corta y se exterminaran de un golpe.

En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para ampliar su mala manera de pensar en ella). Además yo ya estaba bastante confundido con mis dos señoras Margarita y vacilaba entre ellas como si no supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la última señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y tuve la idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me confundiera entre los recuerdos del marido, y yo, después, pudiera sustituirlo.

Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres humanos, los ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté el viaje con una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que yo me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes. Primero llegó Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a tomar. No la había despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los primeros días. La señora Margarita, sin decirle una palabra, la empujó, y Filomena cayó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la acompañó y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó, tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre gomas infladas, como las que los niños llevan a las playas), volcó una botella de aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el tocador. Ella pidió agua por teléfono, "como si allí no hubiera bastante o no fuera la misma que hay en toda la casa", decía María.

La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la señora Margarita y yo no encontraríamos las palabras y los pensamientos como los habíamos dejado, debajo de las ramas.

Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como ya había ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán. Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo. Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada -ella no me dio detalles- tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver tierra se dio cuenta que el agua del océano no le pertenecía, que en ese abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios y cuando miraban la inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no en una bañera, y de entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en su camarote, y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y revistas, como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que se movía entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y yo me di cuenta que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no coincidían, echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar sus palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo sus pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo que en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba apoyada en una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que apenas dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por la superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la hiciera tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo conciencia que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua dulce del cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se precipitaban tan seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida toda la cubierta era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió a mirar el mar, que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad conque un animal se traga a otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de pronto su cuerpo se empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara, como un temblor de tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que buscara pensamientos que justificaran su risa y por fin se dijo. "Esta agua parece una niña equivocada; en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra agua". Después sintió ternura en lo dulce que sería para el mar recibir la lluvia; pero al irse para su camarote, moviendo su cuerpo inmenso, recordó la visión del agua tragándose la otra y tuvo la idea de que la niña iba hacia su muerte. Entonces la ternura se le llenó de una tristeza pesada, se acostó en seguida y cayó en el sueño de la siesta. Aquí la señora Margarita terminó el relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi pieza.

Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que me comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer yo oí el ruido de las budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que acompañarla en su "velorio". Ella me esperó al pie de la escalera cuando ya era casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de que había estado oyendo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto a la pared.) Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda, con una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un conciliábulo de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis remos tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio. En ese instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la pared -menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y el tocador- había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores; recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca, suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y me dijo que yo hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme con un chivo blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió trayendo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las fuera poniendo en el agua. Al subir, yo me caí en la cama; me levanté en seguida pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo las budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me dijo: "Por favor, no las ponga así que parece un velorio". (Entonces me di cuenta del error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando el tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y yo tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella se le cayó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo y se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí había también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de tocar el gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar la puerta que era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la cama, empezó a arreglar las almohadas y me hizo señas para que yo tocara el gong. A mí me costó hacerlo; tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la cama para no rozar sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía miedo de caerme al agua -la profundidad era sólo de cuarenta centímetros-. Después de hacer sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al retirarme- andando hacia atrás porque no había espacio para dar vuelta-, vi la cabeza de la señora recostada a los pies del chivo, y la mirada fija, esperando. Las budineras, también inmóviles, parecían pequeñas barcas recostadas en un puerto antes de la tormenta. A los pocos momentos de marchar los motores el agua empezó a agitarse; entonces la señora Margarita, con gran esfuerzo, salió de la posición en que estaba y vino de nuevo a arrojarse de bruces a los pies de la cama. La corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar las budineras, unas contra otras, y después de llegar a la pared del fondo volvió con violencia a llevarse las budineras, a toda velocidad. Se volcó una y en seguida otras; las velas al apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la señora Margarita, pero ella, previendo mi curiosidad, se había puesto una mano al costado de los ojos. Rápidamente, las budineras se hundían en seguida, daban vueltas a toda velocidad por la puerta del zaguán en dirección al patio. A medida que se apagaban las velas había menos reflejos y el espectáculo se empobrecía. Cuando todo parecía haber terminado, la señora Margarita, apoyada en el brazo que tenía la mano en los ojos, soltó con la otra mano una budinera que había quedado trabada a un lado de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa budinera también se hundió en seguida. Después de unos segundos, ella, lentamente, se afirmó en las manos para hincarse o para sentarse sobre sus talones y con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla perdida entre la gordura de la garganta, miraba el agua como una niña que hubiera perdido una muñeca. Los motores seguían andando y la señora Margarita parecía, cada vez más abrumada de desilusión. Yo, sin que ella me dijera nada, atraje el bote por la cuerda, que estaba atada a una pata de la cama. Apenas estuve dentro del bote y solté la cuerda, la corriente me llevó con una rapidez que yo no había previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré hacia atrás y vi a la señora Margarita con los ojos clavados en mí como si yo hubiera sido una budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún secreto. En el patio, la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté en el sillón del bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las vueltas que había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra persona, y a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y me vino una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía por qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme hablar ni una palabra; por ahora yo estaba seguro que nunca me encontraría plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote para pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más decirle.

Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar. Al principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla. Tal vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que correr y dejar sugerencias a su paso; pero yo me moriré con la idea de que el agua lleva adentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier manera yo soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie podrá prohibir que conserve mis recuerdos en el agua.

Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:

-¿Vio qué pronto instalamos las regaderas?

-Sí, y... ¿anda bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).

-Cómo no... Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.

Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:

"Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones. Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera de mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que me acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia en seguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso es lo que hará mañana.

"Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta le hace. Margarita.

"P.D. Si por causalidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le he contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas palabras: "Esta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté muerto."